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II.
EL HOMBRE BAJO LA MÁSCARA

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María Aracil sintió desde niña un gran amor por su padre, aumentado luego con los años. El doctor Aracil se sentía orgulloso de su hija, viéndola tan bonita, tan fina, tan inteligente, y a María le halagaba también sobremanera ver a su padre joven aún, buen mozo, con una fama de médico inteligentísimo y de hombre extraordinariamente original.

María no podía juzgar a su padre con frialdad: viéndole a través de su cariño, le parecía un tipo de excepción, un ser superior y magnífico, sin el menor defecto ni mácula.

En realidad, el doctor presentaba todos los caracteres de un hombre de lujo, más superficial que hondo, más ingenioso que original y más cuco que sincero. Aracil no era capaz de experimentar grandes afecciones, ni de sacrificarse por nada ni por nadie; en cambio, sacrificaba a cualquiera por presentarse ante los demás en una postura gallarda o por colocar a tiempo una frase feliz.

Sentía el buen doctor una egolatría fundamental, de esas tan generales entre los cómicos, los profesores, los cantantes, los literatos y demás gente de perversa índole. Si su egolatría no se notaba en él en seguida, consistía en que era bastante listo para disimularla.

En su tertulia del café Suizo, formada en su mayor parte de médicos, era donde Aracil peroraba y lanzaba sus paradojas y sus frases brillantes.

Siempre estaba ideando algo, no con el fin de realizarlo, sino con el propósito de asombrar a la gente.

Oyéndole, y fijándose en sus frases, se notaba que tenía un repertorio de ingeniosidades, de salidas, de comparaciones, con el cual deslumbraba a sus interlocutores.

Tomaba una idea cerrada en una frase y la cambiaba mudando caprichosamente una de las palabras. Como lo mismo le daba asegurar blanco que negro, y no le importaba contradecirse, le era fácil el retorcimiento de la idea. El cambio le sugería otra frase, y así hacía marchar una tras otra, con travesura e ingenio; pero sus frases no terminaban en algo que pareciera una conclusión, sino que danzaban de aquí para allí, siguiendo un rumbo caprichoso, que muchas veces dependía del sonido o de la consonancia de un vocablo. Hay muchas personas que al decir una palabra recuerdan vagamente el objeto que representa: al oír decir libro, piensan en un libro en rústica o encuadernado; al oír decir casa, se la figuran grande o pequeña, con balcones o con ventanas, con tejado o sin él; pero otros muchos, y en general los oradores y los poetas, y más si son españoles, al decir una palabra no recuerdan ni la idea, ni el objeto que representa, lo que les permite el discurso brillante y el juego del vocablo.

La facundia proviene casi siempre de esta condición. En la cabeza del orador fácil, las ideas no brotan arrastrando las palabras, sino son las palabras las que van sugiriendo las ideas. Esto no es extraño; las palabras son vehículos del pensamiento, y les queda siempre un residuo espiritual. Un loro que repitiera palabras ambiguas llegaría a dar la impresión de un animal inteligente. Un orador que tiene un repertorio mucho más extenso que un loro, puede parecer inteligentísimo.

A Aracil le pasaba esto último; no iba más allá de las palabras.

Analizando los procedimientos de fabricar cosas originales de este médico sofista, se veía que procedían casi siempre de un artificio retórico. Uno de estos artificios estribaba en una antítesis casi mecánica, en una oposición sistemática de un concepto, por el contrario. Se decía delante de él, por ejemplo: «Hay que dar trabajo a los obreros», y él replicaba en seguida: «No; lo que hay que dar es obreros al trabajo». «Hay que europeizar España»; él contestaba: «Hay que españolizar Europa».

El otro procedimiento, también mecánico, de originalidad, usado por Aracil, era devolver la frase al interlocutor, aplicando palabras de ideas materiales a conceptos puramente espirituales, o al contrario, procedimiento que, a pesar de estar a la altura de cualquiera, no dejaba de producir efecto en los contertulios de Aracil.

Se le decía: «Habría que encontrar un medio de ventilar bien el hospital». Y él replicaba: «Lo primero sería ventilar bien las conciencias». Otro decía: «A los campos españoles les falta, sobre todo, abono químico». «Más abono químico les falta a nuestras almas, que están siempre en barbecho».

Este procedimiento lo había visto empleado Aracil, con éxito, por un catedrático de Medicina, de San Carlos; un señor a quien los papanatas de la Facultad tenían por un genio, porque, además de llevar melenas y de tocar el violín en el retrete, había tenido el desparpajo de construír, en pleno siglo xix, un sistema médico sobre la sólida base de unas cuantas frases, de unos cuantos chistes y de unas cuantas fórmulas matemáticas, aplicadas sin ton ni son, a los fenómenos de la vida.

Aracil, a veces, se sentía modesto y reconocía que no tenía sistema filosófico alguno; pero entonces aseguraba que no eran los hombres de ideas los que quedan, sino los hombres de frases.

—La cuestión es tener acierto—decía—; calificar al hombre superior de superhombre, se le ocurre a cualquiera; llamar a un hombre degradado ex hombre, como ha hecho Gorki, está a la altura de un ateneísta de capital de provincia; sin embargo, una invención de ésas, blandiéndola en el aire como una lanza, hace conocido a un autor y le puede dar celebridad.

Aracil, además de creerse original, se jactaba de ser inoportuno; uno de los procedimientos más empleados por él, en la discusión, era el de cortar la frase a su contradictor para explicar la etimología griega o sánscrita de una palabra, cuyo significado usual y corriente estaba al alcance de todo el mundo. La mayoría de las veces, estas inoportunidades no le traían consecuencias; pero a veces caía con personas de malhumor, que no se contentaban con servir de trampolín para ejercicios acrobáticos, y tenía que oír el ser motejado de farsante y de botarate.

La profesión médica daba un poco de mundanidad y mitigaba la suficiencia de Aracil. Si en vez de médico hubiera sido profesor, su nombre hubiera alternado con el de los más ilustres pedantes de facultad que brillan fácilmente en nuestra Beocia española.

A pesar de alguno que otro ligero tropiezo, la fama de Aracil aumentaba. Esa clase de talento brillante, que ha encumbrado en España y dado nombradía de geniales y de profundos a muchos hombres de talco, la poseía Aracil en grado sumo, y, como casi todos los hombres ingeniosos, creía en la eficacia de sus juegos de palabras, que para él constituían movimientos hondos de ideas.

Aracil era un anarquista; pero un anarquista retórico, un anarquista de forma; no tenía esa tendencia apostólica, ese entusiasmo por la vida nueva que han encarnado tan bien algunos escritores rusos y escandinavos.

Su anarquismo era esencialmente antiformular; le indignaba el absurdo de las fórmulas sancionadas; pero no le hería, en cambio, un gran absurdo científico ni una gran aberración moral. Si alguien le llamaba «mi distinguido amigo», le molestaba; el poner al final de una carta: «su seguro servidor que besa su mano», le parecía una violencia intolerable; todas esas fórmulas sin valor, aceptadas por comodidad y por rutina, le ofendían y exacerbaban su humor cáustico; en cambio, para que un gran crimen o una enormidad social le sublevase, tenía que pesar el pro y el contra, y, aun así, le costaba decidirse.

Toda la intuición de Aracil se cebaba en la fórmula; todas sus observaciones terminaban en una frase brillante, con su preparada sorpresa al final.

Moralmente, el doctor era poco apreciable; tenía una semisinceridad candorosa, que constituía, como todas las semisinceridades, forma acabada y perfecta de la perfidia.

Algunos amigos entusiastas le reprochaban que perdiese su tiempo en el café, y él, en vez de confesar la verdad y decir que se entretenía en la tertulia, contestaba: «La mesa del café es un campo de experimentación; lanzo allí mis ideas y las veo ir y venir, y las voy contrastando»; y añadía, con petulancia: «Mis amigos son los conejillos de Indias, que yo utilizo para la vivisección espiritual».

Aracil tenía dos tertulias: una en la botica de un amigo y condiscípulo del doctorado, llamado don Jesús, y la otra la del café Suizo. En las dos, Aracil llevaba la voz cantante, pero los de la botica eran más entusiastas aún.

Había allí contertulios que creían de buena fe que para salvar a España había que «aracilearla».

El doctor, en el momento de decir una cosa, la creía, aunque estuviese en contradicción con sus costumbres y con su vida. Así, lanzaba anatemas contra los que juegan a cartas, y daba como suya la frase del espiritual filósofo, que dice que los jugadores, no teniendo ideas que cambiar, cambian pedazos de cartulina; sin embargo, él jugaba al tresillo; decía a todo el que le quería oír que los libros de Medicina franceses eran malos, y él no leía otros; hablaba con sarcasmo de los que se dejan guiar por la última moda en ciencia, y él hacía lo mismo. El plan de Aracil era despistar, quitar de su alrededor lo vulgar y lo chabacano, para dar a su figura mayor relieve. Cierto que todos, en grande o en pequeño, somos cómplices, con nosotros mismos, de una farsa parecida, y queremos aparecer ante los demás con un color más brillante que aquel que tenemos en realidad; pero este pensamiento en unos es transitorio, de ocasión, y en otros integra la vida entera, como en Aracil. Algunas veces nuestro médico, influído por la gran idea que los demás tenían de él, había sabido estar enérgico y decidido.

El dandismo del doctor no se concretaba a las ideas y a los sentimientos, sino que se traslucía también en la figura y en el traje. Aracil gastaba un poco de melena, llevaba la barba larga y puntiaguda; los quevedos, de concha, con la cinta gruesa; el sombrero, de copa, con el ala más plana que de ordinario, y levita. No usaba nunca gabán. Este detalle, al parecer sin importancia, le había dado más clientela que todos sus estudios. No le faltaba al doctor mas que un poco de estatura. Con dos o tres dedos sobre su talla, hubiera sido uno de los médicos de mayor clientela de Madrid.

Los dos amigos íntimos del doctor Aracil eran un antiguo condiscípulo, llamado Iturrioz, y un aristócrata cliente suyo, el marqués de Sendilla.

El doctor Iturrioz tenía, próximamente, la misma edad que el padre de María, pero representaba muchísimos más años que él; estaba completamente calvo y tenía la cara surcada por profundas arrugas. Era un tipo de hombre primitivo: el cráneo ancho y prominente, las cejas ásperas y cerdosas, los ojos grises, el bigote largo, lacio y caído, la mirada baja y la barba hundida en el pecho. El doctor Iturrioz había sido médico militar, y vivido durante mucho tiempo, como decía él, en línea, hasta que las enfermedades le habían hecho retirarse. Hombre insociable, de un humor taciturno, vivía en casas de huéspedes raras, de barrios bajos, y se aburría pronto de una y se marchaba a otra. Contaba historias picarescas de curas, de estudiantes, de empleados, con un tono entre irónico y furibundo, y sentía, de cuando en cuando, alegrías estrepitosas de hombre jovial. Al oírle, cualquiera hubiese dicho que era chanchullero y mala persona, y, sin embargo, era un hombre íntegro, de vida pura, aunque de palabra cínica. El doctor se había formado un tipo de hidalgo rudo, claro, sincero, poco sensible, y a veces creía de buena fe ser él la encarnación de ese tipo de español legendario; pero su impasibilidad se fundía al calor de unas ráfagas de sentimentalismo, que le indignaban. Tenía Iturrioz un entusiasmo ideal por la violencia. Se mostraba con los desconocidos áspero y brusco, y le gustaba contar horrores de la guerra, de las dos campañas en donde había tomado parte, miserias de los hospitales, para poder convencer a todo el mundo que era el hombre antisentimental por excelencia.

María le recordaba a Iturrioz desde niña, siempre sentado a la lumbre, azotando con las tenazas el fuego, con un aspecto de ogro, un poco extraño y loco. Ella le conocía muy bien y sabía a qué atenerse respecto a sus violencias de expresión.

Iturrioz sentía una mezcla de cariño y de desprecio por Aracil, y éste experimentaba, a su vez, un sentimiento también mixto de estimación y de miedo por su amigo. La huraña probidad de éste le espantaba.

El aristócrata cliente de Aracil, el marqués de Sendilla, era un snob de esos que gastamos en Madrid y Barcelona, que visten siempre sus ideas y sus gustos a la moda de hace quince años. El marqués quería ser europeo, anglosajón; pero siempre era un anglosajón atrasado. Se enteraba de todo tarde; era su desgracia. Se entusiasmaba con las novelas de Paúl Bourget, cuando ya todo el mundo las consideraba un poco cursis, y tenía el talento de tomar las ideas y las modas cuando iban a marchitarse y a ser olvidadas.

Era partidario de los muebles modernos, y, llevado por sus gustos, había convertido su antigua casa solariega en una barraca llena de mamarrachos y de objetos de bazar.

La dama errante

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