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II.
EL CASTILLO

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El castillo era un peñón árido que se destacaba de la sierra y avanzaba hundiendo en el mar sus acantilados rojos y amarillentos.

Contemplado a lo lejos apenas se advertía en él mas que alguno que otro lienzo de muralla de color de ceniza, la torre de señales y las baterías altas de su cumbre.

Desde el puerto aparecía imponente con sus paredones grandes de piedra, dorados por el sol; sus torres, sus baterías, sus fortines, sus garitas verdinegras, los traveses, que iban trazando zig-zag por los glacis, y los viejos cañones, que miraban al mar.

La tierra, rojiza, de entre muralla y muralla tenía rincones con almendros y melocotoneros, que en primavera resplandecían como ramos de nieve y de rosa, y taludes con viñas y hierbas salvajes esmaltadas de flores amarillas y azules.

Subiendo al castillo y entrando en su recinto se veía que era ya una ruina, un amontonamiento confuso de murallas viejas, griegas, romanas, visigodas, árabes y alguna que otra moderna.

Los militares consideraban la restauración de la fortaleza casi inútil, y el Gobierno no tenía, al parecer, intenciones de artillarla.

El castillo tenía tres puertas: la puerta de Tierra, que salía cerca de la plaza de la Iglesia; la de la Marina, que miraba al muelle, y la del Socorro, que daba al campo.

Esta última, de extramuros, servía para recibir refuerzos y auxilios del exterior en el caso de que la ciudad estuviese rebelada contra el Poder o se hallara ocupada por el enemigo.

Entrando por la puerta de la Marina y pasando por un puente levadizo, limitado por cadenas y flanqueado por dos garitas, se atravesaba un arco, a uno de cuyos lados estaba el cuerpo de guardia.

Allí, en unos bancos, solía verse a los soldados sentados, mientras que el oficial paseaba por delante del muelle o fumaba en una mecedora.

Del arco de entrada partía una cuesta muy agria, que pasaba por debajo de un túnel de ocho o diez pasos de largo, y al salir de él se desembocaba en un anchurón con casamatas, parque de municiones y almacén de pólvora.

Desde aquí el camino se bifurcaba; uno iba por la izquierda mirando a la sierra; el otro, por la derecha, frente al mar. Los dos se encontraban en la explanada de una batería y rodeaban la ciudadela.

El camino de la izquierda pasaba por encima del pueblo, amenazándole con sus viejas torres, rojizas, guarnecidas con matacanes, y sus baluartes del tiempo de Vauban; luego iba la contraescarpa dando vista a la campiña, limitada por el anfiteatro de montañas, que comenzaba en el Monsant y seguía por las otras alturas que formaban la sierra.

El camino de la derecha presentaba puntos de vista admirables; tenía al principio una batería enlosada, la batería de la Marina, encima mismo del puerto.

Los cañones de esta batería eran de bronce, verdes, con escudos y letreros, y pesadas cureñas llenas de adornos. Era aquel sitio uno de los más pintorescos del Castillo. Por entre las almenas se veía el mar. Una garita de piedras, vacilantes, colgada en el vacío, con un agujero redondo en el suelo, dejaba ver el puerto a vista de pájaro.

Saliendo de la batería de la Marina, el camino escalaba una cuesta, corría por encima de los acantilados, pasaba por delante de la Cueva de Pastor, que terminaba en el mar, y llegaba a la batería de las Damas. Aquí la vista se había alargado, ensanchado, enriquecido.

Más arriba se hallaba la batería de San Antón, donde se encontraban los dos caminos que daban la vuelta al monte, y, desde esta batería, subía otro camino, que escalaba lo más alto del promontorio. Desde aquí se divisaban dos o tres pabellones, una torre grande y cuadrada, el Macho, una pequeña azotea convertida en jardín, el Mirador, y una última batería, la batería del Rey, sin muralla ni troneras, desde la cual, los morteros podían disparar en todas direcciones.

De lo alto de aquella altísima explanada se abarcaba el paisaje y el pueblo, excepto algunas rinconadas muy próximas al castillo.

Dominábase desde la altura, como de ninguna otra parte, la sierra, Ondara, el mar azul y las rocas del cabo de Monsant.

El pueblo, acurrucado debajo del castillo, tenía un aire ensimismado y soñoliento; centelleaban sus luceros de cristal, la cúpula de azulejos de su iglesia, sus tejados verdosos y sus azoteas, llenas de ropas blancas. En los alrededores, al borde de las sendas, crecían las grandes piteras entrecruzando sus láminas verdes y agudas como puñales, cubiertas de polvo.

Hacia la sierra, el campo fulguraba ardoroso y requemado; en las partes bajas algunos pequeños huertos de hortalizas regados por acequias mostraban su verdura, y otros más grandes de naranjos brillaban en invierno con sus constelaciones de frutos dorados entre el obscuro follaje. En los repechos y faldas de la sierra se respaldaban alquerías rodeadas de bosquecillos, de olivos y de almendros. En las cumbres, los montes secos y pedregosos, como formados por ceniza y piedra pómez, erizaban sus aristas, y los caminos blancos parecían sembrados de yeso.

En una cuesta, dos filos de cipreses, interrumpidas por cruces de piedra, escalaban una altura hasta llegar al camposanto.

En lo más elevado del castillo, sobre el antiguo promontorio ardoroso y calcinado, estaba el jardín del Mirador. Este jardín era un repecho de la muralla, anejo al pabellón donde vivía el coronel que mandaba las fuerzas de la ciudadela. Tenía el Mirador una torrecilla, llamada el Castellet, y unas escaleras para subir a la batería del Rey.

Desde allí se dominaba el mar, el mar azul, de un color espléndido, intenso, bajo el cielo fulgurante.

A lo lejos, sobre un acantilado que parecía de mármol, brillaba la mancha blanca de un pueblecito.

En el Mirador brotaban rosales con rosas de todos colores; jazmines mezclados con mirtos y con el follaje obscuro de los naranjos. Una adelfa, de flor encendida, parecía una cascada de fuego.

La coronela cuidaba con mucho cariño las plantas del Mirador.

Todos los días, los soldados sacaban agua para regar el jardín de una cisterna, la cisterna del Moro, que era antigua, revestida de piedra y profundísima.

En el castillo de Ondara había de guarnición dos compañías de infantería y un destacamento de artillería. Esta pequeña fuerza, que apenas llegaba a cuatrocientos hombres, contaba con una oficialidad numerosa, mandada por un coronel titulado gobernador.

Este, con su mujer, vivía en uno de los pabellones del castillo; en otro pabellón habitaban, con sus familias, un comandante y un capitán. Los demás oficiales tenían sus casas en el pueblo.

Por las tardes de primavera y otoño, y el verano, por las noches, solía haber tertulia en el Mirador del castillo. La coronela hacía los honores en su jardín, e iban a saludarla los oficiales distinguidos de la guarnición.

La Ruta del Aventurero

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