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YURRUMENDI, EL FANTÁSTICO

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En mi tiempo, el muelle largo de Lúzaro, que en vascuence se llama Cay luce, no era tan ancho ni tan bien empedrado como ahora; tenía una pequeña muralla, y en vez de terminar en el Rompeolas, concluía en las mismas peñas.

A todo lo largo del muelle, en aquella época y en ésta, sigue pasando lo mismo; había casas de pescadores con balcones, ventanas y galerías de madera, adornados por colgaduras formadas por camisetas encarnadas, medias azules, sudestes amarillentos, aparejos y corchos.

En estas casas hay siempre ropa tendida, lo que depende, en parte, del instinto de limpieza de esa gente pescadora, y en parte, de lo difícilmente que se seca lo impregnado por el agua del mar.

Entre las casas de a lo largo del muelle de Cay luce, antes, como ahora, había algunos almacenes de carbón, y una fila de tabernas en donde los pescadores se reunían y se reúnen a beber y a discutir, y que destilaban, sobre todo los domingos, por su única puerta, una tufarada de sardina frita, de atún guisado con cebolla, y de música de acordeones.

Entre aquellas tabernas había la del Telescopio, la de la Bella Sirena, la del Holandés, la Goizeco Izarra (Estrella de la mañana); y la más célebre de todas era la de Joshe Ramón, conocida por el Guezurrechape de Cay luce, o sea, en castellano, el Mentidero del muelle largo.

En este muelle y a pocos pasos del Mentidero, tenía su taller el padre de Zelayeta. En la ventana de la casa, convertida en escaparate, exponía poleas de madera, faroles, cañas de pescar, un cinturón de salvavidas…

El padre de Zelayeta trabajaba en su torno con un aprendiz, y, mientras él torneaba, solían sentarse a la puerta, a charlar, algunos amigos.

Yo me había hecho íntimo de Chomin Zelayeta. Chomin era muy hábil y muy pacienzudo. Llegó a domesticar un gavilán pequeño, y el pájaro, cuando se hizo grande, reñía con todos los gatos de la vecindad. Los días de tormenta se ocultaba en algún agujero obscuro, y no salía hasta que pasaba.

Zelayeta sentía, como yo, el entusiasmo por la isla desierta y por los piratas, y, como tenía talento para ello, dibujaba los planos de los barcos en que íbamos a navegar los dos, y de las islas desconocidas en donde pasaríamos el aprendizaje de Robinsones.

Nuestra inclinación aventurera, en la cual latía ya la inquietud atávica del vasco, pudo aumentarse más oyendo las narraciones de Yurrumendi el piloto, el viejo y fantástico Yurrumendi, amigo y contertulio de Zelayeta padre.

Eustasio Yurrumendi había viajado mucho; pero era un hombre quimérico a quien sus fantasías turbaban la cabeza. Todos tenemos un conjunto de mentiras que nos sirven para abrigarnos de la frialdad y de la tristeza de la vida; pero Yurrumendi exageraba un poco el abrigo.

Era Yurrumendi un hombre enorme, con la espalda ancha, el abdomen abultado, las manos grandísimas, siempre metidas en los bolsillos de los pantalones, y los pantalones, a punto de caérsele, tan bajo se los ataba.

Tenía una hermosa cara noble, roja; el pelo blanco, patillas muy cortas y los ojos pequeños y brillantes. Vestía muy limpio; en verano, unos trajes de lienzo azul, que a fuerza de lavarlos estaban siempre desteñidos; y en invierno, una chaqueta de paño negro, fuerte, que debía de estar calafateada como una gabarra. Llevaba una gorra de punto con una borla en medio. Era soltero, vivía solo, con una patrona vieja; fumaba mucho en pipa, andaba tambaleándose y llevaba un anillo de oro en la oreja.

Yurrumendi había formado parte de la tripulación de un barco negrero; navegado en buques franceses, armados en corso; vivido en prisión por sospechoso de piratería. Yurrumendi era un lobo de mar. El Atlántico le conocía desde Islandia y las islas de Lofoden, hasta el Cabo de Buena Esperanza y el de Hornos. Sabía lo que son las tempestades del Pacífico y los tifones del mar de las Indias.

Yurrumendi había visto mucho; pero más que lo que había visto, le gustaba contar lo que había imaginado.

A Chomin Zelayeta y a mí nos tenía locos con sus narraciones.

Nos decía que en el fondo del mar hay, como en la tierra, bosques, praderas, desiertos, montañas, volcanes, islas madrepóricas, barcos sumergidos, tesoros sin cuento y un cielo de agua casi igual al cielo de aire.

A todo esto, muy verdad, unía las invenciones más absurdas.

[Ilustración]

—Algunas veces—decía—el mar se levanta como una pared, y en medio se ve un agujero como si estuviera lleno de perlas. Hay quien dice que, si se mete uno por ese agujero, se puede andar como por tierra.

—¿Y adónde lleva ese agujero?—preguntaba alguno con ansiedad.

—Eso no se puede decir aunque se sepa—contestaba seriamente

Yurrumendi—; pero hay quien asegura que dentro se ve una mujer.

—Alguna sirena—decía el padre de Zelayeta, con ironía.

—¡Quién sabe lo que será!—replicaba el viejo marino.

Siempre que Yurrumendi hablaba de sí mismo, lo hacía como si se tratara de un extraño, en tercera persona. Así decía: Entonces Yurrumendi comprendió… Entonces Yurrumendi dijo tal cosa.

Parecía que sentía ciertas dudas sobre su personalidad.

Yurrumendi tenía una fantasía extraordinaria. Era el inventor más grande de quimeras que he conocido. Según él, detrás del monte Izarra, un poco más lejos de Frayburu, había en el mar una sima sin fondo. Muchas veces, él echó el escandallo; pero nunca dió con arena ni con roca. Se le decía que su sonda era, seguramente, corta; pero Yurrumendi aseguraba que, aunque fuera de cien millas, no se encontraría el fondo.

Respecto a la cueva que hay en el Izarra, frente a Frayburu, él no quería hablar y contar con detalles las mil cosas extraordinarias y sobrenaturales de que estaba llena; le bastaba con decir que un hombre, entrando en ella, salía, si es que salía, como loco. Tales cosas se presenciaban allí. Bastaba decir que las sirenas, los unicornios navales y los caballos de mar andaban como moscas, y que un gigante, con los ojos encarnados, tenía en la cueva su misteriosa morada.

Este gigante debía ser hermano, o por lo menos primo, de otro, no se sabe si tan grande, pero sí con los ojos rojos, que en época de mayor candidez y de mayor temor de Dios aparecía en Donosti, entre las rocas de la Zurriola, con un pez en la mano, y a quien se le preguntaba:

¿Onentzaro begui gorri Nun arrapatu dec array hori?

(Onentzaro, el de los ojos encarnados, ¿dónde has cogido ese pez?)

Y el pobre gigante de los ojos encarnados, en vez de desdeñar la pregunta impertinente de su interlocutor, contestaba con amabilidad:

Bart arratzean amaiquetan Zurriyolaco arroquetan.

(Ayer noche, a las once, en las rocas de la Zurriola.)

No sé a punto fijo en qué categoría colocaba Yurrumendi a su gigante de los ojos encarnados; pero creo que no le consideraba a la altura de la Egan-suguia, la gran serpiente alada del Izarra, con sus alas de buitre, su cara siniestra de vieja y su aliento infeccioso.

Nos hablaba, también, Yurrumendi de esos pulpos gigantescos con sus inmensos tentáculos, que pueden hacer naufragar una fragata; del mar de los Sargazos, en donde se navega por tierra, por verdadera tierra, que se abre para dejar pasar un buque; de los países donde nievan plumas; de los delfines, que tienen esa extraña simpatía mal explicada por los hombres; de las sentimentales ballenas, cuya desgracia es pensar que la humanidad estima más su aceite que su melancólico corazón; de los mil enanos jorobados y extravagantes de las costas de Noruega; de las serpientes de mar que persiguen, aullando, a los barcos; de la araña del Kraken, en el pino de Portland, en Inglaterra, y de ese monstruo terrible del Maëlstrom, cuyas fauces sorben el mar y tragan las imprudentes naves haciéndolas desaparecer en sus gigantescas entrañas. También le daba mucha importancia a la Curcushada (los cuernos de la luna), que creía que tenía una gran relación con la vida de los hombres.

Otro de los motivos favoritos de Yurrumendi era la descripción de la isla del Fuego, en donde él había estado alguna vez. En la cumbre de esta montaña inaccesible arde un fuego intermitente que se enciende de noche y se apaga de día.

Alguno pensaba que quizá se trataba de un volcán cuyas llamas no se pueden ver a la luz del sol; pero Yurrumendi aseguraba que esta hoguera la hacían todas las noches las almas de los marineros del célebre pirata Kidd, que guardan allí un inmenso tesoro escondido.

Otra de las cosas más interesantes que algunos llegaban a ver en el mar, según Yurrumendi, era un buque fantasma, tripulado por un capitán holandés. Este perdido, borracho, blasfemador y cínico pirata, anda, con un equipaje de canallas, haciendo fechorías por el mar. Si el maldito holandés se acerca al barco de uno, el vino se agria; el agua se enturbia; la carne se pudre. Si le envía a uno una carta, ya puede no leerla, porque se vuelve loco inmediatamente, tales absurdos y mentiras dice.

Yurrumendi contaba que sólo una vez había visto, a lo lejos, al maldito holandés; pero, afortunadamente, no se le había acercado.

Otras veces, el viejo marino nos contaba una serie de crueldades horribles: piratas que mandaban cortar la lengua o las manos a los que caían en su poder; otros que echaban al agua a sus enemigos, metidos en una jaula y con los ojos vaciados. Nos hacía temblar, pero le oíamos. Hay un fondo de crueldad en el hombre, y sobre todo en el niño, que goza obscuramente cuando la barbarie humana sale a la superficie.

Casi siempre, al hablar de las piraterías y de las brutalidades de los barcos negreros, Yurrumendi solía recordar una canción en vascuence.

—Esta canción—solía decir—la cantaba Gastibeltza, un piloto paisano nuestro, de un barco negrero en donde yo estuve de grumete. Gastibeltza solía cantarla cuando dábamos vuelta al cabrestante para levantar el ancla, o cuando se izaba algún fardo.

—¿Cómo era la canción?—le decíamos nosotros, aunque la sabíamos de memoria—. ¡Cántela usted!

Y él cantaba con su voz ronca de marino, formada por los fríos, las nieblas, el alcohol y el humo de la pipa:

Ateraquiyoc

Emanaquiyoc

Aurreco orri

Elduaquiyoc

Orra! Orra!

Cinzaliyoc

Itsastarra oh! oh!

Balesaquiyoc.

Lo que quería decir en castellano: «Sácale! Dale! A ese de adelante, agárrale. Ahí está, ahí esta, cuélgale, marinero, oh! oh! Puedes estar satisfecho.»

Nadie cantaba esta canción como Yurrumendi; al oírla, yo me figuraba una tripulación de piratas al abordaje, trepando por las escalas de un barco, con el cuchillo entre los dientes.

Para Zelayeta y para mí, los relatos de Yurrumendi fueron una revelación. Estábamos decididos; seríamos piratas, y después de aventuras sin fin, de desvalijar navíos y bergantines, y burlarnos de los cruceros ingleses; después de realizar el tesoro de viejas onzas mejicanas y piedras preciosas, que tendríamos en una isla desierta, volveríamos a Lúzaro a contar, como Yurrumendi, nuestras hazañas. Si por si acaso teníamos loro, para que no nos denunciase, como contaba la Iñure, le ataríamos una piedra al cuello y lo tiraríamos al mar.

Zelayeta hizo el plano de la casa que construiríamos fuera del pueblo, en un alto, cuando volviéramos a Lúzaro.

En aquella época, Yurrumendi era nuestro modelo; solíamos andar, como él, balanceándonos con las piernas dobladas y los puños cerrados, y fumábamos en pipa, aunque yo, por mi parte, a los dos chupadas no podía con el mareo.

Cuando nuestro amigo, el viejo lobo de mar, estaba más alegre que de ordinario, contaba cuentos. Sus cuentos no se diferenciaban gran cosa de las historias que él tenía por verdaderas.

Pero entre ellos había uno a quien él daba infinitas variantes.

[Ilustración]

El asunto se reducía a un marinero, buena persona, aunque un poco borracho, que se encontraba con un viejo mendigo zarrapastroso y sucio. El mendigo pedía, humildemente, un ligero favor, el marinero se lo hacía, y el viejo resultaba nada menos que San Pedro, que en agradecimiento concedía al marinero un don.

Este don variaba en los diferentes cuentos: en unos era una bolsa, de donde salía todo lo que se deseaba con decir unas cuantas frases sacramentales; en otros, una semilla maravillosa que plantada se convertía en poco tiempo en un árbol, de tal naturaleza, que daba madera para diez o doce fragatas y otros tantos bergantines, y todavía sobraba.

Le gustaba a Yurrumendi, cuando relataba estos cuentos extraordinarios, documentar sus narraciones con una exactitud matemática, y así decía: «Una vez, en Liverpool, en la taberna del Dragón Rojo…» O si no: «Nos encontrábamos en el Atlántico, a la altura de Cabo Verde…»

Cuando se trataba de un barco, siempre tenía que explicar con detalles la clase de su aparejo, su tonelaje y sus condiciones marineras.

Últimamente, las serpientes aladas, las sirenas, las brujas y la Curcushada, en combinación con la vejez y con el alcohol, le trastornaron un poco. Yo, que, de muchacho, tenía cierto ascendiente sobre él, intentaba convencerle de que debía tomar aquel mundo fantástico como real, si quería, pero sin darle demasiada importancia.

Él solía replicarme, de una manera solemne:

—Shanti, tú sabes más que nosotros, porque has estudiado; pero otros de más edad y de más saber que yo han visto estas cosas.

—Es verdad—decía algún viejo amigo suyo.

¡Pobre Yurrumendi! Daría cualquier cosa por verle en la tienda de poleas de Zelayeta o en el Guezurrechape de Cay luce, contando sus cuentos; pero los años no pasan en balde, y hace ya mucho tiempo que Yurrumendi duerme el sueño eterno en el Camposanto de Lúzaro.

Las inquietudes de Shanti Andía

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