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TRES

Desnuda en Pascua

Cuán audaz se vuelve uno cuando está seguro de ser amado.

—Sigmund Freud

A comienzos de los años veinte, arqueólogos que exploraban las ruinas del desierto de DuraEuropos, una antigua ciudad romana limítrofe con la Siria moderna, descubrieron una serie de frescos crudos en las paredes de un hogar romano. Los frescos rodeaban una piscina de baño y representaban muchas escenas distintas: un pastor que llevaba un cordero en sus hombros, una mujer en un pozo, dos figuras que cruzan el mar mientras sus camaradas observan desde un barco, tres mujeres aproximándose a una tumba. Los arqueólogos habían descubierto el bautisterio de lo que queda del edificio iglesia, hasta ahora, más antiguo en el mundo.

Aproximadamente hace dos mil años atrás, una mañana de Pascuas justo antes de que el sol se elevara, la luz parpadeante de la lámpara habría iluminado los dibujos mientras los nuevos conversos al cristianismo se arrodillaban, completamente desnudos, en el agua del bautisterio. Uno por uno, los hombres separados de las mujeres, cada uno afirmaba públicamente los principios de la fe y renunciaba a Satanás y sus demonios antes de ser sumergido tres veces en el agua fría, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

“¿Renuncias a Satanás y a todos sus ángeles, a todas sus obras, a todos sus servicios y a todo su orgullo?”, les preguntan los sacerdotes ortodoxos a los conversos adultos hasta el día de hoy.

“Si, renuncio”, dice el converso.

“¿Te unes a Cristo?”.

“Lo hago”.

“Inclínate ante él”.

“Me inclino ante el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo”.

Luego del bautismo, a los conversos se les daban túnicas blancas para significar su nueva vida en Cristo y se los ungía con aceite, marcándolos como miembros del sacerdocio real. Luego, se unían a sus compañeros creyentes para celebrar la comida eucarística por primera vez. El proceso se repetía cada año, luego de varios días de ayuno en la culminación de la solemne vigilia de Pascua.10

En estos días, la mayoría de las iglesias no comienzan el domingo de resurrección con un montón de personas mojadas y desnudas renunciando a Satán y a sus demonios a las seis de la mañana. Este enfoque atraería a muchos menos visitantes que las elaboradas obras de teatro o las búsquedas de huevos de Pascua que prometen premios en efectivo. Sin embargo, a nivel histórico, la vida cristiana empezaba con el reconocimiento público de las dos realidades incómodas —maldad y muerte— y, con el bautismo, el cristiano hace la audaz afirmación de que ninguna de los dos tiene la última palabra.

Ahora, cada vez que leo una nota sobre exorcismos de demonios, me siento tan incómoda como un conductor de Honda que escucha la NPR,1 lee en el New York Times y es progresista. Cuando me topo con esos relatos en el Nuevo Testamento, me inclino a tomar un abordaje sofisticado y asumo que las personas a las que se les sacaron los demonios eran sanadas de enfermedades mentales, epilepsia o algo así (lo cual, cuando lo piensas, solo requiere intercambiar una historia altamente inverosímil por otra). Pero, últimamente, me he estado preguntando si esto deja algo importante afuera, algo verdadero sobre la forma y naturaleza del mal, lo cual, como lo expresa Alexander Schmemann, no es meramente ausencia del bien, sino “la presencia del poder oscuro e irracional”.11

Desde luego, nuestros pecados —odio, miedo, avaricia, celos, lujuria, materialismo, orgullo— a veces pueden tomar formas tan distintas en nuestras vidas que los reconocemos de forma grotesca en los rostros de las gárgolas que guardan las puertas de la catedral. Y estos pecados se unen a un coro —quizás, hasta podrías decir a una legión— de voces atrapadas en una batalla sin fin contra Dios para reclamar nuestra identidad, para convencernos de que les pertenecemos, que tienen derecho a nombrarnos. Donde Dios llama amada a la persona bautizada, los demonios la llaman adicta, puta, pecadora, fallada, gorda, insignificante, farsante, fracasada. Donde Dios la llama su hija, los demonios la atraen con ser rica, poderosa, bonita, importante, religiosa, estimada, exitosa, correcta. No es ninguna coincidencia que cuando Satán tentó a Jesús luego de su bautismo, empezó sus conjuros diciendo “Si eres el Hijo de Dios…”. Todos anhelamos que alguien nos diga quienes somos. La gran lucha de la vida cristiana es apropiarnos del nombre que Dios nos dio, creer que somos amados y creer que eso es suficiente.

Ya sea que provenga desde adentro o afuera nuestro, ya sea que representen distintas personalidades o pecados y sistemas que compiten por nuestra lealtad, los demonios son tan reales como las identidades competidoras que buscan poseernos. Pero, más que expulsarlos de nuestras iglesias, tendemos a invitarlos. Una vez allí, nos dicen que seremos hijos de Dios cuando

 venzamos la adicción.

 firmemos las declaraciones doctrinales.

 ayudemos con el ministerio de niños.

 hagamos las cosas bien y nos organicemos.

 diezmemos.

 cumplamos las reglas.

 creamos sin dudar.

 estemos casados.

 seamos heterosexuales.

 seamos religiosos.

 seamos buenos.

Pero “el primer acto de la vida cristiana —dice Schmemann— es una renuncia, un desafío”. En el bautismo, el cristiano se para desnudo sin vergüenza ante todos estos demonios —todos estos impulsos y tentaciones, pecados y fallas, discursos de venta vacíos y etiquetas retorcidas— y dice “soy una hija amada de Dios y renuncio a lo que sea o a quien sea que diga lo contrario”.12 En algunas tradiciones ortodoxas, los conversos literalmente escupen en la cara del mal antes de sumergirse en el agua.

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