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3 SACRIFICIOS VIVOS

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Una vez escribí un libro sobre la dignidad humana. En ese libro, mencioné un ejercicio que un consultor me mostró una vez. Él dijo: “Este va a ser un ejercicio divertido, R. C. Quiero que escribas los cinco cumplidos más significativos que la gente te ha dicho en tu vida”.

Él tenía razón–fue un ejercicio divertido. No tuve que pensar en las críticas o insultos con los que he tenido que lidiar en mi vida; en cambio, podía concentrarme en las cosas agradables que las personas me han dicho.

Mientras pensaba en esos cumplidos y escribía los cinco que me parecían más significativos, me sorprendí al ver que cada una de las cosas que puse en la lista –comentarios que habían venido de la boca de personas– eran de antes de que yo tuviera veintiún años, y aun así yo podía recordarlas después de tanto tiempo. Luego el consultor empezó a mostrarme que estos comentarios habían tenido una influencia tremendamente importante en mi vida. También me indicó que las personas que me hicieron esos cumplidos eran individuos cuyo juicio yo valoraba y cuyas palabras apreciaba porque eran figuras de autoridad en mi vida: entrenadores, familiares, profesores, etc. De hecho, dos de los cinco cumplidos que escribí eran de mi profesora de inglés de octavo grado, y de repente me empecé a dar cuenta de la influencia tan grande que esa mujer había tenido en mi vida.

Mientras discutíamos estas cosas, el consultor me señaló que seguramente hubo momentos en que las personas habían dicho cosas aun más agradables sobre mí. Me preguntó: “¿Nadie más te ha dicho un cumplido mayor a los que apuntaste en esta lista?”.

“Pues, sí”, le dije, y le mencioné un par que se me vinieron a la mente. “¿Por qué no los escribiste en la lista?”, me preguntó. “Eso es fácil”, respondí con una sonrisa, “no los escribí porque no los creí”.

A mi juicio esos cumplidos en particular no eran sinceros. Eran lisonjas, y yo entendía intuitivamente la diferencia entre la adulación y un cumplido genuino. De alguna manera, tendemos a saber cuando las personas nos dicen palabras vacías de alabanza o adulación, palabras que no son sinceras. Todos hemos recibido halagos que no son sinceros, y hay algo insultante en ello. El hecho mismo de que sean palabras vacías nos atormenta de cierta forma. Nos gustaría poder creer todas las cosas lindas que las personas dicen de nosotros–incluso cuando sabemos que realmente no piensan que lo que están diciendo sea cierto.

Los sentimientos de Dios no son lastimados por la alabanza insincera, pero Él tampoco es honrado por ello. Dios nunca es honrado por medio de la adulación. Es por eso que la verdadera adoración debe ser sincera.

En el capítulo anterior, vimos que el sacrificio era el elemento central de la adoración en el Antiguo Testamento. Vimos que este énfasis en el sacrificio se remonta a Caín y Abel, y que Dios estaba complacido con el sacrificio de Abel, pero rechazó el de Caín. La diferencia fue que Abel adoraba con un corazón que confiaba en Dios solamente.

Los sacrificios hechos en el Antiguo Testamento debían ser sacrificios de alabanza, y la alabanza es un intento de expresar honor. El elemento central de la adoración en la Biblia incluía honrar, bendecir, estimar y reverenciar a Dios. Un sacrificio era ofrecido como una señal externa de un corazón que estaba lleno de admiración, reverencia y respeto hacia Dios. Cuando un sacrificio no era dado en fe, no era más que un rito externo, un patrón formal de comportamiento que no era una expresión de la fe verdadera que tenía a Dios en la más alta estima y reverencia posibles. Carecía de lo que los libros de sabiduría llaman el temor del Señor, ese sentido de admiración por el cual el corazón es inclinado a adorar y honrar al Creador. La esencia misma de la adoración, como la Biblia deja en claro, es el hecho de expresar, desde lo más profundo de nuestro espíritu, el mayor honor posible que podamos ofrecer ante Dios.

Abel sinceramente quería honrar a Dios en su adoración, pero Caín no estaba interesado en honrar a Dios. Claramente, el honor que se expresa hacia Dios en la adoración puede no ser sincero.

Cuando Jesús se encontró con la mujer samaritana en el pozo en Sicar, ella inició un debate teológico, utilizándolo para desviar la atención de su culpabilidad personal, la cual Jesús había expuesto. Ella le hizo una pregunta a Jesús sobre la adoración, diciendo: “Los padres de nuestro pueblo –es decir, los samaritanos– dijeron que debíamos adorar a Dios aquí en el Monte Gerizim. Ese es nuestro lugar tradicional, pero ustedes judíos adoran a Dios en Jerusalén. Entonces, ¿dónde debemos adorar?”. En efecto, Jesús respondió: “Se acerca el momento y es ahora cuando ustedes no adorarán al Padre ni en el Monte Gerizim ni en Jerusalén, pero el Padre está buscando a aquellos que le adoren en espíritu y en verdad” (ver Juan 4:20-24).

Esta declaración de Jesús fue profunda. ¿A qué se refería? No estaba diciendo que Dios solía estar ubicado en un solo santuario central –el tabernáculo o el templo, el Monte Gerizim o Jerusalén– pero ahora Su pueblo podía adorarlo en cualquier lugar. Ese no era el punto. Más bien, Jesús estaba abordando la comprensión superficial que tenía la mujer samaritana de lo que la adoración era y siempre ha sido. No se trataba de la ubicación o la sustancia del sacrificio, como por ejemplo si era un sacrificio de un animal o un sacrificio de cereal. En cambio, Jesús estaba hablando de la naturaleza de la adoración que es ofrecida a Dios. La adoración genuina es espiritual y verdadera. Eso era lo que Dios quería entonces, y eso es lo que busca hoy en día.

Cristo manifestó y demostró ese tipo de adoración en Su propia vida. Cuando Jesús caminó por Samaria, cada minuto que estuvo allí, Él ofreció al Padre el sacrificio de alabanza. En otras palabras, el espíritu de Cristo adoró al Padre en verdad. Cuando Él vino a Jerusalén, el Hijo de Dios adoró al Padre en espíritu y en verdad; cuando Él estaba en Capernaum, Él ofreció el sacrificio de alabanza perfectamente. No importaba en dónde estuviera, Él siempre era auténtico en el honor que le otorgaba a Su Padre.

Para llegar a una definición neotestamentaria de la verdadera adoración espiritual, el tipo de adoración que agrada a Dios, tenemos que centrar nuestra atención en la carta de Pablo a la iglesia en Roma. Los comentaristas de Romanos usualmente dividen el libro entre los primeros once capítulos y los últimos cinco. En los primeros once capítulos, Pablo presentó su más grande exposición del drama de la redención, de la persona y obra de Cristo, de la elección por gracia de Dios, y de la manera en que Él justifica a los pecadores por Su misericordia y gracia. Empezando el capítulo 12, hay un cambio claro y decisivo en el lenguaje y estilo del apóstol. Pablo pasó de una exposición del contenido del evangelio a lo que podemos llamar su aplicación práctica.

Romanos 12 comienza con una súplica apostólica. La primera frase del capítulo contiene estas palabras: “os ruego”. Estas son palabras de pasión. Pablo no estaba diciendo solamente “les recomiendo”, o “me gustaría instruirlos”, o “por favor, pongan atención a esto”. Él estaba involucrado en un acto apasionado. Estaba diciéndoles a sus lectores: “les suplico…”.

Pablo comenzó esa frase con la expresión crucial así que. En la Escritura, el término así que siempre introduce una conclusión que fluye y resulta de un argumento anterior. Antes de que veamos la conclusión de Pablo, vamos a considerar el argumento en el cual está basada.

Podríamos observar el “así que” en Romanos 12:1 a la luz de lo que él ha dicho en el capítulo 11, y eso ciertamente es una posibilidad legítima en términos de sintaxis. Pero este “así que” también podría estar refiriéndose a todo lo que le precede. Dada la clara línea de división entre el énfasis del contenido en los primeros once capítulos y los últimos cinco, me inclino a pensar que este “así que” está introduciendo una conclusión basada en todo lo que ha aparecido hasta este punto en la epístola. Escucho al apóstol diciendo: “A la luz de la revelación de Dios de esa justicia que nos es dada por fe, a la luz de la elección por gracia de Dios, a la luz de todo el evangelio, ahora vengo a ustedes romanos rogándoles algo que debería fluir del evangelio por una lógica irresistible”.

¿Qué era eso que el apóstol estaba rogando? Pablo escribió: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (v. 1). Otras traducciones lo ponen un poco diferente. Incluyen el ruego y la frase así que, pero en lugar de decir “Os ruego que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo”, lo dicen de esta manera: “les ruego que presenten sus cuerpos como un sacrificio vivo, un sacrificio que sea santo, que sea sagrado, un sacrificio que sea aceptable a Dios”. En lugar de traducir la última frase como: “que es vuestro culto racional”, la traducen con estas palabras: “que es su adoración espiritual”. Esto captura la esencia de la adoración como es entendida a la luz del evangelio.

Nosotros ya no vamos al santuario y esparcimos sangre de toros y machos cabríos sobre un altar. Sin embargo, todavía damos dádivas a Dios. Seguimos llevando nuestro diezmo y nuestras ofrendas a Él como parte de nuestra expresión externa de compromiso con Él. Pero recordamos las palabras de David en su salmo penitencial: “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmos 51:16-17). David entendió lo que Abel entendió pero que nunca se le ocurrió a Caín: el sacrificio que Dios acepta es aquel que es agradable a Él, aquel que no se vuelve profano por una motivación egoísta o una farsa deshonesta, sino un sacrificio que viene del corazón.

Es como si Pablo hubiera dicho a los romanos: “Piensen en el evangelio. ¿Cuál es su respuesta a lo que Cristo ha hecho por ustedes–Cristo, quien no escatimó nada, quien dio Su vida por Su pueblo, quien hizo el sacrificio definitivo por Sus ovejas? ¿Cómo respondemos a eso? ¿Cuál es la respuesta razonable?”. Pablo dijo: “Este es vuestro culto racional o vuestra adoración espiritual”.

Así que debemos responder al evangelio con un sacrificio–no un sacrificio de dinero, de tiempo, o de bienes materiales, sino un sacrificio de nuestras vidas. Pablo dijo que debemos presentar a Dios nuestros cuerpos –es decir, nosotros mismos– como sacrificios vivos. El sacrificio de Abel fue aceptable a Dios cuando ofreció un animal; pero era un sacrificio muerto. Pablo estaba diciendo que, a la luz del evangelio, Dios quiere un sacrificio vivo. Él no está pidiendo que seamos mártires o que demos nuestra sangre. Él quiere algo más; quiere nuestras vidas. La respuesta de la fe es darse a sí mismo, cuerpo y alma, a Cristo.

En las primeras semanas de mi vida cristiana después de mi conversión en 1957, escuché un himno en particular por primera vez. Se llamaba “A donde Él me guíe, le seguiré”, y dice: “Puedo escuchar a mi Salvador llamándome”. La canción sugiere que nuestra respuesta al llamado de Cristo debe ser la respuesta de los discípulos, quienes dejaron todo para seguirle. Eso tenía sentido para mí. Yo entendí, incluso en las primeras dos semanas de mi experiencia cristiana, que Dios es serio y determinado en Sus acciones. Él quiere nuestros corazones, nuestras almas, nuestras vidas. Él quiere que la búsqueda de Su reino sea la ocupación principal y central de nuestras vidas. Él no quiere que juguemos con la religión, que incursionemos en la iglesia, o que simplemente firmemos un cheque. Él nos quiere a nosotros–cuerpo y alma.

Yo no he dado ese sacrificio. Nunca he dado todo mi ser a Dios ni le he dado mi culto racional. He fallado en mi deber espiritual. Y sin embargo, eso es la adoración–presentarnos a nosotros mismos en el altar de la alabanza, para que lo que pensemos, hagamos y cómo vivamos sea motivado por un deseo de honrar a Dios. Yo desearía poder decirle a Dios en el día del juicio: “Oh, Dios, todo lo que hice fue hecho por el deseo de honrarte”. Pero será mejor que no le diga eso estando de pie enfrente de Él, porque si lo hago sé lo que Él respondería. Me diría que cada sacrificio que he ofrecido ha sido empañado, manchado y comprometido por el pecado que he traído con él. Si Él mirara el sacrificio que yo ofrecí, incluso si lo ofrecí en el nombre de Cristo, Él lo rechazaría tan radicalmente como rechazó la ofrenda de Caín. Mi única esperanza es la gloriosa verdad de que la ofrenda que le doy a mi Creador hoy es llevada a Su presencia por el Mediador perfecto, quien toma nuestros sacrificios de alabanza y los presenta al Padre.

Pablo dijo: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1). El sacrificio de nuestras vidas a Dios es la única respuesta razonable ante Aquel que ha pagado un costo tan alto por nuestra redención. Solo de esta manera podemos honrar sinceramente al único Dios verdadero.

¿Cómo debemos rendirle culto?

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