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CAPÍTULO II

La “Tía” Rebeca

Mi nombre es Ratán Ferrer. Soy un ingeniero civil nacido en El Chinchorro (¿“chinchorro” en medio del desierto?), un oscuro caserío perdido entre Coahuila y Durango en la República Mexicana. Tengo residencia legal en Estados Unidos y a eso le debo lo que tengo y cómo vivo. Porque quiso el destino que en un proyecto carretero tejano tropezara con una mina. El “tropezón”, que por fortuna sucedió en territorio gringo (en mi país me la hubieran quitado los pinches políticos), no sólo me retiró parcialmente de la profesión sino que me llenó de plata los bolsillos.

La mina me forró de plata pero mis padres ya habían forrado mi cerebro en oro desde que vi la luz primera. Un padre al que le decían el “alquimista frustrado”, un tanto por sus experimentos en la industria farmacéutica y otro tanto por su incapacidad para hacer dinero, me hizo ingeniero a “huevo”, como dicen en México.

Les tengo aversión a los escritorios y a las paredes. De modo que escoger ingeniería civil en vez de arquitectura no fue una decisión

fortuita. Hacer caminos, puentes o presas me mantendría a cielo abierto y me permitiría llevar una vida más o menos errante, lo cual era, a fin de cuentas, lo que me atraía. A regañadientes acepté algunos trabajos mientras estudiaba lo que era mi pasión: la arqueología. Entre cruda y cruda estudié todo lo referente a esqueletos, fósiles, jeroglíficos, momias, y excavaciones, pero como era de esperarse, nunca terminé la carrera.

Para cuando encontré la mina (¡gracias, geología!), yo ya era un multi talento especializado en todo a medias. Sabía un poco de hacer hoyos en busca de vasijas, podía manipular con ácidos, venenos o antídotos y también podía hacer un puente colgante, siempre y cuando no me pidieran garantía de duración.

Cuando mi viejo se marchó de este mundo recostado cómodamente en un confortable cajón pero con la billetera vacía, concluí que, llegado el momento, yo, igual que él, tampoco dejaría nada. Un malandrín descendiente mío, no disfrutaría un quinto de mis “fierros” tan solo por llevar mi apellido. ¡Qué diablos!; yo no heredé una méndiga peseta pero el título profesional me ayudó a encontrar la mina. Soy un heredero “self made”, como dicen los güeros. Si por una jugada del destino llego a afinar la puntería lo suficiente como para dejar descendencia, el aspirante a heredero deberá leer un manual que titularé: “Como encontrar una mina”.

Joven, más o menos bonito, podrido en dinero y con la firme convicción de no dejarle nada a ningún hijo mío vividor, llegué a la conclusión de que si realmente no quería dejar nada, tendría que darme prisa en gastar lo que tenía y lo gasté a lo grande.

Por un tiempo me dediqué a viajar arrastrando un costal de dólares hasta que una bala forrada en alcohol me mandó al hospital en Tampico Tamaulipas. Por esas coincidencias que se dan en tipos como yo, el doctor que me atendió tenía su clínica frente a la cantina donde me faltaron al respeto (de hecho, algunos parroquianos cruzaron la calle cargándome de “aguilita”). El cantinero del tugurio me vio salir de la clínica “Oceánica” el día que me soltaron y me abordó haciendo caravanas. Al parecer, el tipo nunca había visto un zafarrancho como el que me encamó por 15 días. El efusivo saludo fue el eslabón que me conectó con el dueño del antro y, como resultado, terminé comprando la cantina.

Hacerme cantinero en Tampico fue un primer paso para anclar. La ciudad me gustó y las chicas locales me animaron a establecerme formalmente. Abrí una oficina en los altos de la cantina y me convertí en el único ingeniero civil en el mundo, cuya actividad principal era administrar un antro. “La Almeja Cuata” que compré, cantina de reputación dudosa, se convirtió en un bar turístico llamado “El Fragor de la Batalla”, en honor a la trifulca de mi primera visita.

Pero la refriega en La Almeja Cuata fue solo una coma en el largo escrito que fue mi vida a partir de mi debut como minero. Tal vez encontrar la veta madre de “La Ratana”, como bauticé a mi principal fuente de ingresos, no haya sido lo que realmente me hizo rico, porque mucho antes de encontrar la mina, ya gastaba a manos llenas los tostones de una cebada cuenta bancaria. Sin embargo, La Ratana me convirtió en un Bruce Wayne con sombrero Stetson. No tenía batimóvil pero me mandé hacer una especie de Ratanmóvil y dediqué la mayor parte de mi tiempo libre a gritarle al mundo, especialmente a las gatubelas provincianas y otras chicas impresionables, lo bien plantado, poderoso y “gandalla” que era el Bruce Wayne tercermundista que yo era. Con La Ratana como tarjeta de presentación, brillé por espacio de 2 años con la luz que salía de mis bolsillos. Eso, hasta amanecer un día en Lago Redondo a mi estilo: crudo y listo para “seguirla”.

Tampico es el sitio ideal para una mente cochambrosa como la mía. En alguna borrachera, en algún sitio que ya se borró de mi memoria, algún borracho que tampoco recuerdo como se llamaba, me sugirió que me hiciera actor. Al tipo no lo recuerdo pero los detalles de la sugerencia están frescos. Dijo algo como “tienes la presencia y la voz” y mi ego se hinchó al grado que estuve a punto de hacerle caso.

Lo que impidió que yo me convirtiera en una caricatura de Claude Van Damme, fue que mi consejero se me declaró en la siguiente borrachera. Después de darle un puntapié en donde la espalda pierde su nombre, decidí que yo era un Robert Redford aún sin descubrir y me dediqué a medir fuerzas con cuanta chica guapa se cruzaba en mi camino.

Pero no solo me encantaba corretear tampiqueñas más o menos frescas e ingenuas, sino que Tampico se ubicaba en la costa del Golfo de México, cercano a la frontera con el estado donde tenía la mina. No obstante, estaba escrito que el hermoso puerto no sería mi lugar de residencia. Otra borrachera me envió derechito al sitio que me atraparía finalmente y, curiosamente, el cambio de domicilio empezó a operar un cambio también en mi personalidad.

Describirme a mí no vale la pena. Pero describir dónde vivo y cómo vivo sí que lo vale. Vivo en Lago Redondo de tiempo casi completo. Tengo una casa que cuenta con estacionamiento y pista de aterrizaje, un bote que parece yate, una camioneta de doble tracción y otras yerbas que me entretienen. Además, mi cuenta bancaria tiene casi tantos ceros como los que tuvo la de Howard Huges.

Mi billetera, yo sospecho, es lo que más impresiona de mí. Pero no se piense que soy un zángano con suerte; mis centavitos los hice yo; no los heredé. Mi viejo bajó al hoyo con una sonrisita de “arréglatelas como puedas” y yo entendí el mensaje perfectamente.

Lo primero que hice al decidir que Lago Redondo me merecía, fue comprarme una avioneta. El Internet ofrecía rangos de entre 30 y 80 mil dólares. Escogí una Cessna 172 Skyhawk de 1977 en forma suficientemente buena como para que me llevara y trajera sin dejarme tirado por ahí, y luego me di a la tarea de hacerme de un piloto. La idea era tener un medio de transporte rápido y confiable para atender asuntos en Tampico y trasladarme a los sitios donde se suponía que trabajaría ocasionalmente.

Comprar un aparato volador no va más allá de firmar un cheque de caja. El problema después es encontrar dónde estacionarlo. Así que, aunque mi avioneta podía aterrizar cómodamente en un estacionamiento para bicicletas, me construí una pista privada más larga que la del trasbordador en Cabo Kennedy y luego me di a la tarea de encontrar quien manejara mi juguete.

¿Cómo contratar a un piloto que no quiera exprimirte hasta el último quinto de tu bolsillo? Yo quería gastar una montaña de dinero, no regalarlo. Por increíble que parezca, tuve que viajar a un país de puros güeros si no quería enfrentarme a la enredada madeja de los sindicatos, registros legales, contratos colectivos, la mano extendida etc. etc. de mi propio país.

En las nalgas del planeta encontré a un tipo que hablaba español, inglés, francés y algo como esperanto, feligrés o no-sé-qués. Era un piloto deshabilitado del ejército gringo. Lo habían deshabilitado después de que una ráfaga de ametralladora le voló 2 dedos de la mano derecha. La Fuerza Aérea de su país alegó que no tenía suficiente capacidad de maniobra en los dedos que le quedaban, como para activar el eyector de su asiento si se veía forzado a abandonar el aparato en vuelo. Entre maldiciones, el ex piloto se defendió diciendo que con los dedos que le quedaban, podía forzar a una gallina a poner el huevo “apretándole el fundillo”.

Epax Dexter había pilotado cualquier cosa que volara: planeadores, helicópteros, aviones de hélice y de turbina y uno que otro paracaídas multicolor de esos que jalan los turistas con un mecate atado a un bote. Dijo que una vez elevó un globo aerostático soplándole el aliento alcoholizado después de una parranda de 6 días y me aseguró que un avión volaría si él le ponía la mano encima, así tuviera que elevarlo a empujones.

Mi futuro empleado me cayó bien desde el principio. Quizá era cierto que tenía un aliento como para alcoholizar a cualquier insecto volador en varios metros a la redonda, pero incluso borracho estaba más lúcido que yo y, a pesar de que estaba siendo entrevistado para hacerse cargo de una pieza de 60,000 dólares, no trató de esconder su estado de embriaguez. Discutimos los términos que no fueron muchos y le pregunté:

-Epax, ¿el nombre le trajo suerte o le ha arruinado la vida?

-El viejo me puso así para presumir su ascendencia céltica. Llámame Pax, si sientes que pronunciar mi nombre te suena como si fuera tu novio. Y háblame de tú si quieres que trabaje contigo…

-Quedas contratado, Pax- le interrumpí, renunciando a escuchar lo que seguía-. Toma las llaves y vámonos.

Mi aguerrido piloto me dejó con el brazo extendido. Sacó un manojo de llaves de su bolsillo y rodeó al inofensivo Volkswagen rentado.

-Esos chismes son peligrosos. Si chocas, se te acaba el corrido. Yo te sigo- dijo, dejándome con las llaves colgando mientras se metía en un gigantesco Lincoln Continental.

¿Por qué contratar a un piloto alcohólico para manejar un bólido que podía ser el sueño de Bill Gates? Por una razón muy simple: Epax Dexter tenía una necesidad de vivir la vida a plenitud… y yo también. Controlaba sus vicios y era un irreverente ateo… y yo también. Y, sobre todo, porque tenía la absurda convicción (al igual que yo), de que, a pesar de vivir una vida que podía acabarse en el siguiente kilómetro, viviría hasta arrugarse como una nuez marchita. El piloto era una copia al carbón de lo que yo quería ser. Era, literalmente, mi alter ego. Epax Dexter me complementaría… o me mataría.

Creo firmemente que la felicidad genuina se obtiene con la paz mental que da el dinero. Estar donde se quiere, vivir donde se escoge, disfrutar de lo que se hace y encontrar el balance en el entorno es lo que cuenta. “Ser o no ser” es algo más que nacer y crecer. A todo aquel que piensa que la fortaleza económica no es garantía de felicidad, ofrécele unos ceros adicionales en su cuenta bancaria y ve cómo reacciona. A la inversa, quítale unos ceros al riquillo del barrio y verás la diferencia. Una chequera abultada cuenta para ser feliz; ¡por supuesto que cuenta!, aunque no te lleve al ideal absoluto.

El Paraíso no existe; prueba de ello son Adán y Eva. El Paraíso lo llevamos en el bolsillo y mientras más profundo más hermoso y, la única forma de encontrarlo, es dejar de buscarlo afuera. A través de la Historia, con las altas y bajas de la humanidad, mientras más centavitos acumules más atractivo te miras.

Jesucristo acabó en la cruz porque no tuvo para pagarse un buen abogado. Porque si nos ajustamos a los hechos, el Nazareno empezó a agitar las aguas desde que expulsó a los mercaderes del templo. ¿A quién se le ocurre? “Mechingues” Pérez, el que barre el muelle del Embarcadero, jamás podría meterme al bote a mí, así como un John Smith cualquiera, no podría hacerle ni cosquillas a Donald Trump. ¿Entienden mi punto?

Con esas ideas de austeridad espiritual respaldadas por un cerro de billetes, decidí construir mi propio planeta y me compré un cerro completo para mí solito.

Lago Redondo era un aislado complejo entre rústico y elegante sin más amenidades que una tienda-correo. Ciertamente, atarantados como yo en busca de cualquier algo, no invertían en la zona para disfrutar de una tienda-correo. Era lo que se disfruta gratis: la laguna, las montañas y la belleza natural lo que atraía.

El Café de Rebeca, único restaurante con menú formal y una gran enramada con una tarima de madera techada para organizar tardeadas era el punto de reunión “social”.

El alejado balneario me “enganchó” por su ambivalencia: Por un lado, una villa de pescadores que te hacían un trabajo manual a bajo costo o te servían un cebiche o una cerveza helada bajo una palapa y, por el otro, un reducido grupo de holgazanes podridos en dinero como yo, rascándose el ombligo 14 horas diarias sin más interrupción que el graznido de un gavilán de día o el “soplido” de un tecolote trasnochado a media noche.

El Embarcadero, ubicado a menos de 1 kilómetro del Café de Rebeca, era el sitio “elegante” del balneario. Pero su elegancia no se debía a los lujos de un emporio turístico sino a las facilidades que lo rodeaban. Aparte de un salón con escenario y comedor para eventos especiales, a él llegaba un lanchón de medio tonelaje cargado con lo que necesitaban tipos remilgosos como nosotros. Samuel Espíndola descargaba del pequeño buque desde un manual para enseñar a decir groserías a un perico, hasta material de construcción a la orden como para construir un castillo medieval. Eso, aparte de surtir pedidos personales más “íntimos”. Gracias al “Albatros”, como se llamaba el lanchón, lo único que escaseaba en Lago Redondo, era la escasez.

La vida en el reducto era tan pacífica como el bostezo de un perro en una tarde de verano y, al mismo tiempo, tan agitada, como la horda de vacacionistas que invadían el lugar en fechas tan específicas como Semana Santa o el Día del Marino. Fue pues aquí donde compré mi cerro privado 2 años atrás, a raíz de un encuentro fortuito.

La primera vez que vi a Pat Morrison fue cuando compré el Cessna. Mi futuro vecino estaba presente cuando cerré el trato. Él, a su vez, había acompañado al lugar a un magnate en la búsqueda de un aeroplano a precio “módico”. Después del encuentro en el pequeño aeropuerto donde solían hacer este tipo de ventas, el potencial comprador de aviones y Morrison me invitaron a tomar “un trago”. 6 horas después y habiendo agotado la existencia de licor en la cantina, los 3 nos subimos en un potente Range Rover y, después de un viaje de 80 kilómetros, amanecí atravesado en un gigantesco sofá. Habíamos llegado de noche y de noche me pasó el paisaje. Al día siguiente, lo primero que vi a través de mi ventana, fue una colina con una especie de mini fortaleza en la cumbre.

-¿Dónde estamos?- pregunté, frotándome las sienes.

-En Lago Redondo, un mini balneario, refugio de jubilados y turistas de ocasión.

Salimos al porche. Morrison puso una cerveza en mis manos y el líquido desapareció en una fracción de segundo. Poco faltó para que me brotara vapor al contacto con el líquido. Así de seco estaba mi organismo.

Miré a mí alrededor y el panorama que llenó mis pupilas no encajaba en mi estilo de vida. En el lugar faltaba el bullicio de la existencia como yo la entendía. El ruido “normal” de la gran ciudad estaba ausente. Solo se oía el soplar del viento entre los árboles y el gorjeo de algunos pájaros en algún rincón entre el follaje.

Busqué con la vista algún edificio que descollara en las inmediaciones. Aparte de un puñado de casas con tarimas de madera y chimeneas… nada. Solo piedrotas redondas entre árboles, cocoteros, agua, nubes, cielo y bichos voladores o rastreros. Lago Redondo correspondía a la descripción que había hecho mi anfitrión.

-Aquí no hay nada, Pat- protesté, asiendo otra botella sudorosa.

-No, no hay nada y así lo queremos- dijo el norteamericano, enfático.

En efecto, no había nada. A Lago Redondo se llegaba por un camino asfaltado que se desprendía culebreando de la supercarretera, a 2 o 3 millas de distancia al noreste. La cinta, después de tocar el Embarcadero, atravesaba una aldea de 5 o 6 casas y el restaurante descrito arriba y salía por el otro extremo rumbo al sur. El Café de Rebeca tenía un letrero con su nombre en letras verdes y se ubicaba en las orillas de la masa de agua que la daba vida al sitio.

Entre el restaurante y el lago se apreciaba una tarima con techo de vigas y sin paredes y, en el extremo opuesto, una cabaña que parecía ser prolongación del restaurante.

Lago Redondo era de una belleza natural innegable. El lago y los grandes pinos brindaban sombra y frescura y, en la distancia, a lo lejos, se podía ver el muelle del Embarcadero entrando en las aguas. Alrededor del muelle se podían ver botes deportivos, un velero y cierto movimiento; gente saliendo y entrando a una gran construcción de madera y techos inclinados.

Las construcciones que nos rodeaban eran, ciertamente, de gente adinerada pero, a mis ojos, Lago Redondo no era más que un lugar ideal para curarse la resaca o para un fin de semana con alguien de pelo largo y nalgas redondas.

-Allá parece haber vida- dije ese día, señalando hacia el edificio al lado del muelle.

-Es el Embarcadero. Aparte de lo que trae la carretera, por allí nos llega todo lo que necesitamos. Es decir, lo que ordenamos a domicilio.

-No te entiendo.

-La carretera trae el surtido del almacén, el edificio que ves en el muelle y un lanchón nos provee de lo que ordenamos: licor, tal o cual disco o perfume, anzuelos, unos gramos de mota etc. Es como si el lanchón nos proveyera la diversión y la carretera lo más decente- explicó Morrison.

La descripción del balneario, oída por primera vez, no me entusiasmó en lo más mínimo. En las condiciones en que estaba, no me hubiera entusiasmado aunque mi anfitrión me hubiera puesto una fila de “nativas” bailando el hula hula.

-Está muy bonito tu retiro para viejitos, Pat. Pero ya comienzo a aburrirme. Esto está más solo que un gimnasio para jubilados… no agraviando.

Con el aburrimiento anunciado asomando a mi hiperactiva humanidad, mis ojos subieron por la colina que había divisado y pregunté, antes de darle “mate” a mi segunda botella:

-¿Qué es aquello? Parece “Fort Apache”.

-Era una prisión. La desecharon cuando construyeron otra en Campanares- explicó Morrison.

Con la imagen de la abandonada cárcel metida en una cabeza que protestaba por los excesos de la noche anterior, los 3 nos trasladamos al “Café de Rebeca” Ahí, entre espuma de cerveza y chocar de cubos de hielo desterramos el malestar de la resaca.

Fue entonces que la vi y fue entonces que se me ocurrió comprar el cerro con todo y cárcel.

Rebeca era morena y su figura reunía los elementos que necesita una mujer si quiere poner de cabeza al más flemático de los feos. Sus ojos, tan negros como el plumaje de un cuervo, tenían un brillo que nunca disminuía. Era sensual y apacible y sus cejas, curvadas hacia abajo en los parietales, le daban un aire de eterna melancolía. Tenía, más allá de aquel fino arco nostálgico, una personalidad que invitaba a interesarse en hacer algo por ella. Era Rebeca Rosales, una auténtica invitación a la caricia protectora.

-¿Quién es?- le había preguntado a Pat, vivamente impresionado.

-Es la dueña de este lugar. Quedó viuda y decidió conservar el merendero al morir el marido, por lo cual le damos las gracias. Si te gusta, piénsalo; tiene un hijo de 12 años.

-Un futuro analfabeta. No veo una escuela por aquí- apunté.

-El chico va a la escuela en La Alameda. Ahí vive con sus abuelos políticos. Ah, pero a veces recorre los 10 kilómetros en su bicicleta entre semana y, de seguro, lo tenemos aquí sábados y domingos.

No contesté de inmediato pero cerro y merendero tomaron posesión de mis pensamientos. Un “vejigo” atravesado no sería difícil de neutralizar, pensé, viendo a Rebeca con los ojos con que un agiotista vería mis billetes.

¿Has oído, amable lector, el dicho que dice: “Jala más un par de…ojos femeninos que una yunta de bueyes? Rebeca tenía un par que jalaba más que el hato entero.

-¿Dónde están las putas?- pregunté, asumiendo que el tal café era un lupanar disfrazado.

-Aquí no hay putas, Ratán. Si las quieres, tienes que ir a Campanares. Y si te encuentras una, llévatela a tu casa. Si la traes aquí, Rebeca la sacará a escobazos.

No quedé muy convencido con la descripción de Pat. La mesa estaba llena de botellas vacías y, a lo largo y ancho del país, donde había botellas vacías, yo había encontrado putas.

-Si te invitamos alguno de nosotros, aquí te puedes poner hasta las “trancas”. Pero si vienes sólo y mal acompañado, Rebeca te pone un límite y nosotros la respaldamos. Rebeca es como la tía de todos nosotros.

-¿Quiénes son nosotros?

-Jácome Strauss, el viejo Cesáreo, Roque Mendieta y yo. Hay otras personas que tienen casa aquí pero vienen ocasionalmente. Esas no cuentan como “sobrinos” de rebeca.

A esa primera visita siguieron otras tantas hasta que un día me aparecí con la “Gioconda” Gaxiola, la puta más apetecible de Campanares. Rebeca no tardó en confirmar lo dicho por Morrison. Fuimos atendidos como cualquier cliente de paso pero tan pronto como empezamos con nuestros arrumacos, nos puso como lodo enzacatado. “¡A resollar gordo en el hotel o en el monte!”, había gritado y tuvimos que salir por piernas.

Yo aprendo rápido las lecciones que da la vida… cuando me conviene. Después de la correteada con escoba de Rebeca, la Gioconda Gaxiola se puso cara y yo decidí no tener más conflictos con la dueña del merendero. Simplemente me comporté como un acólito en su primera comunión y me uní al escuadrón de apoyo en defensa de la “tía” Rebeca.

Empecé a pasar lista de presente cada que tenía oportunidad y, si no la tenía, me la inventaba. Por coincidencia, entre comillas, siempre aterrizaba por el balneario cuando el chico de Rebeca estaba ausente. Con todo, coincidí con él en un par de ocasiones y mas tarde decidí que no era tan malo descolgarme inclusive los fines de semana. Era, incluso, menos malo cuando llegaban los bikinis a retozar en las lanchas. Era un deleite ver a las chicas practicando el gracioso ritual de despojarse de la parte superior para tenderse boca abajo en los reclinables de la orilla. Y lo era todavía más cuando lo hacían deliberadamente en mis narices. Casi hice un segmento obligado de mis viajes el corretear bikinis retozones que casi de rigor, se dejaban alcanzar.

Un día de tantos, al regresar de un viaje de pesca, una idea empezó a germinar en mi cerebro. ¿Qué tal si abría una oficina en Campanares y trasladaba mis tilichis a Lago Redondo? Después de todo, empezaba a pasar más tiempo en el balneario que en mi lugar de trabajo. Además, solo trabajaba cuando algún proyecto me gustaba.

-¿Qué piensan hacer con las instalaciones en el cerro?- la pregunté a Pat Morrison, viendo hacia la construcción abandonada.

-No sé; parece que demolerán para no sé qué proyecto. En realidad no le veo futuro a ningún proyecto.

Quizá Morrison no le veía futuro pero yo sí: ¡el mío!

Puse en venta “El Fragor”, como dieron los borrachos en nombrar a mi cantina, amontoné los telebrejos de trabajo propios de un ingeniero y los apilé en mi nueva oficina en Campanares. En ese momento, Tampico Tamaulipas pasó a ser historia. Un par de meses y otros tantos sobornos más tarde, la colina en Lago Redondo era mía y de inmediato convertí la cárcel en lo más parecido al Taj Mahal.

La prisión clausurada contaba con 6 celdas en hilera a las que les quité 3 paredes y quedaron 3 huecos pelones llenos de dibujos lujuriosos y palabrotas alusivas. Después de tapar los hoyos que usaban los presos como retretes, aproveché la tubería ya instalada para dotar de un baño a cada uno de los 3 dormitorios. Luego que vacié galones de pintura para eliminar el “arte” carcelario, llené los 3 huecos con 3 camas y mobiliario adicional y completé la transformación colgando otros tantos adornos en techos y paredes.

Casi simultáneamente, hice polvo el muro que separaba la oficina de los 2 separos (cuartos para retener presos no consignados) y el espacio creado me dio para cocina, sala y un comedorcito. Agregué un cuarto con media pared de cristal con vista al lago y ahí instalé una oficina-estudio. Eso hubiera sido suficiente para un despistado millonario como yo, pero tenía espacio suficiente como para acomodar el estadio de los Yanquis, así que atrás de la vivienda hice un hangar para mi cigarrón. Con mi teodolito y otras maravillas de la ingeniería abrí un tajo en línea recta rumbo al este, para que Epax pudiera echar a volar el aparato y, acto seguido, frente a la casa construí un “tobogán” pavimentado que me bajaba del cerro todos los días hasta el Café de Rebeca.

A pesar de la vista de un millón de dólares que saltaba a mis ojos cada que veía por mi ventana, mis ojos siempre apuntaban primero al merendero.

Rebeca vivía en la casita adjunta al restaurante. La casa tenía una puerta que comunicaba interiormente con la cocina, de modo que la dueña no tenía que abrir su local desde afuera. Lo hacía desde adentro y tan pronto como yo la veía, bajaba el cerro a trompicones.

Pasaba por aquí, le decía, a veces quitándole la escoba. Ella me veía con ojos de “dame mi escoba y regrésate a tu cerro”, pero finalmente entrábamos juntos derecho a la cafetera.

Yo no estoy tan olvidado de Dios como para batallar cuando “tiro el anzuelo”. Generalmente alguna pieza de buen ver “pica”, quizá por el brillo de mi cartera o porque cuando sonrío, se me hacen hoyitos entre los dedos de los pies. Pero para mi desconsuelo, la pieza que más deseaba no se impresionó con nada. Rebeca me veía con ojos de brillo esperanzador pero sus manos se manejaban para mantenerme a raya. No sé si fue por eso o hubiera sentido lo mismo de haber terminado horizontales la primera noche. El caso es que mi estadía en Lago Redondo se convirtió en un cortejo juvenil interminable para mí. Un cortejo que me abrió un panorama diferente en la perspectiva de mi vida. Yo aprendí a amar ese devaneo; ese estira y afloja entre besos y miradas tiernas. Para cuando terminé de remodelar mi cerro, mis labios no se habían posado aún más abajo del cuello de mi novia. La dueña del Café de Rebeca pues, era una de las razones, la principal, de mi estancia en la pequeña villa turística.

-Hablaremos en serio cuando te canses de corretear vacacionistas- me dijo Rebeca un día en que me mostré especialmente insistente.

Pero si ya voy en tercera. Imposible frenar ahora, refunfuñé para mí, mientras mi presa se alejaba. Rebeca. ¡Ah, Rebeca!, algún día cercano la vería despertar en mi cama, desperezándose con su cabellera en desorden. Ese fue mi pensamiento un día en que me envió un beso y desapareció detrás de su puerta. En esas andaba cuando apareció el pinche esmoquin.

Un mes de 20 siglos

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