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Capítulo 1

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En el presente

Querido Dimitri,

Hoy me encontraste.

Dimitri conducía por carreteras que solo había recorrido una vez antes. Los faros iluminaban la tromba de agua y los arbustos empapados que flanqueaban la carretera. Sin embargo, en su cabeza solo veía la cara de su exayudante mientras balbucía palabras como «lo siento», «no lo sabía» o «fue por el bien del… banco Kyriakou».

Le bullía la sangre de furia. ¿Cómo había podido pasar eso?

Durante los diecinueve meses que habían pasado desde que salió de aquella cárcel dejada de la mano de Dios en Estados Unidos, había sudado sangre y lágrimas para intentar encontrar al malnacido que había hecho que apareciera como el responsable del mayor fraude bancario de la década. No solo eso, también había intentado devolver el prestigio al banco de su familia, de su padre, mejor dicho.

Por fin, hacía un mes, cuando detuvieron a Manos, su medio hermano, creyó que todos sus problemas habían terminado. Había creído que podía pasar página y centrarse en el futuro, que por fin podría respirar.

Hasta que le notificaron una actividad inusitada en una pequeña cuenta personal que no había mirado desde hacía años. Había activado todas las alarmas en cuanto recuperó su puesto en el consejo de administración y había esperado que no saltara ninguna, pero saltó una hacía dos días.

Se había quedado espantado al descubrir que su ayudante, por iniciativa propia y sin que él lo supiera, había pagado a una mujer que había afirmado que él tenía una hija. Ya le había pasado otras veces que algún farsante le había pedido cantidades descomunales de dinero con acusaciones falsas, que habían intentado sacar rentabilidad a su repentina mala fama por la detención, pero esa vez…

¿Había sido un perverso giro del destino que ese descubrimiento hubiese coincidido con la segunda carrera de la Hanley Cup y que hubiese tenido que volver a Dublín no solo por El Círculo de los Ganadores, sino porque su ayudante había hecho una transferencia de cincuenta mil euros a una cazafortunas que había…?

La llamada de su teléfono se abrió paso en sus pensamientos como un cuchillo.

–Kyriakou –contestó al dispositivo de manos libres.

–Señor, tengo la información que usted… para…

–¿Sí?

–Es… precipitado… No puedo garantizar… divulgación…

–Michael, te cortas. La cobertura es espantosa –gruñó Dimitri con desesperación porque el embrollo iba creciendo–. ¿Puedes oírme?

–Sí, señor… Sobre…

–Mira, puedes mandarme el archivo por correo electrónico y lo leeré luego, pero, por ahora, me conformo con lo más importante.

–Mary Moore… años… Una hija… Anna… sin padre en la partida de nacimiento. Detenciones por embriaguez y… alteración del orden público…

Dimitri soltó un improperio. No podía creérselo. ¿La mujer que se había derretido entre sus brazos era una bebedora y tenía antecedentes penales?

–Muy bien, ya he oído bastante. Pásame la factura y me ocuparé de que el pago…

–Un momento, señor, hay… usted tiene…

–Se corta la señal. Leeré todo el informe cuando pueda abrir al correo electrónico.

Dimitri dio por terminada la llamada sin apartar la mirada de la carretera ni un segundo. Si antes había creído que estaba enfadado, eso no era nada en comparación con la furia que se había adueñado de él. Miró al hombre que estaba sentado, sin abrir la boca, en el asiento del acompañante. Era el único hombre, fuera de El Círculo de los Ganadores, en el que confiaba. David Owen había sido su abogado durante más de dieciocho años.

–En este momento, legalmente, no puedes hacer gran cosa –comentó David sin mirarlo–. Lo único que tienes es la petición de cincuenta mil euros y una foto en blanco y negro, muy granulosa, de una niña pequeña.

Sin embargo, había bastado para que Dimitri reconociera a la niña como suya. Era idéntica a él a esa edad; el pelo oscuro, tupido y rizado y algo indescriptible, pero cautivador, en los enormes ojos marrones.

–No tienes ninguna prueba de que la niña sea tuya.

–No me hace falta, David. Lo sé. Sé que lleva mi sangre. Los plazos coinciden y tú también has leído el correo y has visto la foto.

David asintió con la cabeza y a regañadientes.

–Podríamos meter a los servicios sociales, pero eso le daría publicidad y provocaría un escándalo.

–No. El nombre Kyriakou no se va a ver salpicado por más escándalos. Además, tardaría demasiado. Si estás aquí, es para que me ayudes a conseguir lo que quiero sin todo eso. No puedo permitirme que la prensa se entere todavía. Está claro que a la madre solo le interesa el dinero. Un poco de jerga legal podría ayudar a… facilitar las cosas, por decirlo de alguna manera.

El navegador GPS del teléfono le indicó que tenía que tomar el siguiente desvío a la izquierda. Dimitri no tenía ni idea de cómo había encontrado el camino a esa casa de huéspedes hacía tres años.

–¿Estás seguro? –insistió David–. Como ya te he dicho, legalmente, tu posición no es muy sólida.

–Ella perdió el derecho a todo respaldo legal cuando intentó chantajearme –replicó Dimitri.

¿Cómo habían podido engañarlo otra vez? ¿Cómo había podido permitir que pasara?

Durante el inmerecido encarcelamiento, durante los catorce meses que había pasado entre rejas como un animal, había recordado aquella noche, la había recordado a ella, como una luz resplandeciente en la oscuridad. Un momento completamente suyo, que solo conocían ellos dos. Había vivido de sus sonidos de placer, de los gritos de éxtasis, de cuando descubrió, con asombro y un placer muy íntimo, que ella era virgen. Lo había atesorado todo dentro de él y le había permitido sobrellevar lo peor del tiempo que había pasado en la cárcel.

¿Su inocencia le había engañado? ¿Había sido virgen de verdad? Hasta él tuvo que reconocerse que no había duda de eso. Era posible que fuese lo único verdadero de Mary Moore. En cuanto a todo lo demás… Le había mentido, le había ocultado un secreto, pero se arrepentiría el resto de su vida porque nada le impediría que reclamara a su hija.

Anna contuvo la respiración mientras la lluvia caía con más fuerza todavía. Se le metía por el cuello del chaquetón impermeable que se había puesto por encima de los hombros cuando contestó la llamada telefónica, pero no había tenido la serenidad de tomar un paraguas. Metió la mano en el bolsillo y sacó lo único que podía protegerle un poco de los elementos, y fue tan irónico que le recordó un poco más la situación tan lamentable en la que estaba.

Se puso el amplio sobre en la cabeza y se empapó enseguida. El agua le cayó por la manga del chaquetón y le mojó la camiseta de algodón. Le daba igual que la carta se empapara porque se la sabía de memoria.

Lamentamos informarle que… debido al retraso en los pagos… según las condiciones de la hipoteca… el derecho de ejecución…

Estaba a punto de perder la pequeña casa de huéspedes que había heredado de su abuela, el sitio donde habían nacido y se habían criado su madre y ella. Quizá no hubiese sido el porvenir que se había imaginado para sí misma, pero sí era el único al que podía aferrarse para sacar adelante a su hija. ¿Cómo era posible que su madre hubiera conseguido ocultárselo? Mary Moore estaba siempre alelada, pero Anna supuso que ese era uno de los misterios de ser alcohólico. Su madre, incluso en el peor estado, conseguía disimular, ocultar, mentir…

A pesar de la lluvia, podía oír la música y las voces que llegaban desde el único edificio con indicios de vida en la carretera. La luz se filtraba por las ventanas empañadas, pero no llegaba a iluminar los bancos mojados del patio. Se preparó para lo que estaba segura que sería una visión dolorosa.

Abrió la puerta del pub y los hombres que estaban en la barra dejaron de hablar y se dieron la vuelta para mirarla fijamente. Siempre la miraban fijamente. El color de su piel, lo único que le había dejado su padre vietnamita después de abandonarlas nada más nacer ella, siempre la había marcado como foránea, siempre había sido un recordatorio de la humillación de su madre. Se guardó el sobre empapado en el bolsillo y se pasó una mano por el pelo para retirar las gotas que todavía le colgaban de los delicados mechones. El espeso ambiente olía a cerveza tibia y a cigarrillos apagados que se habían fumado furtivamente después de la prohibición.

Miró al dueño, quien la miró a los ojos casi desafiantemente.

–¿Por qué le habéis servido? –le preguntó Anna.

–Tenía el dinero… –contestó él encogiéndose de hombros.

Eamon, como si fuera un consuelo, señaló con la cabeza hacia el reservado del bar.

Oyó burlas de los hombres que le habían dado la espalda y la rabia le atenazó las entrañas. Era algo abrasador. Se movía como una serpiente y le mordía como si lo fuera.

–¿Qué pasa? ¿No habéis visto nunca a una mujer bebida? –preguntó ella a los presentes.

–No es una mujer, es una…

–Dilo y te…

–¡Basta! –intervino Eamon.

Anna cruzó el reservado. Su madre estaba sentada sola y rodeada de mesas vacías. Parecía increíblemente pequeña y delante de ella tenía, al lado de un periódico, un vaso bajo con un líquido transparente, seguramente, vodka. Ella esperó que fuese vodka, la ginebra siempre empeoraba las cosas. Se sentó a su lado y sofocó la desesperación creciente, la rabia nunca servía para nada.

Mary tenía peor aspecto que la última vez que la vio. Anna supo, desde el día que nació Amalia, que no podía permitir que Mary siguiera viviendo con ellas. No iba a arriesgarse a que pudiera hacerle algo a su hija en un arrebato de ebriedad. Había organizado que su madre viviera con una de las pocas amigas que le habían quedado a Mary Moore. Desde entonces, todas las veces que se habían visto habían sido tensas y dolorosas.

–¿Qué ha pasado, mamá? ¿De dónde ha salido el dinero? –le preguntó Anna en un tono tan triste que le espantó.

–Yo… Creía que podría pagar parte de la hipoteca… Pensé, solo una copa… Pensé…

–¿Qué pensaste, mamá?

Anna no sabía de lo que estaba hablando su madre, pero estaba acostumbrada a esas conversaciones en círculo cuando ella estaba así. Se desvaneció el pequeño rayo de esperanza que había visto durante las últimas semanas, cuando su madre había estado sobria e, incluso, había hablado de rehabilitación.

–Yo creí que era culpable incluso cuando salió de la cárcel, pero cuando detuvieron a su hermano…

¡Estaba hablando de Dimitri!

Su madre le acercó un poco el periódico. En la primera página, junto al artículo principal, había otro artículo sobre la carrera de caballos que iba a celebrarse en Dublín y una foto en blanco y negro de tres hombres que celebraban una victoria en Buenos Aires. No pudo evitar que sus ojos se clavaran en Dimitri Kyriakou.

–Él tiene tanto dinero que… –las palabras de Mary Moore empezaban a difuminarse–. Que hice lo que tú nunca tuviste el valor de hacer.

–¿Qué hiciste, mamá?

–Un padre debería mantener a su hija…

Un millón de ideas se le amontonaron en la cabeza. Ella sabía, mejor que nadie, que lo que decía su madre era verdad… y había intentado conseguir su respaldo, había intentado hablarle de su hija hacía diecinueve meses, cuando ella, como todo el mundo, supo que era inocente. Había llamado a su oficina y había recibido una respuesta que le había demostrado que ese hombre con el que había pasado una noche desaforada, al que había entregado tanto de sí misma, había sido un producto de su calenturienta imaginación.

–¿Mamá…?

–Al menos, elegiste a uno con dinero… que estaba dispuesto a pagar cincuenta mil euros a cambio de nuestro silencio.

Anna sintió una náusea.

–Dios, mamá…

La bofetada llegó sin que se la esperara. Le giró la cabeza y el zumbido de los oídos superó un instante al asombro.

–Ni se te ocurra tomar su nombre en vano, Anna Moore.

Años y años de soledad, rabia y frustración se revolvieron dentro de Anna. Miró a su madre a los ojos y vio que la indignación justiciera dejaba paso al remordimiento y la desdicha.

–Anna, yo…

–Basta.

–Anna…

–No.

Anna levantó una mano. Sabía lo que iba a decir su madre, ya conocía el círculo de súplicas, disculpas y justificaciones, pero no podía permitirlo esa vez.

¿De verdad había pagado Dimitri para rechazar a su hija? Sintió un dolor infinito en el corazón, mucho mayor que el que sentía en la mejilla.

Se frotó el pecho con la palma de una mano como si así pudiera aliviar ese dolor que sabía que sentiría durante días… o, quizá, durante años. Eso era precisamente lo que había querido evitar a su hija, el dolor del rechazo, la sensación de que no la querían. No iba a permitir que su hija sufriera eso. Sencillamente, no iba a permitirlo.

Miró a su madre, que estaba encogida, y le pareció más pequeña todavía. Oyó el llanto de costumbre que llegaba de su tembloroso cuerpo.

Eamon asomó la cabeza por la entrada al cuarto. Sus ojos reflejaban lástima y ella lo odió por eso, odiaba a ese maldito pueblo.

–Me ocuparé de que pase bien la noche.

–Sí, hazlo.

Anna salió del pub con la cabeza alta. No iba a dejar que la vieran llorar, no lo había hecho nunca. Tampoco notó que había dejado de llover mientras volvía al pequeño negocio familiar que había conseguido mantener, a duras penas, durante esos años. Solo podía pensar en su hija, en Amalia, en sus preciosos ojos marrones y en su pelo rizado. Los sonidos de sus risas, de sus llantos y de los primeros gritos que dio en este mundo le retumbaron en la cabeza. También pensó en aquel momento milagroso, cuando la dejaron por primera vez en sus brazos y Amalia abrió los ojos, cuando ella sintió un amor puro e incondicional. Haría cualquier cosa, cualquiera, por su hija.

El día que se enteró de que estaba embarazada fue el mismo día que el juez de Estados Unidos dictó sentencia. Casi había oído el sonido del mazo como si hubiera golpeado en su propio corazón. No había querido creer que era culpable de las acusaciones que se habían presentado contra él, del fraude de millones de dólares a los clientes estadounidenses del banco Kyriakou. Sin embargo, ¿qué había sabido de él en aquel momento? Que era un hombre al que le gustaba el whisky, que le había dado el mayor de los placeres imaginables y que se había marchado al día siguiente sin decirle una palabra.

Como le había espantado la idea de que su hija llevara el estigma de un padre así, había decidido no revelar su identidad. Sin embargo, cuando se enteró de su inocencia e intentó ponerse en contacto con él, solo le dijeron que era una más de las muchas mujeres que reclamaban lo mismo. Casi gruñó al acordarse. Su hija no era una reclamación. Amalia tenía ocho meses y ella se había prometido que, a partir de ese momento, sería el padre y la madre de su hija, se había prometido que Amalia sería feliz, se sentiría segura y, sobre todo, sabría que la querían. Quería darle a su hija lo que no había tenido ella de pequeña, cuando su padre había abandonado a su madre embarazada.

Mientras subía por el sendero, vio un minibús parado delante de la casa de huéspedes. Los tres clientes que se habían registrado esa mañana estaban guardando las maletas en el portaequipajes.

El señor Carter y su esposa fueron los primeros en verla.

–Esto es inaceptable y lo contaré en mi crítica…

–¿Qué ha pasado? –preguntó ella interrumpiendo la perorata del señor Carter.

–Hicimos la reserva de buena fe, señorita Moore, y lo único que tiene de bueno es que vamos a ir a un hotel mejor en el pueblo, pero que nos echen sin darnos una explicación a las diez y media… No está bien, señorita Moore, no está bien.

Sus clientes desaparecieron en el autobús antes de que ella pudiera decir algo y tuvo que apartarse de un salto cuando empezó a retroceder. Solo quedó un hombre delante de la puerta de su casa.

Dimitri Kyriakou parecía tan furioso como lo estaba ella.

Dimitri había estado yendo de un lado a otro de la barra donde conoció a Mary Moore. Una empleada de Mary tenía a su hija en brazos y lo miraba como si fuera el diablo.

Pudo oír, desde dentro, la airada conversación de uno de los clientes. Ella había vuelto.

Salió de la barra, recorrió el pasillo con cuatro zancadas y salió justo cuando el autobús se marchaba.

Había permitido que la rabia lo llevara hasta allí, pero se paró en seco cuando vio a la mujer que había estado a punto de conseguir separarlo de su hija.

Los mechones del pelo oscuro se le arremolinaban alrededor de la cara y vio que sus ojos verdes tenían un brillo de algo que podía reconocer. Furia era decir muy poco para describir la tormenta que estaba formándose entre ellos. Estaba…. increíble y la odiaba por eso. Estaba mejor que en cualquiera de los sueños que había tenido en la cárcel. Sin embargo, eso era lo que hacía el diablo, se presentaba como la mayor de las tentaciones y te arrancaba el alma.

–¿Qué haces aquí y qué les has hecho a mis huéspedes? –le preguntó ella.

No se había imaginado que llegaría a oír esa rabia que había brotado de sus labios, pero se alegró porque era la misma rabia que sentía él.

–Tenemos que hablar y estaban en medio. Me he librado de ellos.

El dinero era algo increíble. Había sido su salvación y su destrucción, pero esa vez iba a emplearlo para conseguir lo que quería… lo que necesitaba.

La mujer que llevaba a su hija apareció en el pasillo y se puso detrás de él, captando la atención de Mary. Entonces, la madre de su hija hizo que él tuviera que apartase para pasar ella y tomarla en brazos.

Era una escena impresionante. Mary tenía la cabeza apoyada en el cuello de su hija. Él había querido abrazar a su hija en cuanto la vio, pero la mujer que había contratado Mary bramó que no dejaría que la tomara un desconocido. ¿Así se estrenaba como padre? ¿Impidiéndole que abrazara a su propia hija? La rabia le oprimió el pecho.

–Gracias, Siobhan. Ya puedes marcharte.

–¿Estás segura? –preguntó la chica mirándolo con recelo.

La mujer que sostenía en brazos a su hija asintió con la cabeza y la joven paso a su lado farfullando algo en voz baja. Dimitri miró a Mary a los ojos. Si las miradas pudieran matar…

Él ocupaba toda la puerta y parecía un diablo que había ido a cobrar lo que se le debía. Era alto y fornido, y a ella se le hacía la boca agua. El chaquetón de lana oscura y hecho a mano le llegaba casi hasta las rodillas y cubría un jersey azul oscuro que se adaptaría perfectamente a sus anchas espaldas. Unas espaldas que había recorrido con las manos, con los dedos, con la lengua… El frío y la lluvia que la había calado hasta los huesos se evaporó solo de verlo. El cuerpo le vibró traicioneramente, revivió por primera vez en tres años solo por tenerlo cerca. El deseo le abrasó la garganta y todos los rincones de su cuerpo.

Él parecía como si acabase de salir de una revista del corazón y ella estaba empapada, con un chaquetón impermeable verde y viejo encima de unos vaqueros que le quedaban fatal y una camiseta que seguramente estaría tan mojada que sería transparente e indecente. Sin embargo, sus ojos… Eran como guijarros de obsidiana y conocidos, los había visto todos y cada uno de los días desde que le dejaron a su hija en los brazos, pero nunca habían reflejado ese desprecio.

–Tienes cinco minutos.

Ella no había oído nunca una voz tan áspera y ronca. Se maldijo a sí misma y obligó a su cerebro a ponerse en marcha mientras pensaba que era una forma muy rara de empezar la conversación que llevaba años esperando con anhelo.

–¿Para qué? –preguntó Anna.

–Para despedirte.

–Para despedirme… ¿de quién?

–De nuestra hija.

Reclamada por el griego

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