Читать книгу Historia sencilla de la filosofía - Rafael Gambra Ciudad - Страница 14
ОглавлениеLOS PRIMEROS FILÓSOFOS COSMÓLOGOS
Fueron el siglo VI antes de J.C. y la ciudad de Mileto —puerto griego de la costa de Asia Menor— la época y el escenario de los más remotos intentos filosóficos de que poseemos noticia. Allí vivió un personaje cuyo conocimiento llega hasta nosotros envuelto en la oscuridad de la leyenda y del mito: Tales de Mileto, uno de los fabulosos Siete Sabios de Grecia.
Lo que movió a los hombres a filosofar fue, como hemos dicho, la admiración, y lo que históricamente les admiró fue, ante todo, el cambio y la multiplicidad de individuos, experiencias que parecen contradecir vivamente a la inmutabilidad y unidad de las ideas.
Pues bien, los primeros filósofos procuraron encontrar en el mundo físico —en la realidad material siempre cambiante que nos rodea— un fondo estable, un sustrato permanente al que todas las sustancias se redujeran, algo ante lo que la multiplicidad y el cambio se convirtieran en apariencias.
De Tales no sabemos más de lo que Aristóteles nos dice: que el principio buscado creyó encontrarlo en el agua, sustancia originaria que estaría en el fondo de todas las cosas. Podemos suponer algunos motivos que psicológicamente actuarían en aquel pensamiento todavía primitivo: el agua del mar es el límite de la tierra, y más allá de nuestro mundo aseguran los navegantes que se extiende el océano infinito; si profundizamos bajo nuestro suelo encontramos frecuentemente agua; el agua desciende del cielo y hace brotar la vida de las plantas, que son, a su vez, el alimento de los animales; el agua, en fin, puede transformarse por la temperatura en sólida y en gaseosa: el principio (arjé) de todas las cosas será, pues, el agua.
Anaximandro, otro filósofo de aquel legendario núcleo milesio, opinó que ese principio o fondo común de todas las cosas no debe ser el agua precisamente, sino una sustancia indeterminada, invisible y amorfa de donde el agua y todos los elementos de la naturaleza proceden. Llamó a este principio el apeiron (lo indeterminado). Y como lo indeterminado viene a identificarse con el caos para los griegos, pueblo amante de lo concreto limitado, de la perfección de la forma, habrá de buscarse en la afirmación de Anaximandro la primitiva creencia griega de que el mundo (el Cosmos, ordenado) procede del Caos, creencia que ya expresaba la Teogonía de Hesíodo:
Mucho antes de todas las cosas existió el Caos;
después, la Tierra espaciosa.
Y el amor, que es el más hermoso de todos los Inmortales.
Un tercer filósofo de Mileto, por fin, Anaxímenes, sostuvo que el principio común de la aparente multiplicidad y variabilidad de las cosas es el aire. Él debió aparecer a los ojos de Anaxímenes como el medio vital, la capa que envuelve a la tierra, fuente de la vida y origen de todas las cosas. El aire, por otra parte, tiene la apariencia sutil, invisible y amorfa que Anaximandro reclamaba para el principio universal.
Esta meditación sobre el Cosmos o universo material se prolonga en el siglo siguiente (V antes de J.C.) con otros filósofos que suelen agruparse bajo el nombre de pluralistas. Sus rasgos comunes estriban en admitir no una sola sustancia o arjé, sino una pluralidad de elementos materiales irreductibles entre sí, y también en suponer una fuerza cósmica que explique el movimiento o cambio de las cosas.
El primero de estos sistemas es el de Empédocles de Agrigento, quien sostuvo por primera vez la cosmología de los cuatro elementos —tierra, fuego, aire, agua—, de cuya combinación se forman todos los cuerpos. En ella se encuentra el origen de la física cualitativa de los antiguos (por oposición a la moderna física cuantitativa). Junto a estos elementos admitía dos fuerzas, una el amor, que congrega y armoniza, y otra el odio, que disgrega o separa.
Anaxágoras, por su parte, concibió el cosmos como agregado de unas realidades últimas cualitativamente diversas y en número indefinido, a las que denominó homeomerías. Como principio de su movimiento y de la armonía resultante supuso la existencia de un nus o mente suprema, que venía a identificarse con Dios. Esta teoría es el precedente más antiguo de la física de Aristóteles (teoría hilemorfista), que veremos más adelante.
Por fin, Demócrito de Abdera supuso que el mundo material estaba compuesto de un número incalculable de partículas diminutas, indivisibles —los átomos—, que se mueven eternamente en un vacío sin límites. Esta teoría atomística será el precedente remoto de la física cuantitativa de la Edad Moderna.