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VIDA DE SILA

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La semblanza de Sila que realiza Plutarco coincide casi por completo con la que trazan Salustio y Valerio Máximo, y parece que todas las fuentes vienen a coincidir en señalar que en el dictador romano la valía militar y la crueldad iban por caminos paralelos. Sila nació en el año 138 a. C. en el seno de una familia patricia, pero venida a menos por culpa de un antepasado, Publio Cornelio Rufino, que llegó a cónsul y a dictador, pero que, debido a la apropiación de fondos públicos, fue expulsado del Senado en el año 275 a. C., después de lo cual ningún miembro de la familia llegó a ocupar cargos públicos hasta Lucio Cornelio Sila. Salustio ( Guerra de Jugurta 95, 3–4) señala su buena formación y conocimiento erudito de las letras griegas y latinas, dato que deja caer Plutarco cuando menciona que, tras la toma de Atenas, el general romano se llevó los libros de Aristóteles y Teofrasto que se encontraban en la biblioteca del erudito Apelicón de Teos a Roma, donde fueron editados y publicados. Asimismo en Sila la ambición sin medida, el desenfreno en los placeres y la búsqueda de gloria, continua y sin miramientos, parecen combinarse con una generosa prodigalidad, un carácter amigable y festivo, una envidiable capacidad de liderazgo e incluso capacidad para emocionarse hasta el llanto, lo cual, en manos del sabio de Queronea, sirve para llevar a cabo un fino retrato de un hombre para el que el exceso se convirtió en una marca de conducta existencial. El poder que acaparó Sila, al igual que en el caso de Lisandro, aunque el romano llegó incluso más lejos, merced a sus éxitos militares, a las masacres de enemigos perpetradas, a las proscripciones de ciudadanos y a su implacable sed de honores, se convirtió poco menos que en absoluto. Valerio Máximo ( Dichos y hechos memorables IX 2, 1) señala que «en la consecución de victorias militares se convirtió a los ojos del pueblo romano en un nuevo Escipión, pero en el uso que hizo de la victoria, en un nuevo Aníbal». Derramó más sangre de sus conciudadanos de lo que había hecho antes otro romano y fue el gran vencedor de la guerra civil contra Mario y el bando popular, por lo que la tradición historiográfica romana no pudo sino sentir una curiosa mezcla de abominación ante su crueldad y de fascinación ante sus logros: la captura de Jugurta, el sometimiento de los marsos en la Guerra Social, la rendición de Mitrídates y la unificación del Estado romano después de una cruenta guerra civil. Resulta muy interesante, además de aportar distintos matices a la narración de este convulso momento de la historia de Roma, la lectura de esta Vida de Sila en paralelo con la de la Vida de Mario.

Plutarco arranca su crítica moral de Sila en los primeros años de la vida del dictador, licenciosa y demasiado convivial junto a gente de la farándula y cuyos prolongados excesos provocaron su muerte en el 78 a. C. Nuestro autor señala con una mezcla de aversión y escándalo sus amoríos con una prostituta rica, con el cantante y actor Metrobio, sus divorcios y matrimonios. Posteriormente, según avanza el relato, el tono se recrudece hasta que se entrelazan datos que configuran un catálogo realmente atroz: pone precio a la cabeza de Mario, su gran rival, que, sin embargo, le perdonó la vida cuando le tuvo a merced, masacra a los ciudadanos de Antemnas ante las puertas del Senado de Roma durante una sesión del mismo, expolia con inefable impiedad los santuarios de Grecia, incluso los más sagrados, como Olimpia y Delfos —el amado Delfos de Plutarco, en la que él había servido como sacerdote de Apolo—, se comporta con una arrogancia y altanería impropia de Roma con los pueblos de Asia, proscribe y condena a muerte a los ciudadanos romanos para apoderarse de sus patrimonios o regalárselos a sus amigos. Su aspecto no era menos feroz: ojos de un azul gélido, rubicundo, con manchas de sangre por todo su rostro, lo que llevó a un gracioso ateniense a compararlo con «una mora rebozada en harina». En suma, una invitación a contemplar cómo la consecución y el ejercicio del poder absoluto llevan a un general valioso, apreciado por el pueblo y con cierta facilidad para emocionarse, a convertirse en un cruel tirano. En palabras del propio Plutarco: «Resulta natural que el ejercicio del poder absoluto le causara un perjuicio, ya que éste no permite que los rasgos del carácter permanezcan de acuerdo con el modo de ser de un principio, sino que se vuelven caprichosos, fútiles y violentos. Ver si esto es un movimiento y un cambio de la naturaleza que opera por fortuna, o si es una revelación producto del poder de la perversidad que yacía oculta, es algo que nos haría entrar en otra clase de temas» ( Vida de Sila 30, 5–7). Esto acerca el retrato de Sila al que traza del griego Pirro en su biografía: el poder sin medida conducirá a ambos sin remedio a la degeneración moral en una suerte de tragedia shakespeareana que les deparará a ambos un cruel final: al griego, la espada; al romano, una necrosis tumoral.

Parece que Plutarco tuvo acceso a las propias Memorias de Sila, hoy perdidas, en cuya redacción se volcó el dictador una vez que abandonó Roma y el poder y se marchó a vivir a su villa de los alrededores de Cumas. Además de esta obra, nuestro autor menciona como fuentes a Fenestela, a Juba, rey de Mauritania, a Salustio, a Estrabón y a Tito Livio. Por otro lado, al igual que en la Vida de Lisandro, en la narración de la campaña militar de Sila por Grecia, Plutarco se detiene con calma a precisar datos mitológicos y geográficos sobre los lugares de su tierra, Beocia, conocidos por él de primera mano, en donde tuvieron lugar las decisivas batallas de Queronea, su pueblo natal, y Orcómeno.

Como sucedía en la Vida de Lisandro, el moralista Plutarco, en su rechazo del lujo, da datos precisos que ponen en relación la vinculación entre el enriquecimiento económico y la corrupción moral. Si bien en el caso de Lisandro, no se le podía achacar el afán de lucro propio, sino la introducción de la codicia en Esparta; en cambio, en el caso de Sila, con los excepcionales y sarcásticos episodios del expolio de los santuarios de Grecia (12) o el de la subasta pública de unos bienes fruto de una proscripción (41), sí que se proyecta un haz de luz directo sobre el apego a las riquezas del dictador. En la comparación final se señala: «(…) tanto daño provocó Lisandro en Esparta con la introducción de la propiedad privada de la riqueza, como mal Sila con su expolio de Roma (…). Ambos ejercieron una curiosa influencia sobre sus ciudades: Sila, siendo como era de intemperado y despilfarrador, con todo logró que sus ciudadanos se volvieran más cuerdos; sin embargo, Lisandro llenó a Esparta de todas las afecciones del alma de las que él mismo carecía, de modo que ambos marraron: uno por ser peor que sus leyes, el otro porque hizo que sus conciudadanos se volvieran peores que él, ya que enseñó a Esparta a necesitar aquello que él había demostrado no echar en falta».

Por otra parte, se muestra curioso ante la religiosidad de Sila, sobre todo volcada hacia la diosa Fortuna, Venus, Apolo y las prácticas adivinatorias. El propio Sila se consideraba «un hijo de la Fortuna» y no tenía reparos en afirmar que era a ella a quien le debía sus éxitos, no sabemos si por una actitud supersticiosa o por una auténtica piedad o falta de vanidad. Lo cierto es que la aparición de señales divinas es continua a lo largo del relato: una estatua de la Victoria movida por máquinas durante una ceremonia de coronación de Mitrídates se desploma durante el acto; un monstruoso sátiro aparece cuando las tropas de Sila desembarcan en Brindis; en un sacrificio en Tarento el hígado de un animal sacrificado muestra una corona de laurel; dos machos cabríos se enzarzan en una mortal pelea en el monte Tifato ante la vista del ejército y luego se desvanecen en el aire; un esclavo en estado de posesión por la diosa Belona le comunica su victoria final y el incendio del Capitolio; en Fidencia una nube de flores cae de repente sobre el ejército de su lugarteniente Marco Lúculo y lo corona. No sabemos con certeza, aunque parece plausible por el tono y el contenido, que éstos sean datos ofrecidos por el mismo Sila en sus Memorias ; no obstante, sirven para aportar un tinte sobrenatural a la narración de Plutarco, al igual que la predicción que realiza un oráculo caldeo sobre el propio Sila (c. 5) o el sueño del propio Sila en el que un hijo suyo muerto se le aparece para anunciarle su próxima muerte (c. 37), dato que Plutarco extrae de las propias Memorias del dictador.

Asimismo, nuestro autor no pierde ocasión para demostrar su erudición: en el capítulo 7 se hace eco de las doctrinas pitagóricas sobre un gran año cósmico que marca las sucesión de las edades del mundo; en el 17 explica la etimología de un topónimo beocio a la luz de la mitología y de la lengua fenicia; en el 36 describe la enfermedad mortal de Sila sirviéndose de las teorías médicas de su época; además de citas de Eurípides, Aristófanes y Filocles.

Vidas paralelas V

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