Читать книгу Cicatrices del ayer - Пиппа Роско - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеMARIA lo siguió a través de los oscuros pasillos del hotel, agarrada a la botella de champán con la que se había hecho al principio de la noche, agradecida de que él mantuviera la cordura, cuando estaba claro que la de Maria había salido volando. Porque al principio, cuando le dijo que podía quedarse en su suite, tuvo un momento de inseguridad. Pero luego, cuando añadió que estaría sola en ella, se sintió… decepcionada.
Y eso era absurdo. Hasta ella misma podía reconocerlo. Después de todo, acababa de decirle que estaba enamorada de otro hombre. Pero Theo nunca, nunca había despertado en ella los sentimiento que aquel hombre le suscitó con su presencia, su contacto… sus labios.
Sabía que debería sentirse avergonzada, pero no era capaz. Los anchos hombros del desconocido ocupaban casi por completo la anchura del pasillo tenuemente iluminado mientras Maria le seguía. Era grande en comparación con ella. No se consideraba pequeña con su metro sesenta y cinco de altura, pero él debía sacarle al menos treinta centímetros.
El hombre se detuvo al final de la última puerta del pasillo, sacó una llave tarjeta y la abrió, haciendo un gesto para dejarla pasar. Maria tardó unos instantes en captar el increíble lujo de la habitación.
Sí, su familia tuvo mucho dinero en el pasado, pero su pequeño apartamento compartido en el sur de Londres era la prueba de la situación actual. ¿Y aquello? Mullidas alfombras y enormes ventanales que se abrían a la impresionante vista del panorama nocturno de Lac Peridot. Atisbó por el rabillo del ojo los muebles obscenamente caros y una puerta que seguramente llevaría al dormitorio y al baño incorporado.
Maria se giró, esperando encontrarlo justo detrás de ella. Deseando que así fuera. Pero lo encontró en el umbral, como si se mostrara reacio a entrar.
–Ni siquiera sé cómo te llamas –murmuró Maria–. Para poder darte las gracias.
–Matthieu.
Ella repitió su nombre, la palabra se le deslizó por la lengua, y vio un deseo repentino y profundo en sus ojos. Lo sintió. Y la alimentó con una confianza en sí misma que no sabía que tenía.
–Gracias, Matthieu.
Él sacudió la cabeza quitándole importancia y se dio la vuelta.
Pero Maria no estaba preparada para dejarle ir.
–Yo te he contado un secreto –dijo deteniendo su marcha mientras buscaba desesperadamente algo que decir–. Antes de que te vayas, ¿te importaría compartir tú uno conmigo?
Matthieu frunció entonces el ceño, como si recordara su anterior confesión, como si estuviera pensando si acceder o no.
–¿Como mi color favorito? –preguntó acercándose despacio a ella.
–No, eso ya lo sé. Es el azul –aseguró Maria sonriendo al ver su expresión asombrada–. Llevas un traje azul oscuro. La correa de tu reloj es de cuero azul.
Matthieu había llegado hasta ella, y ahora que estaban tan cerca tuvo que echar el cuello hacia atrás para mirarlo. Era realmente impresionante, con aquellos ojos penetrantes del color de la miel clavados en los suyos.
–Hoy es mi cumpleaños –dijo casi en un susurro, como si de verdad estuviera compartiendo un secreto.
–¿De veras? –preguntó Maria con una gran sonrisa.
–Normalmente no… celebro las cosas –murmuró casi como disculpándose.
Maria quiso decirle que lo entendía, que ella también odiaba celebrar su cumpleaños. Pero le pareció demasiado personal, demasiado intrusivo. Estiró el brazo con la botella de champán que todavía tenía agarrada y se la ofreció. Matthieu la agarró con sus grandes manos y se la llevó a los labios sin apartar ni un instante los ojos de ella. Tras dar un buen sorbo, se la devolvió, y ella puso los labios donde habían estado los suyos. Aquella certeza le despertó de nuevo la sangre, provocándole un sonrojo en las mejillas y entre los senos.
Matthieu podía ver lo que su cuerpo estaba pidiendo, y temió que ni siquiera ella fuera consciente. Y que Dios ayudara a todos los hombres cuando fuera consciente de su poder. La belleza de aquella mujer podía hacer caer ejércitos enteros.
–Tú sabes cómo me llamo –afirmó él.
Maria sonrió y asintió, entendiendo lo que quería decir.
–Maria. Maria Rohan de Luen –afirmó con acento fuerte.
Matthieu murmuró aquellas palabras casi inconscientemente, y ella lo miró a los labios de un modo que la bestia interior que había en él rugió de orgullo. No debería estar allí. Asintió brevemente con la cabeza a modo de despedida. Porque si no se iba de allí enseguida, tal vez no se iría nunca. Y ella era demasiado pura, demasiado inocente. Nunca la habían besado hasta aquella noche.
Matthieu esbozó una sonrisa casi de disculpa y se dio la vuelta para marcharse. Había llegado a la puerta y tenía la mano en el picaporte, pero las palabras de Maria lo detuvieron.
–¿Puedo preguntarte una cosa más antes de que te vayas?
Él giró la cabeza sin saber qué esperar. Pero desde luego no era lo que dijo ella a continuación.
–¿Me enseñas tus cicatrices?
Matthieu escuchó en su interior un rugido furioso, como si una herida grande se hubiera reabierto. Se le debió notar en la cara, porque Maria dio un paso atrás. Él se arrepintió al instante. No quería que se asustara. Pero se asustaría igualmente si veía las cicatrices. Como todas.
Recordó la primera vez que se desnudó ante una mujer. A los diecisiete años, era lo bastante ingenuo como para pensar que Clara sentía algo por él. Pero, ¿por qué no enseñárselas a Maria? No volvería a verla jamás cuando saliera de aquella habitación.
–No son bonitas –le advirtió.
–Eso me da igual –respondió ella desafiante sin apartar los ojos de los suyos ni un instante.
Allí estaba aquella fuerza otra vez. El acero que había reconocido dentro de su suave perfección.
Matthieu apretó los dientes, se dio la vuelta y regresó a su lado, sacándose la camisa de la cinturilla del pantalón mientras se acercaba. Se desabrochó los botones uno a uno, y Maria siguió manteniéndole la mirada. Cuando llegó al último botón, la miró una última vez antes de quitarse la blanca camisa y dejarla a un lado. Maria no apartó la mirada al principio, y eso tenía que reconocérselo. Pero Matthieu terminó por cerrar los ojos, no estaba dispuesto a ver aquellas hermosas facciones arrugadas por el asco.
Sintió cómo Maria acortaba la distancia entre ellos, el calor de su cuerpo apretado contra el suyo. En las partes sin dañar, porque los nervios de la piel herida que cubrían casi la mitad de su torso habían perdido sensibilidad. Se preparó para el momento de abrir los ojos, esperando encontrar repulsión y horror en ellos, o incluso la mórbida fascinación que descubría en ocasiones.
Pero lo que vio al abrirlos fue maravilla y algo parecido a la admiración.
Maria estaba completamente embelesada. «No me gusta el fuego», había dicho Matthieu. Sí, tenía el torso desfigurado gravemente por las cicatrices que le recorrían desde el antebrazo hasta el cuello, cubriéndole casi la mitad del pecho. Los dibujos que formaba la cicatriz en el pecho eran dolorosamente hermosos para ella, y no podía ni imaginar el dolor que debió experimentar para que se curaran, ni el tiempo que debió necesitar.
–¿Qué ves? –preguntó Matthieu. Exigió casi.
Y ella dijo las palabras que le vinieron a la cabeza.
–Magnificencia.
«Masculinidad pura». Aunque esto último no llegó a decirlo en voz alta. Dejaría claro el deseo que sentía. Extendió la mano, pero él la atrapó al vuelo y la envolvió con sus grandes dedos con suavidad y al mismo tiempo firmeza.
Maria le lanzó una mirada fija, consciente de que estaba reteniendo el aire en los pulmones. Consciente de que tenía la piel en llamas por el deseo de volver a sentir la conexión que habían experimentado antes cuando se besaron.
Apretó la mano de Matthieu, entrelazada en la suya, y acortaron la distancia entre sus cuerpos. Él se contenía, pero Maria se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por contenerse. El instinto pudo más que ella y le depositó un suave beso en el pecho, en el músculo pectoral cubierto por una zona de cicatriz que le recordó a un gran roble blanco, nudoso y majestuoso al mismo tiempo.
Trazó el camino que sus labios habían cubierto por el pecho con la mano libre, deleitándose al sentir cómo Matthieu contenía la respiración. Por muy inocente que fuera, podía reconocer el deseo en sus ojos porque lo sentía en su interior.
Depositó otro beso en el centro de su pecho y se sintió extrañamente expuesta. Quería saberse rodeada por sus brazos, esconderse allí de aquella pasión que le resultaba abrumadora. Un escalofrío de deseo le recorrió todo el cuerpo, y fue entonces cuando Matthieu le soltó por fin la mano. Maria lo miró a los ojos, que estaban clavados en los suyos.
–No sigas.
–¿Por qué?
–No sabes lo que estás haciendo. Lo que estás pidiendo –afirmó él casi con rabia.
–Tal vez sea un poco ingenua, pero…
–¿Un poco ingenua? Eres completamente inocente, Maria.
–¿Y eso significa que no sé lo que quiero?
–Significa que no entiendes las implicaciones de lo que quieres.
–Eso le sucede a todo el mundo, ¿no?
–Esto es algo que debes hacer con alguien capaz de quedarse a tu lado.
«Nadie se queda nunca a mi lado», aseguró su mente, rebatiendo todos y cada uno de sus argumentos. Sabía en el fondo que aquello era lo que anhelaba con todo su ser. Nunca había estado tan segura de nada en su vida, y temía que si Matthieu se alejaba ahora, perdería algo con lo que solo había soñado en sus noches más oscuras.
–No pido nada más que esta noche.
Matthieu se había equivocado. Era una seductora. Una seductora que le estaba ofreciendo algo que le resultaba casi imposible rechazar. Era tan hermosa, tan pura… una luz para su oscuridad, y terminaría arrastrándola con él si le daba lo que quería.
Nunca se había permitido a sí mismo aceptar algo tan puro. Las compañeras de cama que escogía conocían el juego. El placer de dar y recibir, nada más. Porque Matthieu había aprendido hacía mucho tiempo que cualquier otra cosa era un sueño ridículo. Pero se negaba a ser él quien le enseñara a Maria aquella lección.
Y, sin embargo, no podía evitar pensar que si se alejaba ahora, si la dejaba allí sola, algo profundo dentro de él se rompería.
Se deshizo de aquel pensamiento tan rápidamente como lo había formado en un movimiento mental que llevaba muchos años practicando. Lo que estaba considerando era una locura. Pero entonces Maria le depositó otro beso en el pecho y todo su ser se sumergió en una oleada de deseo. Sintió cómo un gruñido intentaba abrirse paso a través de su garganta, pero lo contuvo.
–¿Por favor? –susurró Maria entre aquellos besos infernales que estaba repartiendo por su cuerpo, en los lugares de su piel que otras mujeres evitaban.
–¿No te das cuentas, Maria? No deberías tener que rogar por esto.
–No estoy rogando, te lo estoy pidiendo. Esta es mi elección. Lo que quiero. Quédate conmigo, solo por esta noche. Por favor.
Y finalmente Matthieu perdió la batalla. La batalla contra comportarse de manera decente, alejándose sin tocar a Maria. Porque no podía soportarlo más. Quería tocarla, sentir su piel, tan pálida contra la suya que casi parecía brillar. Sentía tanto deseo de hacerla vivir el placer que casi le dolía físicamente. Sintió cómo el último vestigio de contención se convertía en polvo bajo sus labios.
Esta vez fue incapaz de sofocar el gruñido que surgió de la parte de atrás de su garganta mientras envolvía a Maria entre sus brazos, estrechándola contra sí y disfrutando del festín de sus labios tal y como había deseado desde el primer momento.
No fue un primer beso suave y cuidadoso, aquello fue puro deseo, desesperación incluso. Matthieu se sumergió en las profundidades de su boca con su lengua, provocando en ella pequeños maullidos de placer. Sus manos, ahora libres, se deslizaron por su pelo. Pero no estaban lo suficientemente cerca, pensó.
La levantó del suelo, de modo que María le rodeó la cintura con las piernas y sus labios se encontraron con los de él. Matthieu le ladeó suavemente la cabeza y encontró el delicado arco de su cuello. Presionó los labios con la boca abierta contra su piel, trazándola con la lengua. Maria echó la cabeza hacia atrás, dejando expuesta la pálida columna de su cuello y la v de sus perfectos senos, acentuada por el colgante de plata que se sumergía entre ellos.
Matthieu estaba maravillado por su ligereza. Podría haberla sostenido entre sus brazos durante toda una eternidad. Pero su cuerpo se revolvía inquieto, queriendo más, exigiéndolo. Tal vez Maria no conociera todavía las palabras, pero su cuerpo conocía los movimientos, y el instinto los acercaba cada vez más en su deseo.
Matthieu la llevó al dormitorio sin romper ni una sola vez el contacto entre sus labios y la piel de Maria. Cuando la colocó al borde de la cama, soltó una palabrota. Tenía las pupilas tan grandes que sus ojos parecían completamente negros. Estaba ebria de deseo.
–¿Estás segura?
–Nunca he estado tan segura de algo –afirmó ella con una media sonrisa.
–Quiero que entiendas que puedes detener esto en cualquier momento. Cuando quieras.
Ella asintió con gesto casi infantil, y Matthieu aspiró con fuerza el aire mirándola bajo la luz de la luna que entraba a través de los grandes ventanales. El vestido de encaje blanco le colgaba por los hombros, exponiendo las clavículas de un modo tan tentador que le resultó imposible resistirse.
Matthieu se inclinó hacia delante para abrirle las piernas y poder depositar sus besos allí. Sus labios se encontraron con aquel hueso duro recubierto de piel suave y comenzó a succionarlo suavemente.
Entonces se echó hacia atrás solo lo justo para colocar la frente contra la suya.
–Quiero que sepas que puedes decir «no» en cualquier momento. Quiero que seas capaz de decirlo.
–No quiero que te detengas, Matthieu. Quiero que me beses. Quiero que me toques, quiero que…
Matthieu no podía seguir soportando su deseo, bastante tenía con luchar con el suyo. Así que ahogó sus palabras con un beso. Los labios de Maria se entreabrieron para él, ofreciéndole acceso y convirtiéndose al mismo tiempo en su condena.
Matthieu tiró suavemente del fino encaje del vestido, exponiendo los suaves y pálidos planos de su pecho, el cuello plateado… Maria apoyó la espalda en el cabecero de la cama y él se abrió camino a besos hacia sus senos. Las puntas sonrosadas de los pezones se alzaban sobre la piel blanca y brillante. Tomó uno en la boca, recorriendo con la lengua el rígido pico, arrancándole un gemido de placer y atrayéndola de manera instintiva hacia sí.
Con una mano agarraba la tela de encaje del vestido, apretándosela contra la pierna. Maria estaba gloriosa en su placer, y Matthieu le agarró un muslo, levantándoselo y sintiendo la longitud de su pantorrilla, la suavidad. Más. Quería más. Soltó el delicado encaje que le había enredado alrededor de la cintura y la besó en la parta más plana del estómago mientras le bajaba con una mano las blancas braguitas para dejar al descubierto los oscuros rizos que tenía entre las piernas.
Con la otra mano le agarró el trasero, tirando suavemente de su cuerpo hacia él mientras le sacaba las braguitas por los tobillos. Ignoró el leve temblor de sus manos, la excitación casi dolorosa presionando contra la costura de sus pantalones mientras se extendía sobre ella y se inclinaba para deleitarse en el sabor de su núcleo secreto. El sabor de su dulce calor húmedo era demasiado para Matthieu, pero podría contenerse. Quería darle todo el placer posible.
Maria temblaba. Nunca antes había sentido nada parecido. Un placer tan agudo y extremo que la hacía estremecerse. Una fina capa de sudor se le extendía por el cuello y la espalda. Agitó las caderas ante la exquisita tortura que la lengua de Matthieu estaba provocando en su cuerpo, y se mordió la mano para evitar soltar un grito de puro placer.
Con la otra agarró las sábanas de la cama, anclándose a algo, a lo que fuera, antes de que su cuerpo se dejara llevar por una oleada de placer tan poderosa que temía no ser capaz de regresar jamás.
Las oleadas agitaron su cuerpo como si intentaran desesperadamente llevarla hacia la orilla, pero no era el momento, todavía no. Matthieu deslizó un dedo en lo más profundo de su interior y su cuerpo trató instintivamente de sujetarlo.
Sus súplicas se convirtieron en demandas ininteligibles, respiraba de manera desesperada y sofocada al mismo tiempo. Su cuerpo estaba al borde de algo que no podía definir del todo, como unas olas que iban y venían cada vez más rápido hasta que…
El orgasmo que Matthieu había arrancado de su cuerpo se apoderó completamente de ella, el golpeteo de las olas era lo único que podía escuchar en aquel momento mientras su cuerpo temblaba y se estremecía. Solo se tranquilizó cuando sintió los brazos de Matthieu envolviéndola, manteniéndola a salvo y anclada a él mientras su alma se elevaba hacia el cielo nocturno.
Su mente regresó entonces al hombre que la estrechaba entre sus brazos, sosteniéndola como si tratara de mantener fuera de la noche, la oscuridad … la mañana tal vez. Maria le rodeó la estrecha cintura con los brazos y sintió los poderosos músculos que le sostenían las caderas y los pantalones. Los dos estaban todavía vestidos, pensó maravillada y al mismo tiempo mortificada. Quería sentirlo entero sobre la piel, sin barreras.
Le buscó la cremallera del pantalón con las manos, y Matthieu se movió como si hubiera adivinado su intención.
Matthieu se echó hacia atrás, casi lamentando la pérdida de contacto. Por primera vez había encontrado paz en dar placer, en ofrecer algo de sí mismo a otra persona. Se bajó muy despacio él mismo la cremallera del pantalón, aflojando la presión que sentía en la entrepierna. Su erección quedó libre mientras deslizaba los pantalones y la ropa interior por las caderas.
Él observó y esperó mientras Maria lo miraba, mordiéndose el labio inferior con gesto inconsciente, Matthieu gimió al sentir el efecto que tenía sobre él y casi se le detuvo el corazón cuando Maria se agarró el borde del vestido de encaje blanco y lo fue subiendo por los muslos, las caderas, el pecho y la cabeza, lanzándolo por los aires a alguna esquina de la habitación. El cuerpo de Maria era glorioso, sentada con las piernas dobladas a la altura de la rodilla y apretando las sábanas con una expresión de deseo apenas contenido.
Matthieu sacó de la cartera el envoltorio de aluminio y lo rasgó con los dientes sin apartar los ojos de ella. Vio cómo observaba con fascinación mientras se colocaba el preservativo sobre su virilidad, alternando la mirada entre el rostro de Matthieu y su erección. Por si quedaba alguna duda de su deseo, Maria abrió las piernas y dejó espacio para que Matthieu se colocara entre ellas.
Él apoyó el peso en los codos y se acercó a su cuerpo. Maria se estremeció suavemente y no pudo evitar presionarle los labios en el centro del pecho. Le sostuvo el rostro con las manos y asintió brevemente con la cabeza.
Aquel gesto era lo único que Matthieu necesitaba. Presionó ligeramente su cuerpo contra el suyo, obligándose a ir despacio a pesar del rugido interior que le urgía a darse prisa. El calor húmedo de Maria le provocó una sensación tan increíble que casi se mareó de placer. Pero entonces sintió que ella se ponía tensa y detuvo al instante todo movimiento.
Vio el ceño ligeramente frunció en el rostro de Maria y cómo contuvo el aliento. Si le pedía que se detuviera, lo haría. Le costaría un mundo, pero lo haría. Pero no lo hizo. Lo miró a los ojos como si entendiera la batalla que estaba librando en su interior, y sonrió ligeramente.
–Por favor… por favor, no te detengas –le pidió pasándole la mano por la nuca y atrayéndolo hacia sí, más profundamente en su cuerpo.
Matthieu empezó a moverse despacio, deslizándose suavemente en su interior, sintiendo cómo ella lo acogía completamente, y una parte de él se preguntó si aquello no sería lo que había echado de menos toda su vida. A ella.
La respiración de Maria se hizo más agitada, sus gemidos, cargados de placer y necesidad, llenaban el aire entre ellos. Ella alzó las caderas hacia las suyas, sosteniéndole en su interior, cada vez más profundamente… el ritmo que estaba marcando disparó la sangre de Matthieu y su excitación hasta tal punto que no supo de quién de los dos era el latido que sentía dentro del pecho.
Matthieu la estrechó todavía más contra su cuerpo, inhalando su dulce aroma en el cuello, los suaves rizos de su largo cabello le hacían cosquillas en la piel del pecho. El deseo y la excitación se convirtieron en su oxígeno y lo inhaló como un hombre que se estuviera ahogando.
Cuando la sintió apretarse a su alrededor y escuchó cómo contenía todavía más la respiración, supo que ambos estaban al borde, y con un último embate de sus caderas se derritieron los dos.
Durante las horas nocturnas, entre el sueño y la vigilia, se buscaron el uno al otro llenándose de placer, buscando más, Y cuando los rayos del sol de la madrugada entraron en la habitación, Maria extendió el brazo y sintió solo el frescor de las sábanas frías y sedosas bajo la palma. Matthieu había hecho lo que prometió. Le había dado una noche, y luego… se marchó.