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CAPÍTULO III

La Especial del Día

Cuando entré al comedor, “007” ya no estaba en el mostrador; el elegante recién llegado me daba la espalda sentado en una mesa. Frente a él, Rebeca lo veía con mirada embelesada. A ambos lados de la viuda se veía al resto de los comensales. Epax me vio desde su silla fugazmente y sus ojos volvieron al desconocido.

Si este pendejo cree que me va a volar la novia, tendrá que comprarse un cerro más grande que el mío, pensé y avancé decidido a dar la batalla.

Jalé una silla y me acomodé en un hueco. Con todo y mi sagacidad para sortear decisiones extremas, no me di cuenta que al sentarme, había pasado a formar parte del quórum del visitante.

-Y bien, ¿con quién tengo el gusto?- pregunté, con suave entonación y una sonrisilla bailándome en las comisuras.

-Se llama Noda D’ehvay - dijo Rebeca, con sonrisa boba.

-Vaya nombrecito. Entre Noda y Nora hay solo una letra de diferencia- dije, con insolencia- ¿En qué idioma se pronuncia?

Ahora fue el fulano el que sonrió con sonrisa boba. La impresión general es que no había entendido mi sarcasmo. Después de una pausa, dijo, sin embargo:

-Tengo entendido que mi nombre es de una lengua muerta. Pero más que un nombre propio, es como un título.

-O sea que se llama así pero siempre no se llama así. Entonces, ¿como se llama?

El supuesto turista hizo un gesto parecido a arrugar el ceño y se alisó el pelo.

Es curioso y hasta estúpido pero, ahora que lo pienso… ¡No tengo nombre! Me empezaron a llamar así y… se me quedó.

La respuesta me dejó parpadeando. Cada palabra del forastero tenía la virtud de enredar más la razón de su presencia. ¿Estaba burlándose? De pronto empecé a sentir que en vez de conversar, yo debía interrogar.

-El Hombre sin Nombre. Cuidado y no lo vayan a detener los chotas. Lo primero que piden es identificación- dije, levantándome de la silla.

Se me hace que quiere hacerle al misterioso para impresionar, pensaba mientras me alejaba de la atiborrada mesa.

Me dirigí al refrigerador y abrí una botella de cerveza. Ya de vuelta, me senté con descaro y me prendí de la botella. En este punto, mi natural rebelde afloró.

-No tiene nombre pero “se le quedó” Noda. Yo fui a ver “La Guerra de las Galaxias” y se me quedó Yoda. ¿Espera que le creamos señor… no sé cuantos?

Mi interlocutor no contestó. Sus ojos mirándome me recordaron los de Pocoloco después de un regaño. Mi agresiva pregunta resonó en mis oídos y me sentí como si le hubiera dado una nalgada a un niño. No tenía derecho a irme contra un cliente potencial de mi potencial compañera pero ya no podía borrar lo dicho.

Nada más cerrar la boca y sentí la centelleante mirada de Rebeca. Las palabras salieron de su boca en defensa del trajeado.

-Acaba de bajar del cerro, señor D’ehvay; no le ponga atención- le dijo a su nuevo cliente, reduciéndome con los ojos al tamaño de una garrapata.

-Yo también vengo de arriba, señorita. Entiendo la confusión del señor…

-…Ratán tan tin. Rin Tin Tin y Tin Tan son mis parientes lejanos- completé, molesto por la intervención de Rebeca.

-Encantado, Sr. Tantín. Su nombre es muy musical- dijo el fuereño, cual si le hubiera dicho que me llamaba Lady Gaga.

-¿Cómo estuvo la boda?- pregunté, barriendo el smoking de arriba abajo.

Noda volteó hacia Morrison; echó un vistazo a su traje y luego se volvió hacia mí, repitiendo la blanca sonrisa.

-Oh, el traje- exclamó, como reaccionando de súbito-. Me obligaron a usarlo, Sr. Tantín- terminó, como si acabara de explicar la Teoría de la Relatividad.

Mis ojos veían claramente un tuxedo a la medida, pero “Solovino” hablaba de él como si alguien lo hubiera mandado al frente vistiendo un uniforme.

-Los que lo obligaron… ¿andan por aquí?- pregunté, con ánimo de molestar.

-Sí y no- fue la ambigua respuesta.

Noda D’ehvay parecía no notar el sarcasmo en mis palabras. Sus respuestas llegaban acompañadas de una inocente sonrisa. Había una candidez tal en su actitud, que al pronunciar mi supuesto apellido, me había regresado el sarcasmo sin estar conciente de ello o… ¿lo estaba?

-Su respuesta me dejó peor- dije-. Pero bueno, si vienen con Ud., ya aparecerán y, si no, pues de todos modos tanto gusto- completé.

-¿Boda y traje son sinónimos?- preguntó D’ehvay.

Todos volteamos a vernos mutuamente. Un tipo trajeado se aparecía en una villa donde todos andaban en taparrabos y, después de ponernos a todos de cabeza con su impecable apariencia, sugería no saber el propósito de vestir un traje formal.

-¿Qué clase de pregunta es esa?- preguntó Epax-. Cuando uno se viste formal, es con un propósito específico.

-Dígame Sr. D’ehvay; ¿su pregunta es de orden gramatical o… no sabe por qué trae un esmoquin puesto?- terció Morrison.

-Como les dije, me obligaron a usarlo- sonrió el individuo, viendo hacia abajo y pasando un dedo por la pernera del pantalón.

Primero nos hicimos bolas con la presencia del visitante y ahora nos hacíamos bolas con sus palabras. Sin embargo, en vez de mandar al extraño al demonio con su elegancia, todos revoloteábamos a su alrededor como colibríes sobre una petunia. ¿Qué pinches importaba que el tipo estuviera forrado en casimir peinado o en manta oaxaqueña? Iba yo a abrir la boca cuando Jácome intervino. Con su español quebrado expuso:

-Una boda y un esmoquin son como agua y velero: se tiene el bote pero sólo se usa para navegar. El esmoquin debajo de una palapa es como un velero en un bosque: se tiene pero no se usa más que cuando se abandona el bosque. Su traje aquí es un velero en el bosque.

¡Veleros! ¡Trajes! ¡Bodas! ¡Bosques!, ¡Blanca Nieves! Oyendo la filosófica disertación de Jácome, me pregunté si era experto en modas o había trabajado en una agencia de viajes. Para mí lo primordial era saber quién era el fulano y cómo había llegado y, ciertamente, saber qué carajos hacía en la villa.

-Ya sabemos que su “velero” no sirve en Lago Redondo, señor don Noda. Aquí tendrá que navegar en algo más cómodo. Nosotros podemos prestarle algo para pasar la noche. Ya mañana puede ponerse su esmoquin para continuar su viaje- ofrecí, más para averiguar sobre su estancia que para auxiliarlo.

Noda D’ehvay me vio con suave mirada. Pareció sonreír con los ojos y luego lo hizo con la boca. El fuereño externó por primera vez una opinión personal, y lo hizo con una moderación que parecía más bien una exposición de hechos que una petición de ayuda.

-Sé que mi presencia ha despertado curiosidad, lo cual es natural por mi atuendo. También estoy conciente de su desconcierto. Vengo solo y fuera de temporada y me aparezco sin más, sin anunciarme. Su curiosidad y su desconcierto serán satisfechos muy pronto. Tocante a la ropa, no hay problema alguno; con unas tijeras cortaré el pantalón arriba de las rodillas y las mangas de la camisa a la altura de los codos.

El tipo cerró la boca y yo abrí la mía. ¿Eso era todo? No preguntaba por un sitio dónde dormir y daba a entender que no seguiría de largo al día siguiente. Se olvidaba de explicar por qué estaba tan bonito, y tan perfecto, por qué lucía un clavel fresco y lozano en el ojal, por qué se veía como recién peinado, por qué brillaba como bola navideña y cómo le hacía para caminar sin dejar huellas, cuando calzaba no menos de 12 pulgadas. Sólo acerté a preguntar estúpidamente:

-¿Bermudas de casimir con zapatos y calcetines?

-Mi jefe me ordenó vestirme así a pesar de que ya me había puesto las sandalias para el viaje. Sin embargo, me compraré unas. Tengo algún dinero.

La tarde noche todavía era más tarde que noche cuando apareció Guillermo, el hijo de Rebeca. El chico saludó a todo el mundo y besó a su madre antes de dejar sus cosas de fin de semana sobre el mostrador. Yo lo vi llegar y lo saludé agitando mi mano. Un segundo después, mi atención estaba fija de nuevo en el del esmoquin.

La llegada de Willy no habría pasado de eso; su llegada. Había llegado antes en fines de semana, había besado a su madre, había cenado y enseguida se había retirado a la cabaña de su madre. Rebeca lo había educado para respetar el espacio de los mayores, cosa que yo agradecí sin mencionarlo. Esta vez, Guillermo no respetó nada. Después del obligado beso de bienvenida, el chico vio a Noda con curiosidad y le sonrió.

-¿Cuál es su nombre, jovencito?- preguntó el trajeado, con tono de maestro de parvulitos.

-Guillermo, señor- fue la respuesta, empalagosa a mis oídos, por supuesto. La sonrisa de mi futura prometida iluminaba la escena con alarmante satisfacción.

Además de la novia, me quiere escamotear al entenado, pensé, cavilando en que el vejigo nunca me había dedicado un “señor” ni de rebote.

Pensaba yo en el fatídico “señor”, cuando el Sin Arrugas replicó:

-Me honra el señor como muestra de respeto. Sin embargo, es un adjetivo que la gente debiera ganarse primero. Gracias, Guillermo.

Parpadeé en un mar de confusión. Sin proponérselo, el fuereño había aplicado un pedradón en mi autoestima con su observación. Me sentí despreciable y chiquito.

Fue tal la empatía entre chico y visitante, que fue éste último el que le pidió al primero que se retirara.

-Podríamos divertirnos un poco más pero hay licor en esta mesa. ¿Nos vemos mañana?

Guillermo asintió con entusiasmo y se metió en la cabaña.

-Simpático chico- dijo D’ehvay, tan pronto como Guillermo desapareció.

-Apuesto que en este mismo instante, Willy está abriendo la ventana para que entre Pocoloco- dijo Morrison.

-Andas atrasado, Pat. En este momento, ambos están retozando en la cama- contradijo Jácome-Pocoloco se vuelve loco cuando lo ve llegar.

-Perros y niños tiene algo en común: saben cuando los quieren y cuando nomás los toleran- intercedió el visitante.

Me sentí aludido con la observación. Sin embargo, me justifiqué a mí mismo pensando en la relación del chico conmigo. Cierto, aunque no me distinguía por mis arrumacos con el perro, me sentía más cercano a Pocoloco que a Guillermo. Pero el perro ponía de su parte; el niño no. Willy era reservado en su comportamiento y yo sabía la razón: se rehusaba a compartir el cariño de su madre. Sumido en mis reflexiones escuché a Rebeca.

-Asumí que iba de paso porque no trae equipaje. ¿Cual es su destino?- preguntó mi novia.

-Por ahora, Lago Redondo. Después ya veremos- fue la respuesta.

-Eso indica que pasará la noche aquí, de acuerdo, pero… no hay hotel. Nuestros visitantes vienen por 1 día. Si se quedan 2 o más, acampan o duermen en sus trailers.

-Cualquier rincón es bueno. No lloverá ni hace frío. No hay de qué preocuparse.

-De la bolsa de mi camisa saqué un poco de hierba y me hice un cigarrillo.

-¿Quieres?- le pregunté en tono mordaz, hablándole de tú- Ayuda bastante cuando uno anda en problemas-completé.

El viajero me vio con una inocencia tal, que me sentí como un pervertidor que engancha a un niño de 12 años. No obstante, su respuesta acabó de desconcertarme.

-Déjeme probar. Ni siquiera fumo pero en mi tiempo no había de esto. Veamos.

-De esto siempre ha habido. ¿Dónde vivías tú, en una colonia menonita?

D’ehvay tomó la hierba sonriendo y enrolló un carrujo con una destreza que envidiaría Charles Manson. Lo más absurdo fue que en la primera chupada, me guiñó el ojo en franca complicidad. Aparentemente, la curiosidad que sintió en su tiempo, quedó satisfecha.

Y eso que no fuma, pensé, mientras el fuereño le daba el “golpe” al carrujo.

Morrison y Jácome se despidieron. Epax los siguió, aburrido y, al cerrar la noche, sólo quedábamos Rebeca, nuestro huésped y yo.

-Hora de cerrar, caballeros- dijo Rebeca.

Mi chica me envió un mensaje con los ojos y yo pretendí no recibirlo. El mensaje no podía ser más claro: “Ofrécele hospedaje”. Al ver que yo no agarraba la onda, ella se dejó de sutilezas.

-Ud. dormirá en una de las recámaras del Sr. Ferrer, Sr. D’ehvay. Nada de pasar la noche a la intemperie- dijo, empezando a recoger vasos y ceniceros.

-¿En mi casa?- pregunté, viendo a mi novia como si estuviera pidiéndome el divorcio.

-O aquí. Sugerí la tuya porque viven puros hombres y te sobra espacio. Además, podrías cobrarle alquiler, si te place- me espetó, regañándome abiertamente.

Puse cara de “mariguano” y la miré entre suplicante y adolorido. Yo esperaba que el “Cara de Niño” durmiera cobijado por la Vía Láctea como cualquier vaquero tercermundista. Pero no; gracias a mi amor casi platónico, el forastero dormiría calientito, metido en uno de mis piyamas. Cualquier cosa, mejor que dejar al fuereño en casa de Rebeca. Levanté las cejas mientras me empinaba la botella.

-Andando, Nodita. Ya “oyites”- dije, dando tumbos mientras caminaba hacia la puerta.

Mi incómodo invitado pagó su cuenta, dio las gracias y salió detrás de mí. Afuera, D’ehvay se puso a ver el vehículo con arrobo. El forastero adelantó unos pasos y pasó la palma de la mano sobre el guardabarros.

-¿Te gusta?- pregunté, desconcertado ante tal despliegue de admiración.

-Es increíble lo que puede hacer una criatura tan primitiva como el hombre- contestó Noda, sin decidirse a entrar.

-Vamos, Noda. Se hace tarde y tienes que hacer la meme- dije.

Noda se acercó y trató de abrir jalando la puerta del Jeep. Yo me acerqué y jalé la manija.

-No sé por qué no hacen las cosas siguiendo un patrón. Este se abre diferente de aquel y aquél es diferente de cualquier otro de otra marca- dijo a modo de explicación el espigado individuo.

Hay que ser muy primitivo para necesitar que te ayuden a abrir una puerta, pensé, satisfecho de la torpeza mostrada por mi “pegoste”.

Nada más poner mi pasajero el trasero sobre el asiento, arranqué el Jeep y subimos la colina haciendo eses y ochos sobre la carretera casi recta. Mi invitado viajaba muy derecho; exageradamente derecho, diría yo. El tipo escasamente se balanceaba en las curvas. En mi borrachera, tomé muy a pecho que el tipo no se incomodara.

Parece que lo pegaron en el asiento, pensé, tratando de “despegarlo” con un súbito giro del volante.

Noda ni siquiera levantó las manos posadas en sus rodillas. De hecho, parecía no notar mis descorteces arranques.

-¡Guarda la pistola, Pax! ¡Somos Doble Cero y yo!- grité al entrar a la casa, nada más para impresionar a mi invitado.

En la recámara vacía revolví una gaveta hasta sacar un piyama del armario y lo puse sobre la cama. Al pie del mueble quedó un reguero de trapos en desorden.

-Te quedará como de manga corta pero al menos cubrirá tus intimidades- dije, y salí de la habitación.

Regresé sobre mis pasos y me dirigí a la puerta de salida. Al pasar, vi a mi piloto roncando con la boca abierta. Subí al Jeep, di vuelta a la llave y el sufrido vehículo bajó igual que como había subido. Al lado del restaurante frené con una nube de polvo frente a la ventana de Rebeca. Pocoloco ladró con desgano desde adentro. Rebeca abrió la ventana exigiendo silencio.

-Vas a despertar a Guillermo- protestó

- El otro “nene” ya se durmió. Ahora dime qué piensas- pedí, sin prestar atención a la súplica.

-Sujeto raro, es cierto. Parece venir de un coctel y brilla como riel, pero no me merece mayor análisis Y bueno, se baña 2 veces al día y trae su pañuelito para sacudirse el polvo. Creo que has sobre reaccionado. De él podrías aprender a bañarte a diario.

-No hay modo. A mí me pasa lo contrario con el agua; se me arruga el pellejo.

Rebeca podía tener razón tocante al pañuelito. Podía no darle tampoco importancia a la falta de huellas y al hecho de aparecer sin compañía. Pero para mi naturaleza inquisitiva y metiche, esto último por sí solo era inquietante, sin contar la apariencia física del individuo. Era como si Noda D’ehvay hubiera cuidado hasta el último detalle para generar misterio. Para mí, hubiera sido más creíble oírlo decir: “Acabo de salir de un sombrero de copa”, que pensar que había barrido sus huellas con su pañuelito. Las cosas escondidas detrás, que no quise discutir con mi novia, me perturbaban sobremanera pero decidí guardar silencio.

Si le sigo poniendo peros a este macaco, va a pensar que estoy celoso, pensé de Rebeca y di por finalizado el episodio.

La mañana siguiente, el “Sin Arrugas” salió de la recámara totalmente transformado. El fino pantalón había sido cortado a medio muslo, la camisa había sido emparejada en la parte baja de los faldones y las mangas habían sido recortadas arriba de los codos. El tipo lucía resplandeciente y caminaba descalzo. El pelo le caía sobre los hombros, impecable, partido a la mitad, cual si hubiera sido cuidadosamente peinado.

Epax salió de su cuarto, bostezando. El contraste del lagañoso piloto con el invitado era apabullante. No pude menos que admitir que yo seguramente no lucía mejor que el gringo.

-Dile a Concha que agregue un plato- le pedí a Epax y éste se metió en la cocinita.

-Un par de huaraches te vendrían bien con esa ropa- dije enseguida, viendo los pies de D’ehvay.

Mi huésped bajó la vista y se vio los pies, levantando ambos dedos gordos.

-Hace siglos que mis pies no ven la luz- dijo Noda, mirando la sonrosada piel.

-De todos modos no tengo nada. Calzas demasiado grande- observé, señalando una silla.

Mi huésped se sentó y yo y Epax le seguimos.

“Brilla como riel”, recordé las palabras de Rebeca y me sentí incómodo. Yo, que a propósito mostraba mi despreocupación por el aspecto físico, estaba incómodo ante el extraño. Interiormente hacía una comparación personal en la cual yo perdía y eso me molestaba. Era como si la perfección de él me mostrara mis defectos.

Al demonio con este planchadito. Ni que planeara proponerle matrimonio, pensé, cuando Concha apareció con los platillos.

Gruñía interiormente por el exceso de pensamientos que me surgían en relación al invitado, cuando vi la cara de Conchita, la chica que venía 1 vez por semana a atender la casa. La boca de la muchacha era un perfecto cero y no pestañeaba, la vista fija en D’ehvay.

Tiene pegue, torné a pensar, muy a mi pesar. Frente a mí, Noda sonreía a la chica con simpatía. En la cara del hombre no parecía haber conciencia de la admiración que provocaba. Conchita procedió a colocar los platos empezando por nuestro huésped. Yo me pregunté interiormente si el orden para servir escogido por la muchacha se debía a la deferencia propia hacia un invitado o a una razón menos diplomática.

Nunca antes había analizado el comportamiento de Concepción, a pesar de haber tenido infinidad de huéspedes desmañanados y también desmañanadas anteriormente. Me pregunté si mi análisis tendría que ver con “tener pegue” con Rebeca.

El desayuno transcurrió normalmente, si normal significa comer con la velocidad con que el piloto y yo lo hicimos. Fue casi embarazoso ver frente a nosotros a Noda D’ehvay llegando a la mitad de sus huevos revueltos cuando nosotros ya erutábamos la comida.

-Vamos al Embarcadero. Ahí tienen huaraches y sandalias para canguros y cualquier cosa que camine en 2 patas- dije, cuando Noda terminó de comer.

Metí el embrague del Jeep y arranqué decidido a hacer que mi pasajero perdiera la compostura.

-¿Te gusta la velocidad?- pregunté, acelerando cuesta abajo.

Supongo que le gustaba porque no le despeiné ni una pestaña.

Llegamos al Embarcadero y, como en el Café de Rebeca, Noda se vio rodeado de curiosos. Aunque tal expectación la justificaban los enormes pies descalzos, el pantalón del esmoquin, ahora de “manga corta” y la camisa de cuello formal adaptada para la vida al aire libre, el aspecto de mi compañero, en sí, no era razón suficiente para tal alboroto. Yo, alguna vez, habiendo perdido mis ropas en una recámara ajena, atravesé el Embarcadero envuelto en una sábana. Fuera de que una garganta escondida gritó: ¡Mahatma! un par de veces, no conseguí más público que un par de chiquillos y los ladridos de un perro escandaloso correteándome.

Noda se calzó unos enormes huaraches de cuero trenzado y, después de estrechar manos de todos los tamaños, se emparejó conmigo caminando rumbo al jeep. Antes de llegar se detuvo y dijo hablándome de tú por primera vez:

-Rebeca es una mujer extraordinaria. Debes hacer todo lo posible para no perderla.

La observación me cogió desprevenido. El tipo no estaba autorizado para opinar sobre Rebeca cuando tenía unas horas de conocerla y cuando mucho 120 minutos de trato. Por lo demás, “hacer todo lo posible para no perderla” era una oración totalmente fuera de lugar.

-Rebeca no es de mi propiedad, así que no puedo perderla- repliqué, después de cavilar unos segundos sobre el consejo.

-Quizá sea la única posesión valiosa que tienes, Ratán. Ya te darás cuenta.

Por primera vez presté oídos a las palabras del recién llegado. Por primera vez, mi respuesta no salió envuelta en una condescendencia superior. El comentario de D’ëhvay a mi respuesta me forzó a reflexionar. La forma tan abierta de pronunciar mi nombre, con el timbre sereno del respeto y la calidez familiar del tú, luchaban ahora con mi obcecada intención de averiguar quien era mi interlocutor. Pero más allá de atenuar mis detectivescas intenciones, sentí una racionalidad difícil de explicar en sus palabras. Semejante juicio relativo a mis riquezas era incomprensible en los labios de quien lo externaba, pero había tocado algo en lo profundo de mi ser. Si alguien me hubiera preguntado si sería capaz de renunciar a mis riquezas por Rebeca ¿Cuál hubiera sido mi respuesta? ¡Claro que no!, hubiera contestado… hasta este momento.

Había una amalgama de razones para “parar oreja”: yo estaba recibiendo un consejo de alguien que no me conocía; Rebeca, de la noche a la mañana, literalmente, estaba siendo calificada positivamente por el mismo individuo; yo me estaba cansando de acosarlo sin éxito a él y, finalmente, el consejo del portador, en sí, sonaba contradictorio a mis oídos. El mismo tipo que había visto la noche anterior como una amenaza a mi relación con Rebeca, al día siguiente llegaba con el arco y la flecha de Cupido. Con todo, protesté:

¿Qué te autoriza a tasar mis posesiones? ¿Dormiste en mi casa porque no tienes dónde y ahora te eriges en juez de mi vida íntima? Si asumes que yo y Rebeca hacemos vida marital, estás equivocado.

-Eventualmente, casados o no, compartirán un lecho. Mientras tanto, vas a necesitar un pararrayos. Vienen tiempos borrascosos.

Dijo la sentenciosa observación sacudiendo una molesta piedrecilla del huarache. Yo sacudí la cabeza viéndolo ensimismado en su tarea.

Vámonos- dije, por toda respuesta.

-Iré más tarde. No me perdería el caldo de albóndigas por nada de este mundo- dijo, echando a andar en sentido opuesto a mi destino.

A punto estaba de echar a andar el vehículo, cuando escuché la voz del larguirucho:

-Está escrito que Rebeca es tuya. No prestes atención a forasteros como yo.

Como si hubiera muchos forasteros como tú, pensé y encendí el jeep. El motor arrancó pero no aceleré. De súbito una pregunta afloró a mi mente:

-¿Por qué asumes que voy al merendero?

-¿Y no es así acaso?

Noda se alejó sin prisas. Iba rumbo a El Círculo, una ladera con una espesa arboleda al pie de un barranco.

Irá a hacer o su pipí o su cacá, pensé, sin darle mayor importancia al episodio. En el camino, sin embargo, cavilé en las palabras de mi inesperado huésped. El corto viaje al Embarcadero había sido una experiencia interesante, a pesar de que no había sucedido nada anormal o sobresaliente: el James Bond de la noche anterior, por la mañana había decidido convertirse en Nostradamus o en alguna especie de mi abuela acongojada por mi futuro inmediato. Pero por encima de lo absurdo de lo hablado, yo no podía negarle crédito a su poder de deducción: había acertado sobre mis planes de ir al merendero y, lo más extraño, no se quería perder el caldo de albóndigas “por nada del mundo”. Deducir que iría al merendero no tenía mayor mérito; cualquiera podía deducir que yo necesitaba la presencia de mi chica como el diablo su tridente pero, ¿cómo rayos había adivinado la especial del día en el restaurante?

Seguramente lo comentaron cuando yo salí del merendero, deduje por mi cuenta, haciéndole a mi vez al Nostradamus. ¡Si él podía adivinar, yo también!

Un mes de 20 siglos

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