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IV.
ENTIERRO

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Por la noche todo el mundo hablaba en Ondara de los tres hombres llegados en el bote al puerto, a quienes se tenía como pestíferos. Se recelaba que el capitán de la polacra siciliana los había expulsado de su barco por considerarles sospechosos de padecer la peste. Algunos vecinos afirmaban que el gobernador debió prohibirles terminantemente bajar en el muelle; otros, más piadosos, decían que no era lícito abandonar y dejar desamparados a unos hombres aunque estuvieran enfermos.

Los técnicos aseguraban que todo dependía de no tener organizados los servicios sanitarios. Según ellos, si se hubiera ido con la lancha de sanidad al encuentro del bote lanzado al mar por la polacra, se hubiera impedido el desembarco.

En la tertulia de la señora del coronel Hervés, en el mirador del castillo, se habló mucho de los supuestos pestíferos, y un médico militar, don Jesús Martín, y un teniente de artillería llamado Eguaguirre, decidieron visitar a los aislados en el lazareto.

A la mañana siguiente montaron a caballo y se presentaron en la casa abandonada de la playa.

Al llegar se encontraron a los dos hombres sanos, al alto grueso y al pequeño delgado, afanados en calafatear un bote viejo. Les saludaron y les preguntaron qué hacían.

—Aquí estamos—dijo el alto con una alegre sonrisa—trabajando a ver si componemos este bote.

—¿Para qué?

—Para salir al mar. Así podremos entretenernos un poco y pescar y cambiar de alimentación.

—¿Y el enfermo?—preguntó el médico.

—Está igual.

—¿Qué tiene?

—Tiene unas fiebres palúdicas que le han consumido.

—Voy a verle. Soy médico.

El hombre alto subió los escalones de la casa, abrió la puerta e hizo pasar al doctor adentro. Este se acercó a la cama del enfermo. Apenas podía incorporarse con la debilidad.

El doctor Martín reconoció al palúdico, salió de la casa y se lavó las manos en un cubo de agua del mar.

—Este hombre está muy grave—dijo.

—Sí; ya se ve.

—¿Ha tomado quinina?

—Con poca constancia.

—¿Cómo se alimenta?

—Mal; ya ve usted; nos mandan rancho únicamente. Le damos el caldo, que filtramos por una tela.

—Bueno; pues ya enviaremos otro alimento y quinina.

—Veremos a ver si mejora—murmuró el hombre alto.

—No, creo que no—dijo el médico—. Está ya muy depauperado. No durará una semana.

Al salir el médico y el hombre alto a la playa se encontraron al pequeño y delgado, que seguía trabajando en mangas de camisa calafateando el bote, mientras el teniente Eguaguirre le contemplaba.

—Veo que son ustedes gente que no se deja amilanar por la desgracia—exclamo el doctor.

—Está uno acostumbrado a todo.

—Será difícil que pongan esta lancha a flote—saltó el oficial de artillería.

—Ya veremos—replicó el hombre delgado—. Se intentará.

—Les voy a enviar a ustedes—repuso el médico—un bote viejo que teníamos para el servicio de sanidad, y que ya no se emplea. Está feo y sin pintar, pero no hace agua.

—¡Oh, muchas gracias!

Se fueron el médico y el joven oficial, y al día siguiente había un bote delante del lazareto. Los dos marineros que lo tripulaban bajaron a la playa y, desde lejos, advirtieron a los pestíferos que allí estaba la lancha.

El doctor había mandado llevarles un aparejo de pesca, que vieron en el bote sobre un banco, envuelto en un papel.

Durante una semana la vida de los dos hombres fué la misma. Por la mañana se levantaban al amanecer, daban alimento al enfermo, almorzaban ellos y salían a pescar en el bote; por la tarde volvían al mar, y de noche, uno de los compañeros velaba al palúdico mientras el otro dormía.

A los ocho días de llegar al lazareto el enfermo murió.

El hombre delgado escribió al gobernador del castillo y al alcalde. Les decía en su carta que había muerto de fiebre uno de los recogidos en el lazareto, coronel inglés al servicio del Gobierno griego. Añadía que el coronel profesaba la religión evangélica y que por este motivo rogaba a las autoridades dijeran dónde podía ser enterrado su cadáver, para lo cual pedía les facilitaran instrumentos: un pico y una pala para cavar la sepultura.

El alcalde contestó secamente diciendo que podían enterrar al muerto cerca de la playa. Cualquier cosa era buena para malvados herejes como aquéllos.

El gobernador mandó a dos soldados con una pala y y un pico.

Los dos hombres del lazareto recorrieron la playa. Encontraron lejos de la casa un trozo de terreno firme, de arena petrificada, al pie de un acantilado, y allí decidieron cavar la fosa. Hicieron un hoyo profundo y, terminado éste, volvieron al lazareto. Después vistieron el cadáver, lo metieron en el bote y se acercaron al lugar escogido. Tomaron el muerto entre los dos sobre una escalera, cruzaron la playa y dejaron el cadáver en la fosa. El hombre alto sacó del bolsillo una Biblia y comenzó a leer versículos en inglés; el otro le escuchaba atento. Este, de cuando en cuando, echaba un montón de arena en la fosa y después quedaba inmóvil, apoyado en el mango de la pala. Hecha la obra, los dos hombres volvieron al bote, y mientras remaban hablaron.

El alto y grande atendía y respetaba al pequeño, a quien consideraba como capitán. Este llamaba a su compañero por su apellido: Thompson.

—Amigo Thompson—dijo el Capitán—, desde este momento cambio de nombre y de personalidad.

—¿Cómo?

—Voy a tomar mientras esté aquí el nombre del pobre Mac-Clair, que hemos enterrado. Llevo pasaporte de súbdito inglés con mi verdadero nombre, pero prefiero usar el de Mac-Clair.

—Pero usted no sabe inglés, Capitán.

—No importa. Mac-Clair será un inglés que ha vivido en España y en Francia y que no quiere hablar su idioma. Un inglés antiinglés de la escuela de nuestro lord Byron.

Llegaron en el bote a la playa, desembarcaron, encallaron la lancha en la arena y entraron en el lazareto. Dejaron la pala y el pico en un rincón y leyeron los papeles del muerto. Podían servir para el Capitán. Al revisar los documentos Thompson encontró un sobre pesado. Tenía dentro veinte libras esterlinas.

—Se ha muerto Mac-Clair y la situación mejora—dijo Thompson.

—Mac-Clair ahora soy yo—replicó el Capitán—. No se le ocurra a usted decir que ha muerto.

—Ya que usted se empeña, lo haré así. Me acostumbraré a llamar al muerto el Coronel. El pobre Coronel tenía mala suerte.

Al día siguiente Thompson y el Capitán salieron a pescar como de costumbre.

Así estuvieron viviendo un mes, aislados, sin hablar con nadie.

Difícil hubiera sido encontrar otros hombres tan obedientes a las órdenes dadas por las autoridades. No se acercaban al pueblo con el menor pretexto.

Al terminar el mes, en vez de ir ellos hacia la gente de los alrededores, fué la gente de los alrededores la que comenzó a aproximarse a ellos. Una vieja, que tenía una cantina en un lanchón, sostenido por cuatro montones de piedras en la playa, se ofreció a hacer la comida y la cena a los dos hombres sospechosos.

Estos dejaron el rancho a algunos hambrientos, y los pescadores, viendo que los supuestos pestíferos estaban cada vez más sanos y fuertes, se hicieron amigos suyos y salían a pescar juntos.

Desde el momento que se supo en el pueblo que los desterrados del lazareto no estaban enfermos ni daban señales de impaciencia ni de cólera, la opinión comenzó a manifestarse contra ellos. La mayoría consideraba irritante que los tales hombres vivieran en el lazareto como en un lugar de placer.

También les parecía una prueba de indiferencia absurda el que no hubiesen hecho el menor intento de entrar en Ondara, como si la ciudad no les interesara lo más mínimo.

—¡Qué gentes serán éstas!—se decían los ondarenses.

El gobernador, al saber que había transcurrido el tiempo reglamentario de cuarentena, dió la orden de que no se llevara el rancho a los detenidos y de que desalojaran inmediatamente el lazareto.

El Capitán y Thompson mandaron a un chiquillo en busca de una tartana. Cuando llegó ésta metieron los equipajes en ella y fueron los dos hombres al pueblo.

Compraron ropa blanca y algunas prendas que necesitaban, se afeitaron y cortaron el pelo y se presentaron en la fonda de la Marina, en donde les contemplaron con sorpresa.

Todo el mundo los creía unos lobos de mar, aventureros, medio piratas, negros, barbudos, y se encontraron bastante sorprendidos al hallarse con dos caballeros, uno de ellos elegante hasta el dandysmo.

La Ruta del Aventurero

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