Читать книгу Relatos de vida, conceptos de nación - Raúl Moreno Almendral - Страница 10

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Entre los siglos XVIII y XIX se produjo una intensificación sin precedentes de la globalización y la presencia europea en el mundo con diversos grados de violencia y negociación. Esto se llevó a cabo en un periodo en el que la relación entre Estados, regida hasta entonces por un principio dieciochesco de equilibrio y ciertos códigos de comportamiento militar, se vio alterada por una etapa de auténtica guerra total, iniciada por las guerras revolucionarias. Las transformaciones intelectuales vinieron marcadas por las rugosidades, eclecticismos, contradicciones y limitaciones del pensamiento ilustrado en sus vertientes radical y conservadora.21

Además, se señala que hubo cambios en la propiedad agraria encaminados a su explotación capitalista, la maduración en algunos lugares de sistemas sociales propios del mundo industrial, el cuestionamiento y después la caída del derecho divino de los monarcas como principio fundamental e incuestionable en la legitimación del poder político. También observamos la extensión de principios representativos que, en medio de amplios debates de carácter transnacional, generarían, por un lado, diversas formas de liberalismo más o menos inclusivas (entre ellos, el democrático) y, por otro, una redefinición reactiva del conservadurismo y tradicionalismo. Asimismo, se observa la pervivencia de culturas populares de raíces paganizantes, medievales y barrocas, a la par que el cosmopolitismo ilustrado daba paso a las diversas sensibilidades románticas.

Conviene tener en cuenta que todos estos cambios a nivel macro se produjeron con ritmos variables, no siempre de manera lineal y, desde luego, no progresiva. A ras de suelo, diferentes generaciones convivieron en cada momento y encararon los acontecimientos desde etapas de desarrollo vital diferentes. De forma general, se podría distinguir una primera cohorte de aquellos que ya eran ancianos o adultos maduros en el momento de las sacudidas revolucionarias. Otra generación la compondrían los adultos jóvenes y la última sería la de aquellos nacidos durante o después de la revolución, educados ya en el nuevo mundo. En conjunto, las tres generaciones cubrirían las seis o siete décadas que van desde el último tercio del siglo XVIII hasta el primero del XIX. Un vistazo al corpus revelará la inclusión de individuos de las tres. Evidentemente, las cronologías dependen de la historia política de cada espacio, las interrelaciones entre ellos y el grado de participación de cada individuo en los problemas de cada época. Por ello, cada uno de los capítulos correspondientes a los estudios de caso se iniciarán con una breve contextualización histórica, seguida de un estado de la cuestión historiográfico.

UN MODELO TEÓRICO

El modelo teórico que aquí se maneja para analizar la historia de los lenguajes de nación durante el periodo se ha elaborado a partir de dos fuentes. Por un lado, del trabajo general de Joep Leerssen (2006) y de otros autores cuyas propuestas conceptuales presentan una superación de la dicotomía moderno/premoderno (como Fernández Sebastián, 1994; Wilson, 2003; Matos, 2002). Por otro lado, de la inducción comparativa a partir de los usos en la documentación del término «nación» y sus equivalentes (véase el sexto capítulo para una profundización de la comparación). De esta forma, conviene señalar que a lo largo de la obra se alternan dos modalidades diferentes de «concepto»: la primaria responde al sentido koseckelliano de concepto como un significante, al que acompañan sus distintos significados (Koselleck, 2002: 4-6). Sin embargo, una vez recolectada la evidencia, se intenta reconstruir los conceptos en tanto que «estructuras cognitivas» que no pueden disociarse completamente de intenciones y contextos de utilización (Skinner, 1969: 48-49).

En este sentido, es importante partir de la consideración de que los regímenes semánticos no deben entenderse como marcos totalizantes que puedan etiquetar a sujetos e identificarse completamente con periodos específicos. Si en este trabajo nos hemos posicionado en contra de una práctica académica que conforma sus categorías de análisis de espaldas al mundo de categorías de práctica que analiza, encontrar una forma satisfactoria de imbricar ambos planos, o sea, dar cuenta de la complejidad sin verse atrapado en ella, no está exento de peligros.

Dado que nuestra apuesta para lidiar con esta cuestión consiste en el estudio de los usos de la categoría «nación» y sus términos equivalentes y asociados, no puede extrañar que este criterio también se utilice a la hora de interpretar las continuidades y transformaciones conceptuales comunes a los cuatro casos. Y estas permiten a su vez formular, en diálogo con la historiografía citada, una serie de tipologías conceptuales que den cuenta de la problemática sobre la modernidad de las naciones que ha sido expuesta en este capítulo.

De esta forma, en lo que concierne a la historia de la era de las revoluciones y a la transición que nos interesa explicar, distinguimos cinco conceptos de nación: el genético, el etnotípico no politizado, el etnotípico politizado, el liberal y el romántico.22 Huelga decir que estos dos últimos son los que darán lugar a las tradiciones nacionalistas que han sobrevivido hasta nuestros días. Aunque puedan coexistir sincrónicamente, se podría decir que unos tipos se construyen a partir de otros; no obstante, afirmar una linealidad causal en la evolución es problemático. Los dos primeros son claramente dieciochescos, el cuarto y el quinto pertenecen al mundo revolucionario y posrevolucionario, mientras que el tercero está en una posición intermedia. Además, hay algunos espacios semánticos de superposición entre ellos en los que se observan más variaciones y la aparición de otros significantes.

Lo que hemos llamado concepto genético de nación, entendido en su acepción de «perteneciente o relativo a la génesis u origen de las cosas» (segunda acepción del Diccionario de la Real Academia Española), es uno de los más antiguos, desde luego claramente anterior al siglo XVIII. Los sujetos del corpus lo utilizan en sentido genealógico/natalicio. Es asistemático y usualmente carente de un conjunto de rasgos derivados del encuadramiento en esa entidad colectiva. Cuando el «lugar» es stricto sensu, puede acercarse a una de las ideas continentales de «patria» (así, podemos encontrar «Milán, mi patria» o «milanés de nación»). Una variante de esto, muy querida por las corrientes clasicistas, es la proyección recreada de las antiguas provincias romanas (Hispania, Britania, Galia, Germania, Italia) como una suerte de horizonte común de pertenencia en el que nación y patria se superponían. Parece que este uso estaba muy fijado para la era de las revoluciones, pues aún entrado el siglo XIX se pueden encontrar utilizaciones que bien podrían datarse de siglos antes.

Cuando no se trata de un lugar específico (normalmente una ciudad), sino de una estirpe, el sujeto está pensando en una supuesta gens en su sentido más preciso (como en «era judío de nación» o «pertenecía a la nación de los sioux»). Es posible, y en el siglo XVIII se hacía con frecuencia, que esta idea acabe derivando en la de una nación como una gran tribu, un conjunto de personas con un supuesto antecesor común y con frecuencia racialmente diferenciadas de su entorno. Por ejemplo, la aristocracia francesa prerrevolucionaria concibiéndose como descendiente de los «francos» frente a la masa «gala» del Tercer Estado. En virtud de esto, el propio rey se proclamaba descendiente del linaje de Clodoveo pese a la práctica imposibilidad de una consanguinidad directa.

De la sistematización y concretización de esta última acepción surgió lo que llamamos el concepto «etnotípico no politizado». El papel de la Ilustración aquí fue clave. La idea de una filiación común persiste, pero el vínculo fundamental es la existencia de un «carácter nacional» atribuible a la nación en su conjunto. Con frecuencia estos caracteres son objeto de investigación u «observación científica» y, por lo tanto, potencialmente racionalizables. Como el genético, el etnotípico no politizado abunda en usos exonímicos, o sea, que el hablante está categorizando grupos «desde fuera», distintos del suyo. El concepto etnotípico introduce un factor de «agencia» (los rasgos e inclinaciones del agregado de los miembros de la nación), si bien no necesariamente dependiente de la existencia de un individuo «moderno» dotado de voluntad y personalidad diferenciadas.

El concepto etnotípico politizado surge de la intersección de los caracteres nacionales con una idea de Estado y monarquía procedente de la continua recreación del republicanismo clásico y de la teoría política medieval. Esta última alimentaba una idea de comunidad política formada por el cuerpo de los vasallos, que en puridad es jurídicamente independiente del rey, pero está funcionalmente anclado a la figura del monarca. Tal conjunto conformaría una suerte de corporación de todas las corporaciones del reino.

Cuando la nación entendida como «espíritu público», usualmente asociada a un Estado monárquico, se superpone con la soberanía popular, surge el concepto de nación propio del primer liberalismo. La nación es ahora un cuerpo de ciudadanos con derechos y deberes dotado de una «voluntad general», expresada a través de un sistema representativo y teóricamente depositario de la decisión última sobre los «asuntos públicos» (principio de soberanía nacional). Frente a esto, la nación romántica convierte al carácter nacional en un espíritu metafísico que atraviesa personas y territorios, alcanzando un estatuto de entidad y diferenciación esencial particular y genuino. Sabemos que, a medida que avance el siglo XIX, el liberalismo conservador disolverá el contenido democrático del primer nacionalismo liberal y por lo tanto empezará a desarrollarse una nación liberal «moderada» (por ejemplo, como la descrita para España en Garrido Muro, 2013, y Gómez Ochoa, 2019). De esta manera, la defensa de la nación como un sujeto independiente y propietario del Estado comenzará a expresarse de una manera mucho más restringida en términos de participación política, acercándose en la práctica a esas formas etnotípicas politizadas que los reaccionarios esgrimían ante los revolucionarios. Sin embargo, dar cuenta de los orígenes del enfrentamiento entre conservadores y demócratas durante el resto del siglo XIX queda fuera de este estudio. Por lo tanto, el «concepto liberal» de nación aquí utilizado será de forma primaria y, salvo indicación contraria, el correspondiente a su inicial desarrollo revolucionario.

1 A lo largo del desarrollo del debate clásico, la clasificación cuatripartita de Anthony Smith (modernismo, etnosimbolismo, perennialismo y primordialismo) ha tenido un enorme éxito. De entre las muchas obras de este autor, un resumen propio puede encontrarse en Smith (2009). Es también imprescindible la síntesis de Özkirimli (2017), donde se tratan los principales tipos de modernismo, desde las versiones más asociadas a las teorías de la modernización, como la de Gellner (2008), hasta las más independientes de esos modelos, como Anderson (1983). Un problema de este tipo de obras es su frecuente desconocimiento de las producciones de tradiciones no angloparlantes, como Hermet (1996), Thiesse (2001), Álvarez Junco, Beramendi y Requejo (2005), Dieckhoff y Jaffrelot (2006), Langewiesche (2012) o Mira (2005).

2 El modernismo es claramente dominante en la historiografía española. Uno de sus defensores ha sido Álvarez Junco, para quien «Ni Smith ni Llobera rechazan, por tanto, frontalmente las tesis “modernistas”. Lo que hacen es distinguir entre nacionalismos modernos y fenómenos mucho más antiguos, como las “etnias” –Smith–, las “tradiciones culturales” o los “patriotismos” –Llobera–. Vistas así, sus posiciones son compatibles con la nueva visión modernista. La principal diferencia sería que lo que ellos llaman nacionalismos no son sino patriotismos étnicos, pues no se apoyan en la afirmación de la soberanía colectiva de esas etnias sobre un cierto territorio, fenómeno característico y exclusivo del nacionalismo moderno» (Álvarez Junco, 2016: 19). Contrástese esta postura con el propio Smith (2009: 44): «if nations are formed over long periods, we might expect to be able to trace the origins of some nations, at least, well before the advent of modernity. Unless we equate the concept of the nation with the ‘modern nation’ tout court, we could entertain the idea of nations existing in the Middle Ages», o Llobera (1994: 219-220): «Nations are the precipitate of a long historical period starting in the Middle Ages», «nations pre-date modern classes» y «Nationalism stricto sensu is a relatively recent phenomenon, but a rudimentary and restricted national identity existed already in the medieval period». En esta línea, véanse también Hutchinson (2017) y Ballester Rodríguez (2018).

3 Así sería para el etnosimbolismo del mencionado Smith (2009) y los autores que este último llama perennialistas y primordialistas, como Hastings (1997) o, en un caso mucho más claro de deformación conceptual, Gat (2013). Para la crítica de este último, Álvarez Junco (2016: 20-22). Sobre las insatisfacciones ante el modernismo y la necesidad de una fase «premoderna» en la historia de los fenómenos nacionales, véase también Jensen (2016). Ideas medievales de nación en Reynolds (2005) y Hoppenbrouwers (2007).

4 La respuesta en Hirschi (2014), que fue a su vez contestada en Leerssen (2014b).

5 La definición que formula Leerssen (2006: 17) de etnotipos es «commonplaces and stereotypes of how we identify, view and characterize others as opposed to ourselves».

6 El término patria procede de la palabra latina pater (padre). La terra patria es entonces la tierra «del padre» o de los antepasados. Por lo tanto, equivale al sentido clásico de la familia o el clan, pero ya con una prefiguración territorial de límites difusos. Los ilustrados recrearán el sentido clásico-romano del término, en tanto que las élites de la República romana se consideraban descendientes de una agrupación de tribus. El pensamiento escolástico también lo utilizará, pero esta vez como una extensión del cuarto mandamiento (cf. Catroga, 2010, y Leerssen, 2006: 13-102).

7 Martin Thom (1995) elabora un argumento de transición en torno a estas mismas cuestiones, destacando el contraste entre las libertades antiguas de los ilustrados, muy inspiradas en las ciudades grecorromanas, y las libertades primitivas de las tribus germánicas, que tanto gustaban a los románticos. Sin embargo, Thom se centra más en la Francia revolucionaria como escenario del cambio que en los intelectuales alemanes después de la invasión napoleónica.

8 Hay una tradición interesante de estudios sobre nación y nacionalismo que emplea las entrevistas como fuente y comparte buena parte de los fundamentos teóricos de este trabajo. Ejemplos en Karakasidou (1997), Burell (2006), Uzun (2015) y, en otro orden de cosas, Knott (2015).

9 De forma paralela, la literatura académica sobre el Estado ha dado también un giro cultural, antropológico y experiencial: Bevir y Rhodes (2010), Bratsis (2006) y Mitchell (1991).

10 Sobre todo, el pensamiento poscolonial y el feminista, que han sido pioneros en señalar cómo las narrativas personales pueden ser espacios de negociación y resistencia (véase Bhabha, 1990).

11 No hay consenso en la distinción teórica entre identidad nacional y nacionalismo: contrástense Smith (2009), Özkirimli (2017), Calhoun (1997) y Billig (1995). Es cierto que la diferencia cualitativa que proponemos aquí es inestable y un tanto arbitraria, pero con todo consideramos que es una diferenciación que merece la pena. Una buena crítica a esta opción la plantea Malešević (2013: 176) a través de una discusión paralela sobre el concepto de «raza»: «The then-dominant view [se refiere a finales del s. XIX] that the “white race” was unique, authentic and superior to other “races” was at that time understood to be a self-evident reality. However, with the hindsight of a century or more it is commonplace to describe such views not as natural reflections of “racial identity” but simply as “racism”». No obstante, también se podrían considerar al respecto los casos de la «clase social» y el «género». ¿Acaso es lo mismo tener una identidad de clase que ser un clasista? ¿No son cosas diferentes el pensarse a sí mismo como hombre y el ser un machista?

12 Aquí tomamos «construcción nacional» o nation-building como sinónimo de formación de naciones o nation formation, pese a que hay algunos autores que emplean este último término como concepto general y reservan el primero para incidir en el papel del Estado y otras instituciones (véase Lawrence, 2005).

13 Este trabajo solo manejará material escrito en cuya creación el investigador no ha tenido ninguna participación. Sin embargo, gran parte de estas historias de vida se producen como resultado de una respuesta a una pregunta o requerimiento. Evidentemente, esto genera unas implicaciones epistémicas diferentes.

14 Por otra parte, estas fuentes tampoco se pueden descartar completamente alegando que «no son fiables» y son «demasiado subjetivas», al contrario que otras fuentes supuestamente más «objetivables». Como indicamos más adelante, para un historiador de las percepciones y las representaciones culturales, los relatos de vida son valiosos precisamente por esa naturaleza profundamente subjetiva.

15 En el espacio anglosajón, véase la reclamación de Greenfeld (1992: 23) y de Wilson (2003); en el hispánico, Andreu Miralles (2016b). Desde la historiografía italiana, también es interesante el trabajo de Rovinello (2013) sobre las «historias de familia» que fabricaban los candidatos a la naturalización en el Nápoles de principios del XIX. La obra de Maurer (1996) es impresionante por la extensión de su base empírica, pero su objeto de estudio no es exactamente el nacionalismo sino el desarrollo de los «valores burgueses» en el espacio germánico durante el siglo XVIII.

16 Steven Hunsaker (1999) y Raj Kumar (2012) se interesan por la nación desde los márgenes en América y la India respectivamente. Claire Lynch (2009) utiliza autobiografías en gaélico e inglés de escritores irlandeses para revisitar la narrativa nacional previa y posterior a la creación de la Irlanda independiente, mientras Watson (2000) hace lo propio con Indonesia y la gestión de la (pos)colonialidad.

17 Matilda Greig (2018) ha estudiado las memorias producidas por militares británicos, franceses y españoles que participaron en las guerras napoleónicas, incluyendo sus procesos editoriales. En ellos destaca el contraste del tópico del «autor accidental», ajeno al oficio literario, con la implicación efectiva que muchos de los soldados (con frecuencia oficiales) tenían en la publicación de sus obras, así como la frecuente intervención de los editores. Los veteranos de guerra constituyen un grupo bastante específico en la producción de egodocumentos que no puede generalizarse automáticamente al conjunto social. Sin embargo, sí que proporcionan una buena cantidad de evidencia empírica sobre las relaciones entre individuos y estructuras que se exploran en este capítulo.

18 A tenor de esto, se podría argumentar que no hay que confundir la narratividad como cualidad intrínseca de la memoria y de la identidad, con las narrativas personales, que son sus productos. También puede haber narrativas mudas, que nos contamos a nosotros mismos pero que no escribimos o decimos. No obstante, una aproximación histórica empírica a estas es casi (si no completamente) imposible.

19 La referencia seminal en esto es Austin (1962). Una adaptación a nuestro tema en el citado Abdelal et al. (2009). El análisis del discurso es ya una metodología clásica en este campo, especialmente aplicado a los partidos e intelectuales nacionalistas.

20 Cf. las síntesis de Bayly (2010) y Osterhammel (2015), que intentan romper los modelos clásicos y eurocéntricos. Sobre el factor militar y el aspecto de la «guerra total», Bell (2007). El autor que difundió esta idea de la Age of Revolution como momento inicial de su «largo siglo XIX» es Eric Hobsbawm (2003). Una visión general clásica en Bergeron, Furet y Koselleck (1994). Otro concepto comprensivo interesante para los casos que manejamos es el de las «revoluciones atlánticas», cultivado primero en el contexto del atlantismo durante la Guerra Fría y luego renovado por Bailyn (2005). Un estudio comparado de las revoluciones en Estados Unidos, Francia, Haití y la América Hispana en Klooster (2009). Aunque el título parezca indicar lo contrario, el libro de Fradera (2015) es más una obra de historia imperial de la ciudadanía que una historia de los fenómenos nacionales, aunque en todo caso se ha convertido en imprescindible para el conocimiento del siglo XIX.

21 Sobre este tema, Sánchez-Blanco (2013), Israel (2003 y 2011) y Munck (2013).

22 Adicionalmente y ya colocados fuera de los límites cronológicos de nuestro trabajo empírico, podrían señalarse otros conceptos: el republicano, que convive con el genético durante la Edad Antigua y la Edad Media, el democrático, el cultural y el biológico. Lo que podríamos llamar «concepto republicano» corresponde al espacio semántico de la civitas romana y la polis griega. No se ha incluido en el modelo porque en la época esta idea de colectividad no solía expresarse con el significante «nación». Además, estaba muy limitada a las experiencias de las ciudades-Estado (que luego se proyectarán hacia grupos más amplios para conformar la nación liberal) y a algunos contenidos de las corporaciones medievales y del Antiguo Régimen, muy tamizados por el desarrollo de las monarquías (por lo tanto, realidades incluidas en el concepto etnotípico politizado). El concepto democrático sería una evolución de la nación liberal, definido por la búsqueda de derechos iguales y efectivos para todos los ciudadanos. El concepto cultural, muy influido por el romántico, se correspondería con los usos que encontramos en la «cuestión de las nacionalidades» del siglo XX. El concepto biológico es el que equipara la nación a la raza en un sentido sanguíneo (por ejemplo, como en el caso del nazismo alemán). Véanse de nuevo el propio Leerssen (2006), así como Kramer (2011) y Hastings (2018).

Relatos de vida, conceptos de nación

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