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FILOSOFÍA Y FILOSOFÍAS

En los dos párrafos anteriores hemos rozado dos objeciones que suelen poner los que creen que junto al saber de las ciencias no cabe el de la filosofía, porque el campo de esta ha sido o debe ser absorbido por ellas. Era la primera que, si las diversas ciencias particulares se reparten todo el campo de la realidad, no queda objeto para la filosofía. La segunda achacaba a la filosofía su inutilidad. Nos queda aludir aquí a una tercera objeción muy frecuente contra la licitud de lo que llamamos filosofía: las ciencias —se dice— se caracterizan por su unidad, y ello es el mejor indicio de su realidad y de su verdad. Cuando se habla de la física, de la química, por ejemplo, no es preciso aclarar de cuál de ellas, porque no hay más que una. En cambio, si de filosofía se trata, hay que determinar enseguida si nos referimos a la filosofía kantiana, o a la escolástica, o a la platónica... Si acaso surgen disparidades entre los científicos sobre las últimas investigaciones, al poco se resuelven tales discrepancias y predomina la verdad comprobada que todos reconocen: la marcha de las ciencias es así rectilínea, en una sola dirección. En filosofía, por el contrario, diríase que cada filósofo se saca de la cabeza su propia filosofía, que sale de ella toda entera como Minerva de la cabeza de Júpiter, y, pasado el tiempo, subsisten los mismos sistemas antagónicos con sus partidarios tan irreductibles como el primer día, sin que parezca haber surgido ningún acuerdo o comprobación.

La respuesta a esta objeción se deduce de la misma definición que hemos dado de la filosofía: por sus últimas o más profundas razones; pero la veremos con mayor claridad a través de un ejemplo. Este ejemplo nos servirá también para superar una última objeción que suele hacerse a la filosofía o, más bien, a que nosotros hagamos filosofía, y este nosotros se refiere a los que tenemos una fe religiosa a la que nos adherimos con toda firmeza, sin temor a errar. Vosotros los creyentes —se ha dicho— no podéis hacer filosofía porque cada uno, en el fondo, sabéis muy bien cuál es el origen, la esencia y el fin del Universo y de vosotros mismos, y antes de empezar se puede ya saber en lo que vais a terminar. Vuestra especulación no puede ser nunca libre, racional, sincera, sino solo una especie de apologética interesada en demostrar lo que de antemano creéis.

Pues bien, imaginemos un pueblo que vive de antiguo en las márgenes de un lago profundo y misterioso. Es uno de esos lagos de montaña cuyas aguas han cubierto un abismo, el hondo cono de un circuito de altos picos que no tiene más que una muy alta salida para las aguas. El color de estas aguas tiene el negro de la profundidad, y los más largos sondeos dudosamente han tocado suelo en su parte central. Los habitantes de este pueblo saben por testimonio de sus antepasados que en el fondo del lago existen las ruinas de una antigua ciudad que fue sumergida por las aguas a consecuencia de trastornos geológicos. Esto es para ellos cosa sabida porque el testimonio les merece un crédito absoluto. También es claro su conocimiento del lago en la capa superior o más superficial de sus aguas: allá penetran los rayos del sol y pueden distinguirse claramente los peces diversos que las cruzan y las algas que deben esquivar. Sobre este sector no puede surgir una durable discusión entre los observadores: cada dato puede ser comprobado sin más que verlo, y con ello surge necesariamente el acuerdo.

Fondo y superficie de las aguas son conocidos para aquel pueblo, pero ¿bastará a aquellos hombres este conocimiento del lago? Indudablemente, no. Hay, en primer lugar, una extensa zona intermedia de la que nada dice el testimonio de los antiguos ni puede penetrarse con la vista. ¿Qué animales poblarán estas oscuras aguas en las que apenas penetran los rayos solares? Existirá, por otra parte, en los hombres que allí viven el deseo de penetrar con los medios a su alcance hasta donde sea posible en la profundidad de las aguas con la aspiración de establecer una cierta continuidad entre las dos zonas que son conocidas, de adquirir así una visión unitaria de lo que es el lago en su conjunto. De este modo, sondeando con la mirada bajo las distintas luces del día los últimos confines de lo visible, unos creerán ver unas cosas, otros, otras; unos interpretarán de un modo las sombras que creen percibir, alguno creerá ver el confín donde se asienta la antigua ciudad; todos, en fin, se habrán hecho una composición de lugar sobre la estructura del lago que tienen siempre junto a sí, composición de lugar para la que habrán partido de lo que claramente se ve en la superficie, para la que se habrán orientado por lo que creen hay en el fondo, pero que será en todo caso un esfuerzo personal por satisfacer su anhelo de penetrar el misterio y de saber.

La situación del hombre ante la realidad en que está inserto es por muchos aspectos semejante: la zona clara, penetrada por los rayos del sol y comprobable por la experiencia sensorial, es la realidad que estudia la ciencia físico-matemática. El fondo del lago, con sus realidades últimas, son los datos que nos proporciona la fe. El esfuerzo por penetrar en las ignotas profundidades de la zona media y por lograr una visión unitaria, sintética, es la filosofía.

¿Qué de extraño tiene que el conocimiento filosófico no posea la evidencia y la comprobabilidad que posee el de las ciencias, si, por principio, versa sobre cosas no experimentales, alejadas de ese terreno manual, claro y distinto, de lo sensible? Su inevidencia viene exigida por su misma naturaleza. Ella acarrea, a su vez, la pluralidad y la permanente coexistencia de sistemas filosóficos diversos y hasta encontrados.

Si cada sistema filosófico es un esfuerzo de penetración y de interpretación —inevidentes e incomprobables por principio— para lograr una visión unitaria del Universo, nada más natural que la multiplicidad de sistemas que, a menudo, se complementan y corrigen entre sí en su humilde esfuerzo por aclarar en lo posible el misterio del ser y de la vida. Este destino antidogmático se halla escrito en el origen y en la raíz del nombre mismo de filósofo; cuando León, rey de los iliacos, preguntó a Pitágoras cuál era su profesión, no se atrevió este a presentarse como sofos (sabio) al modo de sus antecesores, sino que se presentó humildemente como filósofo (de fileo, amar, y sofia, sabiduría), amante de la sabiduría.

Semejante también a la de los moradores de las orillas del lago es la situación del creyente —del cristiano, por ejemplo— que hace filosofía. Lo que por fe se sabe que existe en el fondo del lago orienta, sí, la mirada de los investigadores y les dice también cuando han caído en error si entran en contradicción con sus datos, pero en modo alguno les exime de su labor, ni les constriñe en su concepción sobre una inmensa zona dejada a su libre inspección. La fe religiosa depara al hombre solo las verdades necesarias a su salvación; pero, aun contando con ellas, todo el Universo queda libre a la interpretación racional de los hombres, pudiendo existir sobre bases ortodoxas, como de hecho existen, multitud de sistemas filosóficos.

Cabría, sin embargo, pensar, si cada filósofo forja una concepción que ninguna relación guarda ni nada tiene de común con las demás, que la tendencia filosófica del hombre es un impulso baldío, irrealizable. Algo como querer llegar al horizonte o coger el humo. En este caso, aunque la aspiración sea legítima, el resultado es estéril. No sería otra cosa que el símbolo de la tragedia humana: la tela de Penélope, tejida por el día, destejida por la noche.

Pero esto no es así. Aunque la evidencia y la posibilidad de comprobación experimental no acompañen al saber filosófico, no puede dudarse que muchas de sus conclusiones han pasado al acervo común de la filosofía como adquisiciones permanentes. Es un hecho, por otra parte, que ningún filósofo comienza a pensar en la soledad de su propia visión: todo gran pensador construye contando con la obra de sus predecesores, a partir de la situación filosófica de su época. Así —y como veremos— la historia de la filosofía contiene una continuidad y un sentido clarísimos: es la trama del más grande empeño del hombre, rico en frutos, o, como dijimos antes, la más profunda historia de la humanidad.

Historia sencilla de la filosofía

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