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II.
LA POSADA DE LA VELETA
ОглавлениеDos establecimientos de Ustariz rivalizaban en la obra de misericordia de dar posada al peregrino: uno la Veleta, el otro el Caballo Blanco.
Los dos representaban épocas distintas y enemigas; los dos simbolizaban un régimen político y social diferente: la Veleta de Ustariz era la posada de la monarquía de Julio; el Caballo Blanco había sido la de la Restauración Borbónica. Las posadas del Imperio y las anteriores no habían llegado en el pueblo al alto honor de tener nombre y enseña.
El Caballo Blanco había sido el primero que disfrutó estas mercedes en Ustariz. El Caballo Blanco, como casi todas las posadas y tabernas de Francia que tenían este nombre, intentó transformarse después de la Revolución de 1830 en la posada del Héroe de ambos mundos en honor del general Lafayette; pero esta transformación la llevó a cabo el posadero de Ustariz con tan poca fe y tan poca pintura, que el letrero antiguo se transparentaba por debajo del nuevo.
En los pueblos en donde el entusiasmo republicano era grande, y en vista de que Lafayette parecía aburguesarse y consideraba a Luis Felipe como la mejor de las Repúblicas, los Caballos Blancos tuvieron una segunda transformación y quedaron convertidos en los Caballos Tricolores. Para que los Caballos Blancos se convirtieran en Tricolores se añadía a los hipógrifos pintados en la muestra una escarapela o una bandera francesa.
El Caballo Blanco de Ustariz no era un caballo de pura sangre ni un caballo revolucionario; le faltó la energía para esta nueva carrera; no pudo transmigrar a su tercer avatar y se quedó durante algún tiempo en un Caballo Blanco vergonzante, hasta que, hostigado y mareado por su enemiga la Veleta, desapareció años después yendo probablemente a parar su muestra al cielo de los caballos pintados y de los demás animales fabulosos y reales de las enseñas de las tabernas.
La Veleta de Ustariz rivalizó durante mucho tiempo con el Caballo Blanco y acabó por vencerlo; fué para el Caballo Blanco lo que Luis Felipe para la rama mayor de los Borbones.
En esta época de 1830 la Veleta no había conseguido aún su triunfo definitivo; no había conseguido que la diligencia se detuviera delante de su puerta, y por una tradición que a Esteban Irisarri, el posadero de la Veleta, le parecía irritante el coche correo seguía hasta el Caballo Blanco.
Había entonces en el pueblo dos servicios de coches públicos; la diligencia que se llamaba La Bayonesa y el Cuco, que tenía por nombre La Nivelle. La Bayonesa con sus carteras del correo paraba en el Caballo Blanco y el Cuco en la Veleta.
La Veleta de Ustariz se hallaba establecida en la carretera, en una casa grande de dos pisos, oculta en el verano, por la parte de atrás, por una parra.
Esta posada tenía en el piso bajo una tienda, mitad café y mitad taberna, con las paredes recién pintadas de color de sangre de toro muy brillantes.
En una esquina, el dueño había mandado poner un banderín de madera con los tres colores nacionales y en medio el letrero: A la Veleta de Ustariz.
En la planta baja había café, taberna, la bodega, la cuadra y una cocina espaciosa con chimenea de gran campana, dos mesas largas con bancos y el techo lleno de jamones y chorizos colgados y de quesos puestos sobre estantes de madera.
Desde el zaguán, enlosado con grandes piedras, partía una escalera de castaño carcomida y recompuesta hasta el rellano del primer piso.
De aquí se pasaba, por una puerta de cristales, a un corredor algo oscuro que tenía alcobas a un lado y a otro. En uno de los extremos del pasillo, hacia la carretera, estaba la sala, y en el otro lado, hacia la huerta, el comedor.
En la sala, tapizada con un papel verde aceituna, casi siempre con las ventanas entornadas, se veían algunos muebles descabalados de estilo Imperio, un espejo sin brillo y lleno de puntitos blancos y varias litografías de colores detonantes con las hazañas de Mazzepa y del príncipe Poniatowski.
Este salón de la Veleta de Ustariz pasaba en el pueblo por un salón elegante y confortable, digno de un hotel de Bayona.
Hacia el lado de la huerta el comedor de la posada daba a un balcón, en verano siempre en sombra por el follaje de una parra que hacia de cortina verde y tupida.
El comedor tenía un papel nuevo que Esteban Irisarri, el posadero de la Veleta, consideraba uno de los mayores atractivos de la casa. Representaba la catarata del Niágara, al natural, como decía él. Cerca de la catarata paseaban caballeros elegantes en briosos corceles, y señoras reclinadas en fastuosos landós con lacayos negros y perros de aguas.
Rompiendo una parte de la catarata había un ventanillo que comunicaba con un cuarto por el que se bajaba a la cocina, y por este ventanillo la mujer de Esteban, la Juana Mari, sacaba la comida para que la sirviera la criada. En el centro del comedor había una mesa ovalada donde podían sentarse quince o veinte personas. En este comedor de la Veleta de Ustariz se servía únicamente a los forasteros distinguidos por un módico sobreprecio. La gente del pueblo y los campesinos iban siempre a comer a la cocina.
Esteban Irisarri, el dueño de la Veleta, era hombre reformador y progresivo. Había sido sargento de Artillería y se había casado con la hija de un tratante de lana de Ustariz. Por entonces regentaba la posada y seguía con los negocios de lana.
Los tres viajeros que acababan de entrar en la Veleta de Ustariz eran constitucionales españoles; el viejo con aire de militar se llamaba don Juan López Campillo, había sido guerrillero en la guerra de la Independencia y estaba emigrado desde 1823; de los jóvenes, el rubio con aspecto enfermizo era Eusebio Lacy, hijo del general Lacy, fusilado en Bellver, y el moreno, un muchacho navarro ex seminarista llamado Manuel Ochoa.
Campillo había interrogado a Esteban el posadero en un mal francés pidiéndole informes acerca de las familias de aquel pueblo, y sobre todo del militar español que vivía en la casa llamada Chimista.
El posadero había soslayado la cuestión con el maquiavelismo espontáneo de un vasco; pero al dirigirle claramente la pregunta no tuvo más remedio que hablar.
—No tenga usted cuidado, hombre—le dijo Ochoa, el joven de los ojos negros, en vascuence—, no somos de la Policía; todo lo contrario.
Esteban el posadero valoró aquel todo lo contrario con una sonrisa significativa, y dió los datos que sabía acerca del viejo militar por quien le interrogaban. Después invitó a los huéspedes a pasar al comedor.
Precediéndolos fué por el pasillo, encendió la lámpara, y aunque no estaba del todo oscuro cerró las maderas del balcón. Los tres españoles se sentaron alrededor de la mesa.
—Se ha colocado usted en medio de la catarata del Niágara, mi coronel—dijo Ochoa a Campillo señalando el papel del comedor—. Se va usted a mojar.
—Sí—dijo el viejo sonriendo—. En cambio usted ha buscado buen sitio en ese bosquecillo.
—Lacy se nos ha ido con las damas—indicó Ochoa mostrando un grupo de damiselas pintado en el papel—. Este siempre tan galante.
El posadero explicó dónde había comprado aquel papel, que era una de las grandes atracciones de la casa, y como tenía que ocuparse de sus menesteres posaderiles, dijo:
—Si no desean ustedes otra cosa, me marcho. Si tienen que llamar, den ustedes una patada en el suelo. Así.
—Está bien—indicó Ochoa—; conocemos el procedimiento.
Lacy había abierto las maderas del balcón del comedor que daba a la galería de la parra.
El tiempo estaba desecho. El cielo violáceo se deshacía a torrentes y la lluvia caía en rayas negras y oblicuas. Un canalón del tejado vomitaba agua, formando un gran chorro en arco que iba a caer sobre unas coles.
—Cierra, que viene viento—exclamó Ochoa.
—Me gusta ver el temporal—dijo Lacy, y saliendo del comedor y recorriendo el pasillo bajó al zaguán y se asomó a la puerta.
La tarde estaba tibia; el aire, blando.
Un olor de raíces y de tierra húmeda venía del suelo. A veces había ráfagas de viento huracanado. El follaje amarillo y rojizo de los árboles se desprendía dejando las ramas desnudas; algunas hojas grandes al volar por el aire parecían murciélagos de vuelo tortuoso o nubes de mariposas que al agitarse daban el vértigo.
La hojarasca seca del camino corría de aquí para allí como en un sábado de brujas, galopando en frenéticos escuadrones, volando por encima de las copas de los árboles, aplastándose sobre los troncos y quedando inmóviles en los charcos.
—Dejan la vida en la inmovilidad para irse a la libertad y a la muerte—se dijo Lacy a sí mismo—. Así hacemos nosotros los hombres; unos para caer en el fango como ellas, otros para quedar olvidados en la cuneta del camino.
Largo tiempo estuvo el joven Lacy embebido en pensamientos melancólicos, mirando las nubes que marchaban rápidamente por el cielo. En esto la muchacha de la posada se acercó al joven absorto, y le dijo que iba a subir la cena.
Volvió Lacy al comedor y se sentó a la mesa.
Esteban el posadero, de pie, apoyado en el respaldo de una silla, amenizó la velada hablando.
Se había internado de lleno en una de las narraciones que a él le parecían más interesantes; la lucha de la Veleta de Ustariz con el Caballo Blanco.
Preguntó Ochoa, mientras mondaba el hueso de una chuleta, por qué le había dado este nombre a su establecimiento, y el posadero charló por los codos.
Se trataba, según dijo, de una veleta vieja que había en Gastizar, una de las mejores casas de Ustariz, propiedad de los señores de Aristy. Gastizar era una de las curiosidades de la villa y competía con Urdains, la finca del convencional Garat, el hombre ilustre del pueblo que todavía vivía en otoño de 1830, época en que comienza esta historia.
Al decir de Esteban el pasadero, la villa entera había dado en decir que la veleta de Gastizar era una veleta misteriosa y simbólica, que anunciaba o por lo menos coincidía con los grandes trastornos políticos y con las convulsiones que agitaban el país.
Esta veleta de la torrecilla de Gastizar se hallaba desde hacía tiempo mohosa y no giraba con el viento; sin embargo, cuando los acontecimientos políticos eran grandes, sin duda la fuerza de la historia le hacía girar, quieras que no.
Así, la veleta de Gastizar se había movido en la época del Terror, después de las matanzas de Septiembre, cuando Domingo Garat fué designado por Danton para ministro de Justicia; también se había movido el día del suplicio de los Girondinos, día en que el mismo Garat era ministro del Interior; luego la veleta misteriosa cambió de rumbo el 18 de Brumario, y volvió a cambiar cuando las tropas de Wellington pasaron por Ustariz y el lord Duque se alojó en casa de Garat. Las dos últimas agitaciones de la veleta habían coincidido con Waterloo y con la restauración Borbónica.
La revolución de Julio no había conseguido conmover la veleta de Gastizar, quizás no consideraba a Luis Felipe y a sus ministros de bastante importancia, quizás los vientos del verano no habían sido lo suficientemente fuertes para sacarla de su inercia.
La Veleta de Gastizar dependía de la política francesa, que a su vez en Ustariz dependía de Garat.
Garat, la veleta y la Revolución eran la trinidad política de Ustariz.
Esteban el posadero, como hombre partidario de las reformas, había tenido la idea feliz de bautizar su posada con el nombre de la Veleta, dando a entender que el establecimiento y su amo patrocinaban los más atrevidos cambios y las más radicales modificaciones sociales.
Muchos aseguraban, según dijo Esteban el posadero, que no había de tardar la veleta en moverse. No era la revolución de Julio un acontecimiento tan insignificante para que una veleta, por muy alta que estuviera, lo despreciara.
Esteban al explicar la cuestión con detalles se reía; pero estaba inclinado a creer que algún misterio existía en la veleta de Gastizar, aunque no fuera más que para amenizar la vida, algo insípida, del pueblo.
Mientras Esteban charlaba animadamente, los viajeros cenaban y la muchacha de la posada iba y venía mirando al joven Lacy con el rabillo del ojo.
Después de la cena Esteban se retiró y los viajeros se enfrascaron en una larga conversación política.
Estaban los tres metidos en la gran aventura que los constitucionales españoles iban a emprender por aquellos días. Campillo era amigo del coronel Valdés, y pensaba acompañarle; Ochoa se decía partidario de Mina, y el joven Lacy se hallaba dispuesto a seguir a cualquier caudillo que marchase adelante, a la victoria o a la muerte.
Después de una larga conversación en la que se discutieron ideas y personas, Campillo dijo:
—Bueno, vamos a la cama, que mañana tendremos que levantarnos temprano.
Ochoa llamó con el procedimiento de la patada en el suelo, y se presentó Esteban, que condujo a cada uno a su cuarto.
—Me parece que la veleta de Gastizar esta noche se va a mover—dijo el posadero frotándose las manos.
Lacy entró en su cuarto, dejó la palmatoria en la mesilla de noche y se sentó en una vieja butaca. La alcoba tenía en el techo grandes vigas pintadas de azul. En medio estaba la cama de madera, grande, ancha, con cuatro o cinco colchones y del techo colgaban cortinas pesadas que la envolvían. Más que una cama, aquello parecía un altar.
Sobre una cómoda, brillante y ventruda, se veía en un fanal un ramillete hecho con conchas. Lacy estuvo un momento pensativo; luego se acercó a la ventana. Se había levantado un viento terrible, huracanado.
Las ráfagas de aire daban alaridos, mugidos, silbidos; zarandeaban los árboles, cuyo follaje seco se estremecía y producían un rumor como el del mar en un robledal lejano. Algunas ramas golpeaban el cristal de la ventana como si fueran manos que llamaran.
Los relámpagos aclaraban el campo con su luz cárdena y resonaban los truenos largos en todas las concavidades del valle. Un momento la lluvia se convirtió en granizo y quedó todo el campo cubierto de perlas brillantes. Caía el granizo con un repiqueteo como el de un tambor. Lacy, después de un largo rato de contemplación, se desnudó, apagó la luz y se metió en la cama...
En las primeras horas de la noche la violencia del viento aumentó; después comenzó a caer una lluvia mansa, tranquila; cesó el viento y no se oyó en el silencio del campo más que el ladrido lastimero de un perro...
Al levantarse los viajeros albergados aquella noche en la Veleta de Ustariz, el sol brillaba en el cielo y el campo tenía un aspecto plácido e idílico.
—Saben ustedes—les dijo Esteban el posadero al saludar a sus huéspedes.
—¿Qué hay?
—La veleta de Gastizar se ha movido esta noche. Vamos a tener acontecimientos.