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III.
LOS SOSPECHOSOS

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Una tarde de mayo, al caer el sol, después de un día ardoroso y sofocante, el puerto de Ondara se veía más animado que de ordinario. Estaban desembarcando dos laúdes de carbón llegados de Ibiza, y volvían al mismo tiempo de retorno las lanchas de los pescadores.

El mar estaba azul, de un azul casi negro, tranquilo, sosegado; sobre su anchura brillaban, como alas mágicas, las triangulares velas latinas.

El sol poniente iluminaba la tierra. El castillo centelleaba en sus acantilados rojizos y amarillentos. Parte del pueblo refulgía como un ascua, y saltaban chispas de incendio de las vidrieras, de los luceros y de los azulejos; parte, hundido en la sombra, se bañaba en un aire de color de violeta.

En el muelle, los cargadores, con sus gorros rojos, iban y venían llevando fardos; los carpinteros de ribera aserraban cuadernas y armaban las costillas de las barcas en esqueleto, tendidas en los arsenales; los chicos jugaban y correteaban como gorriones, acercándose a la lancha que llegaba; las viejas componían redes, y algunos carabineros, sentados en un banco, delante de la puerta de la Marina, hablaban entre sí. Mozos, negros por el sol, con aire de piratas berberiscos, cargados con cuévanos llenos de pececillos brillantes, pasaban delante de los carabineros, pagaban unos cuartos y entraban en las calles voceando pescado.

En las tabernas, los marineros hablaban a gritos; otros, agrupados en las mesas, oían las explicaciones sabias de algún piloto experto y decidido: viejo Palinuro, conocedor de las corrientes y de los vientos...

En esto, a la caída de la tarde, se presentó a unas millas de Ondara un barco, que produjo gran sorpresa en el pueblo. Era un navío de alto bordo que, en aquel momento, se acercaba con sus velas blancas desplegadas, fantástico, como una alucinación.

El atalayero de la fortaleza hizo las señas con gallardetes, y el barco izó la bandera en el castillo de popa.

Los curiosos de Ondara se acercaron al puerto a contemplar el navío, y los militares de la ciudadela aparecieron en la batería de la Marina y en la batería del Rey a mirar con anteojos y gemelos.

Alguno de los oficiales se acercó a la atalaya, y el atalayero, en tono que no tenía réplica, dijo que el barco aquel era una polacra de doscientas cincuenta toneladas, que llevaba bandera del reino de las Dos Sicilias.

Sabidos la nacionalidad y el tonelaje del navío, los oficiales de guardia del castillo se pusieron a hacer comentarios acerca del objeto que podía tener la polacra al acercarse a Ondara.

Estaría la embarcación napolitana a una milla próximamente de distancia del puerto cuando cayeron unas velas, se levantaron otras y la polacra quedó al pairo, inmóvil. Entonces se vió que de su costado bajaba un bote al mar, que poco después avanzaba, a fuerza de remos, hacia el muelle.

El coronel, gobernador del castillo, mandó que un oficial fuera a interrogar a los del bote, y quedó él con un anteojo mirando al mar desde la alta explanada de la ciudadela.

La gente marinera contemplaba también, con curiosidad, la lancha de la polacra, que iba avanzando.

Esta se acercó, dejando una estela plateada en el agua, hasta atracar en una de las escaleras del malecón del muelle. Inmediatamente bajaron tres hombres.

Eran del aspecto más heterogéneo que puede imaginarse: uno, alto, grueso, colorado, vestido con un viejo redingote; el otro, también alto, encorvado, amarillo, con aire de enfermo, cubierto con un carrick negro con rayas blancas; el tercero, pequeño, engallado, rubio, vestido elegantemente con frac azul de botones dorados, pantalones azules, chaleco de grana y cachucha de oficial de Marina inglesa. Los dos primeros parecían vestidos en una trapería; al tercero se le hubiera tomado por un currutaco que iba a un baile o a una recepción aristocrática.

El hombre alto, al desembarcar, subió las escaleras con un saco; el enfermo llevaba un fardel en la mano; el pequeño, rubio y elegante, hizo que un marinero le llevase al muelle una gran maleta.

El oficial enviado por el gobernador se acercó a los tres individuos con el fin de interrogarles.

Los marineros del bote, al momento que dejaron a los hombres con sus equipajes en tierra, separándose del muelle comenzaron a remar furiosamente y se alejaron dirigiéndose a la polacra.

—¡Se van!—exclamaron los del público con sorpresa.

—No; es que van a traer otros—replicaron algunos de esos seres perspicaces que siempre están en el secreto de los acontecimientos.

Los desconocidos acabados de desembarcar se hallaban en el malecón, rodeados de un círculo de marineros, mujeres y chiquillos.

—¡Bueno, bueno, basta ya!—gritaba el hombre pequeño y rubio, dirigiéndose a la multitud—. No seáis imbéciles. Aquí no hay nada que ver. ¡Fuera!

En esto, apartando la gente, se acercó a los tres individuos el oficial enviado por el coronel gobernador.

—¿De dónde vienen ustedes?—preguntó con voz seca.

—Venimos de Grecia, después de haber tocado en Nápoles—contestó el hombre alto y rozagante.

—¿Son ustedes españoles?

—No; somos ingleses.

—¿Qué hacían ustedes en Grecia?

—Eramos comerciantes. Los turcos saquearon la ciudad donde vivíamos y tuvimos que escapar.

—¿Y por qué los han desembarcado?

—Es que nuestro compañero se encuentra enfermo y quería a toda costa dejar el barco.

Un sargento que acompañaba al oficial se acercó a él y le dijo en voz baja:

—No vayan a tener la peste.

El oficial dió unos pasos atrás. La frase y el movimiento no pasaron inadvertidos para la gente, que al momento ensanchó el círculo que rodeaba a los tres hombres.

El oficial habló con mucha reserva con el sargento y dijo después dirigiéndose a los sospechosos:

—No pueden ustedes entrar en el pueblo.

—¿Por qué?—preguntó el hombre alto.

—Porque tienen que ir al lazareto en observación.

Los desconocidos se miraron unos a otros.

—¿No habrá un mozo o una caballería para llevar nuestro equipaje?—preguntó el elegante pequeño y rubio con voz seca—. Se le pagará lo que sea.

Un campesino, después de vacilar mucho, dijo que él tenía una mula y que la traería.

Se esperó a que viniera, se sujetaron encima de la caballería el saco y la maleta, se fué el oficial, y el sargento, dueño de la situación, dijo severamente a los supuestos apestados:

—Vengan ustedes detrás de mí; pero de lejos ¡eh! No hay necesidad de acercarse.

Los tres hombres, llevando en medio al enfermo, siguieron al sargento y al campesino de la mula. Avanzaron por la playa. De trecho en trecho tenían que pararse para que el enfermo descansara. Cruzaron un pequeño barrio formado por cabañas y algunas barcazas convertidas en viviendas y adornadas con tiestos y cajas llenas de tierra con flores.

Allí por donde pasaban iban produciendo expectación; la voz de que eran apestados había corrido por el pueblo.

El sargento, dejando la parte habitada de la playa, se acercó a un arenal desierto en donde se levantaba una casa cuadrada, medio ruinosa, montada sobre un basamento macizo de piedra, que impedía que el agua del mar entrase dentro en los temporales. Para subir a la casa había unos escalones.

Veíanse alrededor de ella cajas de mercancías abiertas y algunas lanchas podridas.

—Este es lazareto de Ondara—dijo el sargento—. Aquí van ustedes a pasar la cuarentena de observación. Bajen ustedes los equipajes.

El enfermo se sentó tristemente en una de las escaleras de la casa abandonada, mientras los otros dos y el campesino descargaban la caballería.

Hecho esto, el sargento dijo como despedida:

—No se les permite a ustedes acercarse a la ciudad bajo pena de muerte. Por la mañana y por la noche se les traerá pan y rancho, que se les dejará en la puerta. Ya lo saben. ¡Adiós!

El campesino tomó el ronzal de su macho, cogió el dinero que le dió el hombre rubio, lo contó y comenzó a alejarse despacio por la playa.

Se quedaron los tres hombres solos, y mientras el enfermo, envuelto en una manta, miraba el mar, los otros dos entraban en la casa solitaria.

Abrieron las carcomidas ventanas. El sitio era destartalado y sucio: una nave como una sala de hospital con una cocina pequeña en el fondo.

—Puesto que aquí tenemos que estar algunos días, vamos a ver si limpiamos esto—dijo el hombre alto.

—Vamos allá—repuso el pequeño.

Se quitaron los dos las levitas, y en mangas de camisa y con un cubo cada uno, fueron a orillas del mar a buscar agua. Estuvieron después una hora, armados de escobas, barriendo y baldeándolo todo, hasta dejar el suelo limpio.

Terminada esta faena, sacaron unos jergones viejos y los sacudieron al aire libre.

El enfermo dijo que tenía ganas de tenderse; le pusieron dos jergones en el suelo, uno encima de otro, y se acostó envuelto en una manta.

Los dos hombres sanos, después de acabar la tarea, quedaron a la puerta, cansados, sin hablarse, en una plácida contemplación del paisaje.

Iba anocheciendo. Enfrente se veía el mar, rizado, con adornos de plata; a la derecha brillaban las murallas del castillo con los últimos resplandores del sol; a la izquierda se veía una punta lejana azul con un faro, cuya luz escintilaba pálidamente en el cielo incendiado del crepúsculo.

Las nubes, grandes y algodonosas, tomaban un tinte cobrizo; el viento fuerte del anochecer rizaba el agua en pequeñas olas; seguían resplandeciendo blancas, amarillas, remendadas, las velas latinas a lo lejos. Las barcas pescadoras volvían de dos en dos; la polacra napolitana había encendido un fanal que parecía un gran lucero vespertino, y con todas sus velas desplegadas comenzaba a alejarse, con el aire misterioso de una alucinación...

La Ruta del Aventurero

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