Читать книгу Azul profundo - Raúl Ariel Victoriano - Страница 7

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Cuando internaron por última vez a la madre de Julieta, alguien de la familia aventuró un dictamen improvisado acerca de la evidente similitud de carácter entre ambas: la mirada hacia la nada, la tendencia a la soledad, la reducción de atenciones al propio cuerpo llevadas al límite de lo esencial, por ejemplo, el aseo cotidiano. A los oídos de pocos o de casi nadie llegó ese comentario y es seguro que la misma Julieta no olvidó jamás el sonido de las palabras humillantes en el aire de la mañana clara.

Comenzó, con la rutina de cortarse, a escondidas y en el baño. En ocasiones, ese acto privado caía en el olvido y ella descubría con sorpresa las heridas que no podría justificar si su hermana la veía desnuda. Rasgaba líneas en su piel a la altura de las axilas, al inicio de la curvatura de los senos. Al terminar se ponía en cuclillas y con un paño húmedo borraba, primero las salpicaduras en la tabla del inodoro, y luego los trazos de sangre dibujados con los dedos sobre el vidrio del botiquín. Por la noche, al recordar el denigrante rito de los tajos, las lágrimas le caían por el cuello hasta mojarle el corpiño.

Los días de Julieta flotaban.

Al fregar las baldosas, al vigilar la cocción de las verduras, al repasar las tareas de la facultad, inevitablemente los pensamientos rotaban en un torbellino empecinado en conducirla a la evaporación de la memoria.

Lamentaba barrer el dormitorio. En una ocasión, sin dejar de sostener el vaivén del palo de la escoba, desvió la mirada al cruzar por delante de la fotografía de una mamá con el bebé en brazos. Le costó recordarse a sí misma como esa beba feliz. Con tenacidad, el retrato triplicó su peso en el soporte, las maderas del mueble de roble se combaron, una de las patas vencidas se hincó en el piso y el aserrín de los años cayó en las rendijas de los cajones.

El espíritu de su madre aún vagaba por la habitación, en los aromas de los frascos de perfumes a medio usar, en los estuches de la cómoda, en el aire tembloroso de recuerdos. Julieta no se animaba a revolver. Pero atraída por lo extraño, ese día perdió el temor de abrir el ropero y en un impulso irracional se adueñó de la blusa de su madre —se podría decir que tuvo la sensación de cometer nada menos que un robo— y mantuvo la prenda escondida durante una semana debajo de la almohada y envuelta en una funda blanca.

Sintió algo turbador en la posesión; la conmovió el roce áspero al deslizar la mejilla contra los bordados verdes del escote; se deslumbró al ver de cerca los pétalos de las flores amarillas estampadas en la tela; percibió un detalle raro o alguna señal irreconocible, misteriosa. Estas sensaciones, quien sabe por qué, la llevaron a pensar en la internación de su madre en el psiquiátrico, en los motivos del horrendo disimulo con el cual su padre evitaba echar luz acerca del asunto.

A solas en la casa, Julieta vio las aureolas del tiempo en las vigas del techo y prefirió salir. El terreno en el cual se alzaba la vivienda era largo y el fondo daba al río. Aspiró con alivio. Al llegar allí recibió con extremo agrado el golpe de los colores de la claridad otoñal, escuchó con atención el chapoteo en los pilotes del muelle y se afligió por la brisa atascada en las copas de los árboles, en la pena de la enramada susurrante.

Observó su imagen en el agua y lo que el río le devolvió fue la forma del rostro, un rostro de rasgos agudos y labios afinados. Le habló al río y de la superficie plana regresó una voz cascada, una voz de nueces golpeándose entre sí dentro de una canasta, o de hojas crujiendo. Fue un diálogo incierto. La voz retornó desde el espejo líquido a ofrecerle una caricia marchita con la humedad del aliento.

Llevaba puesta la blusa «robada». Con la vista inmóvil en la postura incómoda de los brazos en ángulo recto vio arrugas en la zona de los codos —plegados por debajo de la tela—, reparó en las mangas tapando las muñecas y entonces pensó en cintas de raso, en hilvanes y costuras, pues el talle era demasiado holgado. Lo sabía desde antes de fijar la atención en la blusa ajena, la blusa de su madre, y lo corroboró en la floja imagen reflejada en el río. Y se irritó. Imaginó troncos muertos y a pesar del desaliento desplegó una defensa de murallas silenciosas y no pudo detener la furia del arrebato interno.

Por eso tiró con disgusto piedras al agua.

Y después, una vez sosegado el movimiento, bajo la melancólica inclinación de los rayos del sol, en la superficie plateada se compuso la armonía de su propia figura de huesos magros, esa que la hacía asemejarse a ella, a su madre, tan menuda, tan distante, tan loca.

Julieta se puso seria.

Sin separarse mucho de la orilla se tumbó boca arriba en la hierba, a pensar en lo interminable de ese día, si alguien no la llamaba desde la puerta trasera de la casa para darle un abrazo.

No bien se casó, su hermana se fue a vivir a un pueblo del sur del país, pegado a la cordillera. Quizás la distancia influyó y el vínculo se redujo al mínimo: ella, desde tan lejos, demostraba poco interés por los asuntos de la familia y dejaba pasar, sin preocuparse, períodos demasiado prolongados entre contacto y contacto.

Mientras tanto, con trabajo a doble jornada a fin de solventar los gastos, la hosquedad del padre crecía. En la frente se le notaba la oscuridad de una tormenta. Atribulado y débil de espíritu, llegaba tarde al hogar y prestaba poca atención a la hija. Comía apurado y luego se retiraba al dormitorio.

Al estar siempre ocupado, las ausencias se extendían, se alargaban, deambulando de residencia en residencia, de médico en médico, y, además, su ánimo mermaba ante la creciente virulencia de la enfermedad de su esposa. En una oportunidad ella se escapó del instituto en donde permanecía internada y debieron recurrir a la policía para encontrarla.

El estado emocional del padre era una luz cansada, un lugar carente de sentido y esperanza. Dentro de la casa, los pasos se asfixiaban en el ambiente mortecino del cuarto: opaco, extraño, sin días ni noches. Convertido en un hombre de presencia incierta su voz era un solfeo de registro bajo y el alma un dolor rígido, casi en ruinas.

Por otra parte, poco a poco, se afirmaba en el interior de Julieta la frecuencia con la cual le parecía ver con alguna nitidez a personas que no eran y objetos que no existían.

Empezó a comer menos.

Le daba repulsión la comida y se esmeraba en esfuerzos por camuflar ese rechazo delante de su padre. Y él tampoco se dio cuenta y por eso no le preguntó, cuando estuvieron a solas, qué le pasaba, por qué no comía con regularidad, ni insistió en hacerle notar lo flaca que se estaba poniendo.

Despreocupada ante la pérdida de peso, ella encontró la fascinación de contemplarse a sí misma en la rada tranquila, en el fondo de la vivienda. Por entonces la temperatura de los músculos, en apariencia, había descendido. Eso la condujo a soñar con convertirse en pez y reparó en la forma chata de su cuerpo y en las aletas ventrales ya crecidas y pudo concebir la seducción del silencio en la profundidad del agua. Llegada a ese punto se sentó sobre el pasto de la barranca suave, con las piernas apretadas contra el pecho, a fin de suspender la tentación de sumergirse en el río.

Con el correr del tiempo la nitidez de los recuerdos se diluía en una palidez sofocante: equivocaba los nombres de las personas con facilidad; confundía las fechas de los calendarios; dejaba papelitos escritos con la lista de compras de la verdulería adheridos en la heladera o enganchados en el crucifijo, colgado en la pared de la pieza, torcido, por encima del respaldo de la cama.

Por esa época fue cuando dejó de concurrir a las clases de la universidad. Desganada por completo, en las hojas de los exámenes de Literatura armaba párrafos incomprensibles para el ayudante de trabajos prácticos. La carpeta de apuntes de Gramática lucía repleta de jeroglíficos y tenía notas bajas en todas las materias.

Se encerró en la pieza y se acostó.

Pasaba días sin comer ni bañarse. A veces retiraba las cobijas impregnadas por el olor insoportable de su mismo cuerpo y, aplastada contra el suelo, reptaba haciendo un circuito ovalado en la alfombra hasta arrancarle sangre a las rodillas. Sufría y callaba.

Un día, al comienzo de los cielos azules de octubre, en la penumbra del cuarto, adoptó la rutina de quitarse la ropa. Y se acostumbró. Posaba desnuda frente al espejo. Con el abultado tomo de la Biblia arriba de la cabeza hacía equilibrio desplegando los brazos, disfrutando de la delgadez andrógina. No bien se hartaba del baile, con una pinza de depilar tiraba de los pezones rosados y se arrancaba el vello dorado del pubis. Y cuando también se hastiaba de eso, se pasaba el peine de acero por la melena sucia hasta hacerse daño.

Y todo lo ejecutaba a puertas cerradas. Después de trabar las fallebas de las persianas, apagando y encendiendo la lámpara del velador en arrebatos frenéticos, quedaba absorta ante los juegos ópticos de las partículas de polvo iluminadas por las filtraciones diurnas del sol, en una absoluta, infinita, y dolorosa soledad. Por otra parte, sin saberlo ella, en el silencio del cerebro se comenzaba a organizar la fase aguda de los síntomas de la perversa enfermedad procedente de la rama materna de la familia.

Julieta se desbarrancaba.

Podría haber seguido así, inventando actividades extrañas, pero se entregó a la farsa de la imitación siguiendo el comportamiento pulcro de la gente normal. Sin embargo, fue una etapa fugaz: sus ojos la desmentían en la rígida impostura. El habla se le acotó en una especie de huelga verbal. Los únicos susurros para quienes estuvo dispuesta de ahí en adelante se los ofreció a sí misma y al río, a escondidas, entre los arbustos, a la orilla del agua, donde se reflejaba un rostro comprensivo de rasgos agudos y labios afinados, con quien podía dialogar como si de ella misma se tratase.

En ocasiones, presentía el acecho de alguien a sus espaldas.

Pero… ¿Quién?

Su padre no se atrevía a ver más allá de la realidad de las cosas, no deseaba conocer el maravilloso mundo en el cual había personas que no eran y objetos que no existían. Si su madre estuviera con ella, entonces sí, hubiesen podido compartir el instante mágico de la fractura de los planos, cuando a través del clivaje de la atmósfera púrpura del crepúsculo salen los demonios a bailar sobre el río.

Una noche sin luna, al lado del entablonado de la rada, bajo el tremendo silencio de los ceibos, en la profunda oscuridad del corazón vegetal, en el hueco atrapado dentro del follaje húmedo, se hicieron presentes las sombras de unas grandes plantas trepadoras que se aferraron a las ramas, exprimiendo la última gota de rocío en un desesperado apretón de ternura.

En lo alto, por el espacio abierto, encima de la corriente serena del agua, pasó rasante el lúgubre presagio del vuelo ciego de los murciélagos desordenando el aire.

Adentro de la vivienda, en cambio, las cosas esperaban quietas: una gran lámpara de pie, el aparador de algarrobo, el florero triste, los tomos callados de la biblioteca, las cortinas mudas tocando el piso, la fuente de mimbre colmada de manzanas y limones, los tirantes vencidos del techo. La demora pesaba más con la iluminación tenue. Los objetos íntimos aguardaban en la intrascendencia.

Una liviana esponja de humo remoloneaba alrededor de la comida servida en cada plato cuando el padre se sentó en la cabecera.

Julieta le habló adelantando los hombros, alzando los párpados:

—¡Qué sorpresa! La trajiste a mamá.

La bruma densa en la frente del padre se difuminó, los labios apenas se despegaron:

—¿Cómo?... No te entiendo, Juli.

Julieta apuntó con el índice hacia un punto indefinido por encima de la cabeza del padre y repitió la afirmación:

—La trajiste a mamá… Está detrás tuyo.

El hombre no se levantó, se puso tenso y dejó la cuchara al lado de la servilleta.

Giró.

Miró a un lado.

Y a otro.

Luego se volvió.

Balbuceando.

Aterrado.

—¿Dónde, Juli?... ¿Dónde?

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