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Capítulo 1

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ESTÚPIDA, ESTÚPIDA, estúpida».

¿Qué diablos había hecho? Maria había salido corriendo del suntuoso salón de baile del hotel La Sereine tras su discusión con Theo, temblando por la devastación que había visto en sus ojos y en los de su prometida cuando reveló accidentalmente el plan de Theo de dejar a Sofia en el altar. Theo Tersi, el hombre al que pensaba que amaba desde hacía seis años.

Pero no era así. Se dio cuenta de ello cuando vio el horror y la tristeza reflejados en los rostros de la pareja de prometidos. Nada de lo que había sentido alguna vez por Theo había suscitado tanto dolor.

Maria Rohan de Luen aspiró con fuerza el aire mientras sentía cómo le caían libremente las lágrimas por las mejillas. Lágrimas por ellos y por sí misma. Porque sabía que había destrozado algo entre ellos que Maria había buscado para ella durante mucho, mucho tiempo. Sabía que lo que pensaba que sentía por Theo no era más que un deseo desesperado de ser amada.

Se maldijo a sí misma por su debilidad. Una parte de ella deseaba desesperadamente volver, explicárselo a Sofia y disculparse con Theo… pero lo cierto era que temía causar más daño que otra cosa. Así que se dejó caer sobre la suave hierba que rodeaba el lago bajo el cielo nocturno. Agarró con fuerza el cuello de la botella de champán a la que se había agarrado mientras lanzaba las palabras que amenazaban con romper el lazo entre dos personas que claramente se amaban. Nunca había sido muy de beber, pero a sus veintidós años, Maria pensó que si había algún momento bueno para emborracharse hasta perder la consciencia, sin duda era aquel.

Theo, el mejor amigo de su hermano mayor, había estado presente en su vida desde que ella cumplió dieciséis años. Sebastian y Theo se habían unido al instante tras un acuerdo empresarial beneficioso para ambos, y no había ni un solo recuerdo familiar en los últimos seis años en el que no estuvieran los dos. Maria contuvo una carcajada al pensar en la palabra «familia». No había visto a su padre ni a su madrastra en casi dieciocho meses. Y estaba bien así.

Se preguntó qué pensaría su padre de lo que había pasado. Seguramente le dedicaría aquella mirada con la que en realidad no la estaba viendo a ella, sino a otra mujer, una a la que había amado tanto que no fue capaz de recuperarse de su pérdida. Y luego daría un respingo cuando Maria empezara a hablar, porque entonces se vería que no era su madre por mucho que se parecieran.

Maria no tenía recuerdos de ella, ni ningún objeto heredado. Valeria, su madrastra, se había encargado de que fuera así. Solo conservaba un collar. El que siempre llevaba puesto como homenaje a la mujer que había muerto dándole la vida.

Alzó la vista hacia el cielo nocturno y se presionó los párpados con las palmas de las manos. Oh, Dios, ¿qué había hecho?

–¿Está ocupado este asiento?

Desde el momento en que Matthieu vio aquella figura al lado de Lac Peridot, un extraño instinto de autoprotección le hizo saber que debía marcharse de allí. Salir corriendo. Desde la vacía baranda que rodeaba el salón de baile del hotel andorrano, donde estaba celebrándose una gala benéfica, había visto a aquella mujer de pelo oscuro vestida de encaje blanco bajo la luz de la luna.

Matthieu Montcour sabía que no era prudente acercarse a una mujer que estaba tan claramente perdida en sus pensamientos, pero no pudo evitarlo. Había algo bellamente trágico en ella. La joven se sentó de manera descuidada y miró hacia el lago con una botella entre la tela del vestido. No se trataba de una seductora experimentada, su habitual compañía. Había en ella una inocencia, un brillo, que lo atraía. Aunque no era en absoluto un caballero andante. No. Era la bestia sobre la que las madres alertaban a sus hijas.

Por primera vez desde hacía años, no podía negarse el deseo de ver más de cerca a la mujer que le había atrapado la vista y la imaginación. Se apartó de la baranda y dejó atrás los sonidos y el ambiente del baile para caminar despacio por la suave hierba, deteniéndose a un metro de donde estaba la joven.

–¿Está ocupado este asiento?

Ella se lo quedó mirando desde la hierba. La confusión se reflejó un instante en el rostro de la joven.

–Me temo que solo queda espacio de pie.

Su respuesta le sorprendió, y también el acento cantarín y dulce.

–Toma asiento –lo invitó finalmente.

Algo confundido, Matthieu obedeció y ocupó un lugar a su lado en la cómoda hierba. Exhaló un suspiro de alivio. Se alegraba de no estar en la fiesta. Odiaba aquella parte de su trabajo como director general de Industrias mineras Montcour. «El chismeo», como lo denominaba Malcolm. Matthieu prefería llamarlo «pérdida de tiempo», pero no pensaba discutir con su director, amigo más íntimo y tutor legal en el pasado. El responsable de comercio andorrano había decidido que aquella gala benéfica sería un buen punto neutral para sondear una posible operación minera con el principado.

Miró de reojo a la mujer que tenía al lado. Era muy joven.

–¿Quieres un poco?

Matthieu sacudió la cabeza cuando le ofreció la botella. No tenía costumbre de beber, se negaba a permitir que nada le embotara los sentidos hasta semejante extremo. Permanecieron en silencio unos instantes, como si ninguno de los dos se sintiera obligado a hablar. Era un alivio.

–¿Tú crees que hay cosas que son imperdonables? –preguntó al aire de la noche sin mirarlo.

Matthieu escogió cuidadosamente las palabras antes de hablar.

–Creo que en toda historia siempre hay dos partes.

Ella se quedó pensativa unos instantes.

–Esta noche he roto un compromiso.

–Bueno, en ese caso o él no valía la pena o ella no ha sido lo bastante constante en sus sentimientos.

–¿Así de simple?

–Normalmente es sencillo cuando sacas a tus sentimientos de la ecuación –algo que a él se le daba bien–. ¿Lo amas? –preguntó con curiosidad.

–Creía que sí.

También conocía aquella sensación.

–Entonces, o te mintió a ti o la mintió a ella.

–No, no es eso. Quiero decir, yo nunca… él nunca…

Matthieu frunció el ceño ante su confusión. Entonces ella se giró para mirarlo y sintió por primera vez el impacto de toda la fuerza de su belleza.

–¿Qué se siente cuando te besan?

Él dejó escapar un aire que no sabía que estaba reteniendo.

–¿Creías que lo amabas pero nunca lo has besado? –preguntó sin poder disimular la incredulidad.

«¿Qué se siente cuando te besan?».

Maria estaba avergonzada. No tendría que haber hecho semejante pregunta, y menos a un hombre como aquel. Aunque no sabía quién era ni conocía su nombre, estaba claro que él sí sabía lo que era besar, acariciar…

Un sonrojo le cubrió las mejillas, y confió en que no lo hubiera percibido bajo el cielo estrellado. Se sentía ingenua y pequeña a su lado, porque tenía una presencia corporal imponente. Tenía unos brazos y unos músculos fuertes, pómulos altos cubiertos por una barba corta y unos labios sensuales. Los ojos de un color avellana tan brillante que podría haberse perdido en sus profundidades.

Pensó que no iba a contestarle, y dio un respingo cuando lo hizo.

–Hay muchos tipos de besos. Besos manipuladores, para conseguir lo que uno quiere. Besos crueles para castigar. Y besos suaves que una madre le da a su hijo –murmuró–. Y luego están los besos apasionados, que suelen ser un poco egoístas. Pero, ¿el primer beso? ¿Sinceramente? Casi con toda seguridad, incómodo y confuso.

Maria se sintió algo triste al escuchar aquello.

–Entonces a lo mejor debería quitármelo de encima sin más.

El hombre se rio suavemente.

–A lo mejor.

–¿Serías tan amable de besarme ahora?

Entonces aquel hombre de quien no conocía siquiera el nombre la miró. Y Maria lo sintió. El estremecimiento mientras aquella mirada penetrante le llegaba hasta las profundidades del alma, como si la comprendiera. Aquello era lo que quería, se dio cuenta. Durante todos aquellos años. Alguien que la entendiera. Y que después decidiera quedarse.

Maria deslizó la mirada por su rostro sin saber qué buscaba. Sintió cómo se le erizaba el vello de la piel, pero resistió el deseo de estremecerse bajo su mirada, porque tenía miedo. No de él, sino de lo que le estaba sucediendo.

Él frunció el ceño un instante, como si estuviera librando una batalla interior. Luego extendió el brazo y le alzó la barbilla con un dedo, mirándola como si la estuviera inspeccionando.

–¿Estás segura?

Maria asintió, incapaz de hablar.

Él se movió despacio, como dándole la oportunidad de darse la vuelta, de cambiar de opinión. Maria observó con los ojos muy abiertos y expresión fascinada cómo inclinaba la cabeza hacia ella y… en lugar de presionar los labios contra los suyos, apretó la mejilla contra la suya como acariciándola hasta que finalmente giró la cabeza hacia la suya y le rozó los labios. Una vez. Y luego dos.

A Maria se le expandió el corazón ante la sensación suave y al mismo tiempo firme de sus labios. Algo en su interior salió a la superficie de la piel reclamando llegar a él, sentir más que aquel contacto. El fuego atravesó las venas de Maria, el corazón le latía con tanta fuerza que temía no volver a recuperar nunca el equilibrio. Entonces se abrió a la lengua del hombre y la encontró con la suya. La primera e impactante sensación de notarlo dentro de ella la llenó de una sensación deliciosa. Se perdió por completo en el beso, en el baile de sus cuerpos, en la sensación embriagadora que la consumía.

No pudo contener un gemido de placer que le surgió de los labios, y lo lamentó a instante porque el dejó de besarla y apoyó la frente en la suya, respirando agitadamente, como si estuviera tan impactado como ella.

–¿Es… es siempre así? –se atrevió a preguntar Maria.

–No –respondió él sombríamente–. Nunca.

Le tomó una mano en la suya con delicadeza, acariciándosela hasta que tropezó con la cicatriz que le cubría la palma hasta la muñeca. Maria apartó la mano y se rio con cierta sonrojo.

–Mi madrastra las odia –confesó, consciente de que sin duda había notado las pequeñas cicatrices y punzadas que tenía en los dedos, aparte de la más grande–. Dice que las damas de alta alcurnia deberían tener unas manos inmaculadas y finas.

–¿Y tú qué piensas? –preguntó él.

Maria dio la vuelta a sus manos y las observó con imparcialidad por primera vez en mucho tiempo. Viéndolas como algo más que una parte del cuerpo, como las herramientas que utilizaba para crear sus piezas de joyería, para fundir y moldear metales preciosos, para crear cosas bonitas.

–Yo creo que hablan de trabajo duro, sacrificio y lecciones duramente aprendidas, y estoy orgullosa de cada una de ellas.

A Matthieu le resultó extraño escucharla hablar de aquel modo de un tema que para él había marcado tanto su vida, y que lo hiciera con orgullo y desafío en lugar de con asco o una fascinación enferma. Él se había encontrado con ambas reacciones. Y luego había otro tipo de mujeres, las que simplemente veían lo que él podía darles en lugar de las cicatrices que cubrían casi la mitad de su torso.

–Tú no lo entenderías –aseguró la joven.

Y Matthieu se rio con ganas y ella lo miró con asombro. Entonces él asintió, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior, luego ladeó la cabeza y se tiró ligeramente del cuello de la camisa. Sabía que así vería una parte de las cicatrices que le besaban el cuello brillar bajo la luz de la luna.

–Lo siento.

Mientras se volvía a abrochar la camisa, reflexionó sobre las veces que había escuchado aquella frase. Desde los médicos y enfermeras que lo trataron al principio hasta el propio Malcolm. Y peor, de las mujeres que finalmente decidían que no podían soportar tocarlo. Todos tenían aquel tono de compasión mezclada con repulsión. Pero la voz de aquella mujer no era así y por primera vez preguntó:

–¿Qué es lo que sientes?

–Que creas que tienes que esconderlas.

Matthieu sintió una descarga que le atravesó el cuerpo. Nadie le había dicho nunca algo así.

–Las mías son de fundir –continuó ella–. Es…

–Ya sé lo que es fundir –Matthieu sintió que el tono le hubiera salido más áspero de lo debido–. Interés profesional. Me dedico a la minería.

Ella asintió, como si aquello lo explicara todo, incluida su multimillonaria empresa, de la que claramente no sabía nada.

–Pero no te gusta –afirmó.

–No me gusta el fuego.

–Yo no puedo trabajar sin él –respondió ella sin indagar sobre la causa de sus heridas. Agitó las pulseras de plata que le colgaban de la muñeca. Joyas. Seguramente se dedicaba a la joyería.

Matthieu no se había dado cuenta de lo fuerte que era la luz del salón de baile hasta que se apagó. La gala benéfica debía haber terminado y el personal del hotel había terminado de limpiar. Miró de reojo el reloj y vio que eran casi las dos de la madrugada.

–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó a la joven.

Ella se encogió de hombros.

–No lo sé. No puedo volver a la suite porque mi hermano estará allí y no estoy preparada para…

–No puedes quedarte toda la noche aquí –aseguró Matthieu–. El hotel está completo por la gala. Puedes quedarte en mi suite.

Y por primera vez en la noche, fue como si sus palabra hubieran roto el hechizo. Allí estaba la vacilación, la incertidumbre sobre sus intenciones. Pero no tenía nada de qué preocuparse.

–Estarás sola en ella –aseguró levantándose y poniendo freno a sus deseos–. Vamos –dijo tendiéndole la mano.

Cicatrices del ayer

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