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Introducción

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Vivimos en un tiempo de profundos cambios globales. La rápida implantación de las nuevas tecnologías, la creciente repercusión de los medios de comunicación social, el desarrollo de una economía de mercado a escala mundial, el protagonismo de una sociedad civil cada vez más consolidada, el ardiente deseo común de resolver los problemas que afectan a la humanidad, como el terrorismo internacional, el tráfico de armas, el hambre y la pobreza, la explotación sexual, la corrupción política y económica, el abuso de poder y las amenazas al medio ambiente, son algunos de los fenómenos que caracterizan nuestro irrepetible momento histórico.

Y vivimos en este mundo a gran velocidad. Ésta es quizás la principal diferencia con el pasado: el ritmo frenético de nuestras relaciones sociales, lo que a veces dificulta adaptarlas a las exigencias e imperativos de la justicia. Nuestra sociedad es resultado de una compleja red de conexiones políticas, económicas, culturales, cuyo entramado es difícil de comprender aplicando los criterios organizativos de antaño.

Ante esta realidad, tan cierta como nuestra existencia, los juristas no podemos, no debemos, cerrar los ojos permitiendo que la ley de la selva se imponga en la era de la globalización por falta de previsión, coherencia o imaginación; no podemos permitir que el imperialismo económico o una criptocracia política dominen el mundo como si de una finca particular se tratara. La ciencia del Derecho, en tantos puntos, ha devenido obsoleta, ha sido superada por los propios hechos y sus circunstancias. La cada vez más difícil distinción entre lo público y lo privado, la crisis de la ley como fuente principal del Derecho, la intrínseca complejidad de los hechos que han de ser ordenados por el ius y la falta de previsión ante un futuro inmediato cada vez más variable han puesto fin a tantos principios jurídicos que, a primera vista, podrían parecer permanentes. Y no lo eran. Claro que no. A veces, son tan fuertes el peso de la cultura y las circunstancias que las convertimos en naturaleza. Y ésta, además, en parte, también es mudable.

Viene a mi memoria el famoso texto de las Instituciones de Gayo (2.73) en que este jurista del siglo II d.C. afirma que “lo que otro edifica en terreno nuestro, aunque lo edifique por su cuenta, se hace nuestro por Derecho natural, porque la construcción cede al terreno” (superficies solo cedit). No creo que este mismo jurista se hubiera atrevido a repetir tal afirmación, multisecularmente aceptada por los tribunales, de haber tenido la oportunidad de pasearse por la Quinta Avenida de Manhattan. Hoy en día, este principio se ha invertido en muchas ocasiones, prevaleciendo el vuelo sobre el suelo, lo que significa que lejos estaba de él el Derecho natural, en el sentido moderno de la expresión. Pero, en aquel momento, fue la rerum natura, la naturaleza de las cosas como criterio de interpretación jurídica, lo que llevó a Gayo a formularlo. Y las cosas eran como eran.

Ante un cambio de paradigma, es preciso reformar el Derecho, agilizarlo. En su ensayo Revitalizing International Law, Richard Falk se quejaba de los juristas —en concreto de los norteamericanos— por mostrarse tan reacios a los cambios paradigmáticos derivados de la complejidad de la sociedad y de los fenómenos políticos2.

La globalización exige una reformulación del Derecho, una respuesta jurídica adecuada a los nuevos tiempos, para que no queden aprisionados por normas caducas y pasajeras. Es hora, pues, de un Derecho global, como antes lo fue del Derecho de gentes y luego lo ha sido del Derecho internacional. Sin el ius gentium no se entiende el Derecho inter nationes, el International Law. Y sin el desarrollo de éste no hubiera nacido el incipiente Derecho global. Los tres Derechos —de gentes, internacional y global— son como abuelo, padre y nieto, respectivamente. Forman parte de una misma familia. Tienen, por tanto, rasgos comunes que los aproximan por basarse en principios jurídicos distintos y aplicarse en momentos históricos del todo diferentes. Prueba de ello es que han convivido superpuestos.

No estoy, por tanto, del todo de acuerdo con el gran internacionalista Lassa Oppenheim (1858-1919) —ni con sus discípulos— cuando afirma que el Derecho internacional, en el sentido actual del término, es, en su origen, un producto de la civilización cristiana (a product of Christian civilization), que comenzó a desarrollarse gradualmente a partir de la Baja Edad Media, y muy particularmente a partir de Grocio, impulsor de una conceptualización posterior3. Esta ruptura es, en ocasiones, más artificial que real: ¿acaso Grocio se entiende sin Gentile, o sin Vitoria, y éste sin Tomás de Aquino, y el Aquinate sin Isidoro de Sevilla, y san Isidoro sin Ulpiano, y éste sin Gayo, y Gayo sin Cicerón y el gran orador romano sin los estoicos? No, a veces es más real el deseo de cortar, de fragmentar la historia, que el mismo corte. Y esto, sin duda, ha sucedido en la historia del Derecho internacional, que brilla por los tópicos que, de generación en generación, se han ido pasando de tratado a tratado, de manual a manual, sin posibilidad de revisión, de contraste, de enriquecimiento.

Me adhiero, sin embargo, plenamente a la feliz frase con la que Jean Monnet (1888-1979) cierra sus interesantes memorias, huyendo de toda suerte de anquilosamiento y vana nostalgia, y enfatizando la necesidad de reconocer que lo que en un momento histórico fue un instrumento útil, como las naciones soberanas, puede dejar de serlo en otro: “les nations souveraines du passé ne sont plus le cadre où peuvent se résoudre les problèmes du present”4. Ha llegado la hora de la imaginación jurídica, de la creatividad, de tomar conciencia de que la Humanidad como tal tiene problemas comunes que afectan a la justicia y que, por tanto, deben ser resueltos por el Derecho. Por un Derecho que, utilizando la conocida expresión del padre de Europa, ha de unir personas, no Estados5.

Roma dio vida al Derecho de gentes; la Europa moderna e ilustrada al Derecho internacional; el mundo globalizado en que vivimos, al Derecho global, universal, cosmopolita, de la Humanidad, o como quiera denominarse. En todo caso, se trata de un Derecho común, de un ius commune del tercer milenio, con ciertas semejanzas con el Derecho común medieval, que haría las veces de tío abuelo de nuestra familia jurídica.

Una vez más, el punto de partida de nuestra reflexión no ha de ser, como sucede habitualmente, la Ilustración, sino la Antigüedad clásica, que, en este caso, nos ofrece una idea de nación fresca, flexible, abierta. Apolítica. Pero también una idea de jurisdicción, de pueblo o de majestad no manipuladas por las ciencias sociales para satisfacer intereses partidistas o sectarios. Se precisan conceptos, en suma, que no cedan ante el oportunismo y que se muestren aptos para el nuevo orden jurídico global que reclama el siglo XXI.

Más aún, que reconozcan la necesidad de lograr una síntesis viviente de culturas, en la que valores trascendentes permitan la unión de diversas tradiciones, de manera armoniosa, privilegiando el mestizaje y la integración material y conceptual. En este sentido, podría decirse que el Derecho global requiere de una teoría pura del Derecho. Pero no al modo kelseniano, pues nada más lejos de la purificación quge la “hiperconceptualización”. Una acertada reflexión sobre el Derecho global ha de emplear nuevos instrumentos y conceptos jurídicos para ordenar conforme a Derecho esta nueva realidad que tenemos ante nuestros ojos, pero también habrá de “purificar” otros tantos, de los que se ha abusado sirviéndose de ellos como herramientas de poder económico y político.

Hemos de recuperar la idea de pueblo (populus), en su sentido más genuino, esto es, en el de un conjunto de ciudadanos púberes maduros. Y aplicarlo, por qué no, a la humanidad. El pueblo es incluyente; la nación ilustrada no lo fue jamás. La humanidad no será nunca una nación, al modo revolucionario. Se aproxima más al concepto de pueblo, a una suerte de pueblo de pueblos (populus populorum), organizada, como veremos, en una Antroparquía. La palabra preferida del pueblo es “nosotros”; el “ellos” marca el rumbo de la nación. Y la humanidad puede referirse a un “nosotros”, pero no a un “ellos”.

Desde esta perspectiva, estoy con John Rawls6. La naturaleza social de la persona implica que ésta se desarrolle en una comunidad, incluso más amplia que la familiar, que satisfaga sus necesidades. Pero, como he dicho, esta comunidad ha de ser incluyente, no excluyente. Por lo demás, no sorprende esto en pluma de un americano. No hay que olvidar que la Revolución americana la hizo el Pueblo; la francesa, la nación, y la rusa, el partido7. De las tres, sigo pensando que fue la americana la que trajo más bienes y menos males. De hecho es la que conceptualmente mejor ha soportado el paso del tiempo. Y la que probablemente más aporte al sistema de Derecho global.


Ofrezco hoy a la comunidad científica una fundamentación históricojurídica de lo que, en mi opinión, han de constituir las bases de este ius commune totius orbis, que habrá de imponerse con la fuerza y naturalidad de las evidencias. Como lo hacen los idiomas en una era determinada. Entiendo por Derecho global un orden jurídico mundial que, partiendo de la noción de persona como origen del Derecho, rige las relaciones de justicia en la medida en que afectan a la humanidad en su conjunto. Compatible con los diversos sistemas y tradiciones jurídicas, el Derecho global, a la par que la Economía y la Política internacional, se ha escindido del corsé estatal, y utiliza un metalenguaje jurídico que responde a los nuevos retos del fenómeno de la globalización.

Que no vea el lector en el Derecho global un sistema legal o un ordenamiento jurídico cerrado, pero tampoco un mero conjunto de normas más o menos vinculantes y por ende, estériles. Se trata más bien de un sistema de sistemas, de un iuris ordorum ordo que ha de erigirse en ordo orbis en la medida en que sea paulatinamente aceptado por todas las comunidades y ciudadanos del mundo. Su función es semejante a la del Sol en el sistema en que habitamos, integrado — principalmente— por planetas, pero también por billones de cuerpos celestes menores: asteroides, meteoroides, cometas, etcétera. Cada uno de los planetas se correspondería, en nuestro ejemplo, con una tradición jurídica, de la que dependen, a su vez, diferentes ordenamientos legales. Los principios de Derecho global vendrían a ser como el núcleo del Sol, que irradia la energía mediante reacciones termonucleares. Y la fuerza de gravedad que los atrae, la jurisdicción global, algo diferente a la que denominamos actualmente con el término jurisdicción universal.

Para seguir con la metáfora solar, de la misma manera que existen diversas intensidades en el campo gravitatorio, en razón de la aceleración, deben también coexistir diferentes jurisdicciones, principalmente en razón de la materia. La urgencia de una jurisdicción penal global que combata el terrorismo internacional no es comparable a la necesidad de armonizar los ordenamientos del orbe en cuestiones registrales, por importantes que éstas sean, o que aprobar una normativa común para la ejecución de laudos arbitrales.

El Derecho global nace, pues, con vocación cosmopolita, pero ello no implica que lo sea efectivamente desde el primer momento de su vida. El ius necesita de la fuerza, de la coacción, para imponerse. Y ésta, al cabo, es más política que jurídica. Si no hay una voluntad, al menos implícita, de orden, los juristas no podemos regular la sociedad conforme a Derecho. Esto es lo que explica que el Derecho, tantas veces, haya quedado sometido a la ciencia de la polis, y sea condicionado por ella. El Derecho es un freno a la injusticia, pero sólo puede hacerse valer con el libre sometimiento de la comunidad política, y muy particularmente, con el de sus gobernantes. Aquí radica su grandeza y también su miseria. Su función controladora y su posición subsidiaria. Su vocación totalizadora y su praxis sometida. Si se me permite el símil futbolístico, diré que el Derecho tiene más vocación de portero, de guardameta, que de delantero centro, porque cumple su misión protegiendo, custodiando, amparando a la sociedad y a las personas más que señalando el rumbo del gol de la historia.

No supone el Derecho global una ruptura con la tradición jurídica anterior, y menos todavía una revolución. De la misma manera que el Derecho de gentes convivió con el Derecho internacional durante un largo período de tiempo, el Derecho global ha de unir sus esfuerzos a los del Derecho internacional, con el que, por el momento, ha de compaginarse. “El Derecho cosmopolita puede complementar, pero no reemplazar al Derecho internacional público basado en la soberanía”, afirma Jean L. Cohen8. Pero no se trata, como pretende este autor, de un Derecho internacional actualizado o de un maquillaje superficial (an updated international law), sino más bien de la superación de la idea misma del Derecho internacional por la circunstancia sobrevenida de la globalización. Derecho internacional y Derecho global son dos especies diferentes de un mismo género. La primera está llamada a la extinción, o, al menos, a su total transformación; la segunda, a su desarrollo y evolución.

Esta idea de convivencia de Derechos está presente en la historia de Occidente y ha sido de gran utilidad para el desarrollo de los ordenamientos jurídicos. En el Derecho romano, el Derecho pretorio convivió con el ius civile hasta que, en época tardoclásica, se constituyó un ius novum superador de ambos, fundado básicamente en los rescriptos y en las orationes Principis. Algo parecido sucedió siglos después, ya en la Edad Media, con el common law, que permitió una jurisdicción paralela de equity, del todo independiente a partir del siglo XV. Esta dualidad jurisdiccional, cada vez menos influyente, pasó al Derecho angloamericano, y todavía se conserva, aunque con muy poco peso específico, en el conjunto de la tradición del common law, por ejemplo, en el Estado de Delaware.

El nuevo orden jurídico mundial debe ser, sobre todo y ante todo, un Derecho jurisdiccional, no interestatal, consensual, no burocrático, ni positivo u oficial, más propuesto que impuesto, basado más en el mutuo acuerdo que en leyes y códigos, y ha de ser protagonizado por una sociedad civil protegida por instituciones globales, y no por entes estatales jerárquicos y tecnocráticos. Desde esta perspectiva, el sistema del commom law —por su mayor proximidad a lo cotidiano y por su propia metodología y sistema de fuentes— es más apto para la globalización que el civil law europeo; de ahí que el common law campee a sus anchas en el mundo de los negocios internacionales y de los arbitrajes transnacionales. Para el nuevo Derecho global, lo público vendría a identificarse más con lo social que con lo estatal, a diferencia de lo que sucede en el marco europeo y latinoamericano9.


Este libro consta de dos partes del todo diferenciadas, pero que forman sin duda una unidad. En la primera parte, de marcado carácter histórico, abordo la continuidad conceptual de la idea de Derecho de gentes en tanto fuente del Derecho global, así como su relación con el ius commune, al que nunca hemos de perder de vista en toda la exposición: ius commune latet, ius gentium patet.

Fue Cicerón quien primero empleó esta expresión de “Derecho de gentes”, que luego sería asumida por los juristas romanos, los teólogos y canonistas medievales, los humanistas renacentistas y los ilustrados racionalistas, que terminarían convirtiéndolo en un Derecho interestatal en sentido estricto. Lugar central ocupan Bentham y Kant, inventores, respectivamente, de los conceptos de International Law y Weltbürgerrecht, de gran importancia para la consolidación del Derecho internacional. También se analizan algunos de los nuevos intentos de conceptualización del Derecho internacional, como son los de Philip C. Jessup (1897-1986), C. Wilfred Jenks (1909-1973), John Rawls (1921-2002) y Álvaro d’Ors (1915-2004). Podría haber elegido a otros autores10, pero éstos son, en mi opinión, quienes mejor abordan, desde perspectivas bastante distintas, esta vexata quaestio.

En la segunda parte reflexiono propiamente sobre el nuevo Derecho global a la luz de la crisis del Derecho internacional, ocasionada por la crisis de los conceptos de Estado y soberanía. Señalo en ella cuál ha de ser la estructura jurídica del nuevo Derecho global, así como sus principios informadores. En esta parte, mis interlocutores principales son Kelsen y Hart, cuyas aportaciones a la ciencia jurídica han dejado en mí una huella indeleble, a pesar de mis profundas desavenencias con sendos juristas.

Con esta propuesta jurídica global sólo pretendo promover un diálogo intelectual, abierto, de carácter intercultural y netamente académico, que sirva de punto de partida para el desarrollo posterior de esta nueva disciplina jurídica. Estos principios no tienen nada que ver con ese peligroso y disolvente cosmopolitismo que pretende acabar con las identidades nacionales, o con el maquiavelismo internacionalista sucesor del marxismo más radical. Los pueblos no desaparecerán, no deben desaparecer, como por arte de magia. Los principios del nuevo Derecho global no son el instrumento cierto de afanes de gobierno mundial. Estamos ante un escenario distinto. El Derecho global no puede convertirse en el instrumento para aquellos que buscan uniformar, homogeneizar, el mundo como medio para controlarlo. Su función es más bien la de ordenar un sistema tal que permita que los problemas que afectan a la humanidad sean resueltos entre todos.

Nada más ajeno a mi intención que construir una teoría del Derecho global, normativa y conceptual, como exigiría Dworkin11. Pretendo, eso sí, dar los primeros pasos marcando las pautas configuradoras de esta nueva realidad naciente que es el Derecho global. La norma viene tras la vida: ius ex facto oritur, se puede afirmar con expresión medieval12. También la teorización, al menos la que pretende ser constructiva e interpretativa al mismo tiempo.

En efecto, al Derecho le sucede lo que a las lenguas. Surgen y se van haciendo poco a poco hasta el punto de que resulta difícil constatar la fecha de nacimiento, de separación del tronco común. El Derecho global se está separando —creando un ordo nuevo— del Derecho internacional como se separaron el castellano del latín, el inglés del anglonormando o más recientemente el American English del inglés británico.

Advertirá el lector la educación europea —pero no eurocéntrica— de quien escribe estas reflexiones. No pretendo olvidar las raíces de nuestra tradición jurídica ni tampoco inclinarme ante una irreflexiva arrogancia occidental. Pienso que sería un error metodológico crear ex nihilo un nuevo Derecho global, como si de una escultura se tratase. Hablamos, más bien, de enriquecer el mundo jurídico, exponiendo diversas opiniones, que, sin duda, vienen condicionadas por la experiencia personal y la tradición jurídica a la que pertenezco. Sostengo que es más viable construir un ius novum partiendo del suelo firme que nos ofrecen los sistemas legales más universales que haciendo tábula rasa, lo que es tanto como arruinar la fecunda hereditas iuris acumulada a lo largo de los siglos.

Se me podrá también reprochar, con motivo, mi formación académica y poco práctica. Pero creo que la ciencia del Derecho debe volar, como las águilas, con dos alas, ambas imprescindibles: la téorica y la experimental. Lo recordaba el gran internacionalista C. Wilfred Jenks, en su libro A New World of Law: “Hace falta una mezcla adecuada de erudición y sagacidad, de imparcialidad y experiencia”13. En ese sano equilibrio entre lo teórico y lo práctico, entre la intuición y la ejecución, veo el auténtico desarrollo de la sociedad del conocimiento.

No quiero terminar estas líneas sin manifestar mi agradecimiento al Consejo General del Poder Judicial por haber galardonado este ensayo con el Premio Rafael Martínez Emperador, en su edición de 2007. A Ángel J. Gómez Montoro, rector de la Universidad de Navarra; Pablo Sánchez-Ostiz, decano de la Facultad de Derecho, y Antonio Garrigues Walker, presidente de la Fundación Garrigues, su aliento constante durante la redacción de estas páginas. Al Colegio de Registradores de España, la Fundación Garrigues y la Fundación Maiestas, la ayuda económica recibida para elaborar este ensayo. Y, por último, al personal de la Firestone Library de la Universidad de Princeton, de la Arthur W. Diamond Law Library de la Universidad Columbia de Nueva York y de la Biblioteca de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Navarra, sus continuas y desinteresadas atenciones.

¿Qué es el Derecho global?

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