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PROLOGO
ОглавлениеCómo Juan dejó de ser seminarista.
Habían salido los dos muchachos á pasear por los alrededores del pueblo, y á la vuelta, sentados en un pretil del camino, cambiaban á largos intervalos alguna frase indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roseolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto, grababa con un cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas, en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris como una lámina mate de acero subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras de un boscaje resonaba vagamente en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido estridente de un tren; luego se vió aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en una neblina suave.
—Vámonos ya—dijo el más alto de los mozos.
—Vamos—repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron á andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba á cubrir el campo. La carretera, como una cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles desnudos por el otoño hasta perderse á lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas á las hojas secas que correteaban por el camino.
—Pasado mañana ya estamos otra vez allí—dijo el mocetón alegremente.
—Quién sabe—replicó el otro.
—¿Cómo quién sabe? Yo lo sé y tú también.
—Tú sabrás que vas á ir; yo, en cambio, sé que no voy.
—¿Que no vas?
—No.
—¿Y por qué?
—Porque estoy decidido á no ser cura.
Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando á su amigo con extrañeza.
—Pero tú estás loco, Juan.
—No, no estoy loco, Martín.
—¿No piensas volver al seminario?
—No.
—¿Y qué vas á hacer?
—Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
—¡Toma! ¡Vocación! ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
—Es que yo no creo en nada.
El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
—Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
—Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador—dijo el más bajo de los dos con vehemencia—, y yo no quiero engañar á la gente, como él.
—Pero hay que vivir, chico. ¿Si yo tuviera dinero me haría cura? No; me iría al campo y viviría la vida rústica y trabajaría la tierra con mis propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobus, exercet suis; pero no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas están esperando que acabe la carrera. ¿Y qué voy á hacer? Lo que harás tú también.
—No, yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al seminario.
—¿Y cómo vas á vivir?
—No sé; el mundo es grande.
—Eso es una niñada. Tú estas bien, tienes una beca en el seminario. No tienes familia... Los profesores han sido buenos para ti... podrás doctorarte... podrás predicar... ser canónigo... quizás obispo.
—Aunque me prometieran que había de ser Papa, no volvería al seminario.
—¿Pero por qué?
—Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto á otro.
La noche se entraba á más andar, y los dos muchachos apresuraron el paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
—¡Bah!... Cambiarás de parecer.
—Nunca.
—Apuesto cualquier cosa á que eso que me dijiste del padre Pulpon te ha hecho decidirte.
—No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que hay en el seminario; al principio lo que vi me asombró y me dió asco; luego me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religión es mala.
—Tú no sabes lo que dices, Juan.
—Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala porque es mentira.
—Chico, me asombra oirte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el mejor discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como decía el padre Modesto!
—El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un alucinado.
—¿Tampoco crees en él? ¿Pero cómo has cambiado de ese modo?
—Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando comencé á estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía tenía alguna fe. Aquel año fué el del escándalo que dió el padre Pulpon con uno de los chicos del primer curso, y te digo la verdad, para mí fué como si me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso, estudiaba con el padre Belda, que como dice el lectoral, es un ignorante profeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe más que él, y encargó á otro chico y á mí que nos enteráramos de lo que había pasado. Aquello fué como meterse en una letrina. ¡Yo qué había de sospechar lo que pasaba! No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo digo: el seminario es una porquería completa.
—Sí, ya lo sé.
—Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me pasó; al principio sentí asombro; luego, una gran indignación contra toda esa tropa de curas viciosos, que desacreditan su ministerio. Luego leí libros, y pensé y sufrí mucho, y desde entonces ya no creo.
—¿Libros prohibidos?
—Sí.
—Últimamente, en la época de los exámenes, dibujé una caricatura brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la entregó. Estábamos á la puerta del seminario hablando, cuando se presentó él: «¿Quién ha hecho esto», dijo enseñando el dibujo. Todos se callaron; yo me quedé parado. «¿Lo has hecho tú?», me preguntó. Sí, señor. «Bien, ya tendremos tiempo de vernos.» Te digo que con esa amenaza los primeros días que estuve aquí no podía ni dormir. Estuve pensando una porción de cosas para sustraerme á su venganza, hasta que se me ocurrió que lo más sencillo era no volver al seminario.
—Y esos libros que has leído, ¿qué dicen?
—Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no conocemos.
—¡Mal haya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
—El primero que leí fué Los Misterios de París; después, El judío errante y Los Miserables.
—¿Son de Voltaire?
—No.
Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos libros.
—¿Dirán barbaridades?
—No.
—¡Cuenta! ¡Cuenta!
En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó á narrar lo que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada; parecía haber vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de escuela, el príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba á todos con sus rasgos característicos.
Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido por la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.
Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas á cruzar el puente. El río turbio, rápido, de color de cieno, pasaba murmurando por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una alta presa cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo haces de caña y montones de ramas secas.
Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía contando. La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos, iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio del barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas, pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
Tras de los héroes de Sue, fueron desfilando los de Victor Hugo, monseñor Bienvenido, y Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina, los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una terrible danza macabra.
—Después de esto—terminó diciendo Juan—he leído los libros de Marco Aurelio y los Comentarios de César, y he aprendido lo que es la vida.
—Nosotros no vivimos—murmuró con cierta melancolía Martín—. Es verdad; no vivimos.
Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
—Pero bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico como Santo Tomás?
—Sí—afirmó categóricamente Juan.
—¿Y un poeta como Horacio?
—También.
—Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
—Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues bien, los Horacios de ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil años. Aunque dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
Esta conjetura, un tanto audaz, dejó á Martín pensativo. Era, sin duda, muy posible lo que Juan decía. Tales podrían ser las mudanzas y truecos de las cosas.
Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia, cuyo empedrado de guijarros manchaba á trozos la hierba verde. La pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en los saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudos labrados en los chaflanes de las casas.
—Eres muy valiente, Juan—murmuró Martín.
—¡Bah!
—Sí, muy valiente.
Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.
—Son las ocho—dijo Juan—; me voy á casa. Tú mañana te vas, ¿eh?
—Sí; ¿quieres algo para allá?
—Nada. Si te preguntan por mí, diles que no me has visto.
—¿Pero es tu última resolución?
—La última.
—¿Por qué no esperar?
—No. Me he decidido ya á no retroceder nunca.
—Entonces, ¿hasta cuándo?
—No sé...; pero creo que nos volveremos á ver alguna vez. ¡Adiós!
—Adiós; me alegraré que te vaya bien por esos mundos.
Se dieron la mano. Juan salió por detrás de la iglesia al ejido del pueblo, en donde había una gran cruz; luego bajó hacia el puente. Martín, entró por una tortuosa callejuela, un tanto melancólico. Aquella rápida visión de una vida intensa le había turbado el ánimo.
Juan, en cambio, marchaba alegre y decidido. Tomó el camino de la estación, que era el suyo. Una calma profunda envolvía el campo; la luna brillaba en el cielo; una niebla azul se levantaba sobre la tierra húmeda, y en el silencio de la noche apacible, sólo se oía el estruendo de las aguas tumultuosas del río al derrumbarse desde la alta presa.
Pronto vió Juan á lo lejos brillar entre la bruma un foco eléctrico. Era de la estación. Estaba desierta; entró Juan en una obscura sala ocupada por fardos y pellejos. Andaba por allí un hombre con una linterna.
—¿Eres tú?—le dijo á Juan.
—Sí.
—¿Qué has hecho que has venido tan tarde?
—He estado despidiéndome de la gente.
—Bueno; ya tienes preparado tu equipaje. ¿A qué hora vas á salir?
—Ahora mismo.
—Está bien.
Juan entró en la casa de su tío, y luego en su cuarto; tomó un saco de viaje y un morralillo, y salió al andén. Se oyó el timbre anunciando la salida del tren de la estación inmediata, poco después un lejano silbido. La locomotora avanzó, echando bocanadas de humo. Juan subió á un coche de tercera.
—Adiós, tío.
—Adiós y recuerdos.
Echó á andar el tren por el campo obscuro, como si tuviera miedo de no llegar; á la media hora se detuvo en un apeadero desierto: un cobertizo de cinc con un banco y un farol. Juan cogió su equipaje y saltó del vagón. El tren inmediatamente siguió su marcha. La noche estaba fría; la luna se había ocultado tras del lejano horizonte, y las estrellas temblaban en el alto cielo; cerca se oía el rumor confuso y persistente del río. Juan se acercó á la orilla y abrió su saco de viaje. Tanteando, encontró su manteo, su tricornio y la beca, los libros de texto y los apuntes. Volvió á meterlo todo, menos la ropa blanca, en el saco de viaje, é introdujo, además, dentro, una piedra; luego, haciendo un esfuerzo, tiró el bulto al agua, y el manteo, el tricornio, la beca, los apuntes, la metafísica y la teología, fueron á parar al fondo del río. Hecho esto se alejó de allí, y tomó por la carretera.
—Siempre adelante—murmuró—. No hay que retroceder.
Toda la noche estuvo caminando, sin encontrar á nadie; al amanecer se cruzó con una fila de carretas de bueyes, cargadas de madera aserrada y de haces de jara y de retama; por delante de cada yunta, con la ijada al hombro, marchaban mujeres, cubierta la cabeza con el refajo.
Se enteró Juan por ellas del camino que debía seguir, y cuando el sol comenzó á calentar, se tendió en la oquedad de una piedra, sobre las hojas secas. Se despertó al medio día, comió un poco de pan, bebió agua en un arroyo, y antes de comenzar la marcha, leyó un trozo de los Comentarios, de César.
Reconfortado su espíritu con la lectura, se levantó y siguió andando. En la soledad, su espíritu atento encontró el campo lleno de interés. ¡Qué diversas formas! ¡Qué diversos matices de follaje presentaban los árboles! Unos, altos, robustos, valientes; otros, rechonchos, achaparrados; unos, todavía verdes; otros, amarillos; unos, rojos, de cobre; otros, desnudos de follaje, descarnados como esqueletos; cada uno de ellos, según su clase, tenía hasta un sonido distinto al ser azotado por el viento: unos, temblaban con todas sus ramas, como un paralítico con todos sus miembros; otros, doblaban su cuerpo en una solemne reverencia; algunos, rígidos é inmóviles, de hoja verde, perenne, apenas se estremecían con las ráfagas de aire. Luego el sol jugueteaba entre las hojas, y aquí blanqueaba y allí enrojecía, y en otras partes parecía abrir agujeros de luz entre las masas de follaje. ¡Qué enorme variedad! Juan sentía despertarse en su alma, ante el contacto de la Naturaleza, sentimientos de una dulzura infinita.
Pero no quería abandonarse á su sentimentalismo, y durante el día dos ó tres veces leía en alta voz los Comentarios, de César, y esta lectura era para él una tonificación de la voluntad...
Una mañana cruzaba de prisa un húmedo helechal, cuando se le presentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas, aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos, dijo:
—Aquí hay sangre.
—Entonces alguien ha cobrado la pieza—exclamó uno de los guardas.—Será éste—y abalanzándose á Juan le asió fuertemente del brazo—. ¿Tú has cogido una liebre muerta aquí?
—Yo, no—contestó Juan.
—Sí; tú la has cogido. Tráela—y el guarda le agarró á Juan de una oreja.
—Yo no he cogido nada. Suelte usted.
—Registradle.
El otro guarda le sacó el morral y lo abrió. No había nada.
—Entonces la has escondido—dijo el primer guarda, sujetándole á Juan del cuello—. Dí dónde está.
—Que digo que yo nada he cogido—exclamó Juan, sofocado y lleno de ira.
—Ya lo confesarás—murmuró el guarda quitándose el cinturón y amenazándole con él.
Los chicos que acompañaban á los guardas en el ojeo, rodearon á Juan, riéndose. Este se preparó para la defensa. El guarda, algo asustado, se detuvo. En esto se acercó al grupo un señor, vestido de pana, con pantalón corto, polainas y sombrero ancho blanco.
—¿Qué se hace?—gritó furioso—. Aquí estamos esperando. ¿Por qué no se sigue el ojeo?
El guarda explicó lo que pasaba.
—Darle una buena azotaina—dijo el señor.
Se iba á proceder á lo mandado, cuando un chico vino corriendo á decir que había pasado, á campo traviesa, un hombre escotero, con una liebre en la mano.
—Entonces no era éste el ladrón. Vámonos.
—¡Por Cristo, que si alguna vez puedo—gritó Juan al guarda—, me he de vengar cruelmente!
Corriendo, devorando lágrimas de rabia, atravesó el helechal hasta salir al camino: no había andado cien pasos, cuando vió de pie, con la escopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.
—No pases—le gritó éste.
—El camino es de todos—contestó Juan y siguió andando.
—Que no pases, te digo.
Juan no hizo caso; adelantó con la cabeza erguida, sin mirar atrás. En esto sonó una detonación, y Juan sintió un dolor ligero en el hombro. Se llevó la mano por encima de la chaqueta y vió que tenía sangre.
—¡Canalla! ¡Bandido!—gritó.
—Te lo había dicho. Así aprenderás á obedecer—contestó el cazador.
Siguió Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez más.
Le quedaban todavía unos céntimos, y llamó en una venta que encontró en el camino. Entró en el zaguán y contó lo que le había pasado. La ventera le trajo un poco de agua para lavarse la herida, y después le llevó á un pajar. Había allí otro hombre tendido, y al oir quejarse á Juan, le preguntó lo que tenía. Se lo contó Juan y el hombre dijo:
—Vamos á ver qué es eso.
Tomó el farol que había dejado la ventera en el dintel del pajar, y le reconoció la herida.
—Tienes tres perdigones. Descansa unos días y te se cura esto.
Juan no pudo dormir con el dolor en toda la noche. A la mañana siguiente, al rayar el alba, se levantó y salió de la venta.
El hombre que dormía en el pajar le dijo:
—Pero ¿á dónde vas?
—Adelante; no me paro por esto.
—¡Eres valiente! Vamos andando.
Tenía Juan el hombro hinchado y le dolía al andar; pero después de una caminata de dos horas, ya no sintió el dolor. El hombre del pajar era un vagabundo.
Al cabo de un rato de marcha, le dijo á Juan:
—Siento que por mi causa te hayan jugado una mala partida.
—¿Por su causa?—preguntó Juan.
—Sí; yo me llevé la liebre. Pero hoy la comeremos los dos.
Efectivamente, al llegar al cauce de un río, el vagabundo encendió fuego y guisó un trozo de la liebre. La comieron los dos, y siguieron andando.
Cerca de una semana pasó Juan con el vagabundo. Era éste un tipo vulgar, mitad mendigo, mitad ladrón; poco inteligente, pero hábil. No tenía más que un sentimiento fuerte, el odio por el labrador, unido á un instinto anti-social enérgico. En un pueblo donde se celebraba una feria, el vagabundo, reunido con unos gitanos, desapareció con ellos...
Un día estaba Juan sentado en la hierba, al borde de un sendero, leyendo, cuando se le presentaron dos guardias civiles.
—¿Qué hace usted aquí?—le preguntó uno de ellos.
—Voy de camino.
—¿Tiene usted cédula?
—No, señor.
—Entonces venga usted con nosotros.
—Vamos allá.
Metió Juan el libro en el bolsillo, se levantó y echaron los tres á andar. Uno de los guardias tenía grandes bigotes amenazadores y el ceño terrible; el otro parecía un campesino. De pronto, el de los bigotes, mirando á Juan de un modo fosco, le preguntó:
—Tú te habrás escapado de casa, ¿eh?
—Yo, no, señor.
—¿A dónde vas?
—A Barcelona.
—¿Así, andando?
—No tengo dinero.
—Mira, dinos la verdad, y te dejamos marchar.
—Pues la verdad es que soy estudiante de cura y he ahorcado los hábitos.
—Has hecho bien—gritó el de los bigotes.
—¿Y por qué no quieres ser cura?—preguntó el otro—. Es un bonito empleo.
—No tengo vocación.
—Además, le gustarán las chicas—añadió el bigotudo—. Y tus padres, ¿qué han dicho á eso?
—No tengo padre ni madre.
—¡Ah!, entonces... entonces es otra cosa... estás en tu derecho.
Al decir esto el de los bigotes sonrió. A primera vista era un hombre imponente, pero al hablar se le notaba en los ojos y en la sonrisa una gran expresión de bondad.
—¿Y qué vas á hacer en Barcelona?
—Quiero ser dibujante.
—¿Sabes algo ya del oficio?
—Sí; algo sé.
Fueron así charlando, atravesaron unos pinares en donde el sol brillaba espléndido, y se acercaron á un pueblecillo que en la falda de una montaña se asentaba. Juan, á su vez, hizo algunas preguntas acerca del nombre de las plantas y de los árboles á los guardias. Se veía que los dos habían trocado el carácter adusto y amenazador del soldado por la serenidad y la filosofía del hombre del campo.
Al entrar en una calzada en cuesta, que llevaba al pueblo, se les acercó un hombre á caballo, ya viejo, y con boína.
—Hola, señores. ¡Buenas tardes!—dijo.
—Hola, señor médico.
—¿Quién es este muchacho?
—Uno que hemos encontrado en el camino leyendo.
—¿Lo llevan ustedes preso?
—No.
El médico hizo algunas preguntas á Juan y éste le explicó á donde iba y lo que pensaba hacer; y hablando todos juntos, llegaron al pueblo.
—Vamos á ver tus habilidades—dijo el médico—. Entraremos aquí, en casa del alcalde.
La casa del alcalde era una de esas tiendas de pueblo en donde se vende de todo, y además era posada y taberna.
—Danos una hoja de papel blanco—dijo el médico á la muchacha del mostrador.
—No hay—contestó ella muy desazonada.
—¿Habrá un plato?—preguntó Juan.
—Sí, eso sí.
Trajeron un plato y Juan lo ahumó con el candil. Después cogió una varita, la hizo punta y comenzó á dibujar con ella. El médico, los dos guardias y algunos otros que habían entrado, rodearon al muchacho y se pusieron á mirar lo que hacía, con verdadera curiosidad. Juan dibujó la luna entre nubes y el mar iluminado por ella, y unas lanchitas con las velas desplegadas.
La obra produjo verdadera admiración entre todos.
—No vale nada—dijo Juan—; todavía no sé.
—¿Cómo que no vale nada?—replicó el médico—. Está muy bien. Yo me llevo esto. Vete mañana á mi casa. Tienes que hacerme dos platos como éste y además un dibujo grande.
Los dos guardias también querían que Juan les pintase un plato, pero había de ser igual que el del médico, con la misma luna y las mismas nubes, y las mismas lanchitas.
Durmió Juan en la posada y al día siguiente fué á casa del médico, el cual le dió una fotografía para que la copiase en tamaño grande. Tardó unos días en hacer su obra. Mientras tanto, comió en casa del médico. Era este señor viudo y tenía siete hijos. La mayor, una muchacha de la edad de Juan, con una larga trenza rubia, se llamaba Margarita y hacía de ama de casa. Juan le contó ingenuamente su vida. Al cabo de una semana de estar allí, al despedirse de todos, le dijo á Margarita con cierta solemnidad:
—Si consigo alguna vez lo que quiero, la escribiré á usted.
—Bueno—contestó ella riéndose.
Antes de su salida del pueblo fué Juan á despedirse también de los dos guardias.
—¿Vas á ir por el monte ó por la carretera?—le preguntó el de los bigotes.
—No sé.
—Si vas por el monte, nosotros te enseñaremos el camino.
—Entonces iré por el monte.
Al amanecer, después de una noche de insomnio, sobre el duro saco de paja, se levantó Juan; en la cocina de la venta estaban ya los guardias. Salieron los tres. Aún no había amanecido cuando comenzaron á subir por un camino en zig-zag lleno de piedras blancas que escalaba el monte entre encinas corpulentas de hojas rojizas. Salió el sol; desde una altura se veía el pueblo en el fondo de un valle estrecho; Juan buscó con la mirada la casa del médico; en una de las ventanas había una figura de mujer. Juan sacó su pañuelo y lo hizo ondear en el aire; luego se secó disimuladamente una lágrima... Siguieron andando; desde allá el sendero corría en línea recta por el declive de una falda cubierta de césped en la que los rebaños blancos y negros pastaban al sol; luego las sendas se dividían y se juntaban camino adelante. Encontraron al paso un viejo harapiento, con las guedejas largas y la barba hirsuta. Iba descalzo, apenas vestido, y llevaba una piedra al hombro. Le llamaron los dos guardias, el hombre miró de través y siguió andando.
—Es un inocente—dijo el de los bigotes—ahí abajo vive solo con su perro—y mostró una casa de ganado, con una huerta limitada por una tapia baja hecha de grandes piedras.
Al final del sendero que atravesaba el declive, el camino se torcía y entraba por unos pinares hasta terminar junto al lecho seco de un torrente lleno de ramas muertas. Los guardias y Juan comenzaron á subir por allá. Era la ascensión fatigosa. Juan, rendido, se paraba á cada instante, y el guardia de los bigotes le gritaba con voz campanuda:
—No hay que pararse. Al que se pare le voy á dar dos palos—y después añadía riendo y haciendo molinetes con una garrota que acababa de cortar:—¡Arriba, chiquito!
Terminó la subida por el lecho del torrente y pudieron descansar en un abrigadero de la montaña. Se divisaban desde allá extensiones sin límites, cordilleras lejanas como murallas azules, sierras desnudas de color de ocre y de color de rosa, montes apoyados unos en otros. El sol se había ocultado; algunos nubarrones violáceos avanzaban lentamente por el cielo azul.
—Tendrás que volver con nosotros, chiquito—dijo el guardia de los bigotes—; se barrunta la borrasca.
—Yo sigo adelante—dijo Juan.
—¿Tanta prisa tienes?
—Sí, no quiero volver atrás.
—Entonces no esperes, vete de prisa á ganar aquella quebrada. Pasándola, poco después hay un chozo donde podrás guarecerte.
—Bueno. ¡Adiós!
—¡Adiós, chiquito!
Juan estaba cansado, pero se levantó y comenzó á subir la última estribación del monte por una escabrosa y agria cuesta.
—No hay que retroceder nunca—murmuró entre dientes.
Los nubarrones iban ocultando el cielo; el viento venía denso, húmedo, lleno de olor de tierra; en las laderas, las ráfagas de aire rizaban la hierba amarillenta; en las cumbres, apenas movían las copas de los árboles de hojas rojizas. Luego, las faldas de los montes se borraron envueltas en la niebla; el cielo se obscureció más; pasó una bandada de pájaros gritando.
Comenzaron á oirse á lo lejos los truenos, algunas gruesas gotas de agua sonaron entre el follaje, las hojas secas danzaron frenéticas de aquí para allá, corrían en pelotón por la hierba, saltaban por encima de las malezas, es calaban los troncos de los árboles, caían y volvían á rodar por los senderos... de repente un relámpago formidable desgarró con su luz el aire, y al mismo tiempo, una catarata comenzó á caer de las nubes. El viento movió con rabia loca los árboles y pareció querer aplastarlos contra el suelo.
Juan llegó á la parte más alta del monte, un callejón entre paredes de roca. Las bocanadas de viento encajonado no le dejaban avanzar.
Los relámpagos se sucedían sin intervalos; el monte, continuamente lleno de luz, temblaba y palpitaba con el fragor de la tempestad y parecía que iba á hacerse pedazos.
—No hay que retroceder—se decía Juan á sí mismo.
La hermosura del espectáculo le admiraba en vez de darle terror; en las puntas de los hastiales de ambos lados de esquistos agudos caían los rayos como flechas.
Juan siguió á la luz de los relámpagos á lo largo de aquel desfiladero hasta encontrar la salida.
Al llegar aquí, se detuvo á descansar un instante. El corazón le latía con violencia; apenas podía respirar.
Ya la tempestad huía; abajo, por la otra parte de la quebrada, se veía brillar el sol sobre la mancha verde de los pinares... el agua clara y espumosa corría á buscar los torrentes; entre las masas negruzcas de las nubes aparecían jirones de cielo azul.
—Adelante siempre—murmuró Juan. Y siguió su camino.