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I.
LA ABUELITA

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En nuestra época y en nuestro país es muy difícil ser niño. La vida se marchita pronto, cuando no brota ya mustia por herencia. La mayoría de los hombres y de las mujeres no han vivido nunca la niñez. Es verdad también que casi nadie llega a vivir la juventud. El padre, la madre, el criado, el profesor, la institutriz, el municipal, todos conspiran contra la infancia; como el negocio, el dinero, la posición social, la vanidad política, el deseo de representar, conspiran contra la juventud.

En España, y en nuestros tiempos de industrialismo, de lujo y de laxitud, para estar en buena armonía con el ambiente se necesita ser viejo desde la cuna, y, para consolarse un poco, decir de cuando en cuando: «Es preciso ser joven, hay que reír, hay que vivir». Pero nadie ríe, ni nadie vive.

Y España es hoy el país ideal para los decrépitos, para los indianos, para los fracasados, para todos los que no tienen nada que hacer en la vida, porque lo han hecho ya, o porque su único plan es ir vegetando...

María Aracil disfrutó la suerte de pasar los primeros años de su existencia un tanto abandonada, y, gracias a su abandono, pudo tener ideas de niña y vida de niña hasta los catorce o quince años. Huérfana de madre, sintió por su padre, el doctor Aracil, un gran cariño; pero el doctor no podía o no sabía atender a su hija, y la abuela fué la encargada de cuidar de María durante la niñez.

La abuela Rosa, madre del doctor, era una viejecita muy simpática y muy rara. Habitaba en el piso alto de un caserón grande y viejo de la calle de Segovia, y vivía completamente aislada y sola. En su casa reinaba el más absoluto desorden, y en medio de aquel desorden se encontraba ella a gusto.

Sus dos ocupaciones predilectas eran leer y hacer trabajos de aguja; continuamente tenía a sus pies un cestillo de mimbre lleno de lanas de colores, con las que solía tejer talmas y toquillas para su nieta.

Le gustaban a la abuelita Rosa los animales, y siempre vivía con perros y gatos. Tenía un perrillo de lanas, Ali, muy viejo, algo raído, con las lanas largas, la cola de zorro y el aire más inteligente que el de un cardenal italiano, y un gato blanco y gordo, el preferido, a quien solía dirigir la vieja largas recriminaciones. El gato se le ponía muchas veces encima del hombro, y así le solía ver María con frecuencia. Tenía también la abuelita Rosa un canario muy chillón y un loro.

La abuela no se trataba con nadie. Sólo una antigua criada, a quien conocía de la infancia, una vieja gruñona y de mal humor, Plácida de nombre, aunque no de genio, aparecía por allí, y, generalmente, cuando iba, solían reñir ama y criada.

En su soledad, el invierno, y aun el verano, la abuelita Rosa leía novelas antiguas, al lado de la estufa. Allí mismo guisaba sus comidas, siempre muy sencillas.

Con los anteojos puestos en la punta de la nariz, sentada al lado de la estufa, parecía la abuela Rosa una viejecita de cuento; muy chiquita, arrugadita como una pasa, encogida, con la nariz puntiaguda, la cara sonrosada y el pelo blanco como la nieve.

De noche encendía su quinqué y seguía leyendo o trabajando. Muchas veces pensaba María que su abuela debía ser muy valiente, para quedarse sola en aquella casa.

Cuando iba la niña a verla, entonces comenzaba con la vieja las idas y venidas, el revolver armarios y el contar cuentos. Siempre la abuela guardaba alguna golosina para su nietecita: pasteles, caramelos o crema.

La abuela Rosa la hablaba con una gran seriedad a María, y entre historia e historia y anécdota y recuerdo de la realidad, le contaba escenas de las novelas que había leído, y Montecristo, y Artagnán, el príncipe Rodolfo, todos estos héroes de la mitología folletinesca vivían ante la imaginación de María.

Tenía la viejecita una fantasía exuberante, y el trato continuo con la niña le había dado un infantilismo extraño. Muchas veces la vieja hacía de niña, y la niña de vieja; la abuela imitaba el hablar balbuciente de los niños, y la nieta la actitud severa de los viejos, y la vida en germen, y la vida en su declinación, parecían iguales y se entendían jugando.

Una de las diversiones de María y de la abuelita Rosa era sentarse en un sofá e imitar la marcha en un tren.

—Ya estamos en el vagón, ¿eh?—decía la vieja.

—Sí. Ya estamos—contestaba la niña—. Ponte el mantón, abuelita.

—No; hasta que no lleguemos a Ávila, no.

Y las dos imitaban la salida del tren, y luego el ruido de la marcha y los silbidos de la locomotora, y veían paisajes, y estaciones, y el mar, y los árboles, y los montes...

La vieja desarrollaba la imaginación de la niña hasta tal punto que ésta, que no sabía leer ni escribir, inventaba también cuentos y novelas, y se los contaba a la criada de su casa.

La abuela era, ciertamente, una mujer poco vulgar. Su padre, un médico volteriano, la había educado fuera de la religión; su marido no había sido hombre de energía, y vivió dulcemente, dominado por su mujer. La abuela Rosa quiso también dominar a sus hijos; pero éstos, que salieron a ella, se le insubordinaron pronto y la hicieron desgraciada.

Enrique, el mayor, el padre de María, se manifestó desde pequeño como un muchacho listo y aplicado; Juan, el segundo, resultó un calavera.

Enrique y Juan se odiaban. Enrique era el admirado por todos, el joven portento; de Juan no se sabían mas que barbaridades. En el fondo, el pequeño era el favorito de la madre, y esto, comprendido por Enrique, muy orgulloso y soberbio, le hizo perder casi por completo el cariño filial.

De la desunión de la familia, nadie particularmente tenía la culpa. La abuelita Rosa era mujer de gran corazón, pero de una personalidad absorbente: quería tener a todo el mundo bajo su yugo y era capaz de cualquier sacrificio por el que se acogiese a ella. Enrique era puntilloso, y Juan quería a su madre como casi todos los jóvenes calaveras, pero sus instintos le impulsaban a la vida viciosa, y ninguno de los tres se entendía.

Juan no llegó a tener profesión alguna; reunido con unos cuantos señoritos, hizo, a discreción, tonterías y calaveradas, hasta que en una de ellas, viéndose ya dentro de las mallas del Código Penal, encontró, como pudo, unas pesetas y desapareció de Madrid.

Se dijo que estaba en América, y no se supo más de él. La abuela cultivaba la memoria de su predilecto y le recordaba a todas horas. Muchas veces María la vió con una fotografía entre las manos arrugadas, mirándola absorta.

—¿Quién es?—le preguntó María.

—Es tu tío Juan—y le enseñó el retrato de un joven todo afeitado, de cara aguileña y expresiva.

Una vez María fué a casa de su abuela y se la encontró en el sillón, con la cabeza reclinada en el respaldo y el pañuelo sobre los ojos. Al ver a María, la vieja quiso inclinarse para besarla, y no pudo.

—¡Abuelita!—dijo la niña.

—¿Qué?

—¿Estás mala?

—No. Es que tengo sueño.

Al día siguiente, el padre de María no estuvo ni un momento en casa; luego recibió muchas visitas y se puso una corbata negra. A María le dijo que su abuelita había ido a hacer un largo viaje.

María tendría siete años, y no sospechó ninguna otra cosa. Se aburría en casa y preguntaba todos los días a su padre:

—Papá, ¿cuándo viene la abuelita?

—Ya vendrá; no tengas cuidado, ya vendrá.

Pronto notó María que a su padre le molestaba la pregunta, y fué presentándose ante su imaginación la idea, cada vez más clara, de la muerte de su abuelita. Vaciló en preguntárselo a su padre, y al fin, con timidez, le dijo:

—¿Es verdad que la abuelita se ha muerto?

—Sí. ¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie. Yo lo he comprendido.

—Pues sí, ha muerto.

—¿Y está enterrada?

—Sí.

—¿Como mamá?

—Sí.

—¿Ya me llevarás donde están?

—Bueno.

Repitió la niña la petición, y un día el doctor fué con su hija al camposanto. María puso unas flores en las tumbas de su madre y de su abuela y pasó el día bien; pero al irse a acostar le acometió un temblor nervioso, de miedo.

La impresión del cementerio le hirió de una manera tan profunda, que hasta le hizo enflaquecer. Afortunadamente, nadie, desde entonces, excitó su imaginación, y, paseando por la Moncloa con la criada y jugando, se tranquilizó pronto.

A los diez años, María ni sabía leer ni había puesto los pies en la iglesia. A ella misma le vino el deseo de aprender, y varias veces se lo expresó a su padre. Enrique Aracil ganaba ya bastante para darse el lujo de una institutriz, y buscó una. Tuvo la suerte de encontrar a miss Douglas, una mujer fea, pero buena y cariñosa, que enseñó a María a leer y a escribir, algunas nociones de Matemáticas y el inglés y el francés perfectamente.

El doctor Aracil la tomó con la condición expresa de que no hablara a la niña de religión; pero miss Douglas, como protestante fanática y catequista, llevó algunas veces a María a una capilla evangélica de la calle de Leganitos, pobre y triste y nada propicia para producir entusiasmos místicos.

El doctor no se trataba con la familia de su mujer; experimentaba por ella antipatía y desdén, sentimientos pagados en la misma moneda por los parientes de María.

Estos consideraban al doctor Aracil como un loco, casi como un monstruo; para Aracil, sus cuñadas y primos, por parte de su mujer, eran miserables, gente ruin, iglesiera, de mal corazón y de sentimientos viles.

María no conoció a sus tías y primas hasta los catorce o quince años. Era entonces María una muchacha de mediana estatura, más bien baja que alta, de ojos negros, pestañas largas, rostro ovalado y cabello entre rubio y castaño. Tenía una voz un tanto opaca, y, al hablar, un movimiento semimelancólico, semi-impaciente, de mucha gracia.

La primera vez que habló con sus tíos, aleccionada por su padre, le parecieron gente mezquina y de intención aviesa; pero luego fué comprendiendo que su padre había exagerado la pintura.

Sus primitas eran algo tontas, de una ignorancia terrible, pero no esencialmente malas. Lo característico en ellas era la falta de curiosidad por todo. Sus madres tenían la convicción de poseer unos portentos, unas mujercitas perfectamente aptas y educadas, y, sin embargo, estas muchachas vivían desde los trece a catorce años una vida inmoral, subordinando todos sus planes al marido futuro, si llegaba, estudiando las maneras de excitar el sentimiento sexual del hombre, dedicándose a la caza legal del macho, sin pensar que podían tener una vida suya, propia, independiente de la eventualidad del matrimonio.

La perspectiva soñada del marido rico les impedía realizar los actos más sencillos, de miedo a la opinión ajena.

La vida de la mujer española actual es realmente triste. Sin sensualidad y sin romanticismo, con la religión convertida en costumbre, perdida también la idea de la eternidad del amor, no le queda a la española sostén espiritual alguno. Así tiene que ser y es en la familia un elemento deprimente, instigador de debilidades y anulador de la energía y de la dignidad del hombre. Vivir a la defensiva y representar es todo su plan.

Cierto que las demás mujeres europeas no tienen un sentimiento religioso exaltado ni un gran romanticismo; pero con mayor sensualidad que las españolas y en un ambiente no tan crudo como el nuestro, pueden llegar a vivir con una sombra de ilusión, disfrazando sus instintos y dándoles apariencia de algo poético y puro.

María no participaba de estas ideas acerca de las mujeres; por el contrario, y con relación a ella, tenía fe en su vida y creía que no podía ser estéril y obscura, sino fértil y luminosa.

En aquel medio familiar, sobre todo entre las personas de alguna edad, María disonaba y experimentaba claramente la impresión de su desacuerdo con los demás. Todo lo que a los otros les parecía vituperable, ella lo encontraba digno de elogio, y al revés.

Luego veía siempre el entusiasmo por lo más vulgar, lo más pesado y estúpido, y el odio por la idea graciosa o el sentimiento un poco sincero.

La gracia amable sonaba allí como una chocarrería o una impertinencia, y si por casualidad brotaba alguna vez, todos, con apresuramiento, tíos, tías, primos y demás parientes y amigos, se esforzaban en enterrarla a fuerza de paletadas de vulgaridad y de sentido común.

La más simpática de los parientes era la tía Belén, hermana de la madre de María, casada con un empleado de Hacienda. Era esta señora buenaza y amable, sin gran talento ni comprensión, pero con un fondo de buena voluntad para todo. La cuñada de Belén, en cambio, la tía Carolina, era un basilisco. A mala intención no le ganaba nadie. Solterona, flaca, seca, de color cetrino, tenía la actitud fiera y el gesto desdeñoso.

Su alma era también seca como un cardo; no había en ella la más ligera benevolencia para nada ni para nadie; con todos se sentía implacable; odiaba a su hermano, a su cuñada, a sus sobrinos; inventaba desdenes u ofensas por el gusto de insultar y de mortificar. En la Zoología andaba, seguramente, cerca del ofidio. No le faltaba mas que el cascabel para pertenecer a la cofradía de las apreciables serpientes de este nombre.

Se decía que, enamorada de un hombre, su amor no correspondido le había agriado el carácter; pero esto era imposible de creer, porque aquella dama había sido agria desde el nacimiento.

La suposición de que la tía Carolina hubiese estado enamorada, sólo la podían hacer esas gentes que confunden el amor con las inflamaciones del hígado.

María, desde el primer momento, comprendió que su tía Carolina embestía, y la trató como a un toro furioso, y le daba cada capotazo que la desconcertaba.

Con sus primas, María llegó a simpatizar. Al principio creyó en su bondad y en su afecto, pero vió pronto lo superficial de sus ofrecimientos y protestas de amistad. En el fondo, las hijas de la tía Belén no la querían. Verdad es que odiaban a todas las mujeres. Decían de ella: «Sí; María es muy lista, muy elegante, no se puede negar; pero ¡tiene unas ideas tan raras!» Y en esto había ya como un intento de exclusión para su pequeña vida social.

Para aquellas muchachas, todo lo que no fuera esperar en el balcón al tenientito o al abogadito socio del Ateneo, tomaba el carácter de una extravagancia.

El sentimiento de la categoría social, unido al del pecado, enfermaba a estas mujeres el alma. Luego, el casuísmo de la educación católica les había infundido una hipocresía sutil: la idea de hallarse legitimado todo, con tal de llegar en buenas condiciones económicas a la prostitución legal del matrimonio. El hábito del disimulo y de la mentira, y el ir de cuando en cuando a jabonar en el confesonario sus pequeñas roñas espirituales, en compañía de un gañán moreno, de mirada intensa y barba azulada, les iba pudriendo lentamente el alma.

Para completarse y hacerse más desagradable, el poco ingenio que tenían estas niñas lo empleaban en decir chistes o en defenderse de los chistes. Para ellas todo el mundo era un guasón, y parecían creer que los hombres y las mujeres, al hablarse, no tenían más objeto que reírse unos de otros.

María, en medio de aquel ambiente infeccioso, intentaba luchar con otras armas, vivir con otras ideas, crearse una vida para ella sola, y esto lo comprendían sus primas y lo consideraban como una ofensa.

Veían también que una personalidad más fuerte atraía a la gente, y formaban ellas y sus amigas pequeñas conspiraciones para aislar y excluir a María.

A pesar de estos intentos de exclusión, la hija del doctor se desenvolvió fácilmente en el círculo de sus amistades, aprendió a bailar y a hablar en tono ligero e insubstancial, y ocultó con cuidado sus aficiones y sus gustos poco vulgares.

No le costaba ningún trabajo el aparentar una frivolidad que no sentía; al revés, la tomaba con una facilidad extremada. Para sentirse un poco seria, necesitaba estar en su casa, sola; si no, el ambiente la hacía ligera, inconstante y olvidadiza.

María Aracil se vió galanteada por jóvenes que le parecieron de una petulancia y de una vanidad ridículas, jóvenes irónicos, que no creían en nada mas que en sí mismos. María pensó que ninguno de ellos era de naturaleza tan preciosa para que valiese la pena de guardarlo cuidadosamente, y casarse con el escogido al cabo de algunos años.

Entonces, las primas y sus amigas dijeron:

—María tiene mucha cabeza, pero muy poco corazón.

Y un joven ateneísta añadió:

—Es una muñeca sin alma.

Para aquellos jóvenes irónicos y d’annunzianos, no entusiasmarse con sus gracias era no tener alma.

María quería llegar a vivir independiente, para ella, sin hacer alarde de su independencia; al revés, ocultándola como un defecto. Este sentimiento, poco común entre nuestras mujeres, procedía últimamente de un factor de gran importancia: la intimidad del hogar. María tenía un hogar y no tenía familia. El hogar es la quintaesencia del individualismo; en cambio, la familia es algo que está más bien fuera que dentro del individuo, algo que determina la clase social. El hogar no es aristócrata, ni burgués, ni obrero; la familia es todo esto y más aún; el hogar aisla, la familia relaciona. En España, la mayoría de la gente tiene familia, pero no tiene hogar.

María, viviendo aislada, se sentía, necesariamente, un poco puritana. La hipocresía, la afectación le indignaban; le molestaba oír esas conversaciones de amigas en donde todas las palabras suenan a una maldad. El ser sincera consigo misma primero, y después lo más sincera posible con los demás, constituía para ella un deber, una regla de conducta.

Aspiraba a ver las cosas próximas tales como eran, sin dejar por eso de ser una muchacha, sin terminar en orgullosa, satírica ni pedante, ni aspirar tampoco a catalogarse entre el ilustre grupo de esas mujeronas literatas, intelectuales, con sentimientos de cocinera, que honran las letras españolas.

Comprendía que sus primas y sus amigas, por instinto, con el fin de desembarazarse de ella, la impulsaban a que tomara en la vida una posición falsa, a hacerse marisabidilla; pero María sabía defenderse y hablar con la gente con una ligereza extraordinaria y demostrar que no tenía ni conocimientos ni gustos superiores a la generalidad.

Veía, al contrastarse con las demás muchachas, que las ideas de su padre, ideas de hombre, le habían hecho un ser de excepción.

Se acentuaban sus diferencias con las lecturas. En casa tomaba libros de la biblioteca del doctor, y los leía, sobre todo los de viajes. Leyó desde Heródoto hasta Nansen, y estas lecturas serenas, unidas a su falta absoluta de ideas religiosas, le permitieron poder pasear la mirada por encima de las doctrinas y de los hechos sin turbación alguna.

No llegó a formarse una concepción clara y definitiva, no ya del mundo, ni aun de su vida tampoco; pero consiguió no tener ni sombra de ese sentimiento malsano del pecado, herencia de una humanidad histérica y enfermiza.

La idea del pecado es una de las ideas más absurdas y más petulantes de las religiones. A primera vista, esta invención, que supone al hombre libre en absoluto, parece completamente austera; pero en el fondo no lo es, sino todo lo contrario.

El pecado es como la cáscara del placer: es el antifaz negro que vela el rostro del vicio y le da más promesas de voluptuosidad. Es, en último término, un excitante.

Un escritor, creo que Stendhal, cuenta que una princesa italiana del siglo xvii, al tomar un helado, una tarde sofocante de verano, decía:

«¡Qué lástima que esto no sea pecado!»

En el fondo, la frase es infantil, porque, o la princesa no creía gran cosa en el castigo del pecado, o suponía muy fácil el lavarlo con la confesión, o decía la frase por decirla. Seguramente, no hubiera dicho la princesa:

«¡Qué lástima que este helado no sea un veneno!» Porque entonces el peligro era real e inmediato. Con el fondo negro de la perversidad y del pecado, las tonterías humanas toman grandes perspectivas, y el hombre es, principalmente, un animal aparatoso y petulante.

Sin las sombras de la perversidad, ¿qué queda de don Juan? Con un poco de deshonor, de lágrimas y de infierno, don Juan se destaca como un monstruo; pero se suprime todo eso, desaparece el dilettantismo de la fechoría, de la deshonra y del demonio, lo malo se convierte en anómalo, y don Juan queda reducido a un hombre de buen apetito. En una sociedad en donde reinara el amor libre, el famoso burlador sería un benemérito de la patria, y el jefe del Estado le daría una palmadita en el hombro y le diría:

«Treinta años y cuarenta hijos. ¡Bravo, don Juan!», y le pondría una corona de laurel, en premio a su civismo.

A María, a causa de su educación, no le preocupaba la idea del pecado; cuando comprendía que había obrado mal, lo sentía; pero no daba significación trascendente a sus equivocaciones o a sus ligerezas.

En ella pesaba mucho un sentimiento de limpieza moral; alguna vez que comenzó a leer novelas de tendencia libre o erótica, al darse cuenta de ello, las dejó sin curiosidad.

Durante mucho tiempo estuvo arrepentida de haber leído Crimen y castigo, de Dostoievski, porque le turbó la conciencia y le produjo ideas turbias y desagradables. Y ella buscaba, sobre todo, sentir el alma limpia y ligera.

La dama errante

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