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Capítulo 3
ОглавлениеMARIA SE movió en el asiento para aliviar la sensación de tener clavados alfileres y agujas en la base de la columna vertebral. Mantenía un ritmo incesante con la rodilla, en parte porque después de las tres horas y media que llevaba allí sentada, sentía la necesidad imperiosa de ir al cuarto de baño.
El vestíbulo del edificio de oficinas en Suiza resultaba impecable, todo hormigón y acero, pero ligeramente frío en la amenazante penumbra de la noche. Las letras plateadas de Minería Montcour se elevaban por encima del mostrador de recepción más allá del cual no le habían permitido pasar.
Habían pasado tres meses desde la última vez que vio a Matthieu. Dos desde que empezó a sentir aquellas náuseas que la pillaron completamente por sorpresa. Un mes desde que una pequeña línea azul cambió su vida para siempre, y solo unos pocos días desde que la primera ecografía confirmó que su vida, sus vidas, habían cambiado para siempre.
Maria creyó que tendría que pasar horas rastreando páginas de internet para encontrar a Matthieu, y había pensado incluso contactar con la princesa Sofia, la patrocinadora de la gala en la que conoció a Matthieu, para pedirle una lista de los invitados aquella noche. Tras reunirse de nuevo con Theo, Sofia le había perdonado la indiscreta discusión con Theo. Todo se había barrido debajo de la alfombra de la felicidad y el amor que rebosaba la pareja el día de su boda.
En el pasado, semejante pensamiento le habría hecho sentir la aguda agonía del amor no correspondido, pero eso fue antes de Matthieu y antes de… se llevó la mano al vientre con gesto inconsciente y miró hacia la gigantesca y moderna lámpara de araña que colgaba del altísimo techo. El edificio entero hablaba de dinero. Pero, cuando una persona era tan rica como Matthieu Montcour, podía permitírselo.
Aquella mañana lejana había salido de la suite de Matthieu en Andorra para encontrarse con su hermano Sebastian furioso y preocupado por su desaparición de la noche anterior. Pero entonces Maria le dijo que quería volver a casa, y él la llevó de regreso a su apartamento compartido del sur de Londres.
Durante un mes se perdió en días muy ocupados, haciendo sus joyas y trabajando a tiempo parcial en un café. Pero durante las noches se sumergía en sueños de Matthieu y del placer que había arrancado de ella. La realidad del día a día se fue abriendo paso en su vida, y Matthieu llegó a convertirse en una especie de mito, como una fantasía que hubiera imaginado. No les dijo ni una palabra de él a Anita ni a Evin, sus compañeros de piso.
Miró de reojo a la recepcionista, que golpeaba el teclado con fuerza, como si así fuera a lograr que Maria desapareciera. Pero no iba a irse a ninguna parte.
Un mes después, tras la tercera semana sin lograr contener las náuseas, Anita le dio una prueba de embarazo con una sonrisa, una palmadita en el brazo y una taza de té. Todo muy inglés. Y luego se marchó. Maria apenas tenía recuerdos de los siguientes dos días. Estaba entumecida por el shock y abatida por muchas preguntas sin respuesta. Pero un único pensamiento se había mantenido constante.
«Voy a tener el bebé».
Se prometió a sí misma que cuando cumpliera el tercer mes y se hiciera la primera ecografía, se lo contaría a Matthieu.
El sonido de unos tacones avanzando a toda prisa por el vestíbulo de mármol la sacó de sus pensamientos y trajo a Maria al presente. Una mujer elegantísima con un abrigo de lana se giró para mirar a un trío de hombres de traje que pasaban por ahí.
–¡Ese hombre es absolutamente imposible! No me extraña que le llamen la bestia.
A Maria no le cupo ninguna duda de a quién se refería. No después de la búsqueda que había hecho de Matthieu en internet. Tenía dos palabras: su nombre y la minería, su «interés profesional». No albergaba muchas esperanzas, pero estaba equivocada. Un segundo después de haberle dado a la tecla, la pantalla se llenó con la imagen de su rostro, con su expresión adusta y una mirada dorada tan intensa que sintió cómo se sonrojaba, como si Matthieu hubiera descubierto que le estaba buscando.
Maria se había enterado de que era uno de los cuatro hombres más ricos de Europa. Y aquello la había impresionado. Pero había tenido que pagar un precio muy alto por su riqueza. Maria contuvo el aliento al leer la descripción del incendio que no solo había engullido la hacienda en la que Matthieu vivió de niño, sino también a toda su familia. El mismo incendio que había provocado las cicatrices que ella sintió bajo la palma de la mano, duras y nudosas, pero al mismo tiempo desafiantes y magníficas. Como resultado, el seguro de vida convirtió a aquel niño de once años en inmensamente rico independientemente del negocio familiar. A Maria se le rompió el corazón al ver las imágenes de aquel niño pequeño acompañado por su tutor legal detrás de cinco ataúdes: sus padres, dos tíos y una tía. No podía ni imaginar lo devastador que debió ser aquello.
Mientras la mujer se dirigía a la salida acompañada de su drama y de los hombres de traje, Maria volvió al presente. La recepcionista se aclaró la garganta y se puso de pie. Al parecer había llegado al límite de su paciencia.
–Señorita, me temo que voy a tener que pedirle que…
–¿Maria?
Ella giró la cabeza hacia la fila de ascensores situados a la derecha del mostrador de recepción y se encontró con un Matthieu Montcour tan asombrado como ella misma estaba tras volverlo a ver después de doce semanas.
Matthieu la vio levantarse del sofá en el que estaba sentada como movida por un resorte.
–¿Dónde hay un cuarto de baño? –preguntó casi sin aliento con tono desesperado–. Lo siento, no quería que esto fuera así, pero… necesito de verdad un baño. No te vayas a ninguna parte, por favor. Tenemos que hablar. Pero necesito…
–Sí, un baño. Lo he entendido. Doblando la esquina a la izquierda –dijo señalando con el brazo.
Ella salió literalmente corriendo, y Matthieu no pudo evitar sonreír. Sacudió la cabeza y trató de liberarse del efecto de su repentina e inesperada aparición. No es que no hubiera pensado en ella en aquellos tres meses. Había pensado buscarla, sus dedos intentaron varias veces teclear su nombre en el buscador de internet. Lo cierto era que no había pasado un día, ni una noche, en los que no recordara sus suaves suspiros, o la sensación de su piel. El desgarro que había sentido la mañana después, cuando se escabulló de la habitación dejándola allí dormida en la cama. Odiándose a sí mismo y consciente al mismo tiempo de que era lo que tenía que hacer.
Pero, ¿qué hacía Maria allí ahora? ¿Qué quería?
Entonces un frío helado ahogó sus pensamientos. Sabía quién era él.
Y como muchas mujeres antes que ella, Maria había ido a rentabilizar su notoriedad. Iba a jugar la carta de las vulnerabilidades que él había expuesto accidentalmente aquella noche, la única noche que le había ofrecido.
Apretó las mandíbulas con rabia. Pensaba que ella era distinta. Le había dado la impresión de que había algo casi místico en su pureza. Una pureza que él le había arrebatado aquella noche. Tendría que haberlo pensado mejor. ¿Acaso no había aprendido a los diecisiete años lo que querían las mujeres de él?
El sonido de sus tacones en el suelo de mármol lo sacó de sus pensamientos y se giró hacia ella. Maria lo miraba nerviosa, retorciéndose las manos. Estaba increíblemente bella. Matthieu se había medio convencido a sí mismo de que había imaginado el tremendo impacto que causó en él aquella noche. El modo en que se le había acelerado el corazón solo por estar cerca de ella.
–Hola –dijo Maria–. ¿Podemos hablar?
Matthieu asintió y durante un instante casi sintió lástima por ella. Porque estaba claro que Maria sabía quién era, pero no tenía ni idea de a quién se enfrentaba.
–Por aquí –afirmó con sequedad guiándola hacia los ascensores.
Matthieu metió una llave de tarjeta y las puertas se abrieron, revelando un ascensor cubierto de espejos que llevaba únicamente a la última planta, donde estaban sus oficinas.
Ella le siguió en silencio, y cuando estuvieron en el confinado espacio, Matthieu inhaló su aroma y experimentó una oleada de deseo. La observó en los espejos. Maria miraba hacia delante con gesto decidido y no quería hacer contacto visual, lo que ofreció la oportunidad de fijarse en su aspecto. La noche que se conocieron llevaba un vestido de encaje blanco. Ahora tenía puestos unos vaqueros ajustados y una chaqueta de cuero negro que cubría una camiseta amplia de color rosa. El pelo suelto le caía sobre los hombros en suaves rizos oscuros con toques rojizos.
El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. Salieron y se encontraron en un recibidor con tres puertas de cristal. Dos de ellas eran salas de reuniones, y la tercera, su despacho. Matthieu pasó por delante de ella y entró.
–¿Quieres beber algo? –preguntó acercándose al mueble bar y agarrando la botella de whisky que llevaba tres años allí sin abrir.
–Agua con gas, por favor.
Matthieu se la sirvió y le pasó el vaso. Entonces fue cuando ella le espetó sin más:
–Estoy embarazada.
Matthieu detuvo la acción de beber a la mitad, y agarró con tanta fuerza el vaso que se le pusieron los nudillos blancos. Su mirada pasó de interrogante a furiosa al instante, y Maria se regañó internamente por no haber tenido el valor de decirlo con más delicadeza, de advertirle.
–Felicidades. ¿Quién es el afortunado padre?
Maria frunció el ceño, asombrada y confundida a partes iguales por la pregunta.
–¿Qué quieres decir? –le preguntó.
–Bueno, teniendo en cuenta que utilizamos protección todas y cada una de las veces… no puedes aparecer aquí tres meses después de nuestro… encuentro y afirmar que soy el padre de este hijo milagroso.
Maria estaba sin habla. Había imaginado aquella conversación muchas veces, pero, ¿esto? No era lo que esperaba. ¿Encuentro? ¿Había llamado encuentro a la noche que habían compartido? Ahora estaba enfadada. De todos los sentimientos que había experimentado hasta el momento desde que supo que estaba esperando un hijo, el enfado no había sido uno de ellos. Hasta ahora.
–Eres un malnacido.
–Creo que la prensa prefiere llamarme bestia. Pero supongo que este también vale.
–No tendría que haber venido –dijo como para sus adentros más que para él.
Pero Matthieu respondió de todas formas.
–No, seguramente no –afirmó suspirando como si ella fuera un inconveniente, más que la madre de su hijo–. Muchas otras han intentado lo mismo, y créeme, Maria, eran mucho más expertas en el engaño que tú. Y finalmente se demostró que eran unas serpientes mentirosas. Tengo que decir que estoy bastante decepcionado. Pensé que tú eras distinta.
Maria sacudió la cabeza, asombrada por la hostilidad de su tono de voz. En cuestión de segundos, todo lo que creía que habían compartido, la belleza de aquella noche a la que ella se agarraba, cambió delante de sus ojos y se convirtió en polvo.
No conocía a aquel hombre. Ella no era nada para él. Y nunca, nunca obligaría a su hijo a tener una relación con alguien así.
–No tan decepcionada como estoy yo. Espero que tu conciencia sea amable contigo cuando te des cuenta de lo equivocado que estás –afirmó reuniendo la fuerza de la que fue capaz.
Dejó el vaso sin tocar en la mesita auxiliar, abrió el bolso, sacó la copia de la ecografía y la dejó al lado del vaso. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta
–Espera.
–¿Para qué? –preguntó Maria sin darse la vuelta–. ¿Para que me arrojes más insultos? No, gracias.
–Por favor.
Ella se giró entonces y lo vio al lado de la mesita, mirando la ecografía.
–No me mientas respecto a esto, Maria. No me pongas a prueba.
–Estoy embarazada –repitió ella–. El niño es tuyo.
–¿Cómo es posible?
Maria recordó la duda y la confusión que había sentido cuando vio la línea azul de la prueba.
–Los preservativos tienen un margen de fallo. Yo no estaba tomando ninguna otra medida anticonceptiva –se encogió de hombros.
–Estás embarazada. El niño es mío.
María asintió, y Matthieu sintió como si todo el mundo se hubiera salido de su eje. Dirigió la mirada hacia la ecografía en blanco y negro.
–Lo… lo siento –dijo sumido en un mar de confusión y caos.
El rechazo instantáneo que había sentido había sido cruel y devastador. Vio cómo Maria palidecía al escuchar sus palabras. Pero no fue eso lo que le convenció de que decía la verdad. Fue la forma en que se dio la vuelta para marcharse, dispuesta a renunciar a él, a su dinero, y al anillo. Un anillo que Matthieu había jurado no colocar jamás en el dedo de ninguna mujer.
Le hizo un gesto a Maria para que se sentara, y él hizo lo mismo.
–¿Qué es lo que quieres? –preguntó sosteniéndole la mirada y buscando en sus ojos sus intenciones.
–Nada –contestó ella, claramente confundida por la pregunta–. Solo quería que lo supieras. Tienes… tienes derecho.
Matthieu contuvo una risa cínica. Dudaba mucho de la veracidad de aquellas palabras. Tal vez no buscara su dinero o un anillo, pero algo había detrás seguro. Siempre lo había.
–¿Y has esperado tres meses? –preguntó con tono acusador
Maria asintió.
–Los tres primeros meses son… delicados –afirmó sacudiendo la cabeza–. Mira, respeto lo que dijiste de que lo nuestro sería cosa de una noche. Solo he venido para informarte, y para darte la oportunidad de elegir si quieres formar parte de la vida de este bebé o no. Ni más, ni menos.
Matthieu agarró su vaso para ganar tiempo. Y él nunca necesitaba ganar tiempo porque siempre sabía qué decir, cómo reaccionar. Hasta ahora. Hasta que Maria apareció en su vida.
–Nos casaremos.
La expresión de su rostro habría resultado cómica en otras circunstancias. El horror y el impacto arrasaron con la neutralidad que había mostrado unos instantes atrás.
–No.
–Me parece que no lo entiendes…
–No. El que no lo entiendes eres tú –lo atajó ella–. Esa no es la razón por la que he venido. No tengo intención de casarme contigo. No quiero eso, ni tampoco tu dinero. Mi único interés es conocer el nivel de implicación que quieres tener en la vida de mi hijo…
–De nuestro hijo –la corrigió Matthieu–. Y eso es lo que intento decirte, Maria. Mi interés será profundo, y mi nivel de implicación, total.