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NUESTRA GRAN AVENTURA

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Cuando vi que el Stella Maris quedaba abandonado, se me ocurrió el proyecto de ir hasta él y reconocerlo. Tenía la ilusión de que, por una casualidad, pudiese quedar a flote. Al exponer mi plan a Zelayeta y a Recalde les produjo a los dos entusiasmo y asombro.

Decidimos esperar a que cesaran las lluvias; tuvimos que aguardar todo el invierno. Las fantasías que edificamos sobre el Stella Maris no tenían fin, lo pondríamos a flote, llevaríamos a bordo el cañón enterrado en la cueva próxima al río, y nos alejaríamos de Lúzaro disparando cañonazos.

Un día de marzo, sábado por la tarde, de buen tiempo, fijamos para el domingo siguiente nuestra expedición.

Yo advertí por la noche a mi madre que íbamos los amigos a Elguea, y que no volveríamos hasta la noche.

El domingo, al amanecer, me levanté de la cama, me vestí y me dirigí de prisa hacia el pueblo. Recalde y Zelayeta me esperaban en el muelle. Zelayeta dijo que quizá fuera mejor dejar la expedición para otro día, porque el cielo estaba obscuro y la mar algo picada; pero Recalde afirmó que aclararía.

Ya decididos, compramos queso, pan y una botella de vino en el Guezurrechape del muelle; bajamos al rincón de Cay erdi donde guardaba sus lanchas Shacu; desatamos el Cachalote y nos lanzamos al mar. Llevábamos un ancla pequeña de cuatro uñas, atada a una cuerda, y un achicador consistente en una pala de madera para sacar agua.

Iríamos dos remando y uno en el timón, y nos reemplazaríamos para descansar. Salimos del puerto; el horizonte se presentaba nublado, con algunos agujeros, en cuyo fondo brillaba el azul del cielo; pasamos la barra en nuestro Cachalote, que bailaba sobre las olas como un cetáceo jovial, y comenzamos a doblar el Izarra a larga distancia de los arrecifes.

Yo me acordaba de las fantasías de Yurrumendi acerca de la sima que hay en aquel sitio en el mar, y me veía bajando al insondable abismo con una velocidad de veinticinco millas por minuto.

A pesar de las seguridades de Recalde, el cielo no aclaraba; por el contrario, iba quedando más turbio, más gris; había pocas traineras y lanchas de pesca fuera del puerto.

El viento soplaba con fuerza, en ráfagas violentas; las olas batían las rocas del Izarra produciendo un estruendo espantoso y llenándolas de espuma.

Pasamos por delante de Frayburu, la peña grande, negra, la hermana mayor de las rocas del Izarra, que desde el mar parece un torreón en ruinas.

Comenzamos a acercarnos al Stella Maris. El aspecto de la goleta con los mástiles rotos, tumbada sobre una banda como un animal herido en el corazón, era triste, lastimoso.

El mar chocaba contra las peñas y sobre el costado del barco, produciendo un ruido violento como el de un trueno, las gaviotas comenzaban a revolotear en derredor nuestro, lanzando gritos salvajes.

Estábamos emocionados; Zelayeta y yo, creo que hubiéramos vuelto a Lúzaro con mucho gusto, pero nada dijimos. Recalde no era de los que retroceden. Las dificultades y el peligro le excitaban. Proponiéndole volver no le hubiéramos convencido, y, tácitamente, los dos más reacios nos decidimos a obedecerle. Terco, pero sin arrebatos, Joshe Mari era hábil y marino de instinto.

Sabía que había un canalizo estrecho, de cuatro o cinco brazas, entre los arrecifes, y quería penetrar por él para acercarse a la goleta. Muchas veces enfilamos la entrada del canal; pero al ir a tomarlo nos desviábamos.

Recalde nos mandaba aguantar en sentido contrario para detenernos.

—¡Ciad! ¡Ciad!—gritaba.

Y nosotros metíamos las palas de los remos en el agua, resistiendo todo lo posible.

Hubo un instante en que no pudimos contrarrestar el impulso de una ola, y entramos en el canalizo rasando las rocas, envueltos en nubes de espuma, expuestos a hacernos pedazos.

Alrededor, cerca de nosotros, todo el mar estaba blanco; en cambio, por contraste, más lejos parecía completamente negro.

Las olas saltaban sobre las peñas con tal fuerza que, al caer la espuma en copos blancos como nieve líquida, nos calaba la ropa.

A medida que avanzábamos en el canal, el mar iba quedando más tranquilo; el agua verdosa, casi inmóvil, se cubría de meandros de plata.

Cuando nos vimos en seguridad nos miramos satisfechos. Zelayeta se puso a proa con el bichero, y Recalde y yo, unas veces remando y otras empujando contra las rocas, avanzamos despacio. De pronto, Zelayeta gritó, mientras apretaba con el bichero:

—¡Eh! Parad.

—¿Qué pasa?

—Hay que pararse. Perdemos fondo.

El bote iba rasando la roca. Nos detuvimos. Estábamos a veinte pasos del barco. Yo vi que de la popa colgaba una braza de cuerda; salté de peña en peña y comencé a escalar el Stella Maris a pulso.

[Ilustración]

Al asomarme por la borda, una bandada de pájaros y de gaviotas levantó el vuelo, y tal impresión me hicieron que por poco me caigo al mar.

Algunas de aquellas furiosas aves me atacaban a picotazos y revoloteaban alrededor de mí lanzando gritos agudos. Con un trozo de amarra pude defenderme y hacerlas huir.

—¿Qué pasa?—gritó Recalde.

—Nada—dije yo—. Son pájaros. Se puede subir.

—Echa esa cuerda.

Les eché una cuerda, que ataron al Cachalote, y luego, saltando como yo, de una piedra en otra, subieron al barco.

Tomamos posesión, solemnemente, del Stella Maris. Fué lástima que no tuviéramos el cañón de la cueva del río para saludar con salvas nuestra primera conquista.

Luego nos dispusimos a reconocer el barco. El Stella Maris estaba hundido por la proa y levantado por la popa. La cubierta se hallaba rajada a consecuencia de haberse venido abajo los palos y las poleas. En la parte donde no llegaba el agua se amontonaban excrementos de pájaros, huesos de gaviotas y plumas; cerca de la proa, desencuadernada, deshecha y humedecida por la marea, las tablas se hallaban cubiertas de algas y de fucos y resbaladizas como una cucaña.

La humedad y el sol iban abriendo las maderas y derritiendo la brea; todos los hierros y argollas se hallaban roídos por el orín; la rueda del timón giraba todavía, chirriando; no se tocaba nada que no se desmoronase; algunos manojos de maromas, como serpientes enroscadas, se pudrían sobre cubierta.

Recalde, que forcejeaba para abrir la escotilla de popa, llegó a conseguirlo y desapareció por ella.

—¿Se puede andar por ahí?—le preguntamos.

—Sí, hay agua; pero se puede andar.

Bajamos los tres y registramos el camarote principal, la despensa y la bodega, anegados. No encontramos nada; solamente Zelayeta halló un devocionario en francés, impreso en Quimper, que se lo guardó.

Con las emociones y el cansancio se nos había abierto el apetito.

Sacamos el pan y el queso y, sentados en la popa, los devoramos pronto.

Discutimos nuestro programa para la tarde; decidimos ir a explorar

Frayburu.

Este peñón, desde el mar, por la parte protegida del noroeste, aparece distinto a como se le ve desde tierra, pues tiene una pequeña playa y unos cuantos zarzales que crecen entre las rocas.

El tiempo mejoraba; la marea comenzaba a subir; las olas verdes y mansas iban cubriendo las rocas, y avanzaban cada vez más cerca de nosotros; el agua entraba por las aberturas de la proa del Stella Maris, se tendía por el plano inclinado de la cubierta y se retiraba con un suave murmullo.

A veces, un golpe de mar violento hacía estremecerse a todo el barco, y, entonces, los hierros y argollas, la rueda del timón y la obra muerta, rechinaban como con una protesta de malhumor.

—¿Podremos salir de aquí sin tomar el canal por donde hemos entrado?—pregunté yo.

—Con la marea alta saldremos más fácilmente—dijo Recalde.

En esto oímos un crujido fuerte.

—¿Qué pasa?—nos preguntamos los tres.

No nos pudimos dar cuenta de lo que ocurría.

Las inquietudes de Shanti Andía

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