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SILENO DE CALEACTE

Por la mañana llega un hombre delgado que lleva sobre los hombros una vieja piel de oso, sucia y apolillada. Es un anciano con la barba y el pelo canos y ralos. Tendrá unos 40 inviernos. Lleva un talego de cuero a modo de bandolera y no se mantiene muy firme en pie. Me dice algo en su idioma, no sé cuál.

—No te entiendo —le contesto en el mío.

—Te he preguntado si eres un hombre o una cría de elefante —me dice en mi idioma.

—Hablas mi idioma…

—Yo hablo más idiomas que todos los dedos de tus manos y las mías juntas, cachorrito, y también los escribo. Soy Sileno de Caleacte, literato, cantor y artista. Nací griego y he vivido por el mundo.

Hace una especie de inclinación, pierde el equilibrio y se cae —hacia atrás, menos mal—, y al final se sienta en el suelo.

—Ah, esta es la posición que buscaba en la Tierra —dice—. Pero, si no eres una cría de elefante, ¿qué haces atado a la estaca?

—Pienso —contesto.

Sileno se ríe.

Llega Shafá. No parece contento de ver al artista, cantor, literato… Le suelta una frase desabrida y con un gesto de la cabeza le pide que se vaya. O eso creo. Pero el griego no parece impresionado y le contesta con el mismo tono de voz. Shafá se para un momento. Creo que tiene ganas de deshacerse de él, y está claro que lo conseguiría tan solo con las manos, sin necesidad de sacar la espada ni el puñal que lleva al cinto. Sin embargo, parece que, de algún modo, las palabras de Sileno le han impresionado. Así que dice algo y se va.

Sileno se vuelve hacia mí y me sonríe, no le quedan muchos dientes en la boca.

—Acabas de encontrar a tu maestro de álgebra, retórica y cartaginés.

—Perdona, pero solo he entendido «cartaginés».

—¿Quieres decir que no sabes nada de álgebra ni de retórica? ¿Ni siquiera sabes leer?

—Ni siquiera sé lo que estás diciendo, maestro.

—Ya veo, Shafá no me desea nada bueno —farfulla el artista, literato, etcétera.

Si uno se cruzara en un bosque con un personaje como Sileno de Caleacte, cambiaría de camino. O saldría corriendo. Otros se llevarían la mano a la espada, a la lanza, al primer palo que encontraran. Por si acaso. Y, sin embargo, ese hombre ha visto el mundo, conoce todos los valles y todos los ríos, ha cruzado los diez mares, los cien desiertos, ha escalado montañas que llegan al cielo y atravesado bosques más espesos que la lana de oveja. Ha conocido a reyes y emperadores, magos y hombres sagrados, brujas y princesas, ha vivido cientos y cientos de aventuras y muchas más ha oído contar. Y se acuerda de todas.

Los días siguientes, cuando Shafá me ata a la estaca por la noche como una cría de elefante, Sileno me enseña las palabras de la lengua cartaginesa. Y también me enseña a contar una idea sin decir ni una palabra.

—Es magia —digo.

—Sí, una especie de magia que nos ha traído Cadmo de Fenicia.

—¿Quién es Cadmo?

—Un amigo —dice Sileno y se ríe. No creo que sea un amigo. Será una divinidad.

Para esta magia se necesita una tabla cubierta de cera y un palo corto y puntiagudo. Sileno hace sus signos sobre la cera que cubre la tabla. Parecen patas de gallina, puntas de flecha, ramas hendidas…

—A esto se le llama escribir —dice—. Y estos signos son las letras del alfabeto.

Para escribir no son obligatorios la tabla y el palo. También se puede escribir echando jugo de tilo sobre trozos de corteza o un papiro, con un tizón ennegrecido sobre una piedra o con un dedo sobre la arena de la orilla del río.

Las letras del alfabeto son muchas y todas distintas, y cada signo también puede ser un sonido que se hace con la boca. Cada palabra está formada por varios signos y varios sonidos. Cuando escribes la palabra, ya no suena, pero puede sonar otra vez muchos días después, o tras estaciones enteras, y hasta en otras bocas.

—Esto se llama leer —me dice Sileno.

El griego me enseña algunos de los signos, los aprendo fácilmente y me gusta escribirlos y leerlos, aunque no lo he entendido del todo. No es fácil explicar lo que significa leer y escribir.

—¡La magia no se entiende toda de una vez, Mesilea! Para aprender hay que practicar, practicar y practicar. Mientras tanto, no discutas, las palabras se las lleva el viento, ¡lee y escribe! —me ordena Sileno y yo obedezco.

Sileno me habla de las historias del mundo. Él las escribe en rollos de pergamino que luego guarda en el talego.

—¿Para qué sirven las historias? —le pregunto.

—Las historias hacen pasar el tiempo, el de quien las cuenta y el del que las escucha, y enseñan cosas. Todo lo que puede ocurrirle a un hombre o a una mujer, a un viejo o a un niño, a un rey o a un esclavo, ya ha ocurrido en una historia.

Una noche, mientras cenamos, me cuenta la historia del gran almirante fenicio Hannón, que con sus barcos navegó durante estaciones y estaciones hacia el sol del ocaso, y cruzó el mundo entero hasta que al final llegó de nuevo a casa.

—Llegó al lugar desde el que había zarpado, pero desde la parte opuesta.

—¿Y cómo consiguió superar los bordes del mundo? —le pregunto.

—Pero qué bordes, Mesilea…

—Maestro, ¿tú cuánto crees que se tardaría en llegar a los bordes del mundo con un caballo? ¿Y con un elefante?

—El mundo no tiene bordes, Mesilea. Es redondo, como este melón —dice Sileno, corta un trozo y me lo da pinchado en la punta del cuchillo. Lo cojo, el melón está muy dulce.

Cuando Sileno dice estas cosas, no lo entiendo. El mundo no puede ser redondo, como un melón, porque los que vivieran en la parte de abajo se caerían y los que estuvieran en los lados, se resbalarían. Eso lo sabe hasta un niño pequeño. Sileno sonríe con sus dientes mellados y niega con la cabeza.

Me habla del general Aníbal, el comandante de esta expedición.

—Aníbal Barca es un gran soldado. Era más joven que tú cuando, ante su padre y a la diosa Baal, juró odio eterno a Roma. Ha dejado a una esposa bellísima, la princesa Himilce, y a un hijo pequeño para ir a combatir contra los romanos y conquistar Roma. No encontrará paz hasta que no la destruya como hizo con Sagunto, tras sitiarlo durante un año.

En el sitio de Sagunto también estaba Sileno, que me habla de torres de madera más altas que los árboles que los cartagineses construyeron y usaron para asaltar las murallas, máquinas que lanzan piedras tan grandes como calabazas hasta cien pasos de distancia, lluvias de flechas ardientes, y murallas y portones derribados con troncos de árboles.

—¡Y el golpe final a las murallas fue con los elefantes! ¡Grandioso! —concluye—. El general sabe ser generoso con los que están de su lado, pero no tiene piedad con los que se le oponen, y Sagunto lo hizo, o aún peor, lo traicionó.

—¿Y qué sabes de Roma? —pregunto.

Sileno mira hacia lo alto, a la inmensidad del cielo, y mientras tanto se rasca la nuca como si tuviera pulgas. Y seguramente las tiene, porque las tenemos todos. Pero yo solo me espulgo cuando puedo, mientras que a Sileno parece que le da igual.

—Roma tiene más casas que estrellas hay en el cielo, Mesilea. Tiene calles de piedra, sin barro ni polvo, por donde los carros pasan volando. Roma tiene termas de agua caliente y perfumada. Imagínate, el agua discurre por las casas, la puedes beber en cualquier momento y se lleva tus desechos. En Roma las casas son cálidas en invierno y frescas en verano…

—¿De verdad existe un lugar así?

—Yo he estado.

—¿Y qué más viste allí?

—Vi mercados con mercancías de todo el mundo: sedas y telas preciosas, fruta, vino de Chipre, las fiestas dionisíacas de Cnosos, espectáculos con bestias feroces, animales que nadie se podría llegar a imaginar…

—¿Roma es fuerte?

—Roma tiene tantos caballeros que el número de sus soldados supera al de las estrellas, posee máquinas de guerra en gran número…

—¿Y elefantes?

—No, no tiene elefantes, pero no creas que los romanos son débiles por eso. Roma quiere conquistar el mundo y someterlo. —Sileno mira a lo lejos—. Y lo hará…

Capítulo 5

El último elefante

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