Читать книгу Reclamada por el griego - Pippa Roscoe - Страница 7
Capítulo 2
ОглавлениеQuerido Dimitri,
Yo no había querido que pasara así.
Anna, instintivamente, estrechó a Amalia con más fuerza contra el pecho.
–¡No voy a despedirme de mi hija!
–Ahora no te hagas la madre agraviada.
Dimitri se acercó un paso y ella retrocedió otro.
–Tú –siguió Dimitri–, que hace solo dos días me chantajeaste con la noticia de su existencia. Se ha hecho la transferencia, pero he venido a… por lo que me corresponde. No pienso dejar a mi hija con una mentirosa alcohólica y endeudada.
La cabeza empezó a darle vueltas hasta que comprendió que alguien la había confundido con su madre.
–Espera…
–Ya he esperado bastante.
Anna, aterrada, vio que otro hombre aparecía en la puerta. Un hombre que llevaba la palabra «abogado» escrita en la frente y que no hizo que Dimitri se calmara.
–Mary Moore de Dublín, Irlanda. Hipotecada hasta el cuello y detenida dos veces por ebriedad y desórdenes, y con una hija sin padre en la partida de nacimiento. Debes de ser muy buena actriz –le espetó Dimitri en un tono de indignación ofendida–. Evidentemente, la mujer que conocí hace tres años solo fue una aparición ebria con… consecuencias. Esa consecuencia…
–Ni se te ocurra llamar «consecuencia» a mi hija.
Anna intentó no levantar la voz para no agitar más a Amalia.
–Esa consecuencia es lo que me ha traído aquí –insistió él–. Ahora que conozco su existencia, voy a llevármela. Si es una cuestión de dinero, mi abogado, aquí presente, preparará la documentación para que me cedas la custodia. Nunca pago dos veces por algo, pero, en este caso, haré una excepción.
–¿No pagas dos veces por algo? ¿Estás llamando «algo» a mi hija? –le preguntó Anna con furia.
Sus palabras eran una provocación desmesurada, le palpitaban los oídos, la sangre le bullía por lo injusto de sus acusaciones, su arrogancia le enfurecía y la rabia que le producía el hecho de que él creyera que haría lo que él le pedía era como una llamarada que le crepitaba por dentro.
–Señor Kyriakou, estoy segura de que sería posible, incluso fácil, que su abogado preparara la documentación y de que entregara cantidades desorbitadas de dinero, dinero que sería suyo, que no habría defraudado a los clientes del banco Kyriakou… –Anna hizo una pausa para tomar aire y no hizo caso de la mirada sombría, con los ojos entrecerrados, de Dimitri–, si yo fuera Mary Moore.
Él echó la cabeza hacia atrás como si le hubiesen dado una bofetada.
–Mary Moore es culpable de todas las acusaciones que ha vertido contra ella y ha sido quien se ha puesto en contacto con usted para pedirle dinero, pero yo no soy Mary Moore, soy Anna Moore. Además, si vuelve a levantarme la voz delante de mi hija, ¡lo echaré yo misma!
En su cabeza, le había gritado, había arrojado esas palabras contra la coraza invisible que él parecía llevar puesta, pero, en realidad, había tenido en cuenta a su hija, había sido una madre que no haría nada que pudiera alterar a su hija. Sin embargo, lo había pillado con el pie cambiado, podía notarlo por su expresión de pasmo, como si intentara asimilar lo que había oído, y estaba dispuesta a aprovechar la ventaja.
–Llamaré a la policía si hace falta –siguió Anna–. Con sus antecedentes, aunque lo hayan exculpado, se pondrán de mi lado, al menos, esta noche.
Le enfureció la sonrisa burlona que esbozaron sus despiadados labios.
–Mi abogado me sacaría al cabo de una hora.
–¿El mismo abogado que me dijo que ya me había… «liquidado como a la última» cuando intenté decirle a usted que teníamos una hija?
Dimitri se dio media vuelta para mirar a David con perplejidad. David, sin embargo, pareció tan perplejo como él.
–Yo no fui –su amigo sacudió la cabeza–. No sé nada de ese asunto.
–¿Cuándo ocurrió eso? –preguntó Dimitri con incomodidad por las arenas movedizas que estaba pisando.
–Hace diecinueve meses, cuando te soltaron –volvió a tutearlo–, llamé a tu oficina. Es posible que creas que te oculté intencionadamente a nuestra hija, pero intenté ponerme en contacto contigo –él, a regañadientes, se dio la vuelta para mirarla a los ojos y ver la verdad que había en lo que decía–. Según él, era el señor Tsoutsakis, no creo que vaya a olvidarme fácilmente.
–Dios mío, es mi exayudante y te aseguro que no volverá a trabajar…
Dimitri seguía intentando asimilar la idea de que Anna había intentado hablar con él para algo que no era chantajearlo o pedirle dinero.
–Me da igual quién fuera. Me dijeron, inequívocamente, que me pagarían como habían hecho con los centenares de mujeres que, según él, estaban esperando al heredero del banco Kyriakou. Yo no tenía, ni tengo, la más mínima intención de recibir dinero tuyo, o de privar de la manutención a ninguno de tus hijos ilegítimos.
–No tengo más hijos –gruñó él entre dientes–. Cuando… Cuando me detuvieron, algunas… mujeres declararon que yo era el padre de toda una serie de hijos…
Esos intentos sórdidos de extorsionarlo habían apagado la última y leve esperanza que había tenido en la integridad de las personas. Le pareció una atrocidad utilizar a los hijos de esa manera. En total, cuatro mujeres se habían subido al carro equivocado y habían dado por supuesto que pagaría a cambio de su silencio. Sin embargo, ninguna de ellas, ni sus dos exnovias ni las dos desconocidas que afirmaban haber tenido una aventura con él, habían sabido que él no dejaría, nunca jamás, que un hijo desapareciera de su vida. Tuvo que hacer un esfuerzo para no extender la mano hacia Anna.
–Te juro que no ha habido ni más mujeres ni más hijos –añadió Dimitri.
–¿Y tengo que creerte sin más? –le preguntó ella sin disimular el desdén–. Entonces, ¿este es tu abogado? Dígame, señor abogado, ¿qué diría un tribunal sobre un hombre que se presenta inesperadamente a las diez y media, que me acusa de ebriedad y de conducta desordenada, que me espanta tres clientes y ocasiona un daño irreparable a mi reputación profesional, que me amenaza con arrebatarme a mi hija y que intenta extorsionarme?
Entonces, por fin, su hija empezó a llorar.
–Estás alterándola –le acusó Dimitri.
–No, tú estás alterándola.
Dimitri, que se sentía cada vez más inseguro, presionó más sin hacer caso de las campanas de alarma que sonaban en su interior.
–Eso es lo de menos. Tienes que hacer el equipaje. Recoge tus cosas, nos marchamos.
La orden le sonó ridícula hasta a él mismo, pero no pudo evitarlo. Los recuerdos de su infancia se abrían paso dentro de él y lo desquiciaban.
–No voy a ninguna parte y llamaré a la policía de verdad si intentas obligarme. Evidentemente, no sabes nada de lo que es ser padre si te parece normal hacerle eso a una niña tan pequeña a las diez y media.
–¿Y de quién es la culpa? –gritó él.
Se arrepintió inmediatamente de haber perdido el dominio de sí mismo. Nada había salido como había querido y le afectaba mucho que ella tuviera cierta razón con la última acusación.
David se movió en el pasillo y captó su atención.
–Yo recomendaría que durmiéramos un poco. Está claro que ha habido una serie de malentendidos y que necesitamos tiempo para reflexionar sobre la información nueva que tenemos todos. Dimitri, deberíamos irnos a Dublín y volver mañana por la mañana.
–No voy a dejar a mi hija –replicó Dimitri con un gruñido.
–Señorita Moore, ¿puede… arreglarlo de alguna manera?
Dimitri no pudo mirarla, no quería comprobar su reacción. Había estado muy seguro cuando se había metido en eso, había estado seguro de su plan, de su información y de la situación. Sin embargo, en el preciso momento en que desveló que no era Mary, que era Anna, él supo que no mentía. Había notado que la verdad le quitaba un peso de encima. La mujer que había dado a luz a su hija no era una alcohólica ni la habían detenido. La mujer con la que se había acostado y con la que se había pasado años soñando… Toda una serie de imágenes borrosas empezaron a disiparse y terminaron de aclararse cuando abrió los ojos y miró a Anna.
Anna estaba mirando y acunando a su hija entre los brazos y dejaba escapar unos ruiditos que parecían tranquilizar a la niña… a su hija. Contuvo la respiración mientras esperaba su respuesta y notó, más que oyó, el suspiro de ella.
–Lo acomodaré en una de las habitaciones que acaban de dejar vacías. No me gusta cómo ha hecho las cosas.
Le irritaba que ella estuviese dirigiéndose a David, no a él, pero tenía que ser justo. Estaba justificado después de todas las acusaciones que había hecho contra ella, y él sabía algunas cosas sobre las acusaciones falsas.
–Sin embargo –siguió ella–, tenemos que hablar y aclarar qué vamos a hacer a partir de ahora.
Dimitri siguió a David hasta el coche y le aseguró que no era tan canalla como para hacerles algo a su hija o a la madre de su hija, y menos cuando no era la mujer que había creído que era. Tomó varias bocanadas de aire frío y volvió a la pequeña casa de huéspedes. Asomó la cabeza en las habitaciones de la planta baja y se sintió como un intruso en la casa de su hija. Eso le espantó.
Oyó el tranquilizador susurro de una canción de cuna que, paradójicamente, le reavivó la rabia. ¿Cuántas noches se había quedado sin poder acostar a su hija y sin cerciorarse de que estaba bien y… era querida? Se paró en la entrada de un cuarto rosa y tenuemente iluminado por una luz nocturna.
Miró a la niña medio dormida que estaba en la cuna. Era angelical. Sabía que era un tópico, pero no se le ocurrió otra palabra para describir a su hija. Era la primera vez que la veía de verdad, que no estaba detrás del hombro de una desconocida o entre los brazos de su madre. Tenía la piel morena, como su padre y su madre, pero los ojos… eran como los de él. Sabía que Anna no lo había visto todavía, que no se había puesto rígida como había hecho cada vez que había estado a menos de dos metros de ella. Sin embargo, tampoco estaba relajada y él lamentaba profundamente que sus sentimientos de adultos pudieran interferir en el sueño de su hija.
¿Cómo se había producido todo ese embrollo? Se había quedado estupefacta por las acusaciones de Dimitri, por su presencia… por todo. Se había obligado, durante diecinueve meses, a olvidarse de cualquier esperanza de que fuera a buscarla, de que su hija no fuera a criarse con la misma sensación de rechazo que todavía sentía ella en gran medida. Esa era la cuestión, su padre no había sido alguien ausente, algo pasivo, se había marchado, había decidido abandonarlas a ella y a su madre. Sintió la adrenalina que le hervía en las venas e hizo un esfuerzo sobrehumano para no salir corriendo. En cambio, se aferró a lo que le había dicho al abogado. Tenían que encontrar una salida, sobre todo, cuando él ya sabía que tenía una hija y afirmaba que la quería. ¿Acaso no era eso lo que había soñado cuando intentó hablar con él? Jamás habría elegido criar a su hija sin la presencia de un padre… como la habían criado a ella.
Miró a su hija en la cuna y se maravilló de lo grande que estaba. Tenía veintisiete meses y se había agarrado a los barrotes de la cuna antes de tumbarse y la había mirado con sus ojazos marrones. Ella le había apartado un rizo de la frente, se había inclinado y le había susurrado algo.
–Todo va a salir bien, cariño.
Esperó hasta que oyó que su hija respiraba apaciblemente, hasta que supo que ya no podía alargarlo más, y se dio la vuelta para marcharse.
Sin embargo, Dimitri estaba en la puerta.
¿Cuántas veces se lo había imaginado allí? ¿Cuántas veces durante las noches en vela con Amalia, cuando le salían los dientes, cuando lloraba, cuando ella había estado tan agotada que no podía ni llorar? Habría dado cualquier cosa por haberlo visto allí, por haber tenido un apoyo, algo que la hubiese ayudado a aliviar el peso de ser la única que la criaba…
Sin embargo, cuando había oído cómo el abogado, aunque ya sabía que era su ayudante, se la quitaba de en medio como a otra de las muchas mujeres que le reclamaban algo a Dimitri, se dio cuenta de que no lo había conocido en absoluto. Todas las noches se había aferrado a la incredulidad sarcástica que había captado en la voz de Tsoutsakis para recordarse que había hecho bien al colgarle antes de desvelarle algo más sobre su hija o sobre sí misma.
Sin embargo, ¿qué importaba todo eso en ese momento, cuando estaba allí, delante de ella? ¿Qué importaba que no hubiese sido él, personalmente, quien había rechazado a su hija o que hubiese sido inocente de las acusaciones que lo habían llevado a la cárcel y la habían convencido de que no podía permitir que un delincuente fuese el padre de su hija?
–Ni siquiera sé cómo se llama…
Anna percibió toda una serie de sentimientos en esa frase; dolor, arrepentimiento, rabia…
–Se llama Amalia.
Por un instante, pareció como si hubiese recibido un puñetazo en el pecho. Cerró los ojos fugazmente, pero ya llevaba una máscara cuando los abrió.
–Es mía.
Fue una afirmación, no una pregunta, pero, a pesar de esa supuesta arrogancia, Anna supo que necesitaba que lo dijera ella, era como si él estuviese conteniendo el aliento.
Pensó mentirle. Todo se acabaría. Dimitri volvería a Grecia o a Estados Unidos o a donde fuera que viviera y la vida volvería a ser como siempre. Ella seguiría ocupándose de la casa de huéspedes, seguiría ocupándose del alcoholismo de su madre y seguiría ocupándose, sola, de su hija. Sin embargo, no podía. Sabía muy bien lo que era criarse sin padre en un pueblo pequeño, con el estigma de no ser deseada ni querida. Sabía las preguntas que le haría su hija porque las había hecho ella misma. «¿Dónde está papá?» «¿Papá no me quería?»
Los ojos de Dimitri se oscurecieron más todavía mientras ella le hacía esperar.
–Sí, es tu hija.
–¿Cómo? –preguntó él en tono tajante–. Tuvimos cuidado todas las veces, tuvimos cuidado…
Ella también se lo había preguntado una y otra vez durante el embarazo y tuvo que revivir, una y otra vez, aquella noche, todo lo que habían hecho, para intentar encontrar el momento exacto en el que su hija fue concebida.
–Los preservativos fallan algunas veces.
Anna repitió lo que le había dicho una doctora que la había mirado con compasión y lo siguió al pasillo después de haber dejado entreabierta la puerta de Amalia.
Dimitri se dio la vuelta para mirarla.
–¿Cómo pudiste… ocultármelo?
Esa era la discusión que había esperado, la que había ensayado por las noches cuando supo, intuitivamente, que él volvería para reclamar a su hija. Por eso había dedicado horas, meses, a escribir cartas, a dejar por escrito sus pensamientos, sus vivencias y sus sensaciones desde que Amalia nació. Cartas que no había mandado y que nadie había leído porque las había dirigido al padre de su hija… y no conocía a ese hombre.
–Te detuvieron por fraude a las pocas horas de marcharte de mi cama. ¿Cómo iba a ofrecerle el hijo que estaba esperando a un hombre que no conocía casi y que estaba en la cárcel?
–Me encarcelaron injustamente –replicó él con rotundidad.
–¡No podía saberlo! Cuando lo supe… –Anna gruñó con frustración–. Ya sabes lo que me dijeron. Será mejor que sigamos hablando de esto mañana por la mañana. Los dos necesitamos dormir. Al menos, yo lo necesito.
No volvió a decir «por favor» en ningún momento. Sabía que cualquier indicio de debilidad sería como una mancha de sangre para los tiburones. Contuvo la respiración y esperó hasta que él asintió, casi imperceptiblemente, con la cabeza.
Lo llevó por el pasillo hasta una habitación. Efectivamente, era la habitación más pequeña, pero estaba dispuesta a aprovechar todas las victorias que pudiera. ¿Eso la convertía en rastrera? Seguramente, pero estaba tan cansada que le daba igual.
Sin embargo, no había estado preparada para ver ese cuerpo tan grande en esa habitación tan pequeña, no se había preparado para la oleada de recuerdos de la noche que pasaron bajo ese mismo techo.
Él había irrumpido en su vida cuando estaba en su momento más bajo, cuando se había sentido impotente por las decepciones de sus dos padres, cuando solo había querido algo para sí misma por una vez en su vida, en una noche en la que no había querido anteponer las necesidades de los demás a las propias.
Había intentado convencerse de que solo tomaría una copa, de que solo le permitiría un beso, de que solo habría caricias… Después del placer que él le había dado intentó convencerse de que solo quería una noche, pero había sido mentira.
Hasta que se despertó sola. El dolor sordo que sintió en el corazón le había sofocado el placer y la necesidad temeraria de pasar una noche desaforada y furtiva, pero no se había arrepentido de aquella noche y jamás se arrepentiría porque le había dado a Amalia.
Dimitri miró alrededor. Esa habitación era poco mayor que la celda de la cárcel, pero el agotamiento que había visto en los ojos de Anna le había llegado al alma. Había ido hasta allí dispuesto a todo, dispuesto a arrebatarle a su hija a una madre que no podía ocuparse peor de ella. Sin embargo, se había encontrado con una mujer muy hermosa y que protegía a su hija con uñas y dientes, una mujer que la había criado sola, como había hecho su propia madre. Debería incorporar esa información nueva a sus planes antes de intentarlo otra vez. Anna, como si hubiese adivinado su decisión, se retiró en silencio y él se sentó en el asombrosamente cómodo colchón.
Seguramente, en ese momento, David estaría sirviéndose un whisky del minibar del hotel, pensó David mientras se quitaba los zapatos. Sin embargo, no se habría cambiado por él. Iba a dormir a menos de veinte metros de su hija y sabía que no volvería a perderla de vista nunca más.
Un estruendo lo despertó del irregular sueño en el que había caído. El terror lo dominó por completo hasta que vio las flores del papel pintado y notó lo suave que era el colchón. No estaba otra vez en la cárcel. Esperó un momento para recuperar el aliento y para apaciguar la adrenalina.
Entonces, volvió a oír el estruendo y su hija empezó a llorar. ¿Podía saberse…?
Se levantó de un salto, salió al pasillo… y se encontró con Anna.
–Anna, ¿qué…?
–Vuelve a la cama –susurró ella en tono áspero–. Por favor, es que…
Llegó otro estruendo del piso de abajo y esa vez incluía el sonido de cristales rotos.
Vio que Anna ponía una expresión de pánico antes de que desapareciera por las escaleras. Amalia ya estaba llorando frenéticamente y fue a su cuarto. ¿La tomaba en brazos? ¿Eso la calmaría o haría que llorara más?
Tenía la carita congestionada y unos lagrimones le caían por las mejillas. Los alaridos de su hija le encogieron el corazón y la tomó sin hacer caso de la punzada de dolor que sintió cuando ella quiso evitarlo con una fuerza que le sorprendió.
La estrechó contra el pecho y siguió los pasos de Anna hasta la barra que había en el piso de abajo. Creía que estaba preparado para cualquier cosa que pudiera encontrarse, pero no lo estaba.
Anna estaba de rodillas delante de una mujer baja y pelirroja que intentaba quitársela de encima.
–Mamá, por favor, tienes que marcharte.
–Me dejaste con ese hombre…
–Conoces a Eamon, mamá.
Dimitri observó mientras la madre de Anna intentaba levantarse de la butaca y casi conseguía apartar a su hija de un empujón, hasta que Anna también se levantó y la agarró de los hombros.
–Mamá, por favor, es tarde y has despertado a Amalia.
Por un instante, pareció que daba resultado.
–Mi preciosa Amalia…
Entonces, vio a Dimitri y desapareció todo el control que Anna había podido tener sobre su madre. Volvió a empujar a Anna, que se desequilibró y tuvo que apoyar una rodilla en el suelo. Luego, dio un par de pasos titubeantes hacia Dimitri, que se giró para proteger a la niña y extendió un brazo.
–¡Basta! –la mujer se detuvo en el acto–. Anna, llévate a Amalia al piso de arriba.
Pareció como si Anna fuese a discutirlo, pero se lo pensó mejor. Tomó a su hija y sus pieles se rozaron por primera vez desde aquella noche de hacía tres años. Dimitri no hizo caso de las punzadas que sintió en las manos y observó con incertidumbre y cierta preocupación que Anna desaparecía por la escalera.
Luego, miró fijamente a la mujer que tenía delante. El color de la piel y el pelo no se parecía al de su hija, pero sí captó algo que debió de hacer que fuese hermosa cuando era más joven, sobre todo, en los preciosos ojos color musgo que lo miraban.
Dimitri sabía lo que el alcohol podía hacerle a una persona y la prisión que podía llegar a ser. Algunas personas respondían a la persuasión afable, pero ya había pasado el momento de eso.
–Voy a traerle un poco de agua y va a dormir aquí, en el sofá.
No iba a permitir que subiera cerca de su hija o de Anna. Mary fue a quejarse, pero él arqueó una ceja y la disuadió.
–Señora Moore, no me ponga a prueba. Ya ha hecho bastante daño por hoy.
Ella no se había dado cuenta, todavía, de cuánto.
Mary se sentó a regañadientes en el sofá y Anna asomó la cabeza por encima del pasamanos, pero él levantó una mano para que no bajara más. Sabía que, si volvía a aparecer, eso volvería a alterar a la mujer que estaba en el sofá.
Anna le dio las gracias con los labios y con una mirada triste y desapareció. La compadeció un instante porque no sabía lo que estaba a punto de suceder.
Esperó a que Mary cayera en un profundo sueño y sacó el móvil del bolsillo. David contestó al segundo tono.
–Necesito que hagas un par de cosas. Necesito a alguien que se haga cargo indefinidamente de la casa de huéspedes y necesito una lista de las clínicas de rehabilitación que estén lo más lejos posible de este pueblo, y las necesito antes de las diez de la mañana.
–Claro. ¿Algo más?
–Sí. Dile a Flora que tenga la casa preparada para todo lo que pueda necesitar una niña de dos años. Después, ponte a redactar un contrato prematrimonial blindado.