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LAS INDIGNACIONES DE SHACU
ОглавлениеRecalde, Zelayeta y yo ingresamos en la Escuela de Náutica. Hubiéramos preferido ir, como los chicos del muelle, a pescar con algún viejo marinero: pero no podíamos. Eramos víctimas de nuestra posición elevada. Si queríamos ser marinos de altura, teníamos que estudiar, y, para nosotros, el ser pilotos de derrota constituía una gran superioridad.
Afortunadamente, después del curso con don Gregorio Azurmendi, que nos explicaba matemáticas vestido de frac y corbata blanca, llegaron las vacaciones de verano. Yo no podía hacer grandes escapadas, porque estaba vigilado; pero algunas veces me fuí a pescar chipirones y jibias con un pescador, fuera de las puntas. Mi madre se alarmaba tanto, que me quitaba todos los alientos.
—No se qué vas a hacer cuando me embarque—le decía.
—Entonces, ya veremos.
Como tenía tantas dificultades para andar en lancha, decidimos Zelayeta y yo comprar un barco de juguete para ver cómo se hacían las maniobras, y fuimos los dos a casa de Caracas, que era el maestro constructor de aquella clase de barquitos. Los chicos le considerábamos a Caracas como un ingeniero naval admirable, y pensábamos que lo mismo que un modelo haría una fragata.
Caracas tenía su tienda en la punta del muelle; un agujero negro, socavado en la muralla, donde vendía alquitrán, sebo, barricas, clavos, maderas embreadas, redes y anzuelos de todas clases. Adornaba el fondo de esta covacha un gran mascarón de proa, pintado y dorado, de algún barco antiguo.
Caracas, además de comerciante, era carpintero; de tarde en tarde tenía que hacer algún modelo de barco de vela, para colgarlo en la iglesia de un pueblo próximo, y, cuando estaba concluído y pintado, los pescadores amigos desfilaban por el rincón aquel, para ver la obra maestra. También hacía modelos para algunos marinos como exvoto. Sabido es que el llevar un modelo a una ermita es una forma de aplacar a la divinidad.
El hermano de Caracas había sido hasta su muerte uno de los hombres más trapisondistas del pueblo; algunos aseguraban que había dejado más de media docena de viudas en diferentes puntos de España y de América, y una porción de herencias fabulosas en su testamento, herencias que no existían más que en su acalorada imaginación.
En la cueva de Caracas solían estar a todas horas, de tertulia, un borracho, que se llamaba Joshepe Tiñacu, y un tipo mediotonto, de blusa azul y de gorro rojo, que vigilaba las lanchas, apodado Shacu.
Zelayeta y yo intimamos con aquellos y otros avinados personajes, al ir a ver cuándo concluía Caracas nuestro barco.
Joshepe Tiñacu era de esos marineros holgazanes y borrachos que se pasan la vida en el puerto con las manos en los bolsillos. Muy de tarde en tarde se embarcaba y volvía pronto a Lúzaro. Continuamente andaba de taberna en taberna y de sidrería en sidrería. Cuando estaba borracho hacía tales dibujos por las calles, que, como decía Yurrumendi, sólo por verle marchar trompicando, se le podía convidar a vino.
Al llegar Joshepe Tiñacu a casa, se paraba, y, con voz suave e insinuante, solía decir a su mujer:
—Anthoni, saca el disco.
La mujer se asomaba a la ventana con una luz, y el borracho, entonces, entraba en su casa.
Cuando Caracas concluyó nuestro barco, fuimos, Zelayeta y yo, a la rampa del muelle, lo pusimos en el agua, y el barco, como si estuviera cansado, se tendió suavemente y se le mojaron las velas.
Por más arreglos que intentamos hacer, no llegamos a poner a flote el barco construído por Caracas. Como decorativo, lo era; para aparecer colgado en el crucero de una iglesia estaba muy bien; pero no andaba en el agua.
Así son muchas de nuestras cosas.
Para mitigar este fracaso, Shacu se avino, por consejo de Caracas, a prestarnos una chanela de Zapiain, el relojero y corredor de comercio. Esta chanela, que Shacu guardaba, se llamaba el Cachalote.
Al principio le dábamos al guardián alguna moneda para tenerle contento; pero luego le cogíamos la lancha sin decirle nada. Mientras veía que entrábamos en el bote, hacía como que no se fijaba; pero cuando pasábamos por delante del agujero de Caracas, Shacu se adelantaba y se ponía a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Dejad esa lancha, granujas!
Nosotros no le hacíamos caso, seguíamos remando, y él, más enfurecido gritaba:
—¡Ladrones! ¡Piratas! ¡Corsarios! Ojalá os muráis de repente.
Entonces Zelayeta, que a veces tenía mala intención, le decía:
—Vamos a vender tu lancha. ¡Llora, Shacu!
Y a él le entraba tal desesperación, que pateaba, tiraba el gorro rojo al suelo, y casi comenzaba a llorar de rabia.
Con el Cachalote no andábamos más que por el puerto y por la ría; no nos atrevíamos a cruzar la barra en una lancha tan ligera, porque una ola un poco más fuerte podía tumbarla.
Si el puerto no tenía nada que ver, en cambio la ría era muy bonita. Una de las orillas la formaba un arenal fangoso, en donde estaba el astillero de Shempelar. En la marea baja, en este arenal se pescaban anguilas, y constantemente había una serie de barcas negras, en hilera. La otra orilla era agreste, rocosa; mostraba entre las peñas y matorrales cuevas en donde, según la tradición popular se guardaban armas cuando la guerra de la Independencia. Nosotros, Zelayeta, Recalde y yo, encontramos en una un gran cañón de bronce; pero hicimos los tres juramento de no comunicar a nadie nuestro hallazgo.
Un poco más lejos, antes de la primera presa, había poéticos rincones llenos de espadañas y de saúcos, y una pequeña gruta por donde brotaba un manantial.
Al volver de nuestras expediciones, a Shacu se le había pasado la rabieta. Únicamente alguna vez nos recomendó, en tono de malhumor, que no volviéramos a coger el Cachalote. Al domingo siguiente se lo volvíamos a robar.
Un día nos decidimos a pasar la barra, y desde entonces perdimos el miedo y entrábamos y salíamos del puerto con el Cachalote, aunque hubiera mucho oleaje.
[Ilustración]
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