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I.
LOS VIAJEROS
ОглавлениеHabían salido los tres viajeros de Bayona, a caballo, por la puerta de Mousserolles, una tarde de otoño. Uno de los jinetes, ya viejo, con el pelo gris, tenía un aplomo al caer en la silla, propio de un militar; el otro, un joven rubio, montaba como el que ha tomado lecciones de equitación en un picadero, y el último, un muchacho moreno y de ojos negros brillantes, apenas sabía más que sostenerse sin caer sobre su cabalgadura. Afortunadamente para él llevaba una yegua blanca vieja y pacífica que a duras penas salía del paso.
Los tres jinetes eran españoles. Tomaron poco después de salir de Bayona por la carretera que corre al lado del río Nive y fueron charlando.
El tiempo estaba hermoso, la tarde tranquila y apacible; las hojas iban amarilleando en los árboles de ambos lados del camino y el follaje de los robledales en la falda de los montes comenzaba a enrojecer.
Había nubarrones en el cielo en la dirección de la costa.
Al pasar los jinetes por delante de Villefranque les sorprendió una turbonada; las nubes comenzaron a invadir rápidamente el cielo y lo encapotaron en poco tiempo; unos minutos después gruesas gotas redondas como monedas cayeron en la carretera.
El chaparrón fué arreciando y los jinetes tuvieron que picar la espuela a sus caballos, cosa un tanto comprometida para el joven moreno de los ojos brillantes, a quien se vió inclinarse a derecha e izquierda como un saco mal atado, a los movimientos del trote brusco de su yegua.
Llegaron los viajeros en el instante en que más arreciaba la lluvia a las proximidades de Ustariz, y se detuvieron enfrente de una gran cruz pintada de rojo con los instrumentos de suplicio.
—¿Qué hacemos?—preguntó el viejo.—¿Estamos ya en el pueblo?
—Ahí se ve la iglesia—advirtió el joven rubio.
Efectivamente, por encima de un grupo de árboles se destacaba el campanario de la iglesia en medio de la bruma.
—El pueblo creo que está desparramado por el valle—indicó el muchacho moreno;—voy a preguntar en una de estas casas por la posada.
—Yo voy contigo—dijo el joven rubio y bajó del caballo.
El moreno hizo lo mismo, y los dos llevando los caballos de las riendas pasaron un portillo y se acercaron a una casa que se veía a unos doscientos pasos de la carretera.
El muchacho moreno dió las riendas a su compañero y entró en el caserío. Un campesino viejo y flaco que fumaba una pipa de barro se le acercó.
—¿Esto es Ustariz?—le preguntó en vascuence el muchacho moreno.
—Sí, señor.
—¿Está lejos una casa que se llama Chimista?
—Sí, bastante lejos.
—¿Y la posada está también lejos?
—No, ahí cerca. Sigan ustedes por el camino, pasen ustedes la iglesia y pregunten por la Veleta.
El campesino salió al portal de la casa a indicar el sitio aproximado en donde estaba la posada.
Los dos jóvenes volvieron a salir a la carretera y se unieron con el viejo compañero. Pasaron por delante de la iglesia y se detuvieron al par de una casa que tenía una muestra recién pintada con la bandera tricolor, en donde podía leerse:
A LA VELETA DE USTARIZ
CAFÉ. POSADA
El jinete viejo saltó de la silla rápidamente, le siguieron los dos jóvenes y entraron todos en el gran zaguán de la posada. Había allí un tilburí y dentro un señor esperando el paso de la tormenta.
—¿Qué hacemos?—preguntó el viejo español.
—Nos quedaremos aquí—contestó el muchacho moreno.
—Sí, si no van ustedes a ponerse perdidos—advirtió el posadero que se presentó para llevar los caballos a la cuadra.
—Yo me voy—dijo el caballero del tilburí al posadero,—porque hay lluvia para rato;—y saliendo del portal a la carretera hizo tomar el trote largo a su caballo.
El viejo y los dos jóvenes españoles quedaron en el zaguán. Al volver el posadero el viejo español le preguntó:
—¿Hay mucho de aquí a un caserío que se llama Chimista?
—Más de una hora.
—¿Buen camino?
—No muy malo. Ahora no pueden ustedes ir. Suban ustedes.
Los viajeros subieron hasta una sala del piso principal, donde se sentaron.
—¿Quieren ustedes algo?—preguntó el posadero.
—Tomaremos sidra—dijo el muchacho moreno.
—¿Van ustedes a cenar?
—Si escampa seguiremos la marcha—advirtió el viejo.
—Ya me parece que no escampa—replicó el joven rubio.
—Entonces lo dejaremos para mañana.
—Y yo mandaré hacer la cena—dijo el posadero.
—Bueno.
Los viajeros se sentaron a la mesa y esperaron a que el posadero viniera con unos vasos y dos botellas. Era el posadero hombre de treinta a cuarenta años, corpulento, de cara redonda y expresión tranquila y burlona. Vestía grandes botas con polainas, pantalones anchos de pana azul, faja encarnada, blusa negra adornada con bordados y boina muy grande.
Estando sirviendo la sidra le llamó la muchacha y el posadero salió de prisa del cuarto.
Poco después se oyó que hablaba con unas señoras.
Los dos españoles jóvenes salieron, movidos por la curiosidad, a la puerta de la sala y vieron en el pasillo a una señora ya de edad, con el pelo blanco, y a otra de unos treinta años, las dos muy elegantes. A juzgar por sus palabras habían entrado en la posada huyendo de la lluvia, y el posadero iba a mandar inmediatamente a la criada a casa de estas damas por dos paraguas. Las señoras fueron a descansar al comedor, que estaba en el extremo opuesto del pasillo adonde daba la sala en que se encontraban los españoles.
La muchacha volvió pronto con los paraguas y las señoras se dispusieron a salir.
El joven moreno, como si tuviera algo que hacer, salió de la sala y se cruzó con ellas. La más joven le echó una mirada viva y sonrió.
Al volver el posadero a la sala el muchacho le preguntó:
—¿Éstas señoras son de aquí?
—No; son españolas como ustedes.
—¡Españolas! ¿Cómo se llaman?
—Son la condesa de Vejer y su hija.
—¿Y viven aquí?
—Sí; viven en el chalet de las Hiedras, que les alquila madama de Aristy, la dueña de la casa de Gastizar. Madama de Aristy es la madre de este caballero que estaba antes en el portal con un tilburí.
El joven se asomó a la ventana y vió alejarse por la carretera a las dos damas.