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III.
EL PRIMO BENEDICTO

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En casa de sus tíos conoció una tarde María Aracil a un pariente suyo, primo carnal de su madre, que acababa de quedar viudo, con cuatro niñas pequeñas.

El primo Venancio venía de una capital de provincia, donde había pasado bastantes años.

Al parecer, era una notabilidad en Geología, y lo llamaban para destinarle a los trabajos del mapa geológico.

El primo Venancio era hombre de unos treinta y cinco a treinta y seis años, de mediana estatura, barba rubia y anteojos de oro. Tenía la frente ancha, la mirada cándida, vestía un tanto descuidadamente, y en sus dedos se notaban ennegrecimientos y quemaduras, producidos por los ácidos.

Las cuatro niñas del primo Venancio, Maruja, Lola, Carmencita y Paulita, eran muy bonitas; las cuatro casi iguales, con los ojos negros, muy brillantes, los labios gruesos y la nariz redondita.

Al conocerlas, María sintió por ellas un gran afecto, y las niñas, al ver a su prima, experimentaron uno de esos entusiasmos vehementes de los primeros años.

—Ya nos veremos, ¿verdad?—dijo el primo Venancio a su sobrina, al despedirse.

—Sí—le contestó María.

—Ya les diré dónde voy a vivir.

Venancio estuvo dos veces en casa del doctor Aracil, y María comenzó a visitar con frecuencia a su primo.

Alquiló éste una casa cuya parte de atrás daba al paseo de Rosales; habilitó y dispuso, para vivir constantemente en ellos, los dos cuartos más grandes y soleados; en uno arregló su gabinete de trabajo y en el otro el de las niñas.

Puso su despacho sin pretensiones de lujo; sobre estantes de pino, sin pintar, colocó piedras, fósiles, calaveras de animales, gradillas con tubos de ensayo; en las paredes fué clavando fotografías de minas, planos geológicos, lámparas de minero de nuevos sistemas, anuncios de cables, de vagonetas, de sondas para perforar, de máquinas para triturar piedras. Venancio era entusiasta de su profesión y le gustaba rodearse de objetos y de estampas que le recordasen de continuo sus aficiones científicas.

Pasados los primeros días, en que el ingeniero recibió algunas visitas de parientes y amigos, no fué nadie por su casa. Cuando María encontró este oasis tranquilo, comenzó a acudir a él y a cultivar el trato de su pariente. El primo Venancio era hombre bondadoso e ingenuo. Sus estudios y las lecciones que daba a sus hijas le ocupaban el día entero. Venancio era un excursionista terrible; había subido a todos los montes de España, y se había bañado en las lagunas de Sierra Nevada, de Peñalara, de Gredos y del Urbión. Venancio se ocupaba casi exclusivamente de cuestiones científicas; lo demás le interesaba poco; la literatura le parecía una cosa perjudicial, y, en su biblioteca, las únicas obras literarias que figuraban eran las novelas de Julio Verne.

—¿No las has leído?—le dijo una vez a María, a quien ya tuteaba, por razón del parentesco—. No tienen gran valor científico, ¿sabes?, pero están bien.

María se llevó las novelas de Julio Verne a su casa; la entretuvieron bastante, y, además, le hizo mucha gracia encontrar cierto parecido entre los tipos de sabios de estas novelas y su primo Venancio. Desde entonces comenzó a llamarle, en broma, el primo Benedicto, recordando un tipo caricaturesco de la novela Un capitán de quince años.

Se acostumbró a llamarle así, y algunas veces se lo decía a él mismo, sin notarlo.

María y el primo Benedicto se entendían muy bien.

Muchas tardes de otoño y de invierno iba ella a casa de su primo, y con él y con sus niñas marchaba al paseo de Rosales. Se sentaban allá; las niñas jugaban; Venancio y María daban a la comba, y venían otras chicas y hablaban todas y corrían por aquellas cuestas.

El primo Benedicto no dejaba de ser un guasón, a su manera. Un domingo fueron a Cercedilla, Venancio con sus hijas, la tía Belén con las suyas y María. Iban subiendo el pinar para comer en lo alto; Venancio marchaba con su traje de franela, su sombrero de alpinista y la botella de aluminio en el cinto. En uno de los altos de la marcha, volviéndose a María, ingenuamente, le dijo:

—Esto es bastante tartarinesco, ¿verdad?

A María le dió tal risa, que tuvo que pararse para reír.

Venancio sonrió; sus observaciones plácidas tenían el privilegio de regocijar a María.

Era el primo un hombre sincero, que llevaba a la práctica lo que pensaba. Estaba dando a sus hijas una educación natural, aunque en Madrid pareciese absurda. Los juguetes de sus niñas eran las brújulas, las lámparas de minero, la cinta, las piritas de cobre cuadradas y brillantes.

—Todas estas saben ya algo de Mineralogía—le dijo una vez Venancio a María—. Pregúntales por cualquier piedra de las que hay aquí.

Cogió María un mineral con cristales cúbicos, de color gris.

—¿Qué es esto?—preguntó.

—Galena con láminas de plata—dijeron las tres chicas mayores.

El padre hizo un ademán afirmativo.

—¿Y esto otro amarillo?

—Blenda.

—¿Y estos cuadraditos dorados?

—Calcopirita.

—¿Y esto amarillo, de color de canario?

—Oropimente.

—Es veneno—añadió Maruja, la mayor—, porque tiene arsénico, y echa olor a ajo si se quema.

María se echó a reír.

—Pero ¡son unas sabias estas chicas! ¿Y estas piedrecitas azules?—siguió preguntando.

—Lapislázuli.

—¿Y estos cuadrados?

—Espato fluor.

—Ya es saber demasiado.

María llegó a tomar afición a aquellos minerales y aparatos de ingeniería, y, bajo la dirección de Venancio, comenzó a estudiar Química y la marcha general de análisis.

Como era muy atenta y estudiosa, en poco tiempo llegó a saber manejar los aparatos, los ácidos, el soplete, los tubos de ensayo, y consiguió analizar bien.

Su padre le aseguró que si arreglaba un pequeño laboratorio tendría trabajo.

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