Читать книгу La lucha por la vida: Aurora roja - Pío Baroja - Страница 6

Оглавление

LA ANTISÉPTICA

PELUQUERÍA ARTÍSTICA

En los tableros de ambos lados de la tienda había pinturas alegóricas: en el de la izquierda se representaba la sangría por un brazo, del cual manaba un surtidor rojo, que iba á parar con una exactitud matemática al fondo de una copa; en el otro tablero se veía una vasija repleta de cintas obscuras. Después de contemplar éstas durante algún tiempo, el observador se aventuraba á suponer si el artista habría tratado de representar un vivero de esos anélidos, vulgarmente llamados sanguijuelas.

¡La sangría! ¡Las sanguijuelas! ¡A cuántas reflexiones médico-quirúrgicas no se prestaban estas elegantes alegorías!

Del otro lado de la puerta de entrada, en el cristal de la ventana con rejas, escrito con letras negras se leía:

REBOLLEDO

MECÁNICO-ELECTRICISTA

SE HACEN INSTALACIONES DE LUCES,

TIMBRES, MOTORES, DÍNAMOS

LA ENTRADA POR EL PORTAL

Y para que no hubiera lugar á dudas, una mano con ademán imperativo mostraba la puerta, oficiosidad un tanto inútil, porque no había más portal que aquél en la casa.

Los tres balcones del único piso, muy bajos, casi cuadrados, estaban atestados de flores. En el de en medio, la persiana verde antes de llegar al barandado, se abombaba al pasar por encima de un listón saliente de madera; de este modo, la persiana no cubría completamente el balcón y dejaba al descubierto un letrero que decía:

BORDADORA

SE DAN LECCIONES

El zaguán de la casa era bastante ancho, en el fondo una puerta daba á un corralillo, á un lado partía una recia escalera de pino, muy vieja, en donde resonaban fuertemente los pasos.

Eran poco transitados aquellos parajes; por la mañana pasaban carros con grandes piedras talladas en los solares de corte y volquetes cargados de escombros.

Después, la calle quedaba silenciosa y en las horas del día no transitaba por ella más que gente aviesa y maleante.

Algún trapero, sentado en los escalones de la gran cruz de piedra, contemplaba filosóficamente sus harapos; algunas mujeres pasaban con la cesta al brazo, y algún cazador, con la escopeta al hombro, cruzaba por aquellos campos baldíos.

Al caer de la tarde los chicos que salían de una escuela de párvulos llenaban la plaza; pasaban los obreros de vuelta del Tercer Depósito, en donde trabajaban, y ya al anochecer, cuando las luces rojas del Poniente se obscurecían y las estrellas comenzaban á brillar en el cielo, se oía melancólico y dulce el tañido de las esquilas de un rebaño de cabras...

Una tarde de Abril, en el taller de Rebolledo, el mecánico electricista, Perico y Manuel charlaban.

—¿No salís hoy?—preguntó Perico.

—¿Quién sale con este tiempo? Va á llover otra vez.

—Sí, es verdad.

Manuel se acercó á mirar por la ventana. El cielo estaba nublado, el ambiente gris; el humo de una fábrica salía de la alta chimenea y envolvía la torre de ladrillo y la cúpula pizarrosa de una iglesia cercana. El lodo cubría el raso de la parroquia de los Dolores, y en la calle de Magallanes el camino, roto por la lluvia y por las ruedas de los carros, tenía profundos surcos llenos de agua.

—¿Y la Salvadora?—preguntó Perico.

—Bien.

—¿Ya está mejor?

—Sí. No fué nada... un vahído.

—Trabaja mucho.

—Sí; demasiado. Se lo digo, pero no me hace caso.

—Vais á haceros ricos pronto. Ganáis mucho y gastáis poco.

—¡Pchs!... no sé.

—¡Bah!... que no sabes...

—No. Que esas deben tener algún dinero guardado, sí; pero no se cuánto... para emprender algo; nada.

—¿Y qué emprenderías tú si tuvieras dinero?

—¡Hombre!... tomaría una imprenta.

—¿Y qué le parece eso á la Salvadora?

—Bien; ella, como es tan decidida, cree que todo se puede conseguir con voluntad y con paciencia, y cuando le digo que hay alguna máquina que se vende, ó algún local que se alquila, me hace ir á verlos... Pero todavía eso está muy lejos; quizás, tiempo adelante, podamos hacer algo.

Manuel volvió á mirar distraído por la ventana, mientras Perico le contemplaba con curiosidad. Comenzó á llover, cayeron gruesas gotas como perlas de acero que saltaron en el agua negra de los charcos; poco después una ráfaga de viento arrastró las nubes y salió el sol; se aclaró el cuarto; al poco tiempo volvió á nublarse y el taller de Perico Rebolledo quedó á obscuras.

Manuel seguía con la vista los cambios de forma del humo negrísimo espirado por la chimenea de la fábrica; unas veces subía á borbotones oblicuamente en el aire gris; otras era una humareda tenue que rebasaba los bordes del tubo como el agua en un surtidor sin fuerza y se derramaba por las paredes de la chimenea; otras subía como una columna recta al cielo y cuando venía una ráfaga huracanada el viento parecía arrancar violentamente pedazos de humo y escamotearlos en la extensión del espacio.

El cuarto en donde hablaban Perico y Manuel era el taller del electricista, un cuartito pequeño y bajo de techo como un camarote de barco. En la ventana, sobre el alféizar, había un cajón lleno de tierra en donde nacía una parra que salía al exterior por un agujero de la madera. En medio del cuarto estaba la mesa de trabajo, y unido á ésta, un banco de carpintero con un tornillo de presión. A un lado de la ventana, en la pared, había un reloj de pesas, de madera pintarrajeada, y al otro lado una librería alta con unos cuantos tomos y en el último estante un busto de yeso que desde la altura en que se encontraba miraba con cierto olímpico desdén á todo el mundo. Había además en las paredes un cuadro para probar lamparillas eléctricas, dos ó tres mapas, fajos de cordones flexibles, y en el fondo, un viejísimo y voluminoso armario desvencijado. Encima de este armatoste, entre llaves de metal y de porcelana, se advertía un aparato extraño cuya aplicación práctica era difícil de comprender al primer golpe de vista y quizás también al segundo.

Era un artificio mecánico movido por la electricidad, que Perico tuvo en el escaparate durante mucho tiempo como anuncio de su profesión. Un motor eléctrico movía una bomba, ésta sacaba el agua de una cubeta de cinc y la echaba á un depósito de cristal colocado en alto; de aquí el agua pasaba por un canalillo y después de mover una rueda caía á la cubeta de cinc de donde había partido. Esta maniobra continua del aparato atraía continuamente un público de chiquillos y de vagos. Por último, Perico se cansó de exhibirlo, porque se colocaban los grupos delante de la ventana y le quitaban la luz.

—Sí, hombre—dijo Perico después de un largo rato de silencio—, debías establecerte cuanto antes y casarte.

—¡Casarme! ¿Con quién?

—¡Toma! ¿con quién? Con la Salvadora. Tu hermana, el chiquillo, tú y ella... podéis vivir al pelo.

—Es que la Salvadora es una mujer muy rara, chico—dijo Manuel—¿Tú la entiendes? Pues yo tampoco. Me tiene, creo yo, algún cariño, porque soy de la casa, como al gato; pero en lo demás...

—¿Y tú?

—Hombre, yo no sé si la quiero ó no.

—¿Aún te acuerdas de la otra?

—Al menos aquella me quería.

—Lo que no impidió que te dejara; la Salvadora te quiere.

-¡Qué sé yo!

—No digas. Si no hubiese sido por ella, ¿dónde estarías tú?

—Estaría hecho un golfo.

—Me parece.

—Si no lo dudo; pero el cariño no es como el agradecimiento.

—¿Y tú no tienes más que agradecimiento por ella?

—No lo sé, la verdad. Yo creo que por ella sería capaz de hacer cualquier cosa; pero me impone como si fuera una hermana mayor, casi como si fuera mi madre.

Manuel calló, porque el padre del electricista, Rebolledo el jorobado y un amigo suyo entraron en el taller.

Eran los recién venidos un par de tipos extravagantes; llevaba Rebolledo, padre, un sombrero hongo de color café con leche con una gran gasa negra, una chaqueta casi morada, unos pantalones casi amarillentos, del color de la bandera de la peste y un bastón de caña con puño de cuerno.

El amigo era un viejecillo con aire de zorro, de ojos chiquitos y brillantes, nariz violácea surcada por rayas venosas y bigote corto y canoso. Iba endomingado. Vestía una chaqueta de un paño duro como piedra, un pantalón de pana, un bastón hecho con cartas con una bola de puño y en el chaleco una cadena de reloj adornada con dijes. Este hombre se llamaba Canuto, el señor Canuto, y vivía en una de las casas anejas al cementerio de la Patriarcal.

—¿No está tu hermana?—preguntó Rebolledo el barbero á Manuel.

—No; ya ve usted.

—Pero bajará.

—Creo que sí.

—La voy á llamar.

El jorobado salió al portal y gritó varias veces:

—¡Señá Ignacia! ¡Señá Ignacia!

—Ya vamos—contestaron de arriba.

—¿Tú querrás jugar?—preguntó el barbero á Manuel.

—Hombre... la verdad; no me distrae.

—¿Y tú?—añadió, dirigiéndose á su hijo.

—No, padre, no.

—Bueno; como quieras.

—A éstos no les gustan las diversiones manuales—dijo muy serio el señor Canuto.

—¡Pchs! si no somos más que tres, jugaremos al tute arrastrado—murmuró el barbero.

Se presentó la Ignacia en el cuarto, una mujer de treinta á cuarenta, muy esmirriada, y poco después entró la Salvadora.

—¿Y Enrique?—la dijo Manuel.

—En el patio de al lado, jugando.

—¿Quieres echar una partida?—preguntó Rebolledo á la muchacha.

—Bueno.

—Entonces somos dos contra dos.

—Ya la han pescado á usted—dijo Perico á la Salvadora—; la compadezco.

—Tú cállate—exclamó el barbero—; estos muchachos son unos sosos. Anda, siéntate aquí, Salvadora. Tú y yo en contra de la señá Ignacia y del señor Canuto. Les vamos á ganar; ya verás... y eso que son dos marrajos. Corte usté, señá Ignacia... Vamos allá. Los dos hombres y la Ignacia jugaban con gran atención; la Salvadora se distraía, pero ganaba.

Mientras tanto, Perico y Manuel hablaban cerca de la ventana. Sonaba en la calle el gotear de la lluvia densa y ruidosa. Perico explicaba las cosas que tenía en estudio, entre las cuales había una que se figuraba haber ya resuelto y que era la simplificación de los arcos voltaicos; pensaba pedir una patente para explotar su invento.

Hablaba el electricista con Manuel, pero no dejaba de contemplar á la Salvadora con una mirada humilde llena de entusiasmo. En esto, apareció en el cristal de la ventana una cabeza que estuvo largo rato mirando hacia adentro.

—¿Quién es ese fisgón?—preguntó Rebolledo.

Manuel se asomó á la ventana. Era un joven vestido de negro, delgado, con un sombrero puntiagudo en la cabeza y el pelo largo. El joven retrocedió hasta el medio de la calle para mirar la casa.

—Parece que anda buscando algo—dijo Manuel.

—¿Quién es?—preguntó la Salvadora.

—Un tipo raro con melena, que anda por ahí mojándose—contestó Perico.

La Salvadora se levantó para verle.

—Será algún pintor—dijo.

—Mal tiempo ha escogido para pintar—repuso el señor Canuto.

El joven, después de mirar y remirar la casa, se decidió á meterse en el portal.

—Vamos á ver lo que quiere—murmuró Manuel, y abriendo la puerta del cuarto salió al zaguán en donde estaba el joven de las melenas, seguido de un perro negro de lanas finas y largas.

—¿Vive aquí Manuel Alcázar?—preguntó el joven de las melenas, con ligero acento extranjero.

—¡Manuel Alcázar! ¡Soy yo!

—¿Tú?... Es verdad... ¿No me conoces? Soy Juan.

—¿Qué Juan?

—Juan... tu hermano.

—¿Tú eres Juan? ¿Pero de dónde vienes? ¿De dónde has salido?

—Vengo de París, chico; pero déjame que te vea—y Juan llevó á Manuel hasta la calle. Sí, ahora te reconozco—le dijo y le abrazó, echándole los brazos al cuello—pero ¡cómo has variado! ¡qué distinto estás!

—Tú en cambio estás igual, y hace ya quince años que no nos hemos visto.

—¿Y las hermanas?

—Una vive conmigo. Anda, sube á casa.

Manuel, azorado con la llegada imprevista de su hermano, le acompañó hasta el piso principal.

Rebolledo, el señor Canuto y los demás, desde la puerta del taller presenciaron la entrevista con el mayor asombro.

La lucha por la vida: Aurora roja

Подняться наверх