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CAPÍTULO III
ОглавлениеLos dos hermanos.—Juan charla.—Recuerdos de hambre y de bohemia.
Manuel subió las escaleras con su hermano, abrió la casa, y pasaron al comedor. Manuel estaba completamente azorado; la llegada de Juan le perturbaba por completo. ¿A qué vendría?
—Tienes una bonita casa—dijo Juan, contemplando el cuartito limpio con la mesa redonda en medio y el aparador lleno de botellas.
—Sí.
—¿Y la hermana?
—Ahora vendrá. No sé qué hace. ¡Ignacia!—llamó desde la puerta.
Entró la Ignacia, que recibió á su hermano más sorprendida que satisfecha. Tenía la mujer ya su vida formada y reglamentada, y su egoísmo se sentía inquieto ante un nuevo factor que podía perturbarla.
—¿Y este perro, de dónde ha venido?—preguntó alborotada la mujer.
—Es mío—dijo Juan.
Al entrar la Salvadora, Juan no pudo evitar un movimiento de sorpresa.
—Es una amiga que vive con nosotros como una hermana—murmuró Manuel.
Al decir esto, Manuel se turbó un poco, y la turbación se comunicó á la Salvadora; Juan saludó, y se inició entre los cuatro una conversación lánguida. De pronto entró gritando el hermano de la Salvadora en el comedor; Juan le acarició, pero no preguntó quién era; el chico se puso á jugar con el perro. La discreción de Juan, al no decir nada, les azoró aún más; las mejillas de la Salvadora enrojecieron, como si fueran á echar sangre, y balbuceando un pretexto, salió del cuarto.
—¿Y qué has hecho? ¿qué ha sido de tu vida?—preguntó maquinalmente Manuel.
Juan contó cómo había salido del seminario; pero el otro no le oía, preocupado por la turbación de la Salvadora.
Luego Juan habló de su vida en París, una vida de obrero, haciendo chucherías, bibelots y sortijas, mientras estudiaba en el Louvre y en el Luxemburgo, y trabajaba en su casa con entusiasmo.
Mezcló en sus recuerdos sus impresiones artísticas, y habló de Rodín y de Meunier, con un fuego que contrastaba con la frialdad con que era escuchado por la Ignacia y Manuel; después expuso sus ideas artísticas; quería producir ese arte nuevo, exuberante, lleno de vida, que ha modernizado la escultura en las manos de un genio francés y de un gran artista belga; quería emancipar el arte de la fórmula clásica, severa y majestuosa de la antigüedad, quería calentarlo con la pasión, soñaba con hacer un arte social para las masas, un arte fecundo para todos, no una cosa mezquina para unos pocos.
En su entusiasmo, Juan no comprendía que hablaba á sus hermanos en un lenguaje desconocido para ellos.
—¿Tienes ya casa?—le preguntó Manuel en un momento en que Juan dejó de hablar.
—Sí.
—¿No quieres cenar con nosotros?
—No, hoy no; mañana. ¿Qué hora es?
—Las seis.
—Ah, entonces me tengo que marchar.
—Y, oye, ¿cómo has llegado á encontrarme?
—Por una casualidad; hablando con un escultor compañero mío que se llama Alex.
—Sí lo conozco. ¿Y cómo sabía dónde vivía yo?
—No, ese no lo sabía; ese me dirigió á un inglés que se llama Roberto, y éste sabía donde estabas de cajista. Por cierto me encargó que fueras á verle.
—¿En dónde vive?
—En el Hotel de París.
—Pues iré á verle. ¡Qué! ¿te vas ya?
—Sí, mañana vendré.
Se fué Juan, y la Ignacia, la Salvadora y Manuel hicieron largos comentarios acerca de él. La Ignacia era la que más escamada estaba con la llegada; suponía si trataría de vivir á su costa; la Salvadora lo encontraba simpático; Manuel no decía nada.
—La verdad es que viene hecho un tipo raro—pensó—; en fin, ya veremos qué le trae por aquí.
Al día siguiente, al llegar Manuel á casa, se encontró con su hermano, que charlaba en el comedor con la Ignacia y la Salvadora.
—¡Hola! ¿Te quedas á cenar?
—Sí.
—A ver si ponéis alguna cosa más—dijo Manuel á la Ignacia—. Este estará acostumbrado á comer bien.
—¡Quia!
Manuel notó que en poco tiempo Juan había logrado hacerse agradable á las dos mujeres; el hermano de la Salvadora hablaba con él como si le hubiese conocido toda su vida.
Encendieron la luz, pusieron la mesa y se sentaron á cenar.
—¡Qué agradable es este cuarto!—dijo Juan—. Se ve que vivís bien.
—Sí—contestó Manuel con cierta indiferencía—, no estamos mal.
—Este—replicó la Ignacia—nunca te dirá que está bien. Todo lo de fuera de casa le parece mejor. ¡Ay, Dios bendito! ¡Qué mundo tan desengañado!
—Qué desengañado ni qué nada—replicó Manuel—, yo no he dicho eso.
—Lo dices á cada paso—añadió la Salvadora.
—Bueno. ¡Qué opinión tienen de uno las mujeres! Aprende aquí, Juan. No vivas nunca con ninguna mujer.
—Con ninguna mujer decente, quiere decir—interrumpió la Salvadora con amable ironía—; si es con una golfa, sí. Esas tienen muy buen corazón, según dice éste.
—Y es verdad—repuso Manuel.
—Ya se desengañará—exclamó la Ignacia.
—No le haga usted caso—murmuró la Salvadora—; habla por hablar.
Manuel se echó á reir de tan buena gana, que los demás rieron con él.
—Tengo que hacer un busto de usted—dijo de pronto el escultor á la Salvadora.
—¿De mí?
—Sí, la cara solamente; no se alarme usted. Cuando tenga usted tiempo de sobra, lo empezaremos. Si lo concluyera en este mes, lo llevaría á la Exposición.
—¿Pues qué, tiene mi cara algo de particular?
—Nada—dijo Manuel burlonamente.
—Ya, ya lo sé.
—Sí tiene de particular, sí, mucho. Ahora que será muy difícil coger la expresión.
—Sí que será difícil, sí—dijo Manuel.
—¿Por qué?—preguntó la Salvadora algo ruborizada.
—Porque tienes una cara especial. No eres como nosotros, por ejemplo, que siempre somos guapos, elegantes, distinguidos...; tú no, un día estás fea y desencajada y flaca, y otro día de buen color, y casi casi hasta guapa.
—¡Qué tonto eres, hijo!
—¿Será muy nerviosa?—preguntó Juan.
—No—replicó la Ignacia—; es que trabaja como una burra, y así se va á poner mala; ya lo ha dicho el señor Canuto. Una enfermedad viene con cualquier cosa...
—¡Vaya una autoridad!—dijo riéndose la Salvadora—. ¡Un veterinario! A ese le debía usted hacer el retrato. Ese sí que tiene la cara rara.
—No, no me interesan los veterinarios. Pero de veras, ¿no tiene usted al día una hora libre para servirme de modelo?
—Sí—dijo Manuel—; ¡ya lo creo!
—¿Y hay que estarse quieta, quieta? Porque no lo voy aguantar.
—No, podrá usted hablar, y descansará usted cuando quiera.
—¿Y de qué va usted á hacer el retrato?
—Primero de barro, y luego lo sacaré en yeso ó en mármol.
—Nada, mañana se empieza—dijo Manuel—. Está dicho.
Estaban en el postre cuando llamaron á la puerta, y entraron en el comedor los dos Rebolledos y el señor Canuto. Manuel los presentó á Juan, y mientras tomaban café, charlaron. Juan, á instancia del barbero, contó las novedades que había visto en París, en Bruselas y en Londres.
Perico le hizo algunas preguntas relacionadas con cuestiones de electricidad; Rebolledo el padre y el señor Canuto escuchaban atentos, tratando de grabar bien en la memoria lo que oían.
—Sí, en esos pueblos se debe poder vivir—dijo el señor Canuto.
—Cuesta trabajo llegar—contestó Juan—; pero el que tiene talento, sube. Allí la sociedad no desperdicia la inteligencia de nadie; hay mucha escuela libre...
—Ahí está. Eso es lo que no se hace aquí—dijo Rebolledo—. Yo creo que si hubiera tenido sitio donde aprender, hubiera llegado á ser un buen mecánico, como el señor Canuto hubiera sido un buen médico.
—Yo, no—dijo el viejo.
—Usted, sí.
—Hombre, hace algún tiempo, quizás. Cuando vine aquí y puse mi máquina en movimiento, no sé si por la primera expansión de los gases, fuí encaramándome, encaramándome poco á poco, eso es; pero luego vino el desplome. Y yo no sé si ahora mi cerebro se ha convertido en un caracol ó en un cangrejo, porque voy en mi vida reculando y reculando. Eso es.
Este extraño discurso fué acompañado de ademanes igualmente extraños, y no dejó de producir cierta estupefacción en Juan.
—¿Pero por qué no habla usted como todo el mundo, señor Canuto?—le preguntó, burlonamente, la Salvadora por lo bajo.
—Si tuviera veinte—y el viejo guiñó un ojo con malicia—ya te gustaría mi parafraseo, ya. Te conozco, Salvadorita. Ya sabes lo que yo digo. Cuchichí, cuchichá... cuchichear.
Se echaron todos á reir.
—¿Y cómo llegó usted á París?—preguntó Perico—. En seguida que se escapó usted del seminario, ¿fué usted allá?
—No, ¡quia! Pasé las de Caín antes.
—Cuenta, cuenta eso—dijo Manuel.
—Pues nada. Anduve cerca de un mes de pueblo en pueblo, hasta que en Tarazona entré á formar parte de una compañía de cómicos de la legua, constituída por los individuos de una sola familia. El director y primer actor se llamaba don Teófilo García; su hermano, el galán joven, Maximiano García, y el padre de los dos, que era el barba, don Símaco García. Allí todos eran Garcías. Era esta familia la más ordenada, económica y burguesa que uno puede imaginarse. La característica, doña Celsa, que era la mujer de don Símaco, repasaba los papeles mientras guisaba; Teófilo tenía una comisión de corbatas y de botones; don Símaco vendía libros; Maximiano ganaba algunas pesetas jugando al billar, y las muchachas, que eran cuatro, Teodolinda, Berenguela, Mencía y Sol, las cuatro á cual más feas, se dedicaban á hacer encaje de bolillos. Yo entré como apuntador, y recorrimos muchos pueblos de Aragón y de Cataluña. Una noche, en Reus, habíamos hecho La cruz del matrimonio, y al terminar la función, fuímos Maximiamo y yo al Casino. Mientras él jugaba, á mi lado vi á un chico que estaba haciendo un retrato, al lápiz, de un señor. Me puse yo también á hacer lo mismo en la parte de atrás de un prospecto.
Al terminar él su retrato, se lo entregó al señor, quien le dió un duro; después, se acercó donde yo estaba y miró el dibujo mío. «Está bien eso», dijo. ¿Has aprendido á dibujar?» No. «Pues lo haces bien. ¡Ya lo creo!» Hablamos; me dijo que andaba á pie por los pueblos haciendo retratos, y que se marchaba á Barcelona. Yo le conté mi vida, nos hicimos amigos, y al final de la conversación, me dice: «¿Por qué no vienes conmigo?» Nada; dejé los cómicos y me fuí con él.
Era un tipo extraño este muchacho. Se había hecho vagabundo por inclinación, y le gustaba vivir siempre andando. Llevaba en la espalda un morralito y dentro una sartén. Compraba sus provisiones en los pueblos, y él mismo hacía fuego y guisaba.
Pasamos de todo, bueno y malo, durmiendo al raso y en los pajares; en algunos pueblos, porque llevábamos el pelo largo, nos quisieron pegar; en otros marchamos muy bien. A mitad del camino, ó cosa así, en un pueblo donde llegamos muertos de hambre, nos encontramos con un señor de grandes melenas y traje bastante derrotado, con un violín debajo del brazo. Era italiano. «¿Son ustedes artistas?» nos dijo. «Sí», contestó mi compañero. «¿Pintores?» Sí, señor; pintores. «¡Oh, magnífico! Me han salvado ustedes la vida. Tengo comprometida la restauración de dos cuadros de la iglesia, en cincuenta duros cada uno, y yo no sé pintar; les estoy entreteniendo al cura y al alcalde, diciendo que necesito pinturas especiales traídas de París. Si quieren ustedes emprender la obra, nos repartiremos las ganancias.»
Aceptamos el negocio, y mi compañero y yo nos instalamos en una posada. Comenzamos la obra, y, mal que bien, hicimos la restauración de uno de los cuadros, y gustó al pueblo. Cobramos nuestros cincuenta duros; pero, al repartir el dinero, hubo una disputa entre mi amigo y el italiano, porque éste quería la mitad y mi amigo no le dió ni la tercera parte. El italiano pareció conformarse; pero al día siguiente, por lo que nos enteramos después, fué á ver al alcalde y le dijo: «Necesito ir á Barcelona para comprar pinturas, y quisiera que me adelantaran dinero». El alcalde le creyó, y le dió los cincuenta duros de la otra restauración por anticipado.
No le vimos al italiano en todo el día, y por la noche vamos á la tertulia, que la hacíamos en la botica del pueblo, y allí nos dice el alcalde: «¿De modo que el italiano ha tenido que ir á Barcelona, eh?» Yo iba á decir que no; pero mi amigó me dió con el pie, y me callé. Al salir de la botica, el compañero me dijo: «El italiano se ha llevado los cuartos; no hemos podido pagar la posada. Si nos quedamos aquí, nos rompen algo; vámonos ahora mismo.»
Echamos á andar y no paramos en dos días. Una semana después llegamos á Barcelona, y como no encontramos trabajo, nos pasamos todo un verano comiendo dos panecillos al día y durmiendo en los bancos. Por fin, salió un encargo: un retrato que hice yo, por el que me pagaron cincuenta pesetas. Poco dinero se habrá aprovechado tan bien. Con estos diez duros, alquilamos una guardilla por treinta reales al mes, compramos dos colchones usados, un par de botas para cada uno, y todavía nos sobró dinero para un puchero, carbón y un saco de patatas, que llevamos al hombro entre los dos, desde el Mercado hasta la guardilla.
Un año pasamos así, dejando muchos días de comer y estudiando; pero mi compañero no podía soportar el estar siempre en el mismo sitio y se marchó. Me quedé solo; al cabo de algún tiempo, me empezaron á comprar dibujos y empecé á modelar. Cogía mi barro, y allí, dale que dale, me estaba hasta que salía algo. Presenté unas estatuítas en la Exposición, y las vendí, y cosa curiosa: el primer encargo de alguna importancia que tuve, fué para un seminario: varios bustos de unos profesores. Cobré y me fuí á París. Allí, al principio, estuve mal; vivía en una guardilla alta, y cuando llovía mucho, el agua se metía en el cuarto; luego encontré trabajo en una joyería y estuve haciendo modelos de sortijas, y al mismo tiempo aprendiendo. Llegó la época del Salón, presenté mi grupo Los rebeldes, se ocuparon algo de mí los periódicos de París, y ahora ya tengo encargos suficientes para poder vivir con holgura. Esa ha sido mi vida.
—Pues es usted un hombre—dijo el señor Canuto, levantándose—, y verdaderamente, me honro dándole á usted la mano. Eso es.
—Templado es el chico—dijo Rebolledo.
Eran ya cerca de las once, y hora de retirarse.
—¿Vienes á dar una vuelta?—dijo Juan á su hermano.
—No, Manuel no sale de noche—repuso la Ignacia.
—Como se tiene que levantar temprano...—añadió la Salvadora.
—¿Ves?—exclamó Manuel—. Esta es la tiranía de las mujeres. ¿Y todo por qué? Por el jornal nada más; no creas que es de miedo á que me dé un aire. Por el jornalito.
—¿A qué hora vendré á empezar el busto?—preguntó Juan.
—¿A las cinco?
—Bueno; á las cinco estaré aquí.
Salieron de casa los Rebolledos, el señor Canuto y Juan, y en la puerta se despidieron.