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EL «CLARO»
Hace algunos años puse atención a la manera de cómo los graduados de nuestros largos programas de formación hablaban de lo que habían aprendido20. No se puede estar seguro de que la interpretación que uno posee sobre lo que ha entregado, corresponda con la interpretación que tienen los que lo han recibido. Lo que constaté me confirmó que había motivos para sospechar que en este caso existía una distancia problemática entre ambas interpretaciones.
Cuando mis graduados hablaban de su experiencia de aprendizaje, solían ofrecer dos tipos muy diferentes de relatos21. Por un lado, un relato muy entusiasta sobre el carácter global de la experiencia en el que aparecían frases del tipo: «la experiencia de aprendizaje más importante de mi vida», «cambió por completo mi carrera», «este programa cambió mi forma de ser», «a través de él modifiqué la forma de ver la vida», etc. Frases quizás pomposas, en algunos casos algo exageradas y, sobre todo, muy poco concretas. Un tipo de frases que a veces genera en quien las escucha una actitud de sospecha que produce, comprensiblemente, distancia y desconfianza, aunque yo entendía que se trataba de un relato que procuraba ser honesto.
Cuando el interlocutor preguntaba más, solicitaba un mayor nivel de concreción, aparecía un segundo tipo de relato. Este era muy diferente del anterior y lo curioso es que se trataba de una relato que adoptaba un formato particular. Este segundo tipo de relato asumía, por lo general, el formato de un listado, de una colección de cosas diversas y, muy particularmente, de cosas poco conectadas entre sí. Se decía entonces: «este fue un programa en el que yo aprendí a escuchar», «aprendí a pedir», «a fundar mis juicios», «a observar mi emocionalidad y a intervenir en ella», «a decir cabalmente lo que pienso»; «con este programa me reencontré y me reconcilié con mi cuerpo», «en él aprendí a decir que No», «aprendí a diseñar conversaciones» etc., en una lista muy larga centrada en los temas o competencias que efectivamente enseñamos.
Lo primero que sorprendía al compararse estos dos tipos de relatos era la gran diferencia entre ambos. Insisto, se trataba en ambos casos de respuestas que eran honestas. Surgía por tanto el problema de cómo integrarlas. De cómo hablar de lo primero con credibilidad y de cómo conectar lo segundo con aquello que procuraba expresar lo primero. Había, sin duda, una brecha entre ambos tipos de respuestas. Todo ello nos condujo a una reflexión que creo importante compartir.
El primer elemento de esta reflexión incluía un elemento de autocrítica. Si nuestros alumnos hablaban de la experiencia de aprendizaje que les habíamos entregado de una manera que sentíamos inadecuada, la responsabilidad era obviamente nuestra. Había, sin duda, algo que no habíamos sido capaces de enseñarles. Si sus respuestas no recogían adecuadamente algo, si nos daban la impresión de que había algo en ellas que no veían, ello sólo revelaba que no habíamos sido capaces de mostrárselo. El problema no era de ellos; el problema era fundamentalmente nuestro.
Siempre hemos sostenido que las evaluaciones en educación no sólo evalúan a los educandos. Estas evalúan, de la misma manera y antes que nada, a los propios educadores. La responsabilidad primaria del aprendizaje recae en sus manos. Ellos tienen la responsabilidad central de generar aprendizaje en sus alumnos. Si ellos no están aprendiendo como debieran, hay algo que los maestros no están haciendo.
El primer relato que ellos entregaban pecaba quizás por ser demasiado impresionista. El segundo por ser demasiado concreto. Cualquiera diría que no había cómo darnos el gusto. Era importante, por lo tanto, explorar nuestra sensación de que algo importante estaba faltando. Tomemos para ello el segundo tipo de respuesta. Si uno hiciera el ejercicio de indagar con quién las entregaba, era muy posible que termináramos obteniendo el listado de todos los temas, de todas las competencias que formaban parte de nuestros programas. Y, sin embargo, no lograba dejarnos satisfechos. ¿Cómo era posible, entonces, que pudiendo incluirse en esta respuesta todo lo que habíamos hecho, a la vez quedáramos con la sensación de que faltaba algo? Si este era el caso, ¿cómo dar cuenta de nuestra propia insatisfacción?
El problema que enfrentábamos podía ser formulado en los siguientes términos: desde nuestra perspectiva, el conjunto de temas y competencias que abordábamos en nuestros programas –aunque todas ellas fueran incluidas– dejaba fuera el propio carácter de lo que hacíamos y pensábamos. En otras palabras, nosotros operábamos desde la convicción de que los programas eran más que la suma de todas sus partes. Aunque todas sus partes fueran mencionadas en el listado final, seguía faltando algo. Algo que identificábamos con una visión de estos programas como totalidad. Al enseñar las partes, procurábamos enseñar algo más, algo quizás mucho más importante que todas ellas juntas. Pero, en la medida que esto, esa mirada de totalidad que tanto valorábamos, no había sido parte explícita de los programas, ella no lograba ser distinguida, ella no era vista. Lo peor de todo es que no lográbamos enseñarla. Para hacerlo, requeríamos «mostrarla».
Pronto nos dimos cuenta de que este problema, referido inicialmente a la manera cómo se hablaba de nuestros programas, se extendía de manera mucho más peligrosa a la forma, de como se hablaba del conjunto de la propuesta de la ontología del lenguaje. Los problemas que ello suscitaban eran más serios. En muchos casos, por ejemplo, se hablaba de nosotros como aquellos que enseñaban «el coaching ontológico». Todo parecía remitir al «coaching». Resultaba prácticamente imposible separar nuestro quehacer de la práctica del coaching. Y cada vez que ello sucedía, quedábamos con la impresión de que se nos achicaba, que había algo importante que se tergiversaba. Que éramos mucho más que lo que se relacionaba con el coaching. Pero –de nuevo– si los demás no lo veían, la responsabilidad era nuestra. Nosotros no habíamos sido capaces de mostrarlo.
Para mostrar algo, es necesario generar una distinción. Sólo podemos ver aquello que somos capaces de distinguir. La manera, por lo tanto, de hacernos cargo de estos problemas, requería plantear ciertas distinciones. La primera de ellas fue el establecer una separación entre el discurso y la práctica22. Una cosa, dijimos, es el discurso de la ontología del lenguaje, y otra muy diferente son las aplicaciones prácticas que se hacen de dicho discurso. Ambas cosas requieren ser distinguidas y es importante no confundirlas. El «coaching ontológico» no es sino una práctica particular (entre muchas otras posibles) que resulta del discurso de la ontología del lenguaje.
Habiendo hecho esta primera distinción, nos dábamos cuenta, sin embargo, que un problema equivalente surgía en el propio discurso. Este parecía reducirse al listado de temas que en él se abordaban. Ello mostraba que seguía faltando en el nivel propiamente discursivo, otra distinción que permitiera distinguir las partes del discurso, de una mirada que diera cuenta de la totalidad del mismo. Lo que faltaba no podía verse a menos que trascendiéramos aquella mirada que se dirigía sólo hacia sus componentes.
Para mostrar lo que faltaba, era necesario, por lo tanto, una segunda distinción. Para estos efectos acuñamos la distinción del «claro». El desafío que ahora enfrentamos es el de darle contenido a esa distinción, a ese término, de manera de hacerlo portador de lo que sentíamos que faltaba. Eso es lo que nos proponemos realizar en este texto. Lo que viene a continuación se basa en una presentación que desde hace ya muchos años hago al final de nuestros programas largos de formación con el objetivo que mis alumnos no se vayan de ellos sin haber visto lo que, a mi modo, es lo más importante que estos programas les entregan. Sólo una vez que lo ven, tienen la posibilidad de llevárselo consigo y de incorporarlo en su aprendizaje. Creemos que ello además conduce a que les sea posible hablar de estos programas de una manera muy diferente.
Hacia una genealogía de la distinción del «claro»
El término «claro» no lo hemos inventado nosotros. Lo hemos tomado de una tradición filosófica de pensamiento que inaugura Martin Heidegger. Este término, por lo tanto, remite a él. Sin embargo, es importante advertir que, tomándolo de Heidegger, le conferimos una particular connotación que surge de colocarlo en relación con el pensamiento de Heráclito. Antes de precisar el sentido particular que le otorgamos a esta distinción, es importante, por lo tanto, referirnos brevemente al sentido que tomamos prestado de estos dos grandes filósofos. Ello nos permitirá acercarnos al sentido que nosotros le otorgaremos.
Nos hemos referido al filósofo alemán Martin Heidegger en múltiples oportunidades. Él contribuye con un aporte importante en la propuesta de la ontología del lenguaje. Cuando decimos que Heidegger es un filósofo alemán, señalamos algo que no es trivial. Se trata de un filósofo «muy» alemán, cuya filosofía lleva el olor de la tierra alemana. Curiosamente, sin embargo, ese olor lleva también algo que viene de la antigua Grecia. Heidegger es parte destacada de una larga tradición que se inaugura en el siglo XVIII con la obra de Johann J.Winkelmann (1717-1768), que tiene el gran mérito de haber introducido en Alemania la influencia del espíritu griego clásico, con lo que revolucionó su época. No es posible, por ejemplo, concebir el desarrollo de la filosofía en Alemania, prescindiendo del gran impacto que tuvo la obra de Winkelmann. Luego de su muerte, Goethe, escribe:
«Desde su tumba nos corrobora el soplo de su fuerza y despierta en nuestras almas el vivísimo impulso de continuar, con fervor y amor, lo que él iniciara»23.
Heidegger se sitúa en esa tradición llegando incluso a afirmar que existe en la lengua alemana una gran afinidad con la antigua lengua griega, lo que, según él, hace que ambos paísesen dos épocas muy diferentes– sean especialmente aptos para la reflexión filosófica. Hay, por lo tanto, en Heidegger una fuerte afirmación del idioma alemán y de las raíces culturales del pueblo alemán. Uno de los elementos que posiblemente inclinaron a Heidegger a apoyar al nazismo, fue este ensalzamiento de «lo» alemán, que fuera una de las características destacadas de este movimiento político.
El término del «claro» Heidegger lo toma del folklore y la cultura de los campesinos bávaros, cerca de los cuales se forma y de los cuales nunca se distanciará. El término alemán es lichtung. Licht significa luz. Lichtung es una palabra usada por los campesinos para referirse a aquel lugar en un bosque donde no hay árboles, en el que se produce una apertura en la que llega la luz. Un lugar en el que, quien se encontraba en el bosque, lograba ver no sólo árboles, sino que lograba ver el bosque en el que previamente se hallaba. Es lo que en castellano designamos con el nombre de un «claro»; de un «claro» en el bosque. Antes de entrar en el «claro», sólo veíamos los árboles. No veíamos el bosque como bosque. Ahora descubrimos que estábamos en un bosque.
Es un bello término. Nos permite precisamente ver aquello que estaba ante nuestros ojos con una mirada distinta. Esta vez como totalidad. Como aquella totalidad en la que se nos revela el lugar donde estamos parados, donde realizamos nuestra existencia. Se trata, por lo demás, de un lugar donde el mundo se nos revela como un mundo particular, el mundo propio donde estamos, y no sólo como el único mundo existente y posible. Es un término que privilegia el lugar de observación, lugar que nos permite ver aquello que vemos, de la manera como lo vemos.
Para comprender mejor el significado de este término, es conveniente colocarlo en relación con el concepto griego de verdad, con el que Heidegger siente una gran afinidad. La palabra que usaban los griegos para hablar de la verdad era aletheia. Se trata de una palabra que contiene el prefijo «a», que significa negación, y el término «letheia», que proviene de la raíz lethos, que significa olvido. Se trata de otro término muy bello. La verdad está relacionada con la disolución del olvido y, por tanto, con la reconexión con algo originario, algo que una vez quizás supimos y que luego olvidamos. La verdad así entendida es un volver atrás. La verdad nos llega, por tanto, del pasado y no del futuro. Estuvo allí, todo el tiempo, sólo que no la veíamos. O no la veíamos de la manera como hoy somos capaces de verla24. Esto es muy coherente con la noción circular del tiempo de los griegos.
Para los griegos, la noción de verdad está asociada con el acto de la revelación. Implica siembre un develar, un correr un velo para mirar lo que está allí. La verdad es considerada como epifanía. Ella se asocia a un mostrar, a un des-cubrir, a un desnudar, a un exponer y simultáneamente a un exponernos. Hay en este término una sensualidad estética inconfundible, característica del espíritu griego. Hay también, relacionada con ella, una cierta noción de vértigo, de riesgo, de apertura, de entrega. La verdad se consume. La verdad engendra.
Durante un tiempo importante, la noción griega de verdad apuntaba a algo indiferenciado. Aquello que se revelaba tenía, por lo tanto, un carácter siempre misterioso. Sólo se le descubría en el momento de la experiencia de la verdad, de la aletheia. Antes de ese momento, aquello no podía ser reconocido. Posteriormente, sin embargo, con el desarrollo de la perspectiva metafísica que tiene lugar en la misma Grecia, se identifica aquello que la verdad revela y se le posiciona antes de que acontezca la experiencia de la verdad. Se sostiene entonces que, aquello que la verdad revela, es el Ser de aquello que observamos. Pero ello implica un desplazamiento tardío que no encontramos en los orígenes del término aletheia.
El concepto de verdad de los griegos, que Heidegger retoma con mucha fuerza, es muy diferente de los conceptos de verdad que hoy han devenido predominantes. Es importante reconocer que hoy no existe un único concepto de verdad, sino varios y muy diferentes. No vamos a hacer el examen de todos ellos. Bástenos indicar que, de alguna manera, ellos se articulan en torno a dos líneas interpretativas principales.
La primera de ellas –y, para nosotros, la más discutible y contra la cual la ontología del lenguaje entra en lucha frontal– es la verdad como correspondencia con una realidad objetiva. Se trata, por lo demás, del concepto de verdad más arraigado en el sentido común predominante. La verdad como aquello que da cuenta de cómo las cosas «son». El sustrato metafísico de este concepto de verdad es evidente. Tras él encontramos el supuesto de que a los seres humanos les es posible dar cuenta de cómo son las cosas, de una manera objetiva, que es independiente de ellos mismos. Esta es una noción de verdad que nosotros ponemos fuertemente en cuestión.
La segunda noción de verdad, muy presente en la filosofía de las ciencias, está fundada en la verdad como intersubjetividad, como un consenso al interior de una comunidad a través del cual se privilegian ciertas interpretaciones sobre otras. Se trata de un concepto de verdad como construcción social. Dentro de él es importante determinar quiénes conforman la comunidad socialmente autorizada para participar en el consenso propuesto. Así operan las diversas comunidades científicas. Sus verdades son consideradas como el consenso relativo entre pares con competencias que los autorizan para participar en él y sujeto al uso de procedimientos reglados, supervisados por la misma comunidad en cuestión. Desde el discurso de la ontología del lenguaje tenemos una afinidad evidente con este segundo concepto de verdad.
Cuando, desde la ontología del lenguaje, se objeta la noción de verdad, es importante reconocer que ello se hace apuntando fundamentalmente a la primera línea de interpretación. Ella es, como lo hemos dicho, la que mayor influencia ejerce en el sentido común predominante y en la manera como la gran mayoría de los seres humanos conducen sus vidas hoy en día. A nuestro entender, se trata de un concepto de verdad que nos impone un precio muy alto en nuestras vidas y del que es preciso, por lo tanto, distanciarse.
Volviendo atrás, es importante reconocer que el concepto de «claro» que nos propone Heidegger, derivado del folklore del campesinado bávaro, mantiene una relación directa con el concepto de aletheia de los antiguos filósofos griegos. El mundo que observamos, para Heidegger, es siempre la expresión de una forma particular de «revelación». Tal forma no sólo remite al mundo que así queda revelado, sino a la mirada particular que lo revela como ese particular mundo revelado. No es posible disociar por completo la mirada del mundo que a través de ella es mirado. Ese mundo habla de la mirada que lo mira y esa mirada es lo que es en función del mundo que constituye.
Como nos indican Maturana y Varela, todo ser vivo (y por lo tanto todo ser humano) «trae un mundo a la mano». Este es uno de los secretos de lo que Heidegger llama el Dasein, esa unidad indestructible de estar (ser)-en-el-mundo de una determinada manera.
Vamos ahora a Heráclito25. Este surge en una época muy temprana, luego del nacimiento de la filosofía en el mundo griego. Desde hacía ya algunos años, algunos individuos en Jonia (la parte del mundo griego que estaba en Asia Menor), habían comenzado a hacerse una extraña pregunta. La conocemos como la pregunta por el arché, término griego con el que se designaba el principio del que están compuestas todas las cosas y que conduce, que rige, que dirige, su movimiento. Varios de ellos habían dado su respuesta. Tales de Mileto había sido el primero. Este había señalado que el agua era el principio rector de todas las cosas. Lo interesante de la respuesta de Tales era el hecho que no había acudido en su respuesta a la mitología, sino que había buscado un elemento en (y de) la propia naturaleza.
Más adelante, otro individuo, Anaximandro ofrecía una respuesta diferente. Sostenía que el principio rector de todas las cosas era lo que él llamaba el apeiron y que podemos traducir como lo indefinido, lo informe. Anaximandro lo identifica con el aire. Con ello, él parece sostener que aquello que define a todo lo que existe es la forma, la expresión de un determinado orden. Muchos otros dieron respuestas diversas. Pitágoras, que habiendo nacido en Jonia, luego de visitar Egipto, se había trasladado al sur de Italia, apuntó al número. Empédocles sostuvo que el elemento primario no era uno, sino que eran cuatro: el agua, el aire, el fuego y la tierra. Y así como ellos, muchos otros.
Muy pronto, alrededor del año 500 a. C., surgirá entre estos filósofos, llamados físicos o naturalistas, una gran confrontación. Uno de ellos, Parménides, que vivía en el extremo occidental del mundo griego, en el sur de Italia, escribe un poema filosófico de gran fuerza expresiva en el que proclama que el principio de todo lo existente es el ser. Todo lo que existe remite al ser. El ser es inmutable. Ello implica que todo lo que es, lo ha sido siempre y lo será para siempre. El cambio no es sino una ilusión de los sentidos. Nada cambia. No hay nada nuevo. El tiempo, por lo tanto, es también una ilusión.
Prácticamente en esos mismos años, otra voz se levanta en el extremo oriental del mundo griego. Se trata de la voz de Heráclito que vive en la ciudad de Éfeso, en Asia Menor, ciudad que se encuentra en esos años bajo el protectorado del Imperio Persa. No es descartable que Heráclito recibiera algunas influencias de los persas que entonces se hallaban bajo la influencia de un profeta llamado Zaratustra (los griegos lo llamaban Zoroastro). Zaratustra había trazado, como nadie lo había hecho antes en la historia, una marcada distinción entre el bien y el mal, las dos fuerzas fundamentales del universo. Su dios era Ahura Mazda a quien se le identificaba con el fuego. El culto religioso de los persas, seguidores de Zaratustra, se organizaba alrededor de diversos ritos de fuego.
Es en ese contexto que debemos situar a Heráclito. De él sabemos muy poco. Sus obras se perdieron. Se sabe que antes de morir, las entregó en el gran templo dedicado a la diosa Artemisa que estaba construido en Éfeso y que era considerado en su época como una de las grandes maravillas de la Antigüedad. Por lo que nos llega de él, tenemos la impresión de que Heráclito fue uno de los sabios más grandes del mundo antiguo, sólo comparable a sus contemporáneos del Oriente; Confucio, Lao Tsé y Buda.
Lo que hoy conocemos sobre su pensamiento nos ha llegado a través de sus detractores. Se trata de una colección de unos 126 fragmentos que hoy se consideran originales y unos 40 más que le son atribuidos pero cuya autenticidad los especialistas ponen en duda. Todos ellos caben en unas cinco páginas. Se trata de fragmentos que sus detractores tuvieron a bien citar con el propósito de demostrar lo equivocado que era el pensamiento de Heráclito.
¿Qué sostenía Heráclito? Pues bien, prácticamente lo contrario de lo que sostenía Parménides. Para Heráclito nada es de una forma fija y determinada. Todo está en un proceso constante de transformación, todo está en un devenir permanente. El principio rector de todo lo que existe es, para Heráclito, el logos, la palabra, el lenguaje. El logos es lo que confiere orden, sentido, razón, medida y ley a todo lo existente. Es lo que permite el tránsito del caos al orden, al que apuntara previamente Anaximandro.
Para Heráclito, el logos se identifica con el elemento del fuego que se renueva permanentemente en un movimiento incesante. Como el fuego, el logos tiene la capacidad de iluminar y, al hacerlo, de revelar las cosas. El logos se identifica también con el relámpago, que con su luz ilumina y hace visible todo lo que existe. El relámpago, recordémoslo, era el símbolo del poderío de Zeus, el mayor de los dioses griegos del Olimpo.
En el semestre de invierno de los años 1966-67, Heidegger y el filósofo Eugen Fink ofrecen en la Universidad de Friburgo un seminario sobre Heráclito. Fink había sido discípulo de Husserl y en ese entonces había desarrollado una relación muy cercana con Heidegger. Lo conocemos, además, por ser el autor de un lúcido libro sobre Nietzsche26. El seminario se inicia a través de la discusión que ambos filósofos hacen de uno de los fragmentos más destacados de Heráclito, el fragmento 64. En él Heráclito señala:
«El relámpago conduce todo».
Al leer este fragmento, Fink hace el siguiente comentario:
«En el fragmento 64 ‘ta panta’ (en griego, todo, todas las cosas, el universo en su multiplicidad) no significa una multiplicidad calmada y estática, sino más bien una multiplicidad dinámica de entidades. En ‘ta panta’ un tipo de movimiento es pensado precisamente por referencia al relámpago. En la luminosidad, específicamente en el ‘claro’ que el relámpago descarga, ‘ta panta’ queda iluminado y se adelanta revelando su apariencia. El ser desplazado de ‘ta panta’ es también pensado en la iluminación de las entidades que conlleva el ‘claro’ del relámpago» 27.
Heidegger reacciona molesto con el comentario de Fink, posiblemente por el hecho de que este utilizaba su noción de «claro» en un contexto muy diferente del que él le había asignado, y le responde:
«Antes que nada, dejemos a un lado palabras como ‘claro’ y ‘luminosidad’».
Fink, aparentemente intimidado, se retrae y explica que lo que realmente deseaba era distinguir dos movimientos diferentes. Por un lado, el movimiento que yace en la iluminación del relámpago y, por otro lado, el movimiento propio de las cosas (ta panta). La referencia al «claro» queda relegada al olvido. Nos parece, sin embargo, necesario traerla de ese olvido al que Heidegger la ha forzado.
Queremos hacer lo contrario de lo que termina haciendo Fink. Ello implica legitimar su primera observación y evitar su retracción. Objetamos la reacción molesta y ofuscada de Heidegger. Creemos que la observación de Fink resultaba particularmente interesante y además pertinente al corazón de la posición asumida por Heráclito. Es el logos, el lenguaje, que en la forma del relámpago ilumina, le confiere forma y orden a las cosas, las hace no sólo visibles, sino también inteligibles. El principio rector de todas las cosas lo provee el lenguaje. Tal principio no reside en ninguna otra parte.
Nuestra propia concepción del «claro» se nutre de estas dos genealogías: por un lado, de la tradición de los campesinos bávaros, tomada magistralmente por Heidegger para acuñar una distinción filosófica que consideramos clave y, por otro lado, de la antigua tradición «heracliteana», que recoge tanto el elemento del culto al fuego de la religión persa, como la propia simbología de la mitología helénica en torno a Zeus, para hablarnos del papel del logos, del rol central que le corresponde al lenguaje en asignarle sentido y orden a las cosas.
Nuestra concepción del «claro»: la noción de observador «genérico»
A partir de estas dos filiaciones, entenderemos con la distinción de «claro» aquel lugar a partir del cual se constituye un particular observador genérico. ¿En qué sentido hablamos de genérico? Toda observación remite a un determinado observador y a la posición que este ocupa. Esa posición puede ser definida en términos de múltiples coordenadas. Las observaciones que realiza un individuo particular guardan relación, por ejemplo, con la época histórica en la que le corresponde vivir, con su nacionalidad, con su género, con su religión, con su profesión, con sus roles familiares, con sus inclinaciones políticas, etcétera. La lista pareciera ser interminable. Cada uno de esos factores especifica un sesgo particular de observación.
Veamos algunos ejemplos. Si tomamos el criterio de la profesión, podemos señalar que la mirada del mundo que despliega un contador, suele ser diferente de aquella que percibimos en un político, y ambas suelen ser diferentes de la que caracteriza a un artista. Cada una da cuenta de un tipo de observador diferente. De la misma forma, tomando el criterio de la nacionalidad, podemos decir que la mirada de un chileno suele ser diferente de la de un brasileño, de la de un norteamericano, de la de un hindú, etc. Y cada uno de éstos últimos son diferentes entre sí. Nuevamente hablaremos de tipos de observadores distintos.
Todos participamos de múltiples criterios de diferenciación con los demás, así como también de rasgos que poseemos en común. Aunque se diferencien un contador hindú de un artista brasileño, ambos comparten el hecho de que son hombres y que viven en una misma época. Cabe, por lo tanto, crear matrices múltiples en las que estos distintos criterios se entrecruzan, generan diferencias y afinidades. Pero hasta ahora le hemos conferido una misma importancia a cada una de los factores, trátese de la profesión, la nacionalidad, la religión o el género.
La distinción del «claro» surge de la pregunta sobre la posibilidad de postular una determinada matriz de diferenciación que tenga un peso mayor que las demás y que, de alguna manera, sea capaz de englobarlas y definirl sus parámetros. Este problema lo enfrenté por primera vez en el primer capítulo de mi libro El búho de Minerva28, en torno a la noción de paradigma29. Planteaba entonces que los diversos paradigmas con los que uno se encuentra, remiten a lo que en ese momento llamaba «paradigmas de base», dentro de los cuales ellos operan. Esto implicaba poder establecer una relación de jerarquía entre paradigmas que permitía reconocer que algunos de nivel más específico, remitían a otros que asumen un papel genérico frente a ellos, conformado «paradigmas de paradigmas». Habiendo abandonado la noción de paradigma, que hoy nos parece bastante más restrictiva, y habiendo adoptado en cambio la noción de observador, la distinción de «el claro» busca hacerse cargo de aquella misma inquietud originaria.
Es interesante observar que esta reflexión se sitúa en un esfuerzo por desplazarse de un nivel caracterizado por la multiplicidad, a un nivel que busca establecer criterios de unidad a partir de los cuales nos sea posible organizar esa misma multiplicidad. Estamos, por lo tanto, en lo que es propio de la reflexión filosófica. El problema que nos planteamos, sin embargo, no es fácil pues nos obliga a escoger un determinado criterio de observación, conferirle el rango de nivel «genérico» y darle, por lo tanto, un papel prioritario frente a los demás. La pregunta que surge de inmediato es, ¿es posible hacerlo? Y, de ser posible, ¿cómo justificar tal selección?
La argumentación que ofreceremos en favor de esta posibilidad implica una toma de partido y reviste además una inevitable circularidad30. Situados desde la opción ontológica antropológica, que sostiene que la unidad de la diversidad debemos buscarla en el ser humano (esta es nuestra toma inicial de partido), es necesario reconocer que quien realiza esa opción es el propio ser humano. Es un ser humano que al fijar esa opción (la opción antropológica) compromete con ese acto una determinada manera de concebirse a sí mismo.
Digámoslo de otra forma. La opción por el camino antropológico remite al observador que realiza tal opción. Tal observador, al hacer esa opción, fija una determinada postura básica, afirma una determinada interpretación sobre el carácter del ser humano que él o ella es, a la vez que esa misma opción lo conduce a explorar el propio fenómeno humano de una forma particular. Lo mismo sucede con el observador que adopta otras opciones ontológicas. El observador ontológico físico o metafísico pareciera estar fijando en un primer momento una determinada interpretación sobre el mundo. Pero hay algo antes de eso. Aquel mundo que tal observador, al establecer su opción ontológica, define que debe ser conocido de una o de otra forma (física o metafísica), presupone una determinada concepción del ser humano que será el agente de tal conocimiento. Tales opciones, en consecuencia, se sustentan de igual manera que en el primer caso, en determinadas posturas básicas con respecto al fenómeno humano.
¿Cuál es entonces aquella matriz básica a la que podemos remitir todas las modalidades de observación? ¿Cuáles son las posiciones que llamamos «genéricas» que en ella podemos ocupar? Lo que señalamos es que la matriz primaria de diferenciación guarda relación con determinadas modalidades de concebir el ser humano. Sostenemos que la manera como los seres humanos se conciben a sí mismos condiciona la manera como observan el mundo y todo lo que en él acontece. Ella determina la forma como le damos sentido a todo lo que nos sucede y, por lo tanto, ella determina definiendo el carácter del sentido de la propia vida31.
Todo lo que pensamos se sustenta necesariamente en determinados presupuestos (elementos interpretativos) sobre el carácter de la propia actividad de pensamiento. Si digo, por ejemplo, que «x es de tal o cual manera», al decirlo estoy suponiendo que me es posible señalar lo que estoy sosteniendo, que tengo la capacidad para hacerlo; estoy suponiendo en consecuencia una determinada interpretación sobre lo que significa ser humano. Ello implica, por lo tanto, que todo pensamiento remita en último término a una determinada interpretación del fenómeno humano y, por lo tanto, da respuesta a lo que Heidegger, específicamente, denomina la pregunta ontológica32. Todo lo que hacemos revela, aunque lo haga en forma «implícita», una determinada concepción del fenómeno humano, una determinada respuesta ontológica33.
Démosle ahora otra vuelta a lo que acabamos de decir. Hay algo mucho más importante involucrado en esto34. Lo que está en juego, en definitiva, no es sólo una determinada «concepción». Ello queda en evidencia cuando nos vemos obligados a reconocer que puede tratarse de una concepción «implícita». Lo que está realmente en juego es una forma particular de estar-en-el-mundo, una forma determinada de estar-en-lavida y, en último término, una forma particular de ser. En tal sentido, todo lo que hacemos (y no sólo todo lo que pensamos) siempre revela, no sólo el tipo de ser que interpretamos que somos. Esta interpretación, a su vez, determina una determinada manera de estar-en-el-mundo y, en consecuencia, una determinada forma de ser35.
Lo que acabamos de decir tiene importantes consecuencias, pues nos obliga a revisar algunos planteamientos anteriores. Previamente hablábamos de la encrucijada ontológica como el primer punto de bifurcación que encuentra la reflexión filosófica. Este punto definía la dirección que el filósofo (como asimismo todo ser humano que se involucra en el quehacer filosófico) debe seguir para buscar la unidad. Señalábamos que esos caminos en un principio se mostraban siendo tres: el camino de la naturaleza, el camino de la metafísica y el camino antropológico. Reconocíamos también que, con el desarrollo histórico se ha producido una confluencia entre el primero (el camino de la naturaleza) y el último (el camino antropológico).
Lo que estamos señalando ahora es que cada uno de esos tres caminos (o cada uno de los dos caminos posteriores, si aceptamos la convergencia de las opciones físicas y antropológicas) presupone una determinada postura sobre el ser humano. Quien asume incluso el camino metafísico, al hacerlo sustenta una forma particular de concebirse a sí mismo, de concebir al ser humano. En otras palabras, al proclamar la validez del camino metafísico, quedan simultáneamente de manifiesto determinados presupuestos sobre el fenómeno humano. Tales presupuestos, en consecuencia, están presentes en el momento en el que tal persona realiza su opción ontológica.
De ser esto así, ello implica que la real encrucijada ontológica no se produce en el momento que nos obliga a escoger entre estas opciones ontológicas (la natural, metafísica o antropológica). La real encrucijada estuvo presente antes, en los presupuestos que nos conducirán a hacer esa opción en uno u otro sentido. Ello significa que la elección determinante se ha realizado, conciente o inconscientemente, en el dominio antropológico, antes de encarar siquiera la encrucijada ontológica. La elección de una determinada opción ontológica revela (implícitamente), por un lado, una determinada concepción sobre el ser humano y, por el otro, una determinada forma de ser de parte de quien hace tal elección.
Todo ello nos lleva a concluir que la gran encrucijada ontológica está, en rigor, en otro lugar y se ha realizado mucho antes. La gran encrucijada ontológica ha tenido lugar previamente –antes de haberse escogido opción alguna– en el dominio antropológico, en los presupuestos que aceptamos como válidos en torno a nuestra comprensión de nosotros mismos en cuanto seres humanos. Esta reflexión nos conduce a afirmar el sentido que Heidegger le confiere al término ontología en el sentido de colocarlo, no en el momento de aquella primera encrucijada ontológica que los filósofos suelen tener la impresión de enfrentar, sino en los presupuestos (que llamamos «genéricos») que definen nuestra comprensión del ser humano36.
Resumiendo: el carácter de observador «genérico» al que alude la noción del «claro», apunta a dos miradas diferentes de concebir al ser humano, su mundo y la vida. La primera, que llamamos «metafísica», mira al ser humano desde fuera de sí mismo y mira al mundo y la vida desde más allá de sí mismos (y de nosotros mismos); y una segunda, que reconoce que toda mirada remite a nosotros los seres humanos y que lo central pasa por reconocernos y reconocer el papel de todo lo que procuramos conocer. Esta es la mirada que caracterizamos como «ontológica».
Como ya lo hemos advertido, se trata de una mirada que no sólo nos habla del carácter del conocimiento, sino del propio carácter de la vida. Se trata de la mirada que intuimos en Heráclito, cuando nos señala que es nuestro carácter, nuestra forma particular de ser; es nuestro destino. Es la mirada que reconocemos en Protágoras cuando proclama que el ser humano es la medida de todas las cosas. Es la misma mirada que se expresa en la voz de Shakespeare cuando Casio le advierte a Bruto que el destino no está en las estrellas sino en nosotros mismos.
¿Es el «claro» lo mismo que el observador? Aunque relacionados, no son lo mismo. Tal como lo hemos señalado, el «claro» define una modalidad genérica de observación a la cual se adscribe un determinado observador. En todo observador particular, tal como le hemos señalado, participan muy diversas coordenadas. El «claro» habla tan sólo de los presupuestos más genéricos a partir de los cuales se despliega un «tipo» de mirada sobre sí mismo y el mundo que luego recibirá múltiples especificaciones adicionales. De alguna forma, se trata del pedestal más básico de todo observador, de su capa más profunda. Todo observador para ser el observador que es, requiere situarse en un lugar determinado desde el cual construye su mundo y se concibe a sí mismo de la forma como lo hace. Desde ese lugar, el mundo y él mismo se le revelan de una manera particular.
Recapitulando, entendemos entonces por el «claro» un particular lugar desde el cual construyo el sentido que me confiero a mí mismo, el sentido que le confiero al mundo y, en último término, el sentido que le confiero a la vida. Tal como nos señala el Talmud, «no vemos las cosas tal como son, sino tal como somos»37. En entender esto, reside uno de los mayores aciertos de Heidegger. Cuando este insiste en la importancia de replantearse la pregunta por el ser, según él olvidada de por siglos, lo que hace no es simplemente reponer la pregunta. Lo más importante es el hecho que la modifica. La pregunta por el ser, para Heidegger, no es preguntarse directamente, como lo hicieran los griegos «¿Qué es el ser?», «¿Cuáles son sus atributos?».
La pregunta que Heidegger hace es distinta. Él sabe que las anteriores presuponen una determinada concepción del ser humano, concepción quizás ingenua que habilita hacerse esas preguntas. De allí que él cambie la pregunta. La pregunta por el ser que Heidegger se plantea es «¿Cómo es aquel ser que se pregunta por el ser?». Ese «ser que se pregunta por el ser» no es otro que el ser humano, lo que Heidegger define como el Dasein. Heidegger entiende que su pregunta antecede aquellas que se hacían los griegos. En Heidegger está presente el espíritu de la modernidad, obviamente ajeno en la filosofía clásica.
Esa es nuestra propia opción. Nos inclinamos por concebir que el punto originario en la bifurcación de los paradigmas remite a nuestra concepción del ser humano. Nuestra concepción del mundo es tributaria de nuestra concepción de nosotros mismos. El mundo que postulamos habla de cómo nos concebimos a nosotros y de las capacidades a incapacidades que nos atribuimos para entender el mundo. Para bien o para mal, estamos encerrados en nosotros mismos. Concebir un mundo al que podemos acceder sin interferencia de nosotros mismos implica, de por sí, una determinada comprensión del fenómeno humano. Implica que le asignamos al ser humano la capacidad para acceder de esa manera al mundo.
Esta postura es la que nos permite, con Heidegger, sostener que la pregunta ontológica por excelencia es la pregunta por el ser humano. No existe, para nosotros, otra pregunta que revista la importancia que le conferimos a esta. Todo el resto de las respuestas que demos, independientemente de sus respectivos dominios, remiten en último término a la concepción que, de manera explícita o implícita, tengamos sobre nosotros mismos. Nuestra concepción sobre el fenómeno humano está obligadamente presente en el resto de las respuestas que entreguemos.
El «claro» como forma de vida
De lo anterior puede deducirse que el «claro» apunta a la concepción que tenemos de nosotros mismos. Al entenderlo así, le conferiríamos a la noción del «claro» una fuerte carga cognitiva. Tenemos que tener mucho cuidado con esta interpretación pues, de concebirse lo que hemos dicho en esos términos, estaríamos sesgando de partida nuestra comprensión del fenómeno humano al conferirle a lo cognitivo (al pensamiento) un rol determinante en dicha comprensión.
Nuevamente, Heidegger nos advierte de este peligro y nos muestra una vía diferente que nos aleja del camino cognitivo afirmado con tanta fuerza, primero por los griegos y luego, en el inicio de la modernidad, por Descartes. Heidegger nos muestra que el pensamiento, la conciencia, la razón, la teoría, y todos los demás términos que privilegia una concepción cognoscitiva del ser humano, prescinde del hecho de que todo resulta de una condición primaria que consiste en hallarse en el mundo, de haber accedido a la vida. Lo que define al Dasein, la manera propia de ser de los seres humanos, es el estar-en-elmundo. Este es un hecho con el que nos encontramos.
Hemos sido, en el decir de Heidegger, «arrojados» al mundo y a la vida, sin haberlo escogido. Nos encontramos «en» el mundo, sin haberlo pensado. Y es porque estamos ya en el mundo, de la manera que es propia a los seres humanos, que emerge en nosotros el pensamiento. Lo primero es la condición de hallarnos estando-en-el-mundo, de encontrarnos viviendo-la-vida. Desde allí comenzaremos a pensarla, desde allí tomamos conciencia progresivamente. Desde allí conferimos sentido. Este es el dato primario de la existencia humana. La conciencia, el pensamiento, son un resultado de encontrarnos estando-en-el-mundo. Y es en el encuentro y, muy particularmente, en los desencuentros que desarrollamos en nuestro mundo, que comenzamos a pensar. El pensar deriva de la vida.
El «claro», por lo tanto, aunque podamos por supuesto conceptualizarlo, apunta en definitiva a modalidades de estaren-el-mundo, a modalidades de vivir la vida. El pensamiento, nuestras conceptualizaciones, remiten en último término a modalidades de estar-en-el-mundo. Nuestras conceptualizaciones tienen siempre a la vida como su materia prima y ella es siempre su obligado antecedente. Es muy importante, por lo tanto, «desintelectualizar» la noción del «claro».
Aunque lleguemos a ella a través de un proceso intelectual, y aunque nos invite a generar una articulación conceptual de nuestros presupuesto de observación, el «claro» en rigor apunta a una determinada manera de vivir la vida y de conferirle sentido. Pero cuando hablamos del sentido de la vida no estamos hablando de teorías de la vida. Aunque hay veces que nuestras teorías, nuestras conceptualizaciones, nos ayudan a generar sentido de vida, ellas remiten a dimensiones mucho más profundas que en rigor nos conducen a un dominio muy diferente del cognitivo. Entramos en el dominio de la ética.
El «claro», por lo tanto, no sólo apunta a un modo particular de conocimiento. Sobre todo define una modalidad de estar en el mundo, una modalidad particular de relación con los demás y con nosotros mismos. El «claro» especifica una forma de vida, y más importante que sus dimensiones cognitivas, es la actitud que manifestamos en el vivir y el espacio emocional desde el cual encaramos todo lo que la vida nos depara.
Eso es lo que fundamentalmente buscan las actividades que realizo: lo que escribo, lo que enseño y, en general, la forma como busco comportarme. Lo que ello busca expresar y compartir no es tan sólo un conjunto de conocimientos, sino una determinada manera de vivir la vida. Lo que persigo es mostrar la posibilidad de vivir la vida de una mejor manera. Se trata de una manera de «pararnos» en la vida de forma diferente.
Nunca nos será posible erradicar el sufrimiento de la vida. Vivir nos obliga a sufrir. El sufrimiento es parte de la condición humana. Cuando alguien a quien queremos se nos va, sufrimos. Con todo, estoy convencido de que caemos en muchas experiencias de sufrimiento que no son necesarias, que de disponer de ciertas competencias, podríamos erradicarlas. De la misma manera, no sólo cada uno suele sufrir de más, sino que también le imponemos a quienes tenemos a nuestro alrededor sufrimientos que bien podríamos evitarles. Y este no es sólo un problema doméstico. Es también un fenómeno que se registra no sólo a nivel de las relaciones entre individuos, sino entre Estados y pueblos.
Es importante decirlo. Los seres humanos requerimos aprender a vivir. Somos altamente incompetentes en la manera como conducimos nuestras vidas y en la forma como impactamos las vidas de los demás. Y como sucede con los alcohólicos, es necesario reconocer nuestras incompetencias y declarar nuestra ignorancia. Requerimos ayuda. Estando parados donde estamos, nos estamos haciendo mucho daño, estamos destruyendo relaciones que fueron importantes para nosotros y hemos llegado al punto de comprometer la supervivencia de nuestro mundo natural. Nuestra especie y el conjunto del planeta están en riesgo.
Es sólo una vez que hemos situado la noción del «claro» en el dominio de la vida, es sólo cuando reconocemos que lo central en él está dado por el eje de la ética asociado al saber vivir, que podemos reconocerlo también en el dominio cognitivo. Cuando entramos en él, podemos visualizar que este involucra al menos dos dimensiones. En primer lugar, nos ofrece un camino de aprendizaje. El dominio cognitivo tiene el gran mérito de reconstruir las modalidades de vida propias de un «buen vivir» en distinciones, en temáticas y competencias que nos ayudan a transitar hacia ese espacio que es el «claro» en el que mostramos nuestra capacidad de un vivir diferente y mejor. El dominio cognitivo, por lo tanto, opera como puente entre modalidad de vida deficiente y otra que se nos presenta como de mayor plenitud y sentido.
Lo que nuestros programas enseñan, por lo tanto, no son sólo esas distinciones, temáticas y competencias. Ellos buscan hacer de puente hacia una forma de vida mejor. El resultado que esperamos de nuestros alumnos no es sólo que «sepan» más, sino que vivan distinto, que puedan desplegarse en una modalidad de vida que les reporte, tanto a ellos mismos como a quienes conviven con ellos, un mayor sentido de plenitud de vida.
Pero hay una segunda dimensión cognitiva relacionada con la noción de «claro». Esta última normalmente no la enseñamos en nuestros programas de formación básicos38. A través de ella, lo que buscamos no es formar en productos ya acabados que asumen la forma de distinciones, temáticas y competencias, sino aprender a generarlos. Se trata de un aspecto particular del «claro» que remite no sólo a poder hablar de los contenidos pedagógicos que enseñamos y poder desplegar las competencias asociadas con ellos, sino de poder generar esos y otros contenidos. En rigor, se trata de mostrar que desde el «claro» ontológico que suscribimos, cabe la posibilidad de un pensar que posee algunas características propias.
Este es un aspecto importante, pues este es precisamente el objetivo de este libro. Se trata de desarrollar desde el «claro» ontológico una forma de pensar que le sea coherente. Esta posibilidad no es siempre perceptible en nuestros programas de formación. Nuestros alumnos se suelen concentrar en «aquello» que les enseñamos. Lo que no siempre podemos mostrarles es cómo hemos llegado –cómo hemos desarrollado– aquello que representa el contenido de nuestras enseñanzas. Por lo tanto, en el mejor de los casos ellos salen de nuestros programas dispuestos a aplicar lo aprendido, algunas veces a enseñar ellos mismos lo que nosotros les hemos enseñado, pero no están en condiciones de ir mucho más lejos. Nosotros nos convertimos, de alguna forma, en el techo de lo que pueden hacer posteriormente. Salvo muy escasas excepciones, les es muy difícil ir más allá.
Lo que es un límite para ellos, ha sido evidentemente a la vez un límite de nuestra propia enseñanza. Maestros que se convierten en el límite de lo que enseñan son muy pobres maestros. El buen maestro es aquel que no sólo me conduce por un camino ascendente sino que, cuando me deja, se ha preocupado para que yo, su alumno, pueda seguir autónomamente mi caminar, pudiendo llegar a otros lugares. El mejor de todos los maestros es aquel que permite ser superado por sus alumnos. Aquel que sólo deviene un eslabón en un movimiento de mejoramiento progresivo. Este libro39 busca suplir esta carencia.
Lo diremos más adelante pero, sin embargo, quiero anticiparlo ahora. No estamos sosteniendo que desde el «claro» ontológico se deriva una sola forma de pensar. Una de las características del pensar ontológico es el hecho que se apropia de cualquier manera de pensar. Lo hace, sin lugar a dudas, reconstruyéndolas, adecuándolas a sus propios postulados. Pero busca hacerlas suyas. Por lo tanto, no existe «una» o sólo «algunas» maneras correctas de pensar desde la ontología del lenguaje. Toda forma de pensar que genera interpretaciones poderosas es perfectamente apropiable40. Con todo, no es menos cierto que hay ciertas modalidades de pensamiento que tienden a privilegiarse, sin exclusiones, desde el «claro» ontológico. En ellas nos concentraremos de manera muy particular.
Una experiencia personal
A comienzos de 1988 viajé a los Estados Unidos para trabajar en Logonet, una de las empresas que tenía Fernando Flores en California. Muy pronto fui asignado a desempeñarme bajo el área que dirigía Michael Graves, filósofo formado en la Universidad de Berkeley, más joven que yo, que era entonces el Vicepresidente de Investigación y que tenía bajo su responsabilidad el diseño de programas educativos y la elaboración de los materiales de enseñanza que tales programas requerían.
El trabajar cerca de Michael se convirtió muy pronto en una de las experiencias más interesantes y formativas que tuve durante ese período. Debo advertir que yo me incorporaba a ese equipo habiendo tenido una carrera académica que no hubiese dudado en llamar interesante. Ella, pensaba yo, me había proporcionado una gran versatilidad. Me era posible en un tiempo relativamente breve, introducirme en un campo temático nuevo y ser capaz de generar en él algunos productos que, a mi juicio y a juicio de quienes me rodeaban, agregaban valor.
Había, en efecto, incursionado en áreas muy distintas. Cuando joven había enseñado matemáticas, estadísticas y metodología de la investigación científica. Luego me había especializado en marxismo, historia del pensamiento socialista, teoría de la ideología. Más adelante, había realizado uno de los primeros trabajos sobre el empleo público en América Latina; había hecho diversos estudios en el campo de la educación, la sociología de la cultura, la participación laboral y la temática de la mujer. Acababa de terminar un libro sobre la historia de la filosofía moderna. Podría extenderme mucho más, pero no quiero aburrir al lector. El caso es que me sentía muy cómodo al desplazarme de un área a otra y sentía que terminaba produciendo trabajos de relativa calidad.
Sólo cuento lo anterior con el ánimo de que sirva de contexto a lo que me correspondió vivir al estar cerca de Michael. Al poco tiempo de estar trabajando con él, Michael me entregó un trabajo que acababa de terminar sobre el tema del aprendizaje. Me sorprendió la calidad de lo que allí planteaba. A las pocas semanas, recuerdo que me entrega un nuevo trabajo, concluido en esos días, sobre cuestiones de empresa. Era sorprendente. Unas dos o tres semanas después, aparece con un nuevo trabajo sobre los ciclos de vida. Se trataba de algo extremadamente original y sólido. Poco tiempo después, llega en la mañana con un trabajo sobre la emocionalidad. Pasaba el tiempo y crecía mi sorpresa y mi admiración por lo que Michael lograba. Su versatilidad me resultaba inaudita.
Recuerdo que un día, me acerqué a él y le pregunté:
- Michael, ¿Cómo lo haces? ¿Cómo puedes escribir cosas tan buenas, tan diferentes y en tan poco tiempo? ¿Cómo diablos lo haces?
- Es muy fácil, recuerdo que me respondió Michael.
- ¿Fácil? ¿Cómo que fácil? Yo sería incapaz de hacerlo.
- No es cierto, me respondió Michael. Tú podrías hacerlo perfectamente.
- ¿Ah sí? ¿Cómo?
- Ponte en el «claro», Rafael. Simplemente toma en serio lo que hemos conversado tantas veces. Lo que dices que has aprendido. Pareciera que cuando piensas, dejas el «claro» a un lado. Colócate dentro de él, examina el fenómeno que escojas tomando en serio los supuestos que entiendo que compartimos y luego simplemente escribe lo que comiences a observar. Así de fácil.
- ¿Así de fácil?
- Así de fácil. Sólo inténtalo.
Es lo que he procurado hacer desde entonces. No sé si es fácil. No estoy siempre seguro de la calidad de lo que produzco. Pero es lo que hago. Y creo que funciona.
El relato anterior, de alguna forma simplifica el problema. Hay varias cosas más que deben acompañar el proceso del pensar ontológico. De ellas me haré cargo a lo largo de este libro. Si fuera tan simple, podríamos concluir el libro aquí o quizás en tan sólo unas páginas más, luego de que hablemos de los supuestos o las precondiciones del «claro» ontológico. Pero la simplicidad del relato permite destacar la importancia de lo que en él hay de central: el pensar ontológico es un pensar desde el «claro». Para hacerlo es necesario, primero, reconocer la existencia del «claro» y, luego, aprender a meterse en él. Cumplir con este requisito no es fácil. Lo fácil sólo viene una vez que uno ha cumplido con estas primeras condiciones. Este libro busca en lo fundamental compartir lo que ha sido esta experiencia desde el momento que tuviera esa conversación.
Los vectores del «claro» ontológico
Sin olvidar que la distinción de «claro» apunta centralmente a diferencias que se expresan en nuestras modalidades de vida, no es menos cierto que en ella pueden traducirse en ciertos elementos conceptuales de los que resultan a su vez determinadas formas de encarar la vida. No podemos prescindir, por tanto, del esfuerzo por acometer una reconstrucción conceptual de lo que podemos llamar los vectores de lo que concebimos como el «claro ontológico».
Al procurar identificarlos, lo que busco hacer es especificar las coordenadas de ese espacio en el cual Michael Graves me indicaba que debía colocarme para poder hacer lo que él hacía. Si no logro fijar esas coordenadas, es muy difícil que sepa donde debo «colocarme». Llamaremos a estas coordenadas los vectores del claro ontológico. De ellos podemos dar cuenta a través de un conjunto restringido de postulados y principios. Advierto que ello es, de por sí, una determinada manera de interpretar dicho espacio y que no descarto la posibilidad de que alguien pudiera ofrecer una mejor manera de hacerlo. El lector pronto descubrirá que esta advertencia proviene del propio claro.
Al nivel de los postulados que especifican el claro ontológico, podemos reconocer los siguientes:
1. Los seres humanos somos seres lingüísticos, seres que somos de la forma particular que somos y que vivimos de la manera como vivimos, por disponer de una determinada capacidad de lenguaje.
Es muy importante evitar caer en un «reduccionismo» lingüístico y suponer que sólo el lenguaje permite comprender cómo somos. Estamos determinados por el conjunto de nuestra biología y ella está presente en nuestra forma de ser de múltiples maneras que no necesariamente involucran al lenguaje. Con todo, nos inscribimos en una tradición que, siguiendo de cerca lo que nos muestra el desarrollo del pensamiento biológico, nos reitera que el tipo de existencia a la que accedemos los seres humanos está determinada de una manera fundamental por el hecho de que somos seres vivos con una capacidad especial para el lenguaje.
Ello implica que el lenguaje nos provee de una clave muy poderosa para comprendernos, para entender lo que sentimos, lo que hacemos, lo que nos pasa en la vida. En otros lugares me he referido más extensamente al tema de lenguaje41 y no voy a repetir aquí aquello que está allá desarrollado. Sólo me interesa en esta oportunidad destacar, en primer lugar, que el lenguaje nos permite acceder a prácticas conversacionales en las que el propio lenguaje no es sino un elemento y en las que participan de igual forma nuestra emocionalidad y corporalidad. A partir del reconocimiento de la centralidad del lenguaje, realizamos enseguida un desplazamiento hacia el fenómeno de las conversaciones.
En segundo lugar, es también importante recalcar el carácter social, relacional, del lenguaje y de las conversaciones. Ello se manifiesta de múltiples maneras. Por un lado, por cuanto el lenguaje no es algo que se desarrolla a nivel individual, sino por el contrario, donde es importante reconocer que son los individuos los que acceden a un lenguaje que los antecede, que está allí antes incluso que ellos emerjan en la vida. Por otro lado, y asociado con lo anterior, la afirmación de la importancia del lenguaje implica simultáneamente el reconocimiento del carácter social del individuo. El carácter relacional del lenguaje determina que nuestras relaciones juegan un papel decisivo en constituirnos en el tipo de ser humano en el que deviene cada individuo.
2. El lenguaje involucra al menos dos dimensiones que juegan un papel determinante en nuestra existencia: el sentido y la acción.
A través del lenguaje somos capaces de conferirle sentido al acontecer, al mundo en el que vivimos, a nosotros mismos y a la propia vida. Para entender la existencia humana es obligatorio comprender que se trata de un tipo de existencia marcada por nuestra capacidad de conferir sentido. Esto no es sólo algo que hacemos. El sentido llega a ser para nosotros una condición para poder vivir. La vida misma, por lo tanto, se sustenta para nosotros en el sentido que somos capaces de otorgarle.
Una de las ramas troncales de la investigación sobre el lenguaje es la semántica, que se preocupa de estudio de los fenómenos de sentido. Pero la semántica estudia el sentido «en» el lenguaje. Cuando desplazamos el interés por el sentido del dominio restrictivo del lenguaje al ser humano, al individuo o a los sistemas sociales que ellos conforman, nos abrimos a la teoría del observador. La noción del observador apunta al ser humano, que en forma individual o social confiere determinadas modalidades de sentido.
Pero el lenguaje no sólo nos permite conferir sentido, el lenguaje nos proporciona simultáneamente capacidad de acción. A través de él, intervenimos tanto en el mundo como en nosotros mismos. Decir algo o no decirlo hace una diferencia, tiene la capacidad de modificar el curso de los acontecimientos. Es más, hacemos uso del lenguaje para hacer que determinadas cosas pasen, cosas que no pasarían de quedarnos callados. Una segunda rama troncal en las investigaciones sobre lenguaje es la pragmática, el estudio del lenguaje en cuanto capacidad de acción.
Lo anterior nos permite, por lo tanto, reconocer que el lenguaje asume un rol fundamental en tres dominios de la existencia humana: el dominio de nuestras relaciones, el dominio del sentido y, finalmente, el dominio de la acción. Al entenderlo así es difícil no percibir el papel central del lenguaje para comprender muchos de los problemas y misterios de la existencia humana.
3. El lenguaje es generativo. A través de él construimos y transformamos mundos de la misma forma como nos construimos y nos transformamos a nosotros mismos. El lenguaje genera realidades.
Este tercer postulado es, de alguna forma, un corolario de lo dicho anteriormente. Pero es importante afirmarlo de manera independiente. El mundo que habitamos es en una medida importante una construcción de sentido que realizamos a través del lenguaje. Ello no niega la existencia de una realidad exterior a nosotros. No obstante, reconoce que no tenemos un acceso directo y transparente a ella. Toda forma de aprehensión de esa realidad es para nosotros el resultado de una adscripción de sentido.
Por otro lado, esos mundos, se nos presentan como «mundos de sentido» transformables a través de la capacidad de acción que nos provee el mismo lenguaje. Se trata de mundos en los que intervenimos; que construimos y reconstruimos no sólo a través de modificaciones de sentido, sino directamente a través de modificaciones de esos mismos mundos. Lo mismo sucede con nosotros. Cada uno se percibe a sí mismo a partir de los sentidos que se autoconfiere. De una manera muy importante, somos las interpretaciones que hacemos de cada uno. Pero, a la vez, no sólo nos es posible transformarnos alterando tales interpretaciones, sino modificando nuestros comportamientos y por tanto lo que sustenta de nuestras interpretaciones sobre nosotros mismos.
Estos tres postulados se asocian con tres principios que hemos definidos como los principio cardinales del discurso de la ontología del lenguaje. Ellos son los siguientes:
1. No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos.
Este principio lo llamamos el principio del observador. Él nos advierte que debemos siempre separar nuestras interpretaciones de una supuesta realidad objetiva. Los seres humanos no tenemos acceso a la realidad objetiva. Esa es simplemente una ilusión. Una ilusión que por lo demás puede hacernos mucho daño, pues la vida se encargará de proporcionarnos múltiples experiencias en las que nos confrontaremos con la inmensa brecha que existía entre nuestras interpretaciones y aquello que termina sucediendo.
Saber distinguir nuestras interpretaciones de la realidad implica aprender a vivir de una manera diferente. Implica no confiarse en que somos portadores de la verdad. El suponer que accedemos a la verdad nos ciega, nos expone, nos hace caminar por la vida falsamente confiados. Nos expone a decepciones y sufrimientos que quizás podríamos haber evitado. Lo que pensamos, lo que creemos saber, sólo podemos tratarlo como conjeturas, como posibilidades, y debemos estar siempre abiertos a modificar, a corregir, a mejorar nuestras interpretaciones. Ello implica fundar nuestra existencia en la humildad frente a lo que creemos saber y en la apertura al asombro que en todo momento puede depararnos la vida.
Pero ello implica por sobre todo una forma diferente de relacionarse con el otro. Uno de los problemas más serios que encontramos en nuestras vidas es nuestra gran incapacidad para manejar nuestras diferencias. Comprometemos nuestra propia vida debido a esta incapacidad. Comprometemos nuestras más valiosas relaciones: las relaciones con nuestros padres, hijos, parejas, amigos, colegas, etc. De nuevo, al hacerlo, generamos sufrimiento tanto para nosotros como para quienes están a nuestro alrededor. El no saber aceptar las diferencias con los demás, nos conduce a invalidarlos, a descalificarlos, a negarlos, a excluirlos.
Parte del problema suele provenir de la presunción de que lo que pensamos es lo correcto, es la verdad. Desde allí, cualquier diferencia con el otro lo deja automáticamente en el error, en la falsedad. Toda diferencia se convierte en una afrenta. Toda diferencia corre el riesgo de presentarse como una ofensa. Ofensa a lo que pienso, a lo que creo. La presunción de que mi interpretación, más allá de ser una mera interpretación, corresponde con la realidad, es verdadera, compromete el respeto que le debo al otro cuando difiere de mí. De allí que concibamos este primer principio como fundamento del respeto en las relaciones con los demás.
Lo dicho pone en evidencia que no nos es posible contener a un nivel meramente cognitivo estos postulados y principios. Cada vez que los enunciamos no podemos sino referirnos al dominio de la ética que, en su doble dimensión, compromete, por un lado, el sentido de vida y, por otro, nuestras modalidades de convivencia. Sin negar la dimensión conceptual del «claro» ontológico, lo que se deduce en último término es que es una forma de vivir diferente.
2. No sólo actuamos de acuerdo a cómo somos (y así lo hacemos), también somos de acuerdo a cómo actuamos. La acción genera ser.
A este principio lo llamamos el principio de la acción. Se trata de un principio que nos permite mirarnos y mirar la vida con otros ojos. Desde que en la Grecia clásica surgieran un grupo de filósofos que denominamos metafísicos (Platón y Aristóteles), hemos entendido que toda acción remite al ser previamente constituido y que, por lo tanto, toda acción refleja ese ser. El ser, por otro lado, era concebido como algo invariante. Todo ser humano, por lo tanto, era portador de un ser particular, ser que se manifestaba en la forma en cómo actuamos. Esta es una tradición muy antigua y, por lo tanto, fuertemente asentada en nuestro sentido común.
La ontología del lenguaje asume una postura antagónica frente a la propuesta metafísica y altamente sospechosa frente a su noción de ser42. Desde nuestra perspectiva, asumimos que no sabemos cómo somos, sólo sabemos cómo nos interpretamos. Pero vamos más lejos. Sostenemos que los seres humanos están en un proceso permanente de transformación de sí mismos, de acceso a modalidades de ser diferentes. La palanca de esta transformación es la acción, así como la palanca de la acción es nuestra capacidad de aprendizaje.
Sin desconocer que la manera cómo actuamos habla de nosotros (lo que permite decir «del ser que somos»), no es menos cierto que en la medida que cambiamos nuestra forma de actuar logramos que se modifique nuestra comprensión de nosotros mismos. El ser que nos atribuimos, sostenemos, no es más que una forma, entre otras, de dar sentido a la pregunta cómo somos. Tomás de Aquino señalaba «agere sequitur esse» (la acción sigue al ser). Ello sitúa al ser y a la acción en una sucesión temporal. Pero no es posible separar al uno del otro. El ser, como hemos dicho, no es sino la expresión formal de la acción. Toda acción, por lo tanto, constituye un ser. En ese sentido, podríamos decir que las acciones «revelan» un ser. Pero no lo revelan en el sentido de suponer que estaba antes. Ese ser ha sido constituido por las propias acciones. De no haberse producido estas, no tiene sentido postular ese ser. Y si esas acciones se modifican, el propio ser se transforma.
El ser no es sino un recurso explicativo tras la búsqueda de un criterio de coherencia en nuestras acciones. No niego que eso pueda tener valor y sernos útil. Pero tiene un serio problema. Los seres humanos, gracias a nuestra inmensa capacidad de aprendizaje, podemos actuar en el futuro de manera distinta de cómo lo hicimos en el pasado. Si lo hacemos, por cuanto hemos aprendido, no tiene sentido decir «¡Ah! Ahora descubro como eres», como si eso hubiera estado allí todo el tiempo. Pero sólo estuvo a partir del aprendizaje. Antes simplemente no estaba.
Lo importante de esta reflexión es que nos conduce a invertir la relación postulada por los metafísicos. Podemos decir ahora: ¡La acción genera ser! Eso es muy importante por cuanto nos señala que no somos de una forma fija y determinada. Que, mientras estamos vivos, estamos en un proceso de transformación permanente. Pero, lo que debemos destacar, es el hecho de que somos nosotros, a través de nuestra capacidad de aprendizaje, los que, de manera muy importante (aunque no exclusiva) conducimos dicho proceso de transformación.
Lo hemos dicho muchas veces: los seres humanos participamos con los dioses en el acto sagrado de nuestra propia creación. Mientras estamos vivos, estamos permanentemente inventando cómo somos a través del aprendizaje y la acción. Entenderlo así, implica tomar la vida de otra forma, asumiendo esa responsabilidad y sabiendo que uno de los desafíos más importantes que encontramos en ella consiste en participar en la invención de nosotros mismos. A esto apunta Nietzsche cuando nos convoca a hacer de nuestras vidas una obra de arte.
El punto central deviene ahora en resolver cómo hacerlo. Parte importante de los desarrollos que hemos efectuado al interior de la ontología del lenguaje, busca precisamente ese desafío. La propia práctica del coaching se dirige en esa dirección: el permitirle a los individuos y a los equipos sortear los obstáculos que interfieren en sus esfuerzos por llegar a ser distintos, por llegar a ser mejores.
3. La acción de toda entidad resulta de su propia estructura y de la estructura del sistema en el que tal entidad se desenvuelve. Ello define su ámbito de acciones posibles. Dentro de ese ámbito, sin embargo, suele estar la capacidad de introducir transformaciones en ambas estructuras. Estas transformaciones generan la posibilidad de acciones que antes no eran posibles.
Llamamos a este principio el principio del sistema. El lector familiarizado con nuestra propuesta ya se habrá dado cuenta que cada uno de ellos se refiere a uno de los término de nuestro Modelo OSAR43. En efecto, si la acción tiene la importancia que le confería el principio anterior, es por lo tanto muy importante preguntarse por los condicionantes que la afectan. A este respecto, hacemos una distinción entre dos tipos muy diferentes de condicionantes.
Por un lado, tenemos los que llamamos condicionantes visibles o de reconocimiento espontáneo como, por ejemplo, ciertas predisposiciones biológicas, las competencias que aprendemos, la tecnología que utilizamos y los factores emocionales que acompañan el comportamiento (motivación). Cualquiera estaría de acuerdo en que ellos inciden en la forma en cómo actuamos y en los resultados que obtenemos.
Pero, por otro lado, es muy importante reconocer que existen al menos otros dos factores que inciden en nuestra capacidad de acción, en nuestro comportamiento, y que suelen ocultársenos, siéndonos mucho más difícil acceder a ellos. Nos referimos al observador y al sistema. Al menos que seamos introducidos (iniciados) en ellos, es muy difícil que podamos descubrir cómo afectan nuestra capacidad de acción. Como puede apreciarse entonces, estos tres principios giran en torno a la acción y a estos dos condicionantes ocultos: el observador y el sistema44. El discurso de la ontología del lenguaje pretende, como lo hiciera el relámpago de Heráclito, iluminar estas dos áreas ciegas, estas dos áreas ocultas.
La propuesta de la ontología del lenguaje suscribe explícitamente el enfoque sistémico y hace de él un elemento clave para una mejor comprensión del ser humano. Ello es por lo demás coherente con el reconocimiento del carácter social y relacional del lenguaje. Para comprender la forma como actuamos y para intervenir en nuestra capacidad de acción, es indispensable reconocer no sólo el papel que en ello juega el observador que somos (el factor sentido que nos provee el lenguaje), sino también el reconocernos como un sistema cuya estructura define lo que podemos y lo que no podemos hacer.
Sin embargo, nuestra propia estructura es sólo un aspecto cuya importancia nos revela el enfoque sistémico para comprender el comportamiento humano. Toda entidad suele remitir a dos niveles sistémicos simultáneamente. Por un lado, el sistema que tal entidad representa y que remite a un conjunto de componentes ordenados estructuralmente en relaciones dinámicas. Pero, por otro lado, esa misma entidad es componente, es parte, de sistemas más amplios, más comprensivos, que poseen su propio ordenamiento estructural y su respectiva dinámica de relaciones. A la primera determinación estructural, aquella que remite a la propia estructura de la entidad en cuestión, es preciso añadir una segunda determinación estructural, que es aquella ejercida por el o los sistemas de los que tal entidad «forma parte». Esto es lo que llamamos el principio de la doble determinación estructural del comportamiento. Ello es lo que recoge el principio del sistema en su primera parte.
De quedarnos allí pareciera que no tenemos salida. Estando doblemente determinados por estas estructuras tenemos la sensación de que no hay nada que hacer. Sin embargo, ello no es efectivo. Siendo muy importante el poder reconocer esta doble determinación estructural, no es menos importante reconocer también que ella misma permite un canal de salida y de transformación, sin violar el principio de determinación, sino por el contrario, validándolo. Esto es lo que la segunda parte del principio busca establecer.
Lo que sostiene esta segunda parte es que «dentro» de la propia determinación a la que estamos sujetos por esos dos niveles estructurales, nos es permitido introducir cambios en ambas estructuras. Al hacerlo, generamos posibilidades que antes estaban excluidas. Para abrir esas posibilidades inicialmente cerradas, por lo tanto, es menester acometer primero algunas transformaciones en dichas estructuras. Lo que quedaba excluido en un primer momento, logra abrirse al diseñarse dos momentos: el momento del cambio estructural y luego el momento de la transformación del comportamiento en un área diferente.
Los postulados y principios que hemos expuesto constituyen, a nuestro modo de ver, la estructura conceptual mínima en la cual puede cobijarse ahora aquel lugar genérico de observación que llamamos el «claro» ontológico. Ellos son sus coordenadas básicas que especifican el lugar al que invitamos a entrar. En ese lugar es preciso que nos coloquemos no sólo para pensar ontológicamente, sino para vivir de una manera distinta. Esperamos que el lector entienda ahora por qué decimos que desde allí, el mundo, nosotros mismos, los demás y la propia vida, se ven diferentes.
A continuación, quiero relatar un episodio que creo que ilustra, que «muestra», lo que pasa cuando uno procura operar desde el «claro». Creo importante advertir que lo que voy a compartir no lo hago por cuanto crea que las posiciones que entonces tomé sean perfectamente defendibles. Eso no lo sé. Se trata de una experiencia concreta, real, y en tal sentido la comparto. Sólo le pido al lector que se quede con el carácter de la experiencia, que es lo que deseo mostrar, más que con el contenido de la misma. No tengo problemas en que alguien discrepe con lo que hice. Lo único que me importa es el hecho de que procuré hacer lo que hice «colocándome en el claro». Ello no garantiza que lo que resulte sea correcto. No hay «claro» que lo garantice. Y este, el «claro» ontológico, menos que ningún otro. Eso es parte de lo que nos enseña.
Una segunda experiencia
En 1993, realizaba un evento en la ciudad de Querétaro, como parte de uno de nuestros programas de formación en coaching ontológico. Tenía que trabajar con un grupo de 10 a 12 maestros y directivos del Tecnológico de Monterrey, que veían en la práctica del coaching una forma de mejorar tanto su práctica docente como su gestión administrativa.
Recuerdo que estábamos en el refrigerio de la mañana del primer día cuando se me acercaron dos alumnos y me plantearon lo siguiente:
- Sabes, Rafael, me dijeron, queremos plantearte una duda que nos ha estado acechando desde que iniciamos este programa, hace ya casi tres meses. Queremos ser muy honestos contigo y te pedimos una respuesta también muy honesta. Se trata de algo que es muy importante para nosotros. ¿Te parece?
- Adelante, les dije yo. ¿De qué se trata? ¿Por qué esas caras de preocupación?
- Ya te darás cuenta. Sucede que conversando entre nosotros y leyendo algunos de los materiales que tú escribes, tenemos la sospecha de que este programa se sustenta en la idea de que Dios no existe. No hay nada concreto que te podamos mostrar para avalar lo que te decimos. Pero la sensación subsiste. Queremos hacerte presente que todo lo que hemos aprendido ha sido muy importante para nosotros y que, a partir de ello, hemos realizado algunos cambios en nuestras vidas que valoramos mucho. Sin embargo, es bueno que tú sepas que somos católicos practicantes y que nuestra religión es algo muy importante en nuestras vidas. Por lo tanto, queremos hacerte presente que si la ontología del lenguaje supone que Dios no existe, por muy importante que nuestro aprendizaje haya sido, preferiríamos retirarnos del programa. La pregunta es muy simple: ¿desde la ontología del lenguaje se afirma o se niega la existencia de Dios?
Debo confesar que esto me tomó por completo por sorpresa. Sólo recuerdo que les dije:
- Saben, está terminando este refrigerio y debemos volver a la sala. Les propongo que entremos y que lo primero que hagamos es que ustedes me planteen esta misma inquietud delante de todo el grupo. Sospecho que, si ustedes tienen esta preocupación, quizás también la tengan otros. Y me parece preferible que lo que yo pueda decirles lo escuchen también los demás.
- De acuerdo, me dijeron y entramos todos a la sala.
Mientras entraba, recuerdo que me decía a mí mismo, «Michael Graves estoy en tus manos. No me defraudes. Procuré hacer lo que me sugerías».
Una vez en la sala, ellos plantearon nuevamente su inquietud en términos básicamente equivalentes de cómo lo habían hecho la primera vez. Los demás los escucharon en silencio. Por las caras de algunos, me daba cuenta que el problema que se me planteaba también los interpretaba a ellos.
- A ver, les dije yo. Les pido que examinemos juntos este problema. El punto consiste en aclarar si desde la ontología del lenguaje se afirma que Dios existe o que Dios no existe, ¿verdad?
- Eso es, me contestaron ellos expectantes.
- Les pido que me sigan lentamente en lo que voy a procurar hacer. ¿Cuándo alguien dice «Dios existe» qué está haciendo? Les pido que tomen en cuenta que no les estoy preguntando ‘qué está diciendo’. Les pregunto, ¿que está haciendo? Lo que me interesa es identificar las acciones. ¿Cuáles son las acciones posibles?
- Afirmación o declaración, me respondieron ellos.
- Pues bien, ¿cuál escogerían ustedes?
Para mi sorpresa, la mayoría dijo declaraciones. Sólo uno o dos se inclinaban por las afirmaciones. No había consenso.
- Veamos, les dije yo. Establezcamos primero la diferencia básica que existe entre ambas para luego resolver. Una afirmación da cuenta de algo que el locutor observa en el mundo, que está allí antes de que él hable. La palabra sigue al mundo. Con la declaración, por el contrario, es la palabra del locutor la que crea aquello que esta diciendo. El mundo sigue a la palabra. De nuevo, «Dios existe». ¿Afirmación o declaración?
Esta vez hubo algunas afirmaciones más, pero descubría que mi aclaración no había logrado producir un consenso.
- Les voy a decir cómo yo lo veo. De hecho podríamos seguir ambos caminos. Para algunos esa frase es una afirmación; para otros es una declaración. La pregunta que yo me hago es esta: para quien sostiene que ‘Dios existe’, ¿cuál de estos dos actos es? Yo sostengo que para esa persona se trata de una afirmación. Para esa persona, insisto, Dios existe en el mundo. Es Dios quien lo ha creado a él. No es él quien con su palabra crea a Dios. Por lo tanto, si yo tomo la frase como una declaración no sólo parto por no escuchar lo que me quiere decir, sino que le falto el respeto. La decisión debo tomarla no en razón de consideraciones conceptuales (que por lo demás no me dan una opción), sino estrictamente en función de la ética de la convivencia que quiero establecer entre nosotros.
Me miraban no sin cierto desconcierto.
- Entonces, me dijo uno, ¿Dios existe?
- No tan rápido le contesté yo. Sólo estamos iniciando un proceso. Si ustedes me aceptaran que debemos tratarla como una afirmación, ¿cuál es la próxima encrucijada que enfrentamos?
- Si la afirmación es verdadera o es falsa, saltó uno de ellos.
- ¡Perfecto!, exclamé yo. ¿Y cómo resolvemos eso?
- De acuerdo a las evidencias que todos podamos aceptar o los testigos que esa persona sea capaz de proveer.
- Hmm!... de acuerdo. Entonces, ¿verdadera o falsa?
Se miraban en silencio.
- No se pueden proveer evidencias, ¿verdad? ¿Implica eso que es falsa?
- No necesariamente, exclamó uno de ellos.
- Muy bien, ¿en qué categoría entonces la colocamos?
- Indeterminada, dijo uno.
- Muy bien. No podemos proveer evidencias para declararla verdadera. Pero ello no implica que sea necesariamente falsa. Se trata por tanto de una afirmación cuya verdad se invoca basada simplemente en la fe. ¡Y eso lo sabemos!
Uno de ellos, que yo sabía que se declaraba ateo, se sonreía viendo donde esto estaba conduciendo.
- Pero ahora tomamos la proposición contraria. La proposición «Dios no existe». Porque si logramos resolver el estatus de esta, quizás ello nos ayude a despejar la verdad o falsedad de la primera. Veamos entonces, «Dios no existe», ¿afirmación o declaración?
- ¡¡Afirmación!!, gritaron todos.
- ¡Bien!, les dije yo. Veo que nos estamos poniendo de acuerdo.
- ¿Verdadera o falsa?
Silencio.
- ¿Verdadera o falsa?, insistí yo, ¿Cuáles son los criterios?
- Convenciones, evidencias, testigos, dijeron varios a la vez.
- ¿Y entonces?
- No podemos proveer ninguno, dijo uno.
- ¿Y entonces?
- ¿Indeterminada?
- Pues, claro. No tenemos otra opción, ¿verdad?
- Pues, no.
- Y el que dice que «Dios no existe», ¿en qué se basa entonces?
- ¿En la fe?, preguntó extrañado uno de ellos.
- Evidentemente, les dije yo. No tiene otra opción. Quienes afirman tanto lo uno como lo opuesto, sólo pueden hacerlo como un acto de fe. Ambos hacen sus opciones basados en la fe. ¿Qué quiero decirles con esto? Que la ontología del lenguaje no puede resolver esta disyuntiva. Sólo puede advertirles que cuando se enfrenten a ella, asuman responsablemente el hecho que, de acuerdo a la respuesta que den, la vida tendrá un sentido diferente. Pero la opción final le corresponde a cada uno. La ontología del lenguaje sólo los invitará a respetar a quienes den ambas respuestas.
- Muy bien, Rafael, me dijo uno. Pero tengo la impresión de que te nos has escapado. Quizás la ontología de lenguaje no pueda dirimir este asunto. Pero tú, ¿cuál opción tomas tú? ¿Tú crees que Dios existe o que no existe? ¿Cuál es tu respuesta? ¿Por cuál de las dos «fés» te inclinas?
- Nuevamente, por consideraciones éticas, no es pertinente que yo les responda esa pregunta. Mi rol frente a ustedes es de maestro y desde él hago un esfuerzo importante para que me sigan y aprendan. Este esfuerzo debo concentrarlo en lo que es pertinente que les enseñe. Pero no es pertinente que abusando de la autoridad que ustedes me confieren como maestro, los haga partícipe de mi opción personal. Y no descarto que algunos de ustedes la puedan vislumbrar a partir de las cosas que haré y que les diré. Pero será siempre vuestra interpretación y yo me negaré en todo momento a validarla.
Me miraban sonriendo. No sé si ello se debía a que creían que yo los había engañado o ello era el resultado del proceso que habíamos vivido juntos. Los dos alumnos que se me habían acercado en el refrigerio y que habían provocado esta experiencia en el grupo optaron por quedarse en el programa, se certificaron y por lo que sé, hicieron muy buen uso en sus carrera de lo que aprendieron.
Mientras daba por terminado este episodio, me volvía a acordar de Michael Graves y, en la distancia, le daba las gracias. Sentía que su consejo me había sido útil.
Palabras de cierre
Estamos llegando al final de este capítulo. Su objetivo ha sido mostrar que el discurso de la ontología del lenguaje –tal como sucede con nuestros programas de formación– representa algo bastante más importante que lo que obtenemos cuando procuramos dar cuenta del conjunto de sus temáticas. Representa por sobre todo una plataforma particular de observación, plataforma desde la cual muchas de esas temáticas pudieron ser desarrolladas. Reducir el discurso de la ontología del lenguaje a los temas que hoy en día hemos sido capaces de desarrollar en su interior es reducir la capacidad futura de proyección de este discurso.
La ontología del lenguaje es un discurso nuevo, emergente, y como tal tiene un potencial de desarrollo futuro que somos incapaces de medir. Abrigamos la esperanza que este nuevo discurso pueda contribuir en el futuro a remodelar nuestro sentido común, tal como en el pasado lo hiciera el discurso de la metafísica. Es curioso. Sin saber mucho de filosofía, los individuos occidentales representan la encarnación de una propuesta filosófica que fuera desarrollada hace más de dos mil trescientos años. Las premisas de esa propuesta filosófica devinieron los presupuestos desde los cuales se levantó el sentido común del hombre y de la mujer occidentales, de hoy y del pasado. Tal sentido común, que nos fue muy útil por largo tiempo, se ha convertido actualmente en un obstáculo para que podamos vivir con plenitud y de una manera que nos sea a todos mutuamente satisfactoria.
Para salir de él, para poder despegarnos de los supuestos del programa metafísico, estamos obligados a repensarnos nosotros mismos. Ese es su núcleo problemático y ese es el gran «talón de Aquiles» del programa metafísico. Hoy entramos en una confrontación cuyo campo de batalla es la comprensión del ser humano. Nunca ha sido tan urgente volver a preguntarse, ¿cómo somos?, ¿qué tipo de ser es el ser humano? Esa es la pregunta fundamental que guía, como el relámpago de Heráclito, las preguntas que se hace la ontología del lenguaje.
Hay momentos en la historia en los que prevalecen las respuestas. Hay, sin embargo, otros momentos en los que lo que predomina son determinadas preguntas. Estamos viviendo uno de esos momentos. Y la pregunta que hoy observamos que está siendo enarbolada es la pregunta sobre nosotros mismos. Durante mucho tiempo vivimos de respuestas que nos parecían satisfactorias. Hoy, sin embargo, sospechamos que hemos estado profundamente equivocados. Esta ya no es sólo una sospecha intelectual. Nuestras vidas nos ofrecen el mejor testimonio de que se hace necesario revisar las respuestas que en el pasado dábamos por válidas y de rectificar el camino. De lo que se trata es de rectificar la manera de cómo hemos estado viviendo.
Son varias las voces que se han levantado en estos últimos doscientos años, advirtiéndonos sobre esta necesidad y mostrándonos los diversos problemas que encierran los presupuestos del programa metafísico. Todas esas advertencias han ido lentamente fermentando y hoy alcanza una fuerza que muchas veces pareciera incontenible. Hasta ahora, sin embargo, esta confrontación se daba fundamentalmente en el terreno de la filosofía. Se trataba en lo fundamental de un debate académico o, al menos, de sujetos ilustrados.
Hemos entrado en una nueva fase. Este debate hoy en día ha saltado las murallas de la ciudadela filosófica y se está apoderando de la calle. La sospecha de que hemos seguido un camino errado y de que hemos estado profundamente equivocados está llegando al ciudadano común. Él y ella están pidiendo una forma diferente de encarar la vida, una manera distinta de observarse a sí mismos. Ellos se están armando para tomar por asalto la ciudadela de filosofía, a la que hasta ahora se les negaba el acceso.
No estamos sosteniendo el exterminio de los filósofos. Muy por el contrario. Ellos serán cada vez más importantes. Pero esas murallas que han separado por tanto tiempo el quehacer filosófico del quehacer de los hombres y mujeres comunes, están por venirse abajo. Vemos brechas en ellas por todos lados. Sospechamos que estamos por presenciar un reencuentro entre los filósofos y el resto de los ciudadanos. Nuestro propio quehacer se ha definido desde siempre como un puente que busca concretar ese acercamiento, a través de modalidades diversas. Nuestros alumnos lo saben. Ellos salen de nuestros programas enarbolando banderas filosóficas. Salen hablando de Heráclito, de Sócrates, de la metafísica, de Nietzsche, de Heidegger, de la alternativa ontológica. Es un buen comienzo.
Pero no basta que enarbolen banderas. Es preciso también que penetren en el propio quehacer filosófico. Que a su manera, participen en el ejercicio de una forma de pensar desde la cual se generan respuestas que nos afectarán a todos. Es preciso que les arrebatemos a los filósofos el monopolio de la reflexión filosófica. Es preciso advertir que no pensamos que todos podremos realizar lo que personas adecuadamente adiestradas serán capaces de hacer. La filosofía es un área de especialidad y, como tal, requiere como toda profesión de especialistas.
Pero ha pasado algo curioso con la filosofía. Yo no soy músico, pero me permito disfrutar de la música. No soy deportista, pero me gusta asistir a espectáculos deportivos. Tampoco soy político y no por ello dejo de participar en política. Quizás entienda que en áreas muy delimitadas que se concentran y requieren de un particular nivel de especialización, como sucede en determinados campos científicos, podamos aceptar en paz quedarnos fuera.
Pero este no es el caso de la filosofía. Sin negar que existan áreas en la filosofía que requieren de un alto nivel de especialidad, no es menos cierto que la filosofía tiene un vasto territorio de reflexión general. En ellos, lo que la filosofía muchas veces realiza es un pensar sobre nosotros, sobre la vida. Sus reflexiones, como sus conclusiones, debieran comprometernos, afectarnos, inquietarnos, interesarnos. Lo sorprendente es que esas reflexiones hayan llegado a interesarnos tan poco y que parecieran ser completamente irrelevantes a la forma como conducimos nuestras vidas. Eso nos habla de un serio problema, no tanto de nosotros, sino de la filosofía. ¿Qué ha pasado con ella?
Son muchos los filósofos que, de una u otra forma, han estado denunciando este problema durante el último tiempo. Algunos de ellos han mirado a la filosofía con desprecio e ironía. Russell y Wittgenstein han mostrado cómo muchos argumentos filosóficos resultan de una falta de rigor con el lenguaje. Heidegger procura, desde la filosofía, reivindicar el quehacer del hombre y la mujer comunes. Este ridiculiza a Descartes por haber entendido al ser humano según el modelo del filósofo y por terminar haciendo del pensamiento el fundamento de la existencia. Nietzsche abandona la academia para lograr la libertad que le permite una reflexión desde afuera. Moore nos insiste en alejarnos de la jerga filosófica y reivindica el lenguaje ordinario. Por desgracia, muchos de ellos –es el caso, por ejemplo, de Heidegger– suelen llevar a cabo esta crítica a partir del lenguaje hermético de los propios filósofos.
Decíamos que la ontología del lenguaje es un discurso emergente, un discurso incipiente. Ello implica que su potencial está muy lejos de haberse alcanzado. Que es mucho más lo que desde él queda por reflexionar si lo comparamos con lo que a la fecha ha logrado acometer. Que los territorios por ser explorados desde el «claro» ontológico son ilimitados y que es preciso comenzar a conquistarlos. El «claro» ontológico nos anuncia un nuevo mundo por descubrir. Un mundo que ha estado siempre acá pero que requiere de nuevas luces para comenzar a develarlo. Un mundo que requiere también ser construido, más allá del nivel discursivo, y que será muy diferente de aquel que hasta ahora hemos conocido. Mundos de sentido que podremos observar y mundos que requeriremos construir con nuestra capacidad de acción.
Uno de los propósitos más importantes que posee la noción del «claro» ontológico consiste en el hecho que nos entrega una plataforma con capacidad generativa. Nos proporciona las coordenadas básicas desde la cuales podremos construir nuevos sentidos y, a partir de ellos, orientar nuestra acción en la construcción de nuevos mundos. Terminó la época en la que nos era posible descubrir en la faz de la tierra nuevos continentes, territorios previamente inexplorados. A nivel de la geografía, el mundo está al descubierto. Sin embargo, los seres humanos tenemos una capacidad ilimitada para construir nuevos mundos en las mismas tierras. Los nuevos mundos del futuro no serán aquellos que buscaban los exploradores de los mares y de los nuevos continentes del pasado. Serán aquellos nuevos mundos que podremos inventar con la capacidad que nos proporciona el lenguaje, tejiendo nuevos sentidos y desplegando nuestra capacidad de acción.
Para concretar esas nuevas conquistas requeriremos de nuevos mapas y de nuevas maneras de construir mapas. Esto es precisamente lo que nos ofrece la distinción del «claro» ontológico. Para hacerlo, no requerimos necesariamente ser filósofos. Y el aporte que ellos puedan realizar será importante y bienvenido. Pero, desde el «claro» ontológico surge una invitación a todo el mundo a utilizar sus propias experiencias de vida para participar activamente en este proceso de conquista. Todos estamos en condiciones de poder contribuir en él.
¿Estamos diciendo que los filósofos no son indispensables? No estoy seguro. Pero de lo que no tengo dudas es del hecho que, a la vez, estamos sosteniendo que todos, que cada uno, deben darse el permiso para comenzar a hacer filosofía. Se trata también, de alguna forma, de despertar el filósofo que todos llevamos dentro. Poder ayudar a ello es uno de los objetivos de este libro.
Weston, mayo de 2006
20 Me refiero a los graduados de los tres programas de formación de coaches ontológicos que diseñara a partir de 1991. En su momento, los programas «Mastering the Art of Professional Coaching» (MAPC) y «El Arte del Coaching Profesional» (ACP) y, actualmente, nuestro programa «The Art of Business Coaching» (ABC).
21 Para los efectos del argumento que busco desarrollar, estoy dejando fuera las respuestas que aludían específicamente a las competencias de coaching.
22 Esta distinción está hecha en el primer capítulo, «Antecedentes de la ontología del lenguaje» del libro Actos de Lenguaje, Vol. I: La Escucha, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2006.
23 Johann J. Winkelmann, Historia del arte en la Antigüedad, Folio, Barcelona, 2002.
24 Quienes han estado expuestos al discurso de la ontología del lenguaje conocen la experiencia de un aprendizaje que los expone a una mirada diferente de lo que siempre han tenido ante sus ojos. Es la revelación de lo mismo como diferente. Es lo obvio hecho novedad.
25 Ver a este respecto, mi capítulo «El nacimiento de la filosofía en Grecia» en Raíces de Sentido: Sobre egipcios, griegos, judíos y cristianos, J.C. Sáez Editor, Santiago, 2006.
26 Eugen Fink, La filosofía de Nietzsche, Alianza Universidad, No.164, Madrid, 1976.
27 Martin Heidegger & Eugen Fink, Heraclitus Seminar, Northwestern University Press, Evanston, Il, 1993, p. 6.
28 Ver Rafael Echeverría, El búho de Minerva, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2004.
29 Desde entonces, he abandonado la noción de paradigma adoptando, en cambio, la noción de observador. Sin embargo, la temática sigue siendo la misma.
30 La circularidad es un rasgo inherente del lenguaje. Este no siempre pone de manifiesto tal circularidad, pues detiene arbitrariamente el proceso reflexivo al concederle a determinados términos la capacidad de dar cuenta de otros. Pero si continuáramos la reflexión y procuráramos dar cuenta de estos últimos y luego de aquellos a los que estos remiten, muy pronto nos daríamos cuenta que terminamos por utilizar los primeros términos cuyo significado buscábamos en un inicio elucidar. Es lo que pasa con los diccionarios en los que cada término remite a los demás y así sucesivamente.
31 Tómese en consideración que no decimos «el sentido de vida» sino «el carácter del sentido de la vida». Con ello reconocemos que «el sentido de vida» propiamente tal, depende también de las condiciones concretas de la vida de cada individuo y no sólo de la posición adoptada al nivel de esta matriz básica.
32 A diferencia de los filósofos clásicos, Heidegger define la pregunta ontológica como la pregunta por el Dasein, la pregunta por aquel ser que se pregunta por el ser, lo que representa, en último término, la pregunta por el ser humano. Hay en Heidegger la intuición de que la respuesta que ofrecemos a esa pregunta representa el sustrato fundamental de todo lo que hacemos, siendo el pensar tan sólo una de las cosas que hacemos.
33 Lo que acabamos de sostener referido al pensamiento puede ser igualmente generalizado a todo lo que hacemos, a la manera como nos comportamos.
34 Tómese en consideración que estamos realizando sucesivas ampliaciones de sentido a partir de una primera premisa.
35 Es importante advertir que esta es una formulación equívoca pues separa acción y ser e incluso presupone el ser como antecedente de la acción. Una formulación adecuada es aquella que sostiene que «toda acción constituye una determinada forma de ser». El ser no es sino la expresión formal de la acción, trátese de la acción tal como ésta se expresa en su proceso de ejecución, o bien como ella se manifiesta en los resultados que genera.
36 Todo esto representa obviamente una interpretación. Se trata de una interpretación que procura dar cuenta de las raíces de nuestras diferencias como seres humanos; interpretación que será válida mientras nos resulte ventajosa para ver y hacer cosas que juzguemos que expanden nuestras posibilidades de existencia. En la medida que surja –y no nos quepa duda de que surgirá– una interpretación alternativa más poderosa que esta, ella se disolverá. Desde la posición que asumimos, no nos es posible pretender más que eso. Lo interesante, sin embargo, es que esto que acabamos de decir (en este mismo párrafo) sobre el carácter interpretativo de lo previamente señalado, es expresión de la propia interpretación desarrollada, interpretación que se advierte a sí misma y advierte a los demás de su carácter interpretativo. Como puede apreciarse, resulta imposible eludir el carácter circular de lo que exponemos.
37 Vásquez, S., (ed.), La presencia de Dios, EDAF, Madrid, 1996, p. 75.
38 Hasta ahora, esta fue una línea de formación que sólo ha sido parte de nuestro Programa Avanzado, ofrecido sólo a quienes habíamos previamente certificado, a un nivel básico, en los programas de formación en coaching.
39 Así como el Programa Avanzado que hemos comenzado a ofrecer y del cual nace este libro.
40 Las formas de apropiación serán discutidas más adelante.
41 Ver a este respecto, Rafael Echeverría, Ontología del lenguaje, J. C. Sáez Editor, 2002, Santiago, 1994 y Rafael Echeverría, Actos de lenguaje, vol.I. La escucha, Capítulo I, J. C. Sáez Editor, Santiago, 2006.
42 A este respecto sugiero remitirse al capítulo «Como dioses: juicios, acción y ser individual» que aparecerá próximamente en mi libro Actos de lenguaje, vol.II: El habla, J. C. Sáez Editor, 2007, Santiago.
43 Este Modelo OSAR, llamado también el Modelo del Observador, el Sistema, la Acción y los Resultados, ha sido una pieza central en nuestros programas de formación a partir de 1996. Nuestros alumnos lo conocen muy bien. Este modelo será ampliamente desarrollado en un libro que está en preparación y que lleva como título El observador y su mundo.
44 Lo que caracteriza precisamente al coaching ontológico de otras modalidades de coaching no es sólo el hecho de que remite a un determinado discurso sobre lo que significa ser humano (la ontología del lenguaje), sino que, al nivel de sus intervenciones se abre a la posibilidad de acceder a estos dos condicionantes ocultos del comportamiento: observador y sistema. Para estos efectos se apoya en una reflexión profunda y en un tratamiento sistemático de ambos.