Читать книгу Por la senda del pensar ontológico - Rafael Echeverría - Страница 7

Оглавление

I

EL PENSAR FILOSÓFICO, LA ENCRUCIJADA ONTOLÓGICA Y EL DESARROLLO DE LA FILOSOFÍA

El pensar ontológico, objeto de exploración de este libro, es una modalidad del pensar filosófico. Hacer ontología implica participar por lo tanto en este particular quehacer. Decir esto bastaría para intimidar a muchos que sentirán que no están en disposición para ponerse a hacer filosofía o que pudieran sentir que ello se traduciría en una pérdida de tiempo. Le pedimos al lector que nos dé la oportunidad para procurar mostrarle que este no es el caso y que es mucho lo que puede ganar haciendo filosofía.

La filosofía como pensamiento genérico

¿En qué consiste hacer filosofía? En otras palabras, ¿qué es la filosofía? Sostengo que el quehacer filosófico está fundado en una operación de pensamiento que, aunque de manera embrionaria, realizamos todos los seres humanos. Ello implica que todos nos situamos en el umbral del quehacer filosófico, aunque no siempre estemos conscientes de ello. Es más, es muy posible que no pase un sólo día sin que participemos de esta operación de la que emerge la filosofía. La filosofía, por lo tanto, a un nivel muy básico, nos es algo natural. Todos practicamos la operación que le da nacimiento. Todos realizamos esta operación permanentemente.

Todo ser humano reflexiona sobre sus experiencias, sobre su práctica, sobre lo que le sucede en la vida. Pero puede hacerlo de dos maneras diferentes. En una primera manera, puede reflexionar, por ejemplo, sobre el amor que siente por una determinada persona o por el amor que en el pasado sintió por otra. Puede reflexionar también sobre el amor que percibe de una tercera persona. Todos estos ejemplos poseen un rasgo en común. Se trata de reflexiones sobre situaciones particulares concretas.

Pero a partir de ellas puede entrar también en una modalidad de pensar diferente y reflexionar sobre lo que es el amor. Esta vez se despega del nivel particular concreto, se separa de las experiencias específicas anteriores y, aunque ellas estarán posiblemente en el trasfondo de su reflexión, hace un salto y se concentra en el amor como fenómeno general. En ese momento, aunque en forma embrionaria, se ha situado en el umbral del quehacer filosófico.

Tomemos un ejemplo diferente. En un primer nivel, una persona reflexiona sobre el impacto que tuvo en su vida la muerte de sus padres. Luego piensa sobre la experiencia que debió enfrentar a partir de la muerte de un amigo. Y así, puede escoger diferentes instancias en las que se ha visto impactado por experiencias de muerte. Pero luego descubre que puede cambiar el nivel de la reflexión y que le es posible pensar sobre el significado de la muerte en general, más allá de los casos concretos implicados en las primeras reflexiones anteriores. En ese momento se coloca en el borde del quehacer filosófico.

Este segundo tipo de reflexiones las tenemos todos y cada vez que entramos en ellas nos colocamos en el umbral de la práctica filosófica. Haremos posiblemente una filosofía de aficionados. Es posible que esas reflexiones las realicemos con poco oficio y sin mayor disciplina. Pero cada vez que entramos en ellas nos situamos en el inicio del juego de la filosofía. Bien podría suceder que alguien nos enseñara cómo hacer que estas reflexiones sean más profundas y que nos conduzcan más lejos. Al hacerlo, obtendremos una mayor maestría en esta práctica reflexiva. Algunos podrían incluso llegar a convertirse en filósofos profesionales.

¿Cómo explicar la diferencia que existe entre el primer y el segundo nivel de reflexión? ¿En qué consiste el tránsito del primero al segundo? Hay tres elementos a destacar. El primero implica reconocer que de no existir el primer nivel de reflexión no es posible concebir el segundo. De no conocer el amor o la muerte en sus dimensiones particulares concretas, no es posible pensar en ellos de una manera general. Es sólo por cuanto vivimos experiencias particulares concretas en las que observamos rasgos comunes que nos es posible pensar en el amor o en la muerte como fenómenos generales.

El segundo elemento que es importante advertir es el hecho de que el segundo nivel de reflexión suele plantearse en términos de proposiciones de identidad, del tipo, «¿Qué es el amor?» o «¿Qué es la muerte?». Correspondientemente, las respuestas a tales preguntas asumen la forma de «El amor es...» o «La muerte es...». Estas expresiones son conocidas como proposiciones de identidad. Una de sus características básicas es que suelen recurrir al verbo «ser». Este es un término que técnicamente se conoce con el nombre de «cópula», que significa unión en latín. Copular implica unir o unirse. De allí que usemos ese mismo término para referirnos al acto de hacer el amor y unirnos sexualmente con otro. En las proposiciones de identidad, la cópula, el verbo «ser», cumple la función de unir el sujeto de la oración con un determinado predicado. Las proposiciones de identidad son muy importantes en el proceso de pensamiento, pues nos permiten expandir nuestra comprensión de las cosas1.

El tercer elemento que nos interesa destacar apunta a lo que caracteriza el paso de un nivel de reflexión al otro en nuestros ejemplos iniciales. Lo que define ese tránsito es una particular operación que se encuentra en el corazón del pensar filosófico: el tránsito de la diversidad o de la multiplicidad a la unidad. En el primer nivel de reflexión nos encontramos con un amor y con una muerte que tenían mil caras. Siempre re-sultaba posible añadirle algunas caras más. Por lo demás, ninguna de las experiencias específicas que surgen en este primer nivel de reflexión es reducible a las demás. Todas son diferentes. Cuando en ese primer nivel hablo, por ejemplo, del amor, veo aparecer mi amor por Cristina, por Ana, por Rosa, por Cecilia, etc. Cada uno de estos amores está definido por sus propias particularidades. Sin embargo, cuando paso al segundo nivel de reflexión, todas estas particularidades parecieran replegarse, todas ellas parecieran ahora converger al interior de un mismo y único fenómeno: el amor. De la multiplicidad de esas experiencias he transitado ahora al amor concebido como unidad.

Este es el rasgo fundamental del pensar filosófico. El pensamiento filosófico es un tipo de pensamiento que acomete esa operación reductiva a través de la cual podemos ahora pensar en la diversidad, la multiplicidad, como unidad. A través de la filosofía evitamos quedar atrapados en las particularidades de las experiencias concretas. Situados en ese camino es frecuente que primero pensemos esas experiencias como generalidad. Sin embargo, la generalidad no nos garantiza todavía el acceso a la unidad. Se trata tan sólo de un primer paso hacia ella. Al nivel de lo general, la unidad sólo se expresa parcialmente. Se manifiesta como aquellos rasgos que las instancias diversas poseen en común y, por lo tanto, todavía predomina en este nivel la diversidad. Para acceder a la unidad es necesario dar un salto y despegarnos de la diversidad. La unidad instituye un principio diferente de organización del fenómeno al que este, en su diversidad, ahora pareciera subordinarse.

Recapitulando, sostenemos que lo central del pensamiento filosófico es el hecho de que se trata de un pensar «genérico». Cada vez que pensamos genéricamente estamos en la senda que nos conduce al quehacer filosófico. Y este camino se basa en una operación de recurrencia ordinaria, que hacemos prácticamente todos los días. Reiteramos lo que dijimos al inicio: la filosofía se basa en una operación ordinaria que todos los seres humanos realizamos frecuentemente. Todo ser humano, por lo tanto, participa del trasfondo del que nace el quehacer filosófico. Lo que se propone en este libro es permitirnos desarrollar en mayor plenitud una capacidad que poseemos y practicamos.

Es habitual escuchar decir que la filosofía nació en la antigua Grecia2. En un determinado momento, en las colonias griegas de Asia Menor, surgieron algunos hombres que se hicieron una pregunta que obligaba a efectuar ese tránsito de la multiplicidad a la unidad. Fue la pregunta por lo que ellos llamaron el arché. Por el principio conductor de todas las cosas. Se trataba de encontrar aquel elemento al que todas las cosas podían ser reducidas, aquel elemento que se encontraba en el origen de todas ellas, aquel elemento que también conducía a su desarrollo.

A partir de esta pregunta nace la filosofía, por cuanto con ella nace esta operación que inaugura el pensamiento genérico. El pensamiento mitológico anterior era un pensamiento por naturaleza concreto que remitía siempre a situaciones particulares. Los griegos logran elevarse por sobre el carácter particular y concreto del pensamiento mitológico y comienzan a hablar en términos genéricos de una manera que no tenía precedentes. ¿Qué habilitaba esta operación? ¿Qué ventajas aportaba un tipo de pensamiento como el filosófico que era por naturaleza reduccionista? ¿Era posible y válida esta reducción?

Estas no serán preguntas que se planteen los primeros filósofos griegos. Pareciera existir en ellos una inmensa fé en el poder de esta pregunta y una fuerte creencia en que las respuestas que ella suscitaba eran importantes y necesarias. Ellos no nos entregaron una respuesta sobre la validez de los supuestos que involucraba tal pregunta. Pero las respuestas que sí nos entregaron exhibieron un impacto tan claro e inconfundible que no condujeron a sospechar de sus supuestos.

De la apertura del continente filosófico, como veremos más adelante, nacerá casi simultáneamente un hijo ilustre: el pensamiento científico. El pensamiento científico es hijo del pensamiento filosófico. Se trata de un tipo de pensamiento genérico que produce la propia filosofía y que terminará por someterse a ciertos criterios particulares que terminarán por diferenciarlo del resto del pensamiento filosófico. Ello conducirá a algunos a separar filosofía y ciencia. Desde nuestra perspectiva, esa separación no es radical. La ciencia ocupa un espacio en el amplio ámbito del pensamiento genérico y, como tal, es una forma particular del quehacer filosófico, aunque sus diferencias y antagonismos con otras modalidades de hacer filosofía devengan muy marcadas.

La encrucijada ontológica

Nosotros utilizamos el término «ontológico» en sentidos diferentes y esto es importante advertirlo. Lo utilizamos, como lo haremos en esta sección, dándole un sentido muy amplio que remite a la gran encrucijada que desde sus inicios enfrenta el pensamiento filosófico. Esta encrucijada va a determinar tres opciones ontológicas diferentes, sobre las que hablaremos más adelante. En este sentido, por ejemplo, podremos hablar de una «ontología metafísica».

Pero también utilizamos el mismo término «ontológico» para referirnos a una determinada postura filosófica que se identifica con una de esas opciones ontológicas (en su sentido amplio) que tuvieran lugar en el período del nacimiento del pensamiento filosófico. Aquí nuestro concepto de lo «ontológico» asume una connotación diferente. Es importante hacer esta advertencia de manera que el lector no se confunda.

Cuando hablamos del pensamiento ontológico, tal como aparece en el título de esta obra, estamos utilizando el término en su segunda acepción, que es una acepción restringida. En este segundo sentido, a diferencia del sentido amplio otorgado al término, la opción «ontológica» se opone a lo que llamamos la opción «metafísica». Como explicaremos más adelante, es posible reconciliar estas dos concepciones diferentes y justificar este doble uso. Por el momento, sin embargo, es importante advertir esta diferencia.

Examinemos el sentido amplio del término. Una vez que hemos entendido que la operación filosófica se caracteriza por el tránsito de la multiplicidad a la unidad, nos enfrentamos a un problema. Este se refiere a la dirección que debe seguir ese tránsito o, dicho en otras palabras, en definir dónde cabe encontrar la buscada unidad. Se trata, de alguna forma, de determinar el criterio último de realidad que sostiene la multiplicidad de las cosas. Este problema lo llamamos la encrucijada ontológica. La encrucijada ontológica, en consecuencia, nos obliga a postular dónde hay que dirigirse para encontrar la buscada unidad.

El camino que adoptemos definirá nuestra opción ontológica. No es posible hacer filosofía sin seleccionar, de manera implícita o explícita, una determinada opción ontológica. Sostenemos que hay sólo tres posturas ontológicas básicas, tres alternativas de dirección. Curiosamente, las tres opciones fueron exploradas por los antiguos filósofos griegos3. Desde entonces no hemos encontrado que existan otras. Esto es lo que le permite sostener a Nietzsche el carácter arquetípico de pensamiento filosófico griego. De alguna manera ellos marcaron a grandes trazos el conjunto del territorio filosófico y todo el desarrollo posterior de la filosofía se realizará al interior de este territorio ya demarcado.

Estos tres caminos son el camino físico o de la naturaleza, el camino que se dirige a un espacio que está más allá (meta, en griego) del mundo físico o natural y que llamamos el camino de la metafísica y, por último, el camino que se le asigna a los seres humanos, al ser ellos los que confieren la unidad y que llamaremos el camino antropológico. Las tres posturas ontológicas básicas son, por lo tanto, la física, la metafísica y la antropológica4.

Los primeros filósofos que siguen la opción ontológica física son los llamados filósofos presocráticos que buscaban dentro de la naturaleza el arché, o principio de todas las cosas. Ellos son los que dan nacimiento a la filosofía y, al hacerlo, colocan también la semilla de lo que será posteriormente el pensamiento científico. Lo característico de este ultimo tipo de pensamiento, el científico, es la sujeción a la norma de que las explicaciones genéricas de los fenómenos naturales deben realizarse acudiendo sólo a los propios fenómenos naturales. En la medida que las explicaciones acudan a algo que trascienda los fenómenos de la naturaleza, tal pensamiento pudiendo seguir siendo filosófico, deja de ser científico.

Dentro de los filósofos presocráticos, sin embargo, se iniciará un particular desarrollo que, apoyándose en lo que planteara Parménides, conducirá, pasando por Sócrates, al desarrollo de una opción ontológica diferente: la opción metafísica. Esta opción sólo se consolida con Platón y Aristóteles. Con ellos dos se sostiene, con toda claridad, que la unidad de la multiplicidad de los fenómenos remite a un dominio que trasciende la naturaleza, dominio al que sólo el pensamiento filosófico nos puede conducir y donde nos encontramos con el ser de las cosas y sus esencias últimas. Esta es la realidad última de todas las cosas. Ellas, en su apariencia diversa y cambiable, no son sino expresiones de este nivel de realidad trascendente. Esta es la postura básica de la ontología metafísica.

Uno de los rasgos destacados de la opción metafísica es el cuestionamiento del estatuto de realidad del mundo sensorial. Este pasa a ser concebido como ilusión, sombra o mera apariencia. Con ello se inicia inevitablemente un proceso de creciente divorcio entre el sentido común y este tipo de pensamiento filosófico, el cual comienza a convertirse en un dominio restrictivo, para iniciados en la práctica intelectual de la filosofía. A partir de ese momento la vida cotidiana toma un camino y la filosofía toma otro.

Sin embargo se desarrollará también en Grecia una tercera opción, la opción ontológica antropológica. Ella será defendida por un movimiento filosófico que se desarrolla en el siglo V a.C., conocido como el movimiento sofista. Los sofistas diferían tanto de los filósofos físicos como de los metafísicos que se desarrollarán con cierta posterioridad. Su principal objetivo no era descubrir el arché, ni acceder al ser de las cosas, sino enseñar a la juventud las virtudes que les permitirían llegar a ser buenos y efectivos ciudadanos; lo que los griegos caracterizaban con el nombre de areté. De alguna forma ellos fueron los primeros maestros profesionales, al interior de la modalidad que hoy asumen los maestros: seres que practicaban libremente la enseñanza, para lo cual solían viajar de una ciudad a otra.

La opción antropológica será articulada con gran claridad por uno de los más destacados sofistas: Protágoras. Este sostiene que «el hombre es la medida de todas las cosas». Es interesante tomar en cuenta que la discusión del arché, que desplegaran los filósofos naturales o físicos, se identificaba muchas veces con el afán de determinar la medida de las cosas. Esa connotación la vemos presente, por ejemplo, en Heráclito, que reivindicando el papel del logos, lo concebía no sólo como principio rector de todas las cosas, sino también como razón, ley o medida. Para los sofistas, la unidad no debemos buscarla en la naturaleza, ni fuera de ella. La unidad es algo que los seres humanos le confieren a las cosas. Será a partir del legado de los primeros filósofos físicos que se desarrollará la opción antropológica, de la misma manera como dentro de ellos, a través de Parménides, se desarrollaría más adelante la opción metafísica.

Tal como Parménides representará, dentro de los filósofos naturales un antecedente importante para la opción ontológica metafísica, Heráclito representará un antecedente importante para la opción ontológica antropológica. No en vano Heráclito nos señala que no se ha limitado a indagar en torno a los fenómenos de la naturaleza, sino que nos advierte que lo ha hecho también al interior de su propia naturaleza. Para Heráclito la naturaleza incluye a los seres humanos. Al concebirlo así postula un estrecho vínculo entre las opciones física y antropológica, que será determinante siglos más tarde.

El carácter de la filosofía en la Grecia clásica

Resulta interesante examinar el papel que asumía la filosofía en la Grecia antigua. Este difiere muy radicalmente del papel que ella asume posteriormente. Algunos rasgos importantes merecen ser destacados.

1. Filosofía como forma de vida

El primero, y quizás más notable, es el hecho que la filosofía no fue concebida inicialmente como una actividad propiamente académica, en el sentido que hoy le conferimos a este término. La filosofía era considerada como una reflexión al servicio de una vocación que nos conducía a vivir mejor. La filosofía era entendida como una forma de vida5. El principal sentido para hacer filosofía era el de aprender a vivir mejor. No se trataba, sin embargo, de una reflexión que conducía a despejar el camino que nos permitiría vivir mejor. Dicho así, estamos separando la reflexión filosófica del «vivir bien». Para los primeros filósofos griegos no existía esta separación. Para bien vivir era necesario hacer filosofía. No hay separación entre filosofía y una vida bien vivida. Hacer filosofía y «vivir bien», para los primeros filósofos griegos es algo equivalente. «Una vida no indagada no merece ser vivida», nos decía Sócrates.

Hacer filosofía, para los griegos, era un imperativo que nos impone la propia vida y al que todos estamos convocados. El quehacer filosófico nos proporcionaba la posibilidad de una vida más plena, una vida generadora de un mayor sentido. Hacer filosofía expresaba, por tanto, un compromiso con la vida. Se trataba, sin embargo, de un compromiso doble. El quehacer filosófico representaba para el filósofo un compromiso con su propia vida. Pero ella no se restringía sólo a la vida particular del filósofo. Ella también se volcaba a su actividad pública. Hacer filosofía implicaba también procurar mostrarle a los demás un camino de vida diferente. La disposición a involucrarse en el espacio público se traducía para el filósofo en parte de su compromiso con su propia vida.

2. La filosofía y la calle

Lo anterior está ligado al hecho de que la filosofía es una actividad de la calle. Ella se realiza en la plaza, donde los ciudadanos se congregan para conversar y debatir sobre distintos temas que les inquietan. En algunas ocasiones la filosofía es llevada a las casas, donde se reúnen aquellos que están interesados en discutir sobre una temática particular. Pero se trata, por lo general, de una actividad pública, abierta a todos los ciudadanos.

Será a partir de la emergencia de la opción metafísica, con Platón y Aristóteles, que la filosofía inicia su enclaustramiento y se comienza a academizar. Había un antecedente para ello. Antes de los metafísicos, Pitágoras había creado con sus seguidores una suerte de secta secreta. El carácter público del quehacer filosófico es puesto en cuestión por los pitagóricos, que se concentran al sur de Italia, lejos de Atenas. Esta experiencia tiene una importante influencia en Platón, quien, invocando a Pitágoras, crea la Academia y advierte en su puerta que sólo pueden entrar en ella los que sepan geometría. Con ello se excluye del quehacer filosófico a buena parte de los ciudadanos. Más adelante, Aristóteles creará el Liceo, otra modalidad de filosofía enclaustrada.

Pero el enclaustramiento del quehacer filosófico será por mucho tiempo un fenómeno aislado. Los estoicos, por ejemplo, cuya influencia filosófica se extiende en el tiempo más allá de Platón y Aristóteles, se instalaban en un lugar del ágora (la plaza) ateniense, donde había un corredor conformado por columnas (stoa) bordeando una muralla con frescos de la batalla de Maratón. Epicuro optaba por algo diferente e invitaba a filosofar en un jardín. Con excepción de los claustros metafísicos, gran parte del quehacer filosófico se seguía realizando en espacios públicos o semipúblicos abiertos.

3. Filosofía y compromiso ciudadano

Otro aspecto importante de la filosofía clásica era su estrecho vínculo con el ciudadano de la polis. Ello se expresa de múltiples maneras. Una de ellas es la frecuente invitación que la ciudad le hace a los filósofos para que sean éstos quienes redacten sus leyes. Esto sucedió desde los tiempos de los más antiguos filósofos presocráticos. En el caso de los sofistas el vínculo era todavía más estrecho. Su filosofía estaba explícitamente dirigida a formar a los ciudadanos en la excelencia (areté).

Lo mismo sucedía con Sócrates, cuya filosofía gira alrededor de importantes virtudes ciudadanas. La relación de este con su ciudad es muy estrecha. No olvidemos que Sócrates rechaza el consejo de sus discípulos de que se fugara para eludir la condena a muerte que se le había impuesto, por considerar que ello contravenía las leyes de la ciudad bajo las cuales él se había formado y que en todo momento había procurado servir. Esta misma relación entre la filosofía y la polis podemos reconocerla en Platón, quién concibe la culminación de su filosofía con una reflexión sobre la república y sus leyes. En el caso de Aristóteles, este vínculo de la filosofía con la ciudad se manifiesta en su concepción de ser humano como «ser político» (zoon politikon). De allí que no resulte extraño que Aristóteles dedicara importantes años de su vida a formar a Alejandro, futuro soberano de Macedonia.

La crisis de la polis griega

Bajo el gran imperio de Alejandro, la polis griega pierde su papel integrador y ordenador que la había caracterizado en el pasado. Se crea un nuevo orden político que cubre un amplio territorio geográfico, abarcando no sólo todo el Mediterráneo, sino que integrando a egipcios, a persas, a todo el Medio Oriente y llegando incluso hasta la India. Una gran parte del mundo se heleniza. Pero así como la influencia de la cultura griega llega a casi todos los rincones de ese mundo, ella recibe a su vez la influencia de muy diversas culturas. Ello produce una polinización cultural cruzada que resultará particularmente fértil.

La crisis de la polis produce varios fenómenos interesantes. La ciudad deja de servir de referente, capaz de conferirle sentido a la vida de los individuos, como acontecía en el pasado. Ello impulsa a los individuos a volcarse al interior de ellos mismos. Por otro lado, faltando el referente que era la polis, surge a nivel político un fuerte sentido de cosmopolitismo. Los individuos se conciben ahora como ciudadanos del mundo. A un nivel intelectual se produce un gran impulso para pensar genéricamente al ser humano. Las distinciones, tan importantes en el pasado, entre griegos y bárbaros, entre hombres libres y esclavos (de las que el propio Aristóteles no pudiera sustraerse), pierden la fuerza de antaño. Se produce, por lo tanto, un interesante proceso generalizador desde la propia práctica.

En ese contexto la opción metafísica encuentra dificultades para desarrollarse. Las corrientes filosóficas que adquieren mayor fuerza durante este período serán bastante más afines a la opción ontológica antropológica. Las grandes corrientes filosóficas del mundo helenístico serán las de los estoicos, los epicúreos, los cínicos y los escépticos. La reflexión filosófica sobre la vida adquiere en todos ellos un papel central. Propio de estas corrientes será su anti dogmatismo. Todo dogmatismo se suele estructurar alrededor de la noción de orden y el mundo de ese período es, por sobre todo, diverso y muy poco ordenado desde una perspectiva de unidad cultural.

La influencia de las corrientes filosóficas del mundo helenístico se extenderá al mundo romano posterior, el que será también muy poco afín a la sensibilidad metafísica. Roma privilegia los problemas más concretos relacionados con la preservación de orden social complejo, tanto en el período de la República como en la primera fase del Imperio. El caso de Roma posee algunos rasgos curiosos. El sistema romano afirma con mucha fuerza la importancia de un determinado orden político. Sin embargo, ese orden político logra convivir con una gran diversidad cultural. No existirá de parte de los romanos un intento de homogeneizar culturalmente los diversos territorios que se encuentran bajo su dominio.

El pensamiento metafísico queda recluido a los claustros metafísicos y de manera muy especial a la Academia originalmente fundada por Platón en Atenas. La filosofía metafísica, sin desaparecer, tiende a asumir una orientación cada vez más mística, llegando incluso a acercarse a un tipo de sensibilidad que provenía de los diversos cultos de misterio que entonces prevalecían, como eran los de Eleusis (que giran alrededor del culto de la diosa Demeter), la Cibele, Isis y Mitra, entre otros. La figura filosófica de Plotino es expresiva del desarrollo que entonces manifestaba el pensamiento metafísico.

La hegemonía metafísica a partir del desarrollo del cristianismo eclesial en la Edad Media

Desde el punto de vista de la historia de la cultura, el año 529 será el que mejor expresa el paso de la Antigüedad a la Edad Media. En ese año el emperador cristiano Justiniano decreta el cierre de la Academia platónica en Atenas. Hegel sostiene que, con ello, se precipita «la caída de los establecimientos físicos de la filosofía pagana»6. Ese mismo año, curiosamente, San Benedicto funda el primer convento benedictino de Monte Cassino, en el camino de Roma a Nápoles7. Con ello, se sustituye un claustro pagano por un claustro cristiano. Atenas deja de ser la capital de la filosofía. Roma, sede principal del cristianismo, se convierte ahora progresivamente en el centro de la reflexión medieval.

Desde hacía ya más de cien años, el cristianismo buscaba apoyarse en la metafísica griega para conferirle un mayor sustento conceptual a su doctrina. Ello se había acentuado luego del triunfo que, en el siglo IV8, habían logrado al interior del cristianismo las corrientes dogmáticas y eclesiales, permitiéndole a este convertirse en la religión oficial del Imperio.

Como podemos reconocerlo a posteriori, la opción filosófica metafísica y el cristianismo eclesial tenían importantes afinidades. Ambos ponían en cuestión este mundo, el mundo sensorial en el que desarrollamos la vida, y proclamaban la existencia de un mundo trascendente, reivindicándolo como el mundo real y verdadero. Ambos mostraban un desprecio equivalente hacia aspectos inherentes de la existencia humana como lo eran las pasiones humanas (el mundo emocional) y el propio cuerpo humano. Ambos proclamaban que la verdad era una, como era uno el Dios que se adoraba. Ambos partían de un marcado desprecio por la vida concreta de los seres humanos; vida que, sostenían, debía someterse a los criterios de otra vida que nos esperaba en el más allá, en una meta-vida. Ambos trazan una clara línea de demarcación entre dos tipos muy diferentes de individuos. Para los metafísicos, entre los filósofos iniciados en la verdad y el resto de los seres humanos. Para los cristianos eclesiales, entre los sacerdotes y sus fieles, entre el pastor y su rebaño.

La obra de Agustín había sido una de las primeras que había buscado integrar, ya desde fines del siglo IV, la metafísica de Platón con la doctrina cristiana. Platón había culminado su labor filosófica escribiendo La República, obra donde nos entrega una reflexión sobre cómo organizar y perfeccionar el ordenamiento de la ciudad. Para el espíritu griego, la polis, como hemos visto, representaba el referente fundamental de la existencia humana. Llegar a ser un ser humano ejemplar era equivalente para los griegos clásicos a devenir un ciudadano ejemplar. Establecer los criterios que aseguraran la mejor forma de organización de la vida ciudadana representaba, por lo tanto, un objetivo de la mayor importancia para Platón.

Agustín vive en una época diferente, en la que la polis había entrado en crisis. Su orientación recogía, de la misma forma, la profunda influencia humanista que se desarrollara durante el helenismo. El mundo de las formas que Platón postulaba, oponiéndolo al mundo de las apariencias concretas, encontraba en Agustín una simetría con su visión cristiana que separaba de igual manera la vida histórica, concreta de los seres humanos, de la vida celestial más allá de la muerte.

Agustín acepta que la polis histórica y el ideal de la república de Platón están en crisis y no son capaces de proveer el sentido de orientación que previamente proporcionaban. Sin embargo, en el otro mundo, sostiene Agustín, se levanta otra ciudad que sí provee las condiciones para hacer de referente en nuestras vidas: la ciudad de Dios, una polis metafísica, en el reino trascendente del más allá. Su visión representa el primer intento de importancia por fusionar la perspectiva metafísica con el cristianismo.

El segundo gran intento es aquel que, en el siglo XIII, realiza Tomás de Aquino. Este se había formado precisamente en el convento benedictino de Monte Cassino, fundado en 529, año en el que Justiniano había decretado el cierre de la Academia en Atenas, en un esfuerzo por acabar con la influencia filosófica pagana de los griegos. Paradójicamente, será en ese mismo covento donde, siete siglos más tarde, renacerá con gran vigor el espíritu metafísico que el emperador había buscado entonces exterminar. La metafísica pagana lograba sin embargo sobrevivir, transmutándose en metafísica cristiana.

La obra de Tomás de Aquino será muy diferente de la de Agustín. El espíritu humanista de este último, heredado del helenismo, ya no está presente de la misma manera en Tomás. Esto facilita una integración más profunda entre el espíritu metafísico y el cristianismo. Sin embargo, a diferencia de lo que aconteciera con Agustín, que buscara apoyo en Platón, Tomás se apoya en Aristóteles. Su propuesta se articula en la doctrina escolástica, la que se apoderará muy pronto del corazón teológico de la Iglesia. Con ello se sella una alianza entre la metafísica y el cristianismo que, sin estar ajena a importantes variaciones posteriores, se mantiene hasta nuestros días.

Esta alianza no fue trivial. La Iglesia representaba entonces el centro intelectual del mundo occidental cristiano. Más allá de la Iglesia, no había en el Medioevo otras instituciones realmente significativas en las que se desarrollara pensamiento. Lo fundamental del pensamiento occidental, dentro del mundo cristiano, provenía de la Iglesia. Si bien estaban comenzando a nacer las primeras universidades europeas, ellas lo hacían fuertemente vinculadas a la propia Iglesia.

En la Edad Media, por lo tanto, primero a través de Agustín y luego a través de Tomás, se integran el cristianismo y la perspectiva metafísica, constituyendo un eje hegemónico que dominará por siglos el espacio cultural del mundo occidental al punto de convertirse en el sustrato más profundo de nuestro sentido común. La mirada metafísica deja de ser privativa de los filósofos o teólogos. Todos, de una u otra forma, devinimos metafísicos. Los presupuestos de la metafísica se convirtieron en una suerte de «segunda naturaleza» de los hombres y mujeres del mundo occidental, aunque no seamos claramente conscientes de ello.

Hacia el nacimiento de la filosofía moderna

Hegemonía no significa una completa exclusión de otras perspectivas alternativas. Y muchos otros enfoques, que encierran tensiones subterráneas con diversos supuestos de la perspectiva metafísica, sobrevivirán o se desarrollarán paralelamente. Por lo general, ellos se subordinarán a los dictados de la metafísica y no entrarán en confrontaciones abiertas y declaradas con ella.

Cabe destacar que, de manera casi simultánea con lo que realizaba Tomás de Aquino, desde Inglaterra, en uno de los márgenes del mundo cristiano de entonces, dos monjes franciscanos iniciaban un camino diferente. Ellos tomaban distancia de la opción metafísica y se acercaban a la opción naturalista de los antiguos filósofos físicos. Nos referimos a Roger Bacon y, un poco más adelante, a Guillermo de Ockham. Ambos marcan el redespertar del pensamiento científico y la reivindicación de una postura empirista que buscará explicar los fenómenos a través de fenómenos. Este camino marcará por muchos siglos el espíritu reflexivo anglosajón, poco inclinado a las especulaciones metafísicas.

El pensamiento escolástico que nace del intento de Tomás de Aquino de fusionar el cristianismo con la filosofía aristotélica ejercerá una fuerte influencia en la segunda mitad de la Edad Media. Su cuestionamiento más radical lo realizará René Descartes en el siglo XVII; Descartes se había formado en el colegio de La Flèche, dirigido por los jesuitas, orden que entonces hacía algunos esfuerzos por conciliar el cristianismo con el nuevo espíritu científico9.

Descartes reacciona muy fuertemente contra la escolástica y con su forma de hacer filosofía. Fiel, tanto al espíritu de la lógica aristotélica como al espíritu dogmático de la Iglesia medieval, la escolástica plantea que las nuevas verdades sólo pueden surgir a partir de deducciones de verdades anteriores. La verdad de las conclusiones, según la lógica del silogismo aristotélico, se obtiene de la verdad de sus premisas y de manera especial de la verdad de su premisa mayor. El criterio de verdad se confunde con un criterio de autoridad. La última autoridad con respecto a la verdad en la Edad Media era la Iglesia. Se trata de un modelo de razonamiento que resultaba afín con la propia estructura jerárquica de la Iglesia y que colocaba sus verdades en el pedestal más alto del proceso de pensamiento.

Hay dos aspectos que nos parece importante destacar en la contribución de la filosofía de Descartes. Lo que quizás importa en Descartes son los criterios que definen su método. El primero de estos aspectos es el cuestionamiento del criterio de verdad como elemento guía de la reflexión filosófica. Fiel al espíritu científico de la época, Descartes sostiene que la duda, la duda ejercida metódicamente, es el recurso más importante del razonamiento. Se trata de una proposición atrevida. La verdad era considerada solidaria de la fe y la duda resultaba anatema para el cristianismo eclesial. Descartes pone en cuestión esta ecuación al recoger y articular algo que ya estaba presente en su época y que constituirá uno de los elementos más importantes del nuevo espíritu de la modernidad: el escepticismo.

El segundo aspecto importante de la propuesta de Descartes es su esfuerzo por distanciarse de la autoridad eclesial y por hacer de ese «buen sentido», del que todo ser humano es poseedor como el criterio de validación de su reflexión. Este anuncio se encuentra en las primeras líneas del Discurso del método (1637), en las que Descartes nos señala que «El buen sentido es la cosa que mejor repartida está en el mundo»10. La escolástica había separado muy radicalmente la reflexión filosófica del sentido que hacían los seres humanos ordinarios, al punto de hacerse muchas veces difícil establecer puntos de encuentro entre ambos. La reflexión de Descartes aporta un aire refrescante. Sin embargo, Descartes hace al «buen sentido» equivalente a la razón, a la propia reflexión filosófica.

Descartes va incluso más lejos y hace de la actividad del pensamiento que despliega el filosófo el criterio fundador de nuestra existencia. Ello está sintetizado en su famoso dictum: «pienso luego existo». Con ello, cualquier intento de reconciliación entre la filosofía y los seres humanos ordinarios, terminaba frustrándose. El «buen sentido» cartesiano, aunque repartido, tiende a concentrarse en los filósofos.

Hay algo valioso y algo problemático en lo que hace Descartes. Lo valioso es el hecho de que reflexiona de la mano de su propia experiencia, y lo hace de manera explícita. Lo problemático es que la experiencia que él toma para reflexionar es la experiencia del pensar racional en la que él está involucrado en cuanto filósofo. En la medida que su punto de partida es la duda sobre todo lo que existe, esto lo conduce a fundar el status de existencia en lo único cuya existencia no puede negar: su pensamiento racional de filósofo.

El problema que ello suscita es que convierte a la práctica del filósofo en el fundamento de la existencia humana, de la existencia del mundo y de la existencia de Dios. Descartes no ha pensado desde el ser humano en su sentido más amplio sino desde un caso particular y excepcional de ser humano, representado por el filósofo. La práctica reflexiva que emprende el filósofo para darle sentido a la existencia, es postulada como el sentido último de tal existencia. No es extraño entonces que, apoyada en Descartes, la filosofía vuelva a proclamar que son la razón y las ideas las que conducen el mundo.

La ruptura de Feuerbach con el idealismo hegeliano

Durante dos siglos, la historia se desenvuelve a partir de la hegemonía que sigue ejerciendo la opción metafísica. Ella predomina no sólo en el desarrollo del pensamiento filosófico sino que se asienta cada vez más en el propio sentido común de los hombres y de las mujeres occidentales. Habrá en tal desarrollo muchas diferencias, muchos matices muy distintos, como queda expresado por el desarrollo de corrientes empiristas en Inglaterra. Sin embargo, ninguna de estas corrientes filosóficas logra realizar un cuestionamiento serio de la hegemonía metafísica11.

Este desarrollo alcanza uno de sus puntos culminantes con la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Este sigue el camino abierto inicialmente por Descartes, que situaba a la razón como principio conductor de la existencia. Hegel, sin embargo, hace un esfuerzo por alcanzar algo que desde las premisas originales del planteamiento metafísico parecía una tarea inconcebible, un camino cerrado. Hegel ofrece una interpretación metafísica del devenir histórico. Sostenemos que este parecía un camino cerrado por cuanto recordaremos que la opción metafísica, desde su primera semilla, con Parménides, nace precisamente negando la transformación histórica, descartando la posibilidad misma del devenir12.

La filosofía de Hegel permite ser caracterizada como un esfuerzo moderno por reconciliar a Heráclito con Parménides. En efecto, el mundo es concebido por Hegel como un proceso de transformación, tal como lo propusiera Heráclito. Es más, ese proceso está guiado por el propio logos de Heráclito, concebido metafísicamente, como despliegue de la razón. Ello le permite a Hegel entender el desarrollo histórico como un proceso de realización progresiva del Ser, que se identifica en la Idea o en el Concepto.

La historia interpretada por Hegel termina, sin embargo, reivindicando finalmente a Parménides. Una vez que Hegel concibe la historia como la realización de la Idea, una vez que tal realización logra reconocerse a sí misma a través de la propia filosofía hegeliana, la historia no puede sino terminar y detenerse. Se ha llegado al fin de la historia. El programa de Parménides se ha cumplido; el Ser ha completado su proceso de realización y la transformación se detiene. Sin embargo, uno queda con la impresión que es el propio programa metafísico el que ya no puede ir más lejos y que nos acercamos a su propio término.

Será un discípulo del propio Hegel, formado previamente en teología, quien pareciera sentirse preso del vértigo por la empresa propuesta por Hegel y, sintiendo que el razonamiento metafísico ha sido llevado demasiado lejos, lleva a cabo una ruptura radical, tanto con las premisas centrales de la opción metafísica hegeliana, como con los presupuestos básicos del cristianismo en boga13 con la que esta se unía. Nos referimos a Ludwig Feuerbach, quien emprende una rebelión radical en contra de los cimientos de la metafísica y convoca a una gran reforma de la filosofía.

La importancia de la contribución de Feuerbach en el desarrollo del pensamiento filosófico no ha sido, a mi modo de ver, adecuadamente reconocida. Quizás porque durante mucho tiempo Feuerbach fue visto fundamentalmente como un eslabón entre Hegel y Marx y el pensamiento de este último logró copar la atención de la mayoría de los especialistas. Dada la influencia que Marx ejerció por cerca de un siglo, el pensamiento de Feuerbach pareció quedar atrapado bajo su sombra14.

Estando todavía cautivo en una terminología que Feuerbach tomaba de la misma metafísica, su propuesta representa, con todo, un punto de partida radicalmente diferente. Sus posturas defienden, como nunca había sucedido en la era moderna, las opciones ontológicas tanto naturalistas como antropológicas. En mi libro El búho de Minerva, describía en los siguientes términos lo que consideraba que era central en el planteamiento de Feuerbach:

El no reconocer la verdadera unidad entre el ser y el pensamiento, sostiene Feuerbach, es cometer una abstracción. El pensamiento de Hegel, a través de la abstracción, separa del ser su alma y esencia y luego le asigna a esta esencia abstraída el fundamento del ser que se ha vaciado. Ello permite derivar el mundo de Dios, en la medida que previamente la esencia del mundo ha sido separada del mundo. La unidad del ser y la esencia, en el ser, se logra en la naturaleza. Para establecer la relación entre la naturaleza y el pensamiento, Feuerbach acude al concepto de hombre, a partir del cual concede una distinción entre ser y existencia.

‘La naturaleza’, señala Feuerbach, ‘es el Ser que no se distingue de la existencia: el hombre es el ser que se distingue de la existencia. Pero el primero es el fundamento del segundo; la naturaleza es el fundamento del hombre’15.

‘Lo que precede al Hombre no es Dios, sino la naturaleza. En el Hombre la naturaleza deviene ser personal, consciente y racional. Abstraer, en consecuencia, es plantear la esencia de la naturaleza fuera de la naturaleza; y la esencia del Hombre fuera del Hombre; la esencia del pensamiento fuera del acto de pensar. Por caer en la abstracción, la filosofía hegeliana aliena al Hombre de sí mismo’»16.

Frente a la sagrada alianza que la opción metafísica había establecido con el cristianismo, Feuerbach invoca la posibilidad de otra alianza muy diferente: aquella que integra la opción ontológica naturalista con la antropológica. El objetivo de Feuerbach pareciera ser el querer conferirle a esta alianza alternativa un adecuado fundamento filosófico. Si evaluamos el resultado de su tarea, debemos reconocer que tal objetivo está lejos de lograrse. Al concepto de hombre de Feuerbach, a su concepto de ser humano, le falta una adecuada reflexión filosófica. Marx lo percibe con claridad cuando en sus Tesis sobre Feuerbach, sostiene que habiendo Feuerbach acusado a Hegel acertadamente por ser abstracto, termina proponiéndonos, para corregir tal deficiencia, un concepto de Hombre que no lo es menos. El concepto de Hombre de Feuerbach, acusa Marx, es un concepto vacío. No obstante, el gran mérito de Feuerbach es haber señalado un camino.

A partir de los tiempos modernos, la opción ontológica naturalista había seguido el camino del desarrollo científico, camino que hasta entonces evitaba confrontarse de frente con la metafísica, reivindicando para sí un ámbito de autonomía relativa. Muchas veces en forma autónoma, muchas otras de mano de la filosofía, la opción naturalista avanzaba sólidamente por el camino de la ciencia. La filosofía que la acompañaba solía limitarse a despejarle el camino, a resolver los problemas de metodología que la propia ciencia encaraba y a legitimar la plataforma desde la cual operaba la ciencia. Esta filosofía, con un sentido muy pragmático, evitaba confrontaciones mayores.

El empirismo anglosajón, por ejemplo, reflexionaba sobre los fundamentos de la experiencia en los procesos de generación de conocimiento allanándole, con ello, los caminos al pensamiento científico. Desde él se observaban vínculos estrechos entre la ciencia y la disciplina filosófica en sus términos más tradicionales.

Pues bien, para el argumento intentado por Feuerbach desde la filosofía para integrar las opciones naturalista y antropológica (la naturaleza y el hombre), la propia ciencia le proporcionará, unas décadas más tarde, un piso mucho más sólido. Ello provendrá nuevamente desde Inglaterra y se realizará de la mano de Charles Darwin. Los seres humanos, argumenta Darwin, son parte de la propia evolución natural. Ellos pertenecen plenamente y por derecho propio al mundo de los fenómenos de la naturaleza. Nada de lo que acontece con ellos queda fuera del ámbito de la naturaleza y escapa a la posibilidad de análisis científico.

Progresivamente se ha ido configurando una tensión entre dos grandes bloques: por un lado la sagrada alianza de la filosofía metafísica y el cristianismo, y, por el otro, una alianza diferente, entre el pensamiento científico acompañado por una filosofía empirista y naturalista, y una filosofía que coloca en el centro de su reflexión al ser humano. Los conflictos entre ambos bloques tuvieron durante un tiempo el carácter de escaramuzas aisladas y se mantenía la impresión que ambas orientaciones lograban convivir, aunque incómodamente.

Durante más de un siglo, sin embargo, el bloque que suscribía las opciones antropológicas y naturalistas ha realizado importantes avances permitiéndole una confrontación más abierta y radical con la variante metafísica. Para llegar a ese punto fueron necesarios, por un lado, importantes desarrollos filosóficos que se registraron al interior de las dos corrientes que caracterizaran a la filosofía moderna.

Desde muy temprano, la filosofía moderna se mostraba como una filosofía escindida. En una primera fase esta escisión estuvo representada por el racionalismo, inaugurado por Descartes, y el empirismo, se concentraba en Inglaterra. Immanuel Kant había procurado integrar estas dos corrientes y producir una gran síntesis en el desarrollo filosófico occidental. Pero mientras predominara el germen metafísico al interior del racionalismo filosófico, este sano esfuerzo de integración intentado por Kant parecía condenado al fracaso. Hegel se encargaría de demostrarlo y Feuerbach lo colocaría al desnudo. Serán necesarios nuevos desarrollos filosóficos para sacudir las cimientes del edificio metafísico y crear las condiciones para una confrontación directa.

El camino abierto por Nietzsche: el cuestionamiento de Sócrates

La intervención de Feuerbach en la historia de la filosofía deja en evidencia un importante vacío. No había en ella una respuesta adecuada a la pregunta sobre el ser humano. La contribución que posteriormente hiciera Darwin, si bien creaba un piso más sólido a la posibilidad de integrar la opción ontológica antropológica con la naturalista, no lograba resolver un problema que requería ser encarado filosóficamente: ¿qué es el hombre?, ¿qué significa ser humano?, ¿cómo pensar genéricamente el fenómeno humano? Estas serán preguntas que Feuerbach dejará planteadas para la posteridad.

Estas preguntas serán respondidas desde diversos lados. Tres importantes filósofos, nacidos todos ellos en tierras alemanas, harán importantes contribuciones en esta dirección: Nietzsche, Heidegger y Buber. A mi modo de ver, Friedrich Nietzsche es el más destacado de todos ellos. Él aporta de manera contundente aquello de lo que Feuerbach carecía. Su propuesta tiene varios rasgos interesantes. El primero es el hecho de que Nietzsche no proviene de la filosofía y, por lo tanto, se encuentra menos contaminado de la herencia metafísica. Nietzsche se forma como filólogo, en el estudio de las lenguas clásicas.

Ello le confiere a Nietzsche dos ventajas adicionales. La primera de ellas es que ello lo inclina a valorar la importancia que tiene el lenguaje en la respuesta sobre el sentido de lo humano. Con esto Nietzsche será el primero de los filósofos modernos en dar con uno de los elementos claves para responder a la pregunta por el ser humano. Pero la segunda ventaja –y quizás la más importante– es que su interés por los clásicos le permite resituarse en la encrucijada ontológica originaria, aquella que se produce en la antigua Grecia y que definiría los caminos de la reflexión filosófica.

Para construir nuevamente una opción ontológica antropológica, pareciera entenderlo Nietzsche, es preciso acometer una revisión crítica profunda de las condiciones que habían dado origen a la opción metafísica. Era necesario colocarse nuevamente en aquella encrucijada que le diera nacimiento. La tarea no consiste tan sólo en ofrecer respuestas a las preguntas por el ser humano. De manera no menos importante, es preciso hacerlo desmontando simultáneamente los fundamentos de las respuestas metafísicas alternativas. Sólo así, parecía pensar Nietzsche, podremos asegurarnos de no caer en las trampas en las que originalmente había caído la metafísica, trampas que esta, por lo demás, todavía nos tendía.

Todo ello lleva a Nietzsche a situarse en un lugar muy especial: aquel que da nacimiento a la figura de Sócrates. Ese, para Nietzsche, fue el punto de bifurcación fundamental en el que se compromete en definitiva la evolución metafísica posterior de Occidente. Sócrates es el primer filósofo que enfrenta la gran encrucijada ontológica ya perfectamente perfilada. Los sofistas, entre los cuales muchos situaban al mismo Sócrates, señalaban el camino de una ontología antropológica. De ellos toma Sócrates las bases para inaugurar la reflexión en torno a los problemas de la existencia humana.

Pero una vez allí, los caminos se dividían. La reflexión que habían generado los filósofos naturalistas apuntaba en dos direcciones: el camino del devenir propuesto por Heráclito y el camino de ser sugerido por Parménides, camino que, como ya se sabía, desembocaba en la metafísica. Sócrates había tomado el camino de Parménides. Nietzsche entiende que él debe rehacer ese camino, situarse en esa misma bifurcación, tal como lo hiciera Sócrates, y seleccionar el camino de Heráclito. Con ello sería capaz de inaugurar una nueva filosofía sobre la existencia humana, evitando el derrotero metafísico.

A mi modo de ver, ello resume lo fundamental del carácter de la empresa filosófica que se propone Nietzsche. A diferencia de Feuerbach, que se limita a señalar un camino, Nietzsche lo abre y transita por él. Al hacerlo deja abierto ese camino para que otros también lo transitemos. La propuesta de la ontología del lenguaje se sitúa al interior del camino propuesto por Nietzsche.

Heidegger contra Descartes y la emergencia de la filosofía continental

Otros avanzarán también por esta misma senda. De entre ellos hemos destacado dos filósofos que nos parecen particularmente relevantes: Martin Heidegger y Martin Buber. Ambos realizan contribuciones filosóficas muy importantes en respuesta a las preguntas que nos dejara planteada la filosofía de Feuerbach. Todo ello es lo que se ha dado en llamar la filosofía continental, que se desarrolla en los países de la Europa continental y, muy particularmente, en Alemania.

Unas breves palabras sobre Heidegger. Personalmente, pienso que hay dos vectores claves para entender adecuadamente su filosofía. El primero es la pregunta que la inspira. La pregunta central de Heidegger es aquella en la que Nietzsche ya había incursionado, aunque este se había negado a hacerlo de manera sistemática: ¿qué significa ser humano? Tomando como válida la opción ontológica antropológica, Heidegger sostiene que esta es «la pregunta ontológica» por excelencia17.

Con ello, Heidegger le confiere al término ontológico una connotación particular, diferente del sentido amplio que nosotros inicialmente le conferimos al referirnos a la encrucijada ontológica y al identificar tres opciones ontológicas diferentes: la física, la metafísica y la antropológica. Heidegger restringe el sentido de lo ontológico al desarrollo de la opción antropológica. Pero ello expresa su reconocimiento que no es posible responder cabalmente a la pregunta por el ser humano, que nos plantearan Feuerbach y Nietzsche, sin volver a colocarse en esa encrucijada ontológica18.

Al responderla, sin embargo, Heidegger se propone simultáneamente corregir el sesgo filosófico de Descartes, que había tomado la práctica del filósofo como fundamento de la existencia. Heidegger pareciera reconocer que no puede repetir ese error. Su respuesta filosófica, por lo tanto, procura sustentarse en las prácticas ordinarias de los seres humanos comunes. Uno de los referentes de la reflexión filosófica de Heidegger será, por ejemplo, la práctica del carpintero. Desde esa práctica, Heidegger examina cómo se constituye el mundo y cómo el propio carpintero se constituye a sí mismo.

Feuerbach, Nietzsche y Heidegger son tres filósofos que no sólo apuntan hacia un camino diferente del tradicional, sino que cada uno de ellos expresa una crítica a través de la cual se procura desmontar las propuestas de tres filósofos claves al interior de esa tradición. Feuerbach se opone a Hegel, culminación de la metafísica moderna; Nietzsche se opone a Sócrates, semilla de la metafísica clásica originaria; Heidegger se opone a Descartes, punto de inicio de la filosofía racionalista moderna que arrastra la semilla metafísica de los griegos.

Es importante destacar que la influencia de la filosofía de Feuerbach se había extendido también hacia otros lugares. En Austria, sus escritos habían ejercido un gran impacto en el joven Sigmund Freud. Aunque Freud lo negara en varias oportunidades, hoy disponemos de antecedentes para asegurar que en él hubo también otra influencia determinante: la de Nietzsche19. Freud procura desarrollar las respuestas a las preguntas que dejara planteada la filosofía de Feuerbach desde una perspectiva científica. ¿Es realmente ciencia lo que realiza Freud? Esto ha sido ampliamente debatido. Pero no cabe duda que ese era, al menos, el carácter que Freud busca conferirle a su propuesta. Hay quienes sostienen que sería precisamente su obsesión a no ser colocado en el campo de la filosofía lo que lo habría conducido a negar todo vínculo con Nietzsche y a no reconocer la influencia que la filosofía de este tuvo en su propia contribución.

Feuerbach, Nietzsche y Heidegger logran modificar el carácter de la reflexión filosófica que a partir de ellos se desarrolla en el continente europeo. Desde entonces, los problemas filosóficos parecieran centrarse de manera muy especial en torno a la pregunta por el ser humano, pregunta que se ve asociada directamente por un esfuerzo por profundizar en los grandes temas de la existencia humana.

La filosofía analítica y sus embates contra la metafísica

La escisión que previamente había caracterizado el pensamiento filosófico moderno en Occidente, en las corrientes racionalistas y empiristas, se expresa esta vez en dos nuevas corrientes, herederas de las anteriores: por un lado, la filosofía continental, fuertemente influenciada por las llamadas filoso-fías existenciales, que se desarrolla en el continente europeo, y, por otro lado, la filosofía analítica que se desarrolla en los países anglosajones, esta vez no sólo en Inglaterra, sino también en los Estados Unidos.

En estos últimos países, seguía ocurriendo un desarrollo filosófico que seguía mostrándose reticente a las especulaciones metafísicas y se apoyaba en orientaciones empiristas, de mayor afinidad con una ontología naturalista. La filosofía analítica se había concentrado desde muy temprano en estudiar los lenguajes formalizados, como por ejemplo el lenguaje de las matemáticas y de la lógica. Ello le permitiría realizar un ataque a la metafísica desde un lugar muy diferente, pero no menos demoledor.

Una de las figuras centrales en ello es la de Bertrand Russell, figura emblemática en las investigaciones de los lenguajes formalizados y defensor a ultranza del rigor lógico y del uso adecuado del lenguaje. Russell, que es particularmente alérgico al razonamiento metafísico, nos demuestra cómo muchas de las conclusiones a las que esta arriba, resultan de razonamientos defectuosos, de caer recurrentemente en trampas que nos tiende el lenguaje al hacer uso, por ejemplo, de un mismo término para dar cuenta de significados diferentes. La metafísica, nos muestra Russell, «se confunde» y, apoyada en el uso de un mismo término, concluye sosteniendo la equivalencia de los significados. La metafísica, nos indica Russell –y muy particularmente la metafísica de Hegel– está atrapada en conclusiones que resultan de un pensar no riguroso.

La crítica de Russell a Hegel, muy diferente de aquella que le había dirigido Feuerbach, será todavía más contundente. El edificio metafísico construido por Hegel pareciera venirse abajo. Las críticas que recibe Hegel generan una crisis de legitimidad que compromete al conjunto de la tradición metafísica. La metafísica deviene crecientemente sospechosa. El caldo de cultivo para una gran subversión comienza a prepararse.

Mientras tanto, la filosofía analítica genera nuevos desarrollos interesantes. Muy pronto, de la mano de G. E. Moore, deja de interesarse sólo en los lenguajes formalizados y se apropia del lenguaje ordinario. Con ello legitima el lenguaje de los hombre y mujeres de la calle. Previamente, se había considerado que sólo los lenguajes formalizados, propios de las matemáticas y la lógica, eran los únicos adecuados. Ahora se revierte la consigna. El lenguaje ordinario no sólo está bien como está, él es a la vez el sustento y condición de posibilidad de los lenguajes formalizados. A partir de este giro, se preparan las condiciones para el nacimiento a una nueva disciplina filosófica: la filosofía del lenguaje. Dentro de sus representantes más destacados cabe mencionar las figuras de Ludwig Wittgenstein y J. L. Austin.

Ludwig Wittgenstein, el fundador de la filosofía del lenguaje, nos advierte que todo lenguaje es una forma de vida. Se trata de una proposición que permite múltiples interpretaciones. Una primera interpretación nos permite considerar al lenguaje en relación a una determinada comunidad y, de esta forma, como el idioma particular de un grupo humano. El lenguaje es un fenómeno social y, por lo tanto remite a la comunidad que lo sostiene. De modo que, el lenguaje da cuenta de una red de significados a través de la cual esa comunidad observa (confiere sentido), actúa y, en definitiva, vive.

Sin embargo, el lenguaje no es socialmente homogéneo sino que adquiere modalidades diversas en distintos segmentos de la sociedad. Diversos segmentos, clases y grupos sociales asumen lenguajes diferentes y es posible reconocer diversidades de lenguaje en los distintos cortes que hagamos del cuerpo social. El lenguaje de los hombres y las mujeres no es el mismo y de ello resulta una manera de organizar el mundo muy diferente. De la misma forma, existen diferencias de lenguaje por sectores de diferentes edades. Las distintas generaciones suelen hablar de manera diferente y ellas dan cuenta de formas de vida distintas. Las diferentes clases sociales suelen diferenciarse también en sus modalidades de lenguaje. Hay diferencias de lenguaje según zonas geográficas. Podemos descubrir diferencias de una empresa a otra, de una escuela a otra, de una familia a otra, de una profesión a otra, etcétera. Podemos incluso cruzar todos estos cortes y descubriremos diferencias de grupos cada vez más reducidos.

De esa forma, podemos desarrollar una segunda interpretación sobre la relación entre el lenguaje y la forma de vida centrada esta vez en el individuo. Esta es una relación que nos ha parecido siempre fascinante. Nuestra forma de ser se expresa en la forma como somos en el lenguaje. Según las distinciones que poseamos (o que no poseamos), según los juicios que hagamos (o que no hagamos), según las narrativas que desarrollemos, etcétera, conformaremos uno u otro mundo a nuestro alrededor, desplegaremos determinadas relaciones, emprenderemos determinadas acciones y obtendremos ciertos resultados y no otros. Nuestra vida será distinta.

Pero hay más que distinciones, juicios y narrativas (podríamos incluso añadir otros términos a esta lista). Ellos enfatizan el aspecto semántico del lenguaje, ligado a nuestra capacidad de conferir sentido y, por lo tanto, a nuestras modalidades de comprensión de lo que sea el caso (nosotros mismos, los demás, el mundo, la vida, etcétera). Todo lenguaje, además de una semántica, conlleva una pragmática y especifica por lo tanto, no sólo modalidades de conferir sentido sino también de comportarse. No podemos separar el lenguaje de la acción. Austin es el primero que reconoce que el lenguaje es acción.

En consecuencia, todo lenguaje también puede ser examinado en términos de competencias e incompetencias. Una cosa, por ejemplo, es poder distinguir una petición y por lo tanto poder reconocerla. Otra cosa muy diferente es saber ejecutarla competentemente. Una cosa es entender lo que significa cuando alguien dice «No»; otra muy diferente es poder ejecutarlo. Y así como estas, el lenguaje involucra una infinidad de competencias lingüísticas que afectan de manera determinante nuestra forma de vida. Cada área de competencia y de incompetencia lingüística determina nuestra forma de ser.

Hacia una convergencia de las dos grandes corrientes de la filosofía moderna

El lenguaje, por lo tanto, no sólo expresa una particular forma de vida. El lenguaje configura una particular forma de ser. Pues bien, nos es posible intervenir tanto en el dominio de la semántica, asociado a nuestra capacidad de conferir sentido, como en el dominio de la pragmática, asociado a nuestra capacidad de acción. Podemos evaluarnos, reconocer insuficiencias y podemos, sobre todo, corregir y aprender la manera de incrementar nuestras competencias. Podemos actuar sobre nuestra capacidad de observación y de acción que el lenguaje nos proporciona. El lenguaje nos provee la posibilidad de intervenir en nuestras vidas para vivir mejor y de intervenir en nosotros mismos para llegar a ser distintos.

La filosofía del lenguaje, en consecuencia, nos proporciona una posibilidad muy concreta para reintegrar la reflexión filosófica con nuestra forma de vida y de volver al espíritu de los filósofos clásicos. Pensar el lenguaje representa una posibilidad para reflexionar sobre la vida de la misma manera como la reflexión sobre la vida suele conducirnos a pensar sobre el lenguaje. Así como no nos es posible separar el lenguaje de la acción, tampoco nos es posible una separación radical entre lenguaje y vida. Nuestra propia propuesta, la ontología del lenguaje, no es sino un esfuerzo por mostrar y desarrollar esta relación. Ella arranca de la pregunta ontológica, o de la pregunta sobre el fenómeno humano que nos legaran Heidegger y Nietzsche, respectivamente, y busca responderla de la mano del lenguaje, siguiendo las huellas de Wittgenstein y Austin.

Es interesante comprobar lo que ha acontecido. Desde la filosofía continental, más inclinada a dejarse llevar por el influjo de la metafísica, se ha producido una primera rebelión. Esta se manifiesta en las figuras de Feuerbach, Nietzsche, Heidegger y el desarrollo de la filosofía existencial. Desde allí no sólo se han puesto en cuestión los supuestos de la metafísica, sino que se ha iniciado una reflexión filosófica profunda sobre el fenómeno humano, volcando nuevamente la balanza hacia una ontología antropológica. La reflexión sobre el ser humano conduce a los filósofos continentales a reconocer la importancia que posee el lenguaje en la existencia humana.

Desde la ribera opuesta de la filosofía continental se fortalece, en cambio, el vínculo entre el quehacer filosófico y el desarrollo de las ciencias. Desde allí, se realiza una importante reflexión filosófica, primero, sobre los lenguajes formalizados, a partir de la cual se acomete una crítica implacable a la manera de razonar de la filosofía metafísica. Con ello parecieran acentuarse las distancias entre estas dos corrientes filosóficas, la continental y la analítica. Siguiendo su propio recorrido, la filosofía analítica reivindica la importancia del lenguaje ordinario y termina por impulsar una reflexión filosófica original y novedosa sobre el lenguaje en general.

A partir de ese momento, estas dos corrientes, que hasta entonces parecían haber registrado cursos divergentes, giran hacia el mismo lado, el lenguaje, abriendo la posibilidad de una convergencia. Eso es lo que estamos presenciando. Aquel intento fallido de síntesis que buscara Kant, pareciera esta vez estarse produciendo. Kant lo intenta en el terreno de la conciencia, en el campo del conocimiento. Es en el terreno del lenguaje, sin embargo, que hoy pareciera producirse. No es extraño que algunas de las intuiciones de Kant parecieran resonar nuevamente, aunque en clave diferente.

El asalto final al bastión metafísico

La ontología del lenguaje se inscribe en un amplio movimiento que procura concretar un asalto final a la metafísica. No se trata de eliminarla, pues en el plano de las ideas ello no acontece, ni debiera acontecer. Las ideas nos muestran una inercia inmensa en mantener su movimiento en el tiempo, una tendencia sorprendente a perdurar, a sobrevivir. El germen de la metafísica, por lo tanto, estará siempre con nosotros. Ello no es necesariamente negativo. Nadie puede negar que en algún momento en el futuro ella pudiera servirnos para salir de algún otro callejón sin salida.

Sin embargo, pensamos que la cimiente metafísica ha llegado a adquirir proporciones desmedidas, pues nos impone una visión de los seres humanos, del mundo y de la vida que limita muy severamente nuestras posibilidades y que termina por generarnos sufrimiento innecesario. Lo que es todavía más serio, se trata de una visión de las cosas que amenaza con comprometer seriamente nuestra convivencia.

Esta confrontación, de la que nos sentimos partícipes, requiere darse de una manera ineludible al nivel del intercambio de las ideas. Es preciso demostrar las limitaciones del pensamiento metafísico, sus incoherencias, la debilidad de sus supuestos y procedimientos. Este es un debate que no es posible ni conveniente evitar. Toda idea requiere siempre ser combatida al nivel propio de las ideas. Este ha sido uno de los rasgos destacados que heredamos de la historia de Occidente, aunque esta no siempre haya sido fiel a aquello que hoy nos lega. El debate de ideas es ineludible. Se trata de un debate cuya duración no podemos predecir. Las ideas, como los dragones, tienen una inmensa capacidad para generar mil cabezas. Cuando uno cree que ha logrado cortar y deshacerse de una cabeza, aparecen frecuentemente dos o tres más.

Pienso, sin embargo, que la batalla principal no será aquella que se dará en el dominio de las ideas. Pienso que la batalla de las ideas, a estas alturas, está en una medida importante resuelta. Aunque en el plano de las ideas nada puede darse por seguro, pareciera que a ese nivel se trata de una batalla ya ganada. Basta con observar las diferencias de vigor que hoy exhiben el pensamiento metafísico, por un lado, y la alianza antropológica y naturalista, por el otro. El primero pareciera encontrarse en plena retirada y su capacidad de renovación y de interpelación se ha minimizado. El segundo, en cambio, conquista cada día nuevos terrenos y nuevos adeptos.

La gran fuerza de la metafísica es la inercia que en el presente todavía ejerce su glorioso pasado. Pero hay un lugar donde ella se ha pertrechado y todavía sigue siendo hegemónica: en la estructura de nuestro sentido común. Hace muchos años que vengo sosteniendo que la gran batalla que está todavía por librarse es aquella que se dará al nivel de nuestro sentido común. Algunos repiten esto sin comprender cabalmente lo que significa. Y no lo entienden por cuanto no siempre perciben aquello que distorsiona tan profundamente la manera como concebimos las cosas. No perciben con claridad el sustrato metafísico de nuestro sentido común actual.

Es allí, en nuestro sentido común, donde la metafísica se ha replegado y donde ella sigue siendo ampliamente hegemónica. Se trata de un sentido común que nos hace pensar que somos de una forma determinada, forma que estamos obligados a aceptar. Para nosotros ello tiene otro nombre: resignación. Se trata de un enfoque que nos hace creer que nuestras interpretaciones logran dar cuenta de cómo son las cosas; que nos impide encontrar formas de convivencia armónicas cuando se acentúan nuestras diferencias. Se trata de un sentido común que en definitiva limita nuestra capacidad de escucha mutua y restringe nuestra capacidad de aprendizaje y de transformación. En todas estas manifestaciones se expresa el reino del Ser de Parménides.

Se trata de un sentido común que nos resta poder, que nos quita un poder que disponemos pero no siempre somos capaces de reconocer. Se trata, por lo tanto, de un sentido común que nos impone una forma de vida restrictiva. Luchar contra la metafísica implica, como nos anunciara Feuerbach, una gran reforma de la filosofía. Pero esta reforma no sólo se traduce en revisar sus supuestos y generar nuevas conclusiones filosóficas. Lo que realmente hace falta es reformar el carácter mismo del quehacer filosófico. Todo ello implica un retorno al tipo de quehacer filosófico que practicaran los antiguos griegos.

Este nuevo quehacer tiene dos ejes importantes: la calle y la vida. La filosofía que hoy hace falta requiere apoderarse de la calle, tiene que volver a la plaza, a los espacios públicos de congregación de los ciudadanos. La filosofía debe dejar de ser un reducto de unos pocos iniciados que hablan un lenguaje que los demás son incapaces de entender y mucho menos de seguir. La filosofía requiere recuperar la calle que perdió hace mucho tiempo. Ella nació en la calle y debe volver a ella. Tiene que estar en las marchas, en las manifestaciones, tiene que ser parte de los grandes carnavales.

La filosofía tiene que reconciliarse con la música, con la danza, como asimismo con los poetas, con los profetas. Tiene que volver a apoderarse de ella el gran espíritu de Dionisos, tal como nos lo señalara Nietzsche, filósofo que, en el momento de perder la razón, se desnuda y baila. Este es su último testimonio filosófico. Pero, para ganar la calle, la filosofía requiere reconciliarse con la vida y volver también a ella.

Lo hemos dicho: los antiguos siempre concibieron a la filosofía como una forma de vida. Es sorprendente descubrir cuánto nos hemos distanciado de esa forma de concebir el quehacer filosófico. Y mientras la distancia entre la vida y la filosofía se acrecienta, en la medida que el sustrato metafísico de nuestro sentido común entra en crisis, ello no puede sino expresarse en una profunda crisis de sentido en muchos hombres y mujeres.

Desde hace mucho tiempo que la filosofía se recluyó en una torre de marfil que pareciera estar en el Olimpo. Allí ha sido alimento de dioses y semidioses, «bocatto di Cardenale». Su fuego ha iluminado y calentado a muy pocos. Zeus recuperó para sí su relámpago. Hoy es preciso robarla de esa torre de marfil y traerla a la tierra para que de ella puedan alimentarse no sólo una elite de dioses escogidos, sino todos los seres humanos. Hoy hacen falta Prometeos. Individuos dispuestas a sacrificar sus entrañas para lograr que la filosofía se reencuentre con ciudadanos comunes. Pues, como veremos, la filosofía suele hacerse desde las entrañas.

Hoy requerimos aprender a vivir de una manera diferente. Mientras estemos atrapados en un sentido común sustentado en la metafísica, como hoy nos acontece, esa será una tarea muy difícil. El camino que nos conducirá a encontrar el tipo de vida que necesitamos, nos obliga a abrirnos a la filosofía, pero a una filosofía que manifiesta una vocación a favor de la vida y que busca integrarse a ella para ayudarnos a vivir distinto. Necesitamos de una filosofía que afirme la vida. El proceso que busque alcanzarlo requiere acercar la filosofía al pueblo y convertir a los ciudadanos en filósofos.

Los hombres y mujeres de hoy requieren aprender a orientar sus vidas de manera diferente y para ello necesitan de la filosofía. Pero no se trata de que, para obtenerlo, se requiera «acudir» al filósofo, como hoy se acude al psiquiatra. No porque excluyamos la posibilidad de un «acudir al filósofo». De hecho, los coaches que procuramos formar hacen precisamente eso. Ayudan, aportando una mirada diferente, a que otros puedan observar sus propias vidas con nuevos ojos, de manera de descubrir cauces que los conduzcan a cumplir con sus aspiraciones. Ese y no otro es el papel del coach ontológico.

Sin embargo, no basta con acudir a la filosofía para nutrirnos de las respuestas que esta nos proporciona. Podemos ir todavía más lejos. Acercar la filosofía a la vida es también allanar el camino para que cualquier ser humano afine y desarrolle su capacidad de hacer filosofía. Lo decíamos al inicio de este texto. La filosofía surge de una operación ordinaria del pensamiento que todos realizamos. Todos, por lo tanto, de una u otra forma hacemos filosofía. La pregunta que debemos plantearnos, sin embargo, es si aquella filosofía que irremediablemente hacemos, logra enriquecer nuestras vidas. No importa cómo contestemos esta pregunta, estamos convencidos de que podemos hacer mucho más.

El quehacer filosófico llegará realmente a la calle y a la vida en la medida que las barreras que hoy mantiene con los ciudadanos comunes se disuelvan. Siempre podremos distinguir al filósofo profesional de quien no lo es, adiestrado en su disciplina y exhibiendo competencias que no todos poseen. Nunca podremos eliminar esta separación. Sin embargo, la separación que hoy existe entre el filósofo profesional y quien no lo es tiene el carácter de una ruptura. Quien no es filósofo profesional suele quedar excluido del quehacer filosófico.

La reforma de la filosofía que postulamos, implica «romper la ruptura» (los gnósticos de antaño nos hablaban de «cautivar el cautiverio») que hoy se nos impone; y ello implica un avanzar hacia la conquista del pensar filosófico por el ciudadano común. Para ello es necesario crear puentes, es necesario colocar escaleras en las murallas del actual bastión de la filosofía, de manera de penetrar en su interior. Ese es uno de los objetivos que se plantea este libro: ayudarnos a entrar en la fortaleza filosófica. Eso mismo puede mirarse de muchos otros lados o acudiendo a muy diversas imágenes. Se trata también de aprender a entrar en el laberinto de la filosofía, enfrentar al Minotauro y poder salir con vida al espacio abierto desde el cual deberemos continuar viviendo. Más allá de Dionisos, más allá de Prometeo, ello invoca la imagen de Teseo.

Weston, junio de 2006

1 Sin embargo, ellas pueden tendernos una trampa. Es sorprendente descubrir las veces que la gramática le tiende trampas al pensamiento. ¿Cuál es la trampa? Para reconocerlo es necesario percibir que la pregunta «¿qué es el amor?» puede recibir dos interpretaciones diferentes. En la primera interpretación, la pregunta se dirige a explorar el significado del amor, de un amor que se reconoce ligado a experiencias concretas. En la segunda, en cambio, dado que se utiliza el verbo «ser» se presume que la pregunta está dirigida a revelar el «ser» del amor. Nada demasiado serio ha acontecido todavía. El problema se suscita de acuerdo al status que se le otorgue a ese supuesto «ser». El problema sólo se produce cuando se altera la relación originaria entre las experiencias concretas y el «ser» al que el pensamiento arriba con el propósito de comprenderlas; cuando, en vez de subordinar el significado del amor a las experiencias desde las cuales tal significado fue generado, se invierte el orden de las cosas y se entiende que es el «ser» del amor lo que hace que las experiencias particulares concretas sean como son. Con ello se cae en una trampa y se malinterpreta la función gramática del verbo ser. Una vez que se toma ese camino solemos tener la impresión que la filosofía comienza a delirar; que hemos entrado al interior de un pensamiento afiebrado. Las ideas que generamos para entender las cosas parecieran tomar autonomía de ellas y comenzamos a creer que las cosas son meras manifestaciones de las ideas. Las ideas, cuyo estatuto de realidad pertenece a nuestro esfuerzo de comprensión de la experiencia, sustituyen a esta ultima y son reivindicadas como la realidad última de las cosas. Nos hemos resbalado en la gramática para terminar cayendo en el abismo de la metafísica. Cuando ello sucede, el lector, sin mayor formación filosófica, suele leer filosofía y se siente perdido. Tiene toda la razón. Pero no es él, sino la filosofía la que en rigor se ha perdido.

2 Examinar a este respecto mi libro Raíces de sentido: sobre egipcios, griegos, judíos y cristianos, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2006. Ver capítulo «El nacimiento de la filosofía en Grecia».

3 Ello no impide que luego se hayan realizado muy diversas incursiones al interior de cada uno de estos caminos, pero las opciones ontológicas básicas han sido siempre aquellas que definieron los antiguos griegos.

4 Estas tres posturas han sido examinadas en mi libro Raíces de sentido: sobre egipcios, griegos, judíos y cristianos, J C. Sáez Editor, Santiago, 2006. Ver capítulo «El nacimiento de la filosofía en Grecia».

5 Ver a este respecto la obra de Pierre Haddot y, en particular, sus libros What is Ancient Philosophy?, Belknap Harvard, Cambridge, Massachussetts, 2002 y Philosophy as a Way of Life, Blackwell, Oxford, 1995.

6 Citado por Josef Pieper indicando como referencia, Hegel, Sämtliche Werke (Jubiläumsausgabe), Ed. H. Glockner, Vol.19, Stuttgart, 1928, p.99. Ver Josef Pieper, Scholasticism, Pantheon Books, N.Y., 1960.

7 Josef Pieper, op.cit., pags.16-17.

8 Ver a este respecto «Los orígenes del cristianismo» en mi libro, Raíces de sentido: sobre egipcios, griegos, judíos y cristianos, J.C. Sáez Editor, Santiago, 2006.

9 Gran influencia había ejercido dentro del movimiento jesuita el Cardenal Roberto Bellarmino, quien había procurado acercar la doctrina de la Iglesia y los nuevos desarrollos de la ciencia. A pesar de ello, Bellarmino terminó jugando un papel determinante en la condena que la Iglesia hace de Galileo. A la Iglesia no le resultaba fácil este esfuerzo de acercamiento a la ciencia.

10 René Descartes, Discurso del método, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 1954.

11 Para seguir en líneas muy generales este desarrollo, ver Rafael Echeverría, El búho de Minerva: Introducción a la filosofía moderna, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2004.

12 Pareciera que el pensamiento rechaza toda limitación y que en, muchas oportunidades, logra penetrar en lo que previamente parecía imposible. Hegel es un claro testimonio de ello. Nada está cerrado a ser pensado. A través de la filosofía de Hegel el afán hegemónico de la metafísica no se limita, como en el pasado, a rechazar la transformación histórica sino que busca apropiarse de ella. Con Hegel la metafísica alcanza uno de sus puntos más altos en su desarrollo. Pero desde allí se expone también a su mayor caída.

13 Ver al respecto, Ludwig Feuerbach, The Essence of Christianity, Prometheus Books, Buffalo, N.Y., 1989.

14 Yo mismo fui víctima de esta ceguera. Dado que durante varios años, en la fase temprana de mi propio desarrollo intelectual, mi atención estuvo concentrada en el pensamiento de Marx, Feuerbach ocupaba para mí un lugar secundario. En mi libro El búho de Minerva, el papel que le confiero a Feuerbach se restringe precisamente a hacer de eslabón entre Hegel y Marx. Será con posterioridad, a partir de la lectura de Martin Buber, ¿Qué es el hombre? (Brevarios del Fondo de Cultura Económica, México, 1949), que logro evaluar de manera muy diferente su contribución. Feuerbach será un antecedente esencial para comprender dos importantes corrientes de pensamiento que ejercen gran influencia durante el siglo XX: el marxismo y el psicoanálisis.

15 Ludwig Feuerbach, Manifestes philosophiques, P.U.F., Paris, 1960, pag.162.

16 El búho de Minerva, pag.116.

17 La opción ontológica que se adoptara, a partir de la encrucijada que hemos caracterizado, de una u otra forma afectaba el sentido que se le confería al propio término «ontología». Así, por ejemplo, la opción metafísica, sin reconocerse a sí misma como una dentro de tres opciones posibles, sino afirmándose como la única opción válida, concebía la ontología como rama al interior de la propia metafísica. Heidegger hace algo equivalente. Le confiere al término ontología el significado por la pregunta por lo humano o, en su propia terminología, por la pregunta por el Dasein. Ello es lo que permite, en nuestra propuesta, dos usos diferentes del término ontológico. Uno remite a las opciones de la encrucijada descrita; el otro, al camino que se sigue a partir de una de estas opciones ontológicas: la opción antropológica.

18 La metafísica entiende lo ontológico como uno de sus territorios de reflexión filosófica metafísica, sin reconocer que aquello que es ontológico es su propia opción metafísica. Heidegger, insistimos, lo hace diferente pero equivalente: define como ontológico lo que no es sino su particular opción ontológica. Con ello reconoce el carácter ontológico de su propia opción, pero no reconoce que las opciones metafísica y naturalista son igualmente opciones ontológicas. No existe en Heidegger un claro reconocimiento de lo que hemos llamado la «encrucijada ontológica».

19 Ver a este respecto, Ronald Lehrer, Nietzsche’s Presence in Freud’s Life and Thought, State University of New York Press, N.Y., 1995.

Por la senda del pensar ontológico

Подняться наверх