Читать книгу Un mes de 20 siglos - Rafael Rivera - Страница 6
ОглавлениеCAPÍTULO I
El Visitante
El traje del recién llegado era negro, al igual que la esbelta corbata de moño. El color del esmoquin, en contraste con la albura de la camisa rigurosamente almidonada, se hacía más profundo si eso era posible. El rojo clavel en la solapa agregaba, como si lo necesitara, un toque de elegancia al desconcertante individuo. Al aparecer el visitante, la normal cacofonía de platos y tenedores chocando entre sí cesó, como lo haría un aparato de radio en el momento de ser desenchufado. El hombre se detuvo en sincronía con el silencio. Pareció como si sus movimientos hubiesen sido la fuerza motora del ruido.
“James Bond saliendo del oleoducto” pensé al ver al elegante fuereño, recordando una escena del súper espía emergiendo del gigantesco tubo enfundado en su impecable tuxedo.
Lo que siguió fue un fugaz momento de desconcierto para las 7 personas presentes. 3 o 4 segundos a la espera. Pero, ¿a la espera de qué?
La tarde había sido de juerga. Había botellas vacías y llenas en nuestra mesa y ese no era, ciertamente, el mejor momento para pensar con claridad o meditar.
Yo agrupo a los borrachos en 4 tipos diferentes: el escandaloso, el agresivo, el poeta meloso y el callado. A la vista del trajeado, el escandaloso se burlaría, el agresivo aplicaría remoquetes como “pinche mamón”, el meloso le dedicaría un poema apológico de la belleza física y el callado simplemente parpadearía. Yo soy de los primeros, pero ni yo ni mis acompañantes tuvimos una reacción típica. Todos volteamos y simplemente abrimos la boca.
El desconocido sonrió tímidamente con unos dientes tan blancos que parecían recién pintados. Sonrió sin dirigirse a nadie en particular. Fue una sonrisa como a modo de disculpa. Su gesto no encontró eco. El maldito esmoquin nos había dejado mudos.
No es que un esmoquin sea para nosotros como un traje de astronauta. Excepto por Rebeca, la dueña del merendero, la pequeña villa la habita un puñado de ricachones informales que no han usado un calcetín en años. Mis vecinos odian la corbata y colgarse una, para ellos, equivale a subir al Himalaya en calzones. Pero eso no implica que no sepan lo que es un esmoquin. La quijada caída y la lengua colgando a la vista del recién llegado no tenía que ver con un hombre vestido así. Porque la mayoría de nosotros se ha enfundado en un “smoking” aunque a veces sea para arruinar su vida ante el altar. Sin embargo, los trajes elegantes absorben polvo incluso en la gran ciudad y éste parecía tener alergia al polvo. Además, en el ojal de la solapa, un clavel tan fresco como las mejillas de una quinceañera ruborizada daba color al conjunto y, bajo el fino casimir, asomaban los zapatos más relucientes que yo había visto en décadas.
“Ni una mancha de barro en los zapatos, ni polvo en los pantalones ni maceta con claveles alrededor. Además, seguramente se bajó de un coche que no oí” pensé, hecho pelotas por la inmaculada presencia. Supuse que, de un momento a otro, un bullanguero grupo de turistas entraría por la puerta del restaurante. Nada pasó.
El hombre era abrumadoramente diferente, si diferente es un vocablo que pueda describir lo incomprensible. Porque más allá del esmoquin, las diferencias se acumulaban y el efecto era, ¿cómo decirlo?... ¡apabullante!
El pelo del fuereño, largo hasta los hombros, casi tocaba el dintel de la puerta rebasando el 1.80 de estatura y sus facciones de rostro alargado, pómulos altos y frente despejada, podían provocar un ¡¡Ah!! de admiración femenina o un ¡¡Chin!! de envidia masculina. Pero no había una pizca de soberbia en el individuo. Antes bien, la perfección física hacía contraste con una asombrosa sensación de humildad. La piel del visitante, tersa y sonrosada, carecía de manchas, vello o callosidades. Las uñas eran translúcidas como las de un bebé y su cabello, color miel, era de una finura dócil, sedosa y brillante. Incluso el brillo de los ojos claros era profundo y límpido. Mi examen barrió al visitante de pies a cabeza y, a pesar de que el resultado arrojaba sobresaliente en lo físico, había algo en él que yo no acertaba a saber qué era. El hombre abrió la boca pero no articuló sonido alguno. Con pasos lentos, quizá demasiado lentos, atravesó el comedor y cuidadosamente se sentó en un taburete frente al pequeño mostrador. Sus rodillas tocaban la madera y tuvo que inclinarse para apoyar los codos. Con los brazos extendidos cruzó los dedos y sonrió de nuevo. En ese momento, ¡saz!, mi cerebro registró lo que faltaba: el individuo ¡no tenía arrugas! Un codazo en las costillas me sacó de mi embeleso.
-¿Vendrá de chambelán o es un novio despistado?- murmuré sin preguntarle a nadie.
-Tal vez no habla español, Ratán- me dijo Epax, mirando al extraño tal como yo lo hacía.
Reaccioné a las palabras de mi piloto y pregunté en inglés, mirando al recién llegado:
-¿Do you speak English?
El trajeado negó con la sonrisa y un movimiento de cabeza.
-¿Parlebú francais?
De nuevo la negativa.
-¿Parla italiano?
-No- fue la lacónica respuesta.
-¿Cual es su idioma?- pregunté en español, ya escaso de idiomas.
-El suyo- fue la desconcertante respuesta.
Epax y yo nos miramos y mi piloto levantó las cejas. Aproveché para cambiar una mirada con él. Ladear la cabeza hacia la puerta y luego hacia el fuereño, era señal de que yo saldría y él se quedaría con el visitante.
-Yo me hago cargo- accedió Epax, acercándose al fulano.
-De seguro no es políglota. Voy a ver si la novia se quedó afuera- dije discretamente.
Me levanté y salí del restaurante. Era éste un rectángulo de troncos con grandes ventanas, rodeado de tierra y de islotes de hierba. Una banqueta-tarima también de madera, hacía una U al frente y los costados de la estructura.
Había llovido durante la noche anterior y algunos charcos espejeaban al sol de un día despejado. Aún después de 15 horas después del chubasco, el terreno lucía claros manchones de barro en los desniveles. Sobre el tablado se veían los rastros de lodo semi seco dejado por los clientes habituales. Me planté sobre la tarima y vi al frente y a mis costados esperando encontrar algún vehículo desconocido.
Giré, escudriñando la distancia con los ojos entrecerrados. A mi izquierda, al sur, se perdía la húmeda calzada que venía de la capital del Estado y, a la derecha, más allá del claro pelón del escaso conjunto de viviendas, el angosto pavimento bordeado de cocoteros culebreaba entre los acantilados de la costa. Insistí por última vez haciendo sombra con mi mano sobre las cejas.
Bajé de la tarima caminando hacia la calzada para apreciar mejor el entorno. Con un ángulo de visión más amplio, paseé la vista en un radio de 180 grados. Fuera de mi jeep y la camioneta de correos del viejo Cesáreo López, no había más coches en el restaurante. Regresé, revisando el terreno con la vista. ¡Nada! Las únicas rodadas visibles eran las que mi Jeep y la cafetera de Cesáreo habían hecho y las marcas terminaban bajo sus ruedas. Los vehículos de los residentes, incluidos los borrachos que se encontraban adentro, se veían en los lugares de costumbre y, por ser locales, no contaban en mi inspección. La vertiente hacia el lago, hasta donde pude ver, lucía virgen, excepto por nuestras propias huellas.
Él lago se abría al oeste en el horizonte, extendiéndose cerca de 4 kilómetros al norte y la mitad de esa distancia al sur. Peiné con la vista la rivera de la tranquila masa de agua y la posé a lo lejos. Estaba seguro de que encontraría una lancha o una canoa desconocida. Pero fuera de las canoas y las lanchas fuera de borda de Roque Mendieta y Albino Esparza, mis ojos sólo vieron la clara luz del sol haciendo un espejo de la apacible laguna. En la orilla de ésta descansaban algunas redes extendidas sobre horquetas. A cosa de 250 metros, una canoa colocada boca abajo se secaba al sol, muy cerca del endeble muelle de los pescadores locales. 50 metros más al norte, en el Embarcadero, como se llamaba la zona de desembarque, se veía mi lancha rápida atada a uno de los pilotes al lado de un muelle más grande y con instalaciones más completas. Destacaban, al otro lado del muelle, el velero de Jácome Strauss y la potente lancha de Pat Morrison, los gringos adinerados que se habían instalado en la villa para tostar un poco su arrugada jubilación.
Además de los vehículos descritos, había una lancha y un camioncillo cubiertos con lonas en la entrada de 2 bungalows desiertos. Eran vehículos de uso de un par de familias de “fin de semana”.
Mi conclusión fue contundente en lo tocante a paseantes recién llegados al merendero: nadie acompañaba al atildado visitante.
Pero yo no soy alguien que llega a conclusiones fácilmente. Mi mayor virtud casi siempre se convierte en mi peor problema: si pensar que todo tiene explicación es mi virtud, empeñarme en probarlo es mi mayor defecto. Porque, ¿a quien pinches le podría importar cómo o con quién llega un turista al único merendero de una villa turística?
A juzgar por mi obcecada inspección, a mí sí me importaba. Nuestro visitante no había llegado por agua y, si lo hizo por tierra, el hijo de tal por cual se acicaló como una señorita antes de entrar en el café. Sin embargo, ningún acicalamiento resiste la caminata que cualquier cristiano debe realizar para llegar a nuestra villa. Campanares queda a 30 kilómetros, La Alameda a 10 y, dado que El Zacatal era prácticamente una prolongación del embarcadero de la laguna, descarté que el fuereño hubiera salido de ahí. Pero suponiendo que nuestro visitante hubiera llegado en globo a El Zacatal y de ahí se hubiera descolgado hasta el “Café de Rebeca” esquivando charcos a brinquitos como la Pantera Rosa, ese trayecto basta, en estos andurriales, para pintar de chocolate cualquier indumentaria, aunque venga sellada anti-virus.
Miré mis zapatos; el fino polvo se acomodaba entre los cordones. Había tierra también en el dobladillo de mi pantalón, aunque no podría asegurar que recién se hubiera acumulado. Deduje que si era fácil distinguir la tierra en mis pantalones color kaki desvaído, imposible no notar su ausencia en el negro de un esmoquin recién planchado.
Más confundido que una tortuga en el maratón de Boston, desanudé el pañuelo que llevaba al cuello y me limpié el sudor de la frente. Me asombró el grado de desconcierto que el desconocido sembró en mí sin siquiera abrir la boca. Pero era un hecho que la confusión no era privativa de mí; se había extendido a Epax, a Rebeca, a Pat Morrison, a Jácome y a los otros 2 comensales en el restaurante. Me bastó ver la cara de la guapa restaurantera para confirmar que había algo extraño en toda la condenada escena.
Mi formación académica, aunque no fuera ejemplo de estricta mentalidad científica, no aceptaba los enigmas sin explicación y aquello parecía venir empaquetado con una nota colgando que dijera: ¡Acertijo! De pronto, decidí tomar los hechos como un reto personal.
Antes de entrar en el restaurante tomé la escalera del negocio y medio cayéndome y no, revisé el techo en busca de… ¡un paracaídas! En el techo no había nada, por supuesto. Apenado de verme “empericado” en la escalera, bajé al suelo y me dispuse a regresar.
El inseparable puro del viejo Cesáreo asomó por la ventana de la miscelánea que hacía las veces de buzón comunitario. Al puro le siguió la flaca cabeza detrás del hilo de humo azul del enorme cigarro.
-¿Buscas goteras, Ratán?- preguntó el encargado del correo.
-Busco turistas. ¿Has visto a alguien por aquí?
-En el techo de seguro no. Pero si Pocoloco cuenta como turista, está debajo de mi camioneta- apuntó el viejo, seguramente oliéndome el aliento.
-Busco turistas adinerados, no perros haraganes. Y no estoy borracho César.
-No, no lo estás, Ratán. Un poco folclórico, tal vez. Pero bueno, aquí no hay ni turistas adinerados ni méndigos como yo- negó Cesáreo López.
De abajo de mi jeep salió Pocoloco, el perro de Rebeca. Vi al perro y mi tatema se enredó aún más. Pocoloco lucía como recién salido de una siesta. Eso era indicativo de que, en efecto, no había fuereños extraviados en Lago Redondo. Si los hubiera, Pocoloco ya andaría detrás de ellos moviendo el rabo. No obstante, si el maldito canino coquetea con la cola a los recién llegados; ¿por qué el que estaba adentro le pasó de noche?
-Mejor apaga ese cigarro, Cesáreo. El tabaco mata más rápido que el alcohol- dije, con tono de hermano mayor dando un consejo.
-Es más fácil que tú vueles por los aires si te arrimo mi cigarro, que a mí me dé cáncer por unas cuantas chupaditas- contestó el viejo fumador, y puro y cabeza desaparecieron tras la ventana.
Lago Redondo es como un paraisito perdido. Aclaro; para-i-sito, no parásito perdido. No pasa de un centenar de habitantes porque no queremos darle albergue a grafiteros, franeleros, “ciegos” mirones, “cojos” correlones y otras plagas modernas. No queremos semáforos ni anuncios con marcas de cadenas transnacionales. Vamos, no hay ni siquiera servicio de gas butano. El gas lo provee un camión cisterna cada que se le necesita; la gasolina la adquirimos en una estación de servicio que está a la orilla de la autopista, a cosa de 5 kilómetros de distancia, y la “mota” que anima nuestras fiestas nos la provee Samuel Espíndola, el “capitán” del Albatros, un lanchón que parece panga con chimenea.
Lago Redondo tiene una colina y yo vivo en la cima. Lago Redondo es casi propiedad privada. Nos pertenece a una media docena de rebeldes ambientalistas con dinero y es claro que queremos que siga así. Por eso, yo quiero saber de donde salió un tipo vestido a la moda y que parece tener más de todo, que todos nosotros juntos.
Pocoloco se lamió las bolas, indiferente a mi confusión, y yo entré al Café de Rebeca decidido a llegar al fondo del misterio. ¡Qué rayos! Yo tenía que averiguar de qué medios se valió el trajeado para llegar a Lago Redondo.