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HERÁCLITO Y PARMÉNIDES

La viva antítesis entre la serena experiencia inteligible y la cambiante experiencia de los sentidos llega a su planteamiento definitivo y a soluciones contradictorias con dos filósofos, también del siglo V antes de J.C., que han sido llamados los padres de la metafísica.

Heráclito de Éfeso, llamado el Oscuro, tuvo la aguda percepción de la variabilidad y fugacidad de cuanto existe, de su diversidad y perpetua mudanza; pἀnta reῑ (panta rei), todo cambia, es la conclusión en que expresa lo que la realidad le ofrece. Nada de cuanto existe es, al momento siguiente, igual a sí mismo. Ni en el mundo ni en nosotros mismos hay nada que pueda considerarse permanente, sino solo un continuo fluir. «La existencia —dice— es la corriente de un río, en el cual no podemos bañarnos dos veces en las mismas aguas». Si esto es así, ¿en qué para la universalidad de nuestros conceptos, la necesidad de nuestras ideas? En nada, absolutamente; en la vanidad de un intento imposible, contradictorio. Podemos ver el correr tumultuoso de las aguas de un río que de continuo se penetran y funden entre sí. Pero para coger, para captar esa corriente no podríamos sino helar las aguas y tomar los bloques sólidos. Y en ese momento habríamos matado la corriente, el objeto de nuestro intento habría desaparecido. Aprehender la realidad en conceptos fijos, inmóviles, es como helar la corriente del río, matar la realidad en lo que tiene de más puramente real. El hombre es semejante, con su razón, al legendario rey Midas, al que, en su afán de riquezas, le fue concedido el poder de transformar en oro cuanto tocaba, y su tragedia ante la realidad viva es semejante a la de ese rey cuando quiso abrazar a su propia hija. La razón, como un talismán maldito, es solo capaz de crear conceptos estáticos, muertos, lo más ajeno a la realidad y a la vida misma. Y como el filósofo encarna el ansia humana de conocer, de poseer intelectualmente, se representa a Heráclito llorando, es decir, como al hombre que llora su fracaso, la imposibilidad de sus afanes. Se dice de Heráclito que vio en el fuego el principio de todas las cosas, pero esto es en él solo un símbolo: el fuego no es propiamente una entidad, sino una destrucción; representa la naturaleza cambiante de las cosas, su tránsito vertiginoso, imparable, hacia la nada.

Parménides de Elea fue ligeramente posterior a Heráclito y, contra el pensamiento de este, que identifica con el vulgo imprudente y ciego, construye su propia concepción del Universo. «Para que algo fluya —comienza sentando— es preciso que haya antes ese algo, es decir, un sustrato permanente, un ser en sí. La razón me pone en contacto con ese algo, con la inmutabilidad de las ideas, pero, ante todo, con una idea que es la base de las demás: la idea de ser, por la que me hago cargo de todo lo que es. Posteriormente conozco otras ideas; la de hombre, caballo, triángulo, justicia, etc. Y, después, los sentidos me informan de un mundo de individuos todos diferentes, cambiantes, perecederos...

Pero ¿es esto posible? Para que todas estas posteriores realidades puedan existir será necesario que el ser, lo más inmediata y seguramente conocido, tenga unos límites posibles, porque donde algo es ilimitado no cabe nada más. Y ¿con qué limitará el ser? ¿Con el ser? En este caso no limitaría, porque nada limita consigo mismo. ¿Con el no ser? A esto responde Parménides: el no ser, no es; es imposible, impensable. Si yo obtengo la idea de ser de cuanto hay, ¿con qué derecho hablaré de algo desconocido, incognoscible? Luego el ser no limita ni con el ser, ni con el no-ser; lo que vale como decir que no limita, que es ilimitado, infinito. Pero si es infinito, es uno, porque no hay lugar para otro. Es, además, eterno, porque ¿qué le precederá?, ¿qué le seguirá? ¿El ser?, ¿el no ser?... Es, asimismo, inmutable, porque ¿de dónde vendría?, ¿a dónde iría?... Y este ser uno, infinito, eterno, inmutable, es lo que el filósofo de Elea llama Dios; fuera de él nada hay.

De este modo Parménides cae en el panteísmo: cuanto existe es parte, manifestación, de una sola sustancia, de un solo ser, que es Dios. La existencia de individuos y la mutación de las cosas son mera apariencia, engaño de «los ojos ciegos, los oídos sordos, la lengua que es solo un eco», propios del vulgo.

Un discípulo de Parménides —Zenón de Elea— ilustró la tesis de su maestro con unos cuantos ejemplos prácticos que han pasado al dominio popular y perdurado en él hasta nuestra época: Aquiles, el de los pies ligeros, el mejor corredor del Ática, no adelantará nunca a la tortuga en su carrera. Supongamos que la tortuga le precede en una cierta distancia. Cuando Aquiles llegue al punto donde se encuentra la tortuga, esta, como por principio no está inmóvil, habrá andado algo, por poco que sea. Y cuando Aquiles llegue al nuevo punto, tampoco estará en él la tortuga, por la misma razón. Y así sucesivamente, el argumento nunca quebrará. Pero, aún más, Aquiles no puede moverse: imaginemos que debe recorrer un reducido sector de espacio. Para llegar al cabo del mismo tiene que pasar por el punto medio, y para llegar a este tendrá que pasar por el punto medio de esta mitad, etc., etc. Habría de recorrer infinitos puntos para alcanzar su objeto y, como el infinito no se puede recorrer en un tiempo limitado, Aquiles no puede moverse. El movimiento es imposible, racionalmente contradictorio.

Cuéntase que mientras Zenón exponía sus tropos —o dificultades— contra la posibilidad de movimiento, otro filósofo, Diógenes, se levantó y anduvo ante los circunstantes, de donde toma origen la frase vulgar: el movimiento se demuestra andando. Pero Zenón hubiera contestado fácilmente que eso era mostrar el movimiento, no demostrarlo. La contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible subsiste, y en la duda Zenón, con su maestro Parménides, se decidía por la segunda, porque el reino de la razón es el reino de la evidencia.

Así, pues, en la contradicción radical que movió a los hombres a filosofar, Heráclito resolvió a favor del mundo de los sentidos, negando la razón, y Parménides a favor de la razón, negando la experiencia sensible. Ambos abocan a dos actitudes ante la vida que son esencialmente opuestas al espíritu heleno y occidental; el escepticismo en Heráclito, el quietismo contemplativo en Parménides. Ello exigía del genio filosófico griego otras más profundas soluciones capaces de recomponer la integridad del hombre y, con ella, su armonía y actividad.

Podemos observar cómo en este período de iniciación (preático o presocrático) de la filosofía griega, el pensamiento humano ha ascendido ya a través de los grados de abstracción de que hemos hablado. Los primeros filósofos cosmólogos, con su búsqueda de un principio material de todas las cosas, representaban el primer grado de abstracción: la abstracción física. Pitágoras y su escuela, a su vez, ascendieron al segundo grado o abstracción matemática: el número. Heráclito y Parménides, primeros filósofos metafísicos, alcanzaron, por fin, el tercer y último grado, la abstracción metafísica: el ser.

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