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AGRADECIMIENTOS


Comienzo esta sección excusándome. Sé que a lo largo de los casi ocho años consagrados a la elaboración del presente trabajo me he beneficiado del respaldo y de la ayuda de un conjunto mayor de personas de las que mi memoria y distracción me permiten mencionar aquí. Inicié, sin grandes expectativas, mis estudios de historia en la Pontificia Universidad Católica de Chile donde, si en algún momento se me cruzó por la mente la posibilidad de seguir encaminando mis pasos por la senda de la disciplina histórica, esta esperanza fue gatillada por mi desprendido colega y mejor amigo, Gabriel Cid. Sin sus constantes exhortaciones, sin su fe sobredimensionada en mi trabajo, no estaría escribiendo hoy estas cuantas líneas. Las conversaciones con mis entrañables amigos Carlos Willatt y William San Martín, compañeros de tertulias en las que corría el vino y brotaban las mejores ideas, fueron una fuente fecunda de inspiración intelectual y existencial. Siempre en Chile, pude gozar de las estimulantes incitaciones de extraordinarios/as maestros/as, interlocutores y colegas (Manuel Gárate, Carlos Huneeus, Alfonso Salgado, Bárbara Silva, Diego Hurtado, Sebastián Hurtado, Pablo Whipple, Rafael Sagredo, Alejandro San Francisco, Camilo Alarcón, Lily Balloffet, Rolando Álvarez), así como de amiga/os inolvidables: Olivier Delaire, Felipe Rodríguez, Valentina Ruiz, Guillermo Ulloa.

Tendré siempre una deuda especial con Marcos Fernández, primer profesor en haber confiado en mí cuando recién empezaba a rozarme la mente la idea de aventurarme en el mundo de la investigación. El mayor estímulo intelectual que tuve en esos años ya lejanos provino sin lugar a dudas de la recordada profesora Olga Ulianova, mujer maravillosa además de señera historiadora quien, con generosidad inimitable, me impulsó a seguir excavando el terreno pedregoso de la historia de la Guerra Fría y de la Unión Soviética.

Una vez instalado en Bélgica aprendí a conocer a mi “segunda familia”, así como a quienes devendrían en mis mejores amigas/os y confidentes. Con emoción en el alma agradezco a todas/os ellos/as por haberme hecho sentir en casa a pesar de la abrumadora distancia que me separaba de mi tierra natal: François Lavis, Evelyne Dumonceau, Hadrien Lavis, Michel Lavis, Florent Verfaillie, Sébastien de Lichtervelde, Pierre Boueyrie. Mi primo Frédéric Lavis pasó horas haciéndome descubrir los meandros más insospechados de la cultura inabarcable de este país pequeño –incluido el flujo inextinguible de sus cervezas traicioneras– y releyendo atentamente y bajo una mirada crítica las primeras pinceladas de este libro allá por el año 2016.

En París, no podría haber atravesado con éxito esos cinco años de ilusiones, deslumbramientos, pero también desesperanzas y confusión, sin la fidelidad a toda prueba de quienes soportaron mis humores cambiantes, periodos de hermetismo y obsesiones irrefrenables: Nils Graber, Elena Ussoltseva, María Domínguez, Victor Barbat, Lars Halvorsen, Kaja Jenssen, Olivier Lebrun, Giancarlo Tursi, Celia Hecq, Sylvain Duffraise, Sophie Monzikoff y Stéphane Patin. Eugenia Palieraki, cuya inteligencia misteriosa y desbordante ejerció como un aguijón invaluable para mis reflexiones en ciernes, no solo se transformó en esos años en una amiga como pocas, sino que siempre reservó en su mente ocupada un espacio para mí cuando precisé su ayuda sin condiciones. Imposible dejar de mencionar a mis dos directores de tesis, Marie-Pierre Rey y Alfredo Riquelme, quienes leyeron los bocetos inciertos de este libro y contribuyeron extraordinariamente a mejorar sus imperfecciones. Sin el respaldo permanente y las relecturas minuciosas de quienes tuve la suerte de tener como directores de doctorado, habría sido mucho más arduo llevar a cabo este trabajo. Las lectura con ojo crítico y constructivo de los demás miembros del jurado de mi tesis, Annick Lempérière, Alvar de la Llosa y Manuel Gárate, resultaron esenciales para la posterior reelaboración de mi trabajo. Tanto sus agudas miradas como sus estimulantes incitaciones me impulsaron a evaluar una futura publicación. Fue en Francia que emprendí mi primera estadía en Cuba, isla de gente maravillosa a la que mis cuatro viajes me han dado la suerte infinita de conocer: Jorge Fornet, de la Casa de las Américas, Myrtha Díaz, de los Archivos del Minrex, Servando Valdés, Belkis Quesada y Conchita Allende del Instituto de Historia, mis amigas/os Beatriz, Luis Armando, Yoss, Dania, Laura, mi querida Bertica y su familia de gente buena.

De regreso a Bélgica, esta vez para embarcarme en un posdoctorado en la Universidad de Gante, pude descubrir la bella ciudad flamenca desde la cual tanteo hoy estas líneas gracias a mi colega Dieter Bruneel, prematuramente fulminado por una crisis insoportable e injusta a la edad innombrable de 26 años. ¡Cuántas veces, querido Dieter, comentamos el contenido de estas páginas durante nuestros singulares encuentros en los que no había tema prohibido ni misterio que no nos aventurábamos a abordar! Lo mínimo que puedo hacer hoy es dedicar este libro a tu memoria.

Eric Vanhaute, mi director de investigación en Gante, hizo prueba de una notable disposición y entusiasmo hacia mi trabajo y, con una humanidad poco frecuente en el frenesí incombustible que se apodera de las aulas universitarias, me brindó la privilegiada oportunidad de enseñar un seminario sobre revoluciones que ha moldeado significativamente mi postura intelectual. Hanne Cottyn, quien me impulsó a postular a la beca de la Universidad de Gante y logró amenizar tantas de mis jornadas de trabajo en las curiosas oficinas del UFO, es hoy una amiga espléndida que tampoco puedo dejar de mencionar. De la misma manera, inadmisible sería pasar por alto a mis colegas de Gante: Ricardo Ayala, Gillian Mathys, Torsten Feys, Violette Pouillard, Marie-Gabrielle Verbergt, Michael Limberger, Rafaël Verbuyst, Maïté Van Vyve, Laura Nys, Davide Cristoferi, Tobit Vandamme; sin olvidar a mis camaradas de la red Encuentro, con quienes compartimos la ilusión de mantener vivo el espíritu latinoamericano en estas tierras lejanas: Joren Janssens, Tessa Boeykens, Eva Willems, Sebastián de la Rosa, Allan Souza.

Ni un atisbo de este libro habría visto la luz si no fuera por la maravillosa familia con la que tuve la aleatoria bendición de nacer. Mi padre Oneglio Pedemonte, el primero y el más fiel de mis hinchas en el campo historiográfico, mi hermana Caroline, quien me rindió un inmenso favor al ofrecerse como sagaz lectora de una primera versión de este libro, mis hermanos Mathieu y Benjamin, mi tía María Mercedes, son todos piezas fundamentales de mi existencia que a la distancia atesoro en mi corazón como mi mayor fortuna. Con mi madre, Marie-Anne Lavis, albergo la más honda gratitud. La cantidad incalculable de horas que me dedicó cuando delineaba, en francés, los primeros apuntes de este libro, así como su paciencia ante mis cíclicas fases de desaliento, son un testimonio perenne de su infinita fidelidad y apego a la familia.

Para terminar, no puedo dejar de agradecer desde la profundidad de mi alma a Vincent Notay, quien ha acompañado mis pasos durante este último año de turbulencias inesperadas (incluido el brutal confinamiento desde el cual cierro este libro), episodios dolorosos y las incertidumbres propias del oficio, pero que a fin de cuentas ha sido también uno de los más felices de mi vida.

Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973

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