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La mañana del 19 de febrero de 1979, poco antes de las siete, desde el zaguán, a través del vidrio, vi la figura difusa de una cabeza algo aplanada. Era la hora en que salía a diario, medio dormido, en dirección a la obra en la que trabajaba desde hacía dos o tres meses. La visión era imprecisa, pero ni el sueño que no me abandonaba ni la penumbra que los plátanos volcaban sobre la puerta de calle, podían poner en duda que allí había alguien. Me quedé inmóvil durante unos instantes. La figura tampoco se movía. Yo temía que hubiera más de una persona, en cuyo caso podía tratarse de policías o militares que estuvieran buscando a mi hermana mayor, algo que en la familia barajábamos como posible desde hacía tiempo y que jamás ocurrió. Más de una vez me había imaginado escapando por el patio, trepando la medianera con la ayuda de tres puntos que había estudiado minuciosamente: el piletón, un clavo de gancho insertado a unos dos metros y medio de altura y cuya utilidad para mí siempre había sido un misterio y, finalmente, una planchuela metálica en forma de L que formaba parte del sistema que enrollaba el toldo de lona con el que nos resguardábamos de la violencia del sol en los veranos. Nunca puse en juego, a modo de prueba, esa fantasía, lo que demuestra que no tomaba del todo en serio las advertencias de mi hermana, que cada dos o tres meses nos escribía desde Barcelona alentándonos para dejar la casa. Me parecía un exceso de prudencia o un rasgo paranoide que esas cartas nunca estuvieran dirigidas a nosotros en forma directa, que llegaran a través de amigos suyos que a su vez las habían recibido de otros amigos o conocidos. En ellas nos exigía o nos rogaba, según el caso, que nos fuéramos de allí, para lo cual exhibía abundantes argumentaciones y ejemplos. No estábamos dispuestos a dejar la casa, cada uno de nosotros por razones diferentes, que expresábamos solo a medias. Coincidíamos, sin embargo, en la idea de que la persecución estaba centrada en mi hermana mayor; los demás no teníamos nada que temer.

Aun así, la posibilidad de que entraran en casa me hacía temblar las piernas. En la mañana del diecinueve de febrero resolví ese temor del modo más temerario. Como todo permanecía inmóvil y en silencio al otro lado del vidrio, decidí que tomar otras precauciones era un acto de cobardía. Di vuelta las llaves en la cerradura. La silueta continuó en su estado de quietud. Es un borracho, pensé. Cuando por fin abrí la puerta, el hombre se recostó sobre la mocheta, dispuesto a seguir durmiendo. Eché cerrojo desde afuera, todo lo rápidamente que me fue posible, me distancié unos pasos, en dirección al cordón de la vereda y recién entonces tuve el valor de mirar directamente. Era un hombre de unos setenta años, algo menudo y estaba completamente desaliñado. Calzaba zapatillas de paño escocés, pero de colores distintos en cada pie. Llevaba boina negra. Lo más extraño en su indumentaria era que estaba cubierto con un sobretodo de paño pesado. Ya a esa hora de la mañana debía de haber unos veintiocho o veintinueve grados de temperatura. No sudaba. Abrió los ojos. Lo saludé. Respondió con un sonido que interpreté inofensivo por completo, casi amable. Se incorporó con una agilidad que no esperaba. Su rostro parecía anunciar alguna palabra que no llegaba a su boca. Creí que necesitaba beber. Abrí la puerta de casa y lo invité a pasar. El hombre atravesó el vano, más obediente que deseoso. Mientras giraba las llaves, de espaldas al invitado, escuché los ruidos de la carbonería de la esquina. Me pareció que los acompañaba un murmullo de chusmerío. El barrio comenzaba a moverse.

Atravesábamos el zaguán cuando le pregunté por su nombre. El pasillo alto y desierto devolvía un eco extraño; tenía la propiedad de tragarse las palabras y devolverlas transformadas en otras, la mayoría de las veces, ininteligibles. De pequeño, ese rasgo me llenaba de terrores sobrenaturales. Cuando debía atravesar el zaguán apuraba el paso hasta convertirlo en carrera. Ni la edad ni los estudios de acústica habían desterrado del todo la sensación de que las paredes encerraban un ente sonoro capaz de responder con más autonomía que un loro. En el recibidor, le dije mi nombre y volví a preguntar el suyo. El hombre se molestó. Eso estaba muy claro. Lo que no quedaba claro era su verdadero nombre.

—¿Quiere quitarse el abrigo mientras le busco un vaso de agua?

Mi madre acababa de levantarse y preparaba mate en la cocina. Se sorprendió de que todavía estuviera en casa.

—Hay un hombre en el recibidor. Parece enfermo.

Ensayó una protesta que escuché a medias. Me siguió hasta el recibidor y espió desde la puerta que daba al patio. El hombre bebió el agua de un solo trago. Conservaba el sobretodo puesto. Le ofrecí otro vaso. Un ligero movimiento de su cabeza me pareció una afirmación. Volví hasta la cocina seguido por mi madre y sus protestas a media voz.

—Voy a cambiarme —dijo, con una determinación tal que creí que volvería decidida a echar al visitante a las patadas.

El hombre se había quitado el abrigo y dormía, ladeado sobre el apoyabrazos de mimbre del sillón grande. Cuando comprobé que el sueño era profundo, me atreví a revisar los bolsillos del sobretodo, buscando un documento o un papel que me diera un nombre. Encontré un boleto de tren, el troquel de algún medicamento y tres despuntes de cigarro. En un pequeño bolsillo interior había una foto de una muchacha de unos dieciocho años, bellísima. La observé largo rato. Por entonces, padecía el mal de amores. La mayoría de las mujeres me resultaban atractivas. Todas ellas eran capaces de ganarse mi amor con un mínimo gesto, una palabra, ni hablar de una leve insinuación. Sin embargo, era la primera vez que me enamoraba de una fotografía. El parecido entre el rostro de la chica y del hombre dormido era significativo. No tuve dudas de que se trataba de su hija.

—Está durmiendo.

—Lo despertás y le decís que se vaya —me ordenó mi madre.

—No. Se queda en casa.

—¿Te volviste loco?

—Faltan hombres en esta casa —le dije, sin saber muy bien de dónde surgían esas palabras.

—Será una buena compañía para mí.

Mi madre no supo responder. Era tal su desconcierto que se mantuvo en silencio y completamente inmóvil a mi lado. Yo la espiaba con el rabillo del ojo, mientras terminaba la tarea que ella había dejado a medias. Me disponía a tomar otra ronda de mates.

—¿No vas a trabajar?

Respondí que no y le convidé el segundo amargo. Repuse sobre la mesa el paquete de bizcochos que había guardado en la alacena y nos sentamos frente a frente.

—La abuela se pondrá furiosa. Ya vas a ver.

—¿Quién sabe? —respondí —A lo mejor ella también quiere un hombre más en casa.

Mi madre comprendió la ironía y prefirió callarse. No tenía argumentos para desmentir lo que había estado a la vista todo el tiempo, pero de lo que se hablaba de soslayo, con eufemismos. Por otro lado, su silencio respondía a cierta idea que había ido creciendo en ella acerca de mi presencia en la casa. Acababa de cumplir la mayoría de edad, había pasado ya por tres trabajos diferentes, me había ido convirtiendo en el principal sostén económico de la familia. En resumidas cuentas, era ya un hombre: el hombre de la casa. Su manera de hacerle sitio era atenuando sus arrebatos imperativos. Yo había estado atento a ese proceso y trataba de sacar ventajas de él. Primero fue la habilitación para fumar en su presencia; luego dejó de interrogarme cada vez que llegaba de madrugada y ahora reprimía sus opiniones cuando se enfrentaban a las mías. Desde la perspectiva que dan los años, creo que esa nueva mujer se parecía más a sí misma que la que había criado a sus tres hijos sola. Su carácter arrollador y ejecutivo tal vez haya sido el resultado de ese enorme desafío que la vida le impuso más temprano que tarde. Lo cierto es que las transformaciones que en 1979 ya estaban expuestas, hablaban también de la idea que mi madre tenía acerca de lo que era un hombre. En otras palabras, reflejaban al padre que no habíamos tenido y en cierto modo me ubicaban en su lugar.

Nuestro visitante durmió alrededor de una hora. En ese lapso, llamé a la oficina y a la obra para dar parte de enfermo. Mi abuela se despertó con su jovialidad habitual, se sentó a la mesa y la mateada se extendió. Mi madre me obligó a informarla. Le dije que un hombre mayor había pasado la noche en el umbral de casa, algo de lo que no estaba seguro en absoluto. Con la misma firmeza agregué que sufría alguna enfermedad y que necesitaba de nuestra ayuda. Que se quedaría unos días en casa hasta reponerse. Que de no tener adónde ir bien podía instalarse con nosotros.

—Hasta que sea necesario —agregué.

—¿Qué te parece, abuelita?

—Me parece muy bien —respondió sinceramente. Supuse que le seducía más el quiebre del movimiento rutinario de la casa que la perspectiva de solidarizarse con un desconocido. La abuela era una mujer de enormes contradicciones, pero infinitamente ligada a la vida. Se llevaba de maravillas con lo imprevisto. Aceptaba los cambios con un entusiasmo a veces exagerado. No era especialmente optimista. Carecía de sentido del futuro, lo que le impedía formarse opinión sobre las consecuencias de los hechos. Sus relatos eran estrellas solitarias. Era imposible figurarse una línea de continuidad. Era imposible ver su vida a través de ellos. Su pasado estaba construido sobre la superposición de episodios, sin argamasa visible, sin ninguna arquitectura.

La respuesta de mi abuela era un éxito frente a mi madre. No precisé decirlo. Ella se levantó de la silla, contrariada, y se internó en su habitación.

—¿Y dónde va a dormir? —preguntó la abuela.

—No sé. ¿En tu cuarto?

Se rio con ganas. Luego, señaló un diván que teníamos en el comedor diario y que usábamos a modo de sillón. Me siguió cuando atravesé el patio. Se detuvo detrás de mí cuando observé desde la puerta del recibidor el sillón vacío y el sobretodo arrugado. Podía sentir su respiración en la espalda. Mi abuela era como un niño. Nuestro hombre se había puesto de pie y observaba las fotografías familiares colgadas de la pared. Giró la cabeza hacia el lugar donde estábamos y pude notar que no me miraba a mí sino a la abuela. Hizo un ligero movimiento con la cabeza, un discreto saludo que ella respondió a viva voz. Le ofrecí comida. Cuando regresé de la cocina, los dos viejos estaban sentados y mantenían una conversación dificultosa. El hombre hacía enormes esfuerzos por hablar. Antes de emitir cualquier sonido, su boca se abría exageradamente, el cuello se expandía como un órgano interno y la cara se le teñía de rojo. Su expresión era de permanente contrariedad. Su pensamiento ejercía una presión desmedida sobre la maquinaria parlante, como si se tratara de un motor joven que pugnara por mover un automóvil oxidado. Nada de lo que por fin lograba sonar se semejaba a una palabra. Aun así, la abuela parecía comprenderlo.

Mientras el hombre engullía unas rodajas de longaniza y unos cubos de queso duro, sin probar el pan, la abuela resumía su vida en un monólogo que parecía conocer tan bien como un actor que representa cada noche el mismo drama. Habló de su infancia en Sáenz Peña y en Resistencia, de su madre toba y su padre suizo, de la dureza de la vida a principios de siglo y de las ventajas de la modernidad. Utilizaba la palabra confort para cualquier cosa; la proximidad de los almacenes, las estufas a gas, la radio portátil.

—¿Recuerda usted con qué frecuencia nos salían sabañones en las manos y en los pies? Estos muchachos ya no saben lo que son.

En eso se abrió la puerta del comedor principal, donde dormía mi hermana menor y entró ella precedida por Eva, una gata que por entonces debía de tener más de quince años y que, sin embargo, no había perdido las mañas para disputar la comida con cualquiera. Antes de que pudiéramos hacer algo, robó el último trozo de longaniza y se echó bajo la galería a degustar su tesoro. Mi hermana saludó sin esperar respuesta y atravesó el recibidor en dirección a la cocina, todavía en camisón. El hombre estaba ajeno a estos detalles. Una vez terminada su comida volvió a ausentarse por completo. La abuela seguía su discurso sin importarle que su oyente tuviera su pensamiento en otro lado. Había llegado al momento de su vida en que conoció al abuelo, con apenas catorce años.

—Usted lo sabe bien. En aquella época las mujeres nos casábamos jóvenes, casi niñas.

Era una historia que yo había escuchado de su boca muchas veces, pero que aún concitaba mi interés, en parte por su extravagancia y en parte por los innumerables detalles que la abuela agregaba en cada actualización, muchos de los cuales eran sin duda falsos, toda vez que entraban en contradicciones entre sí. Por entonces yo los consideraba el producto de una memoria desgastada. La abuela era una gran narradora, una gran mentirosa.

Cuando comenzó el relato del primer traslado, mi hermana se había sumado a la tertulia del recibidor. Se sentó sobre las baldosas frescas, descargando la espalda en la pared, todavía en camisón. Tenía un vaso de leche en una mano y una lapicera en la otra; alternaba los sorbos con las palabras cruzadas. Tal vez guardaba algo de atención para los cuentos de la abuela. De todos modos, la historia seguía su curso sin que importara en absoluto si había una, dos o tres personas escuchando. El suizo que se llevó a la abuela de su casa paterna hacía carrera en la empresa del ferrocarril y sus ascensos dependían de los nuevos destinos.

—Fue jefe de estación recién en San Antonio. Claro que muchos años después.

—¿En qué año fue eso? —pregunté, para ponerla a prueba. La había escuchado asignar tres fechas diferentes a su arribo a San Antonio: 1935, 1942 y 1948.

—Ya había caído Perón. Sacá números —y dirigiéndose a nuestro visitante, agregó:

—¿Conoce usted San Antonio? Le diré lo que era en aquellos años: veinte o treinta manzanas plantadas en el desierto. Una calle ancha y pretenciosa; la avenida que los pioneros imaginaron. Las casas eran grandes galpones con techos de chapa, a dos aguas, y las paredes de ladrillos a la vista, como hacían los ingleses ¿vio? Tal vez antiguos almacenes para las mercaderías del puerto. Todo el pueblo estaba envuelto por una película de polvo gris. La lluvia era una bendición, no porque pudiera florecer mi jardín, sino porque por unos días era posible ver las cosas sin ese maquillaje. Cuando el viento se encabritaba, la tierra era una sábana loca, sin destino. Entonces ya no podía verse uno ni las manos. Yo no sé si será cierto, usted vio que la memoria es mentirosa, a veces, pero me parece ver esas ruedas de pasto de las películas de vaqueros. ¿Le gustan esas películas? A mí me gustan las de John Wayne. Río Rojo, La legión invencible… ¿Se acuerda? El cine era una celebración. Si hasta nos vestíamos con ropa de fiesta cuando daban alguna película. A lo mejor se me mezclan los recuerdos de la pantalla con los del pueblo, pero le aseguro que la vida en San Antonio era tan dura como la de los vaqueros.

El hombre se había ido inclinando sobre uno de los lados; pensé que estaba a punto de desmoronarse. Mantenía fija la mirada en algún punto impreciso entre el ruedo del camisón de mi hermana y la sombra que proyectaba sobre sus piernas flexionadas, sobre su entrepierna o lo que se adivinaba de ella. Solo sus ojos se dirigían allí; nada los conectaba con su pensamiento. En movimientos simultáneos, mi madre, que acababa de entrar al recibidor, reprendía a mi hermana y la obligaba a vestirse y yo enderezaba el tronco resistente de nuestro visitante.

—Sin embargo, estábamos muy bien entonces —continuó la abuela—. Teníamos una casa estilo inglés, sabe de qué le hablo ¿no?, con un jardín que era la envidia de todo el pueblo. Las hortensias y las rosas eran las niñas mimadas. Había que regar y regar. Rosas de todos los colores. Yo soñaba con conseguir un rosal que diera flores a cuadros, rombos, rayas… con uno que diera un ramillete de rosas de varios colores, como un arreglo floral en su planta. Era muy joven todavía y estaba enterada de los primeros experimentos con el maíz y los cereales… ¿cómo se llama eso?

—Híbridos, abuela.

—Eso, los híbridos. Bueno, pensaba que no había limitaciones para esos progresos. Dejaba volar la fantasía en esas cosas. Claro que tuve que aprender qué cultivar y el modo de proteger las siembras. Es duro el invierno en San Antonio. El viento es duro.

La abuela largó una risotada que parecía interminable y cuyo sentido no podíamos compartir.

—¡El viento duro! —exclamó— Si no hay cosa más blanda que el viento. ¿Ha estado usted en la Patagonia?

—Sí —respondió el hombre.

A la abuela, como a mí, la claridad de la respuesta la tomó por sorpresa. Hizo una pausa, como cediendo la palabra, pero enseguida continuó.

—Entonces sabrá de qué le hablo. En medio de esos ventarrones criamos a los niños. Mi marido decía que eran hijos del viento. ¿Tiene usted hijos?

—Dos —respondió, y quiso mencionarlos, pero su voz volvió a emitir sonidos indescifrables.

—Igual que yo. Homero, que es casi ingeniero y vive en Suiza, y Ofelia, a quien usted ya conoce. Mi marido tenía debilidad por los nombres griegos. Él los eligió. Yo no me opuse, me parecieron bonitos. Me parecen. ¿A qué se dedican sus hijos?

La abuela hacía esa clase de preguntas sin esperar respuesta; eran solamente una pausa, una manera de tomar impulso.

—El nieto, que aquí lo ve, también será ingeniero algún día, como su tío. Aunque tengo la esperanza de que no se vaya a Suiza ni a ningún otro lado. Es que aquí ya no hay trabajo para los buenos ¿no le parece? Y el que no se va por falta de trabajo se va por razones políticas. Todos se van. Y pensar que antes todos venían. ¿De dónde es usted? Seguro que es gallego. Los gallegos son buena gente y usted tiene cara de buena gente. Mi marido, en cambio, los odiaba. No tenía razones para ello, pero así son los alemanes de arbitrarios.

—Abuela —intervine por el temor de que estuviera internándose en terreno inconveniente —déjese de tonterías. Hay de todo en todos lados. Además, el abuelo era suizo; no, alemán.

Abandonar el tuteo siempre producía efectos. Para ella no se trataba de una demostración de respeto, sino de una marcación de distancia. De alguna manera, la obligaba a reubicarse; desde mi punto de vista, la ponía en su lugar. Por eso yo me dirigía de ese modo cuando percibía que las cosas se salían de control. La abuela se quedó sin palabras.

—Me va a perdonar —dijo antes de levantarse y abandonar el recibidor.

Volvimos a quedarnos solos los dos hombres. Tal vez no pasaron más de diez o quince minutos hasta que mi hermana volviera a aparecer. Durante ese tiempo no cambiamos palabra alguna. Observé sus movimientos, que fueron escasos y milimétricos; su mirada perdida en el vacío; las huellas que el esfuerzo por hablar había dejado sobre su boca, levemente torcida y con una notable tensión alrededor de los labios, como si una fuerza que había sido o que estaba a punto de ser no pudiera resignar su presencia y se mantuviera siempre dispuesta a trabajar, aunque su tarea resultara inútil. Ese hombre podía convertirse en una compañía para mí, pero no era seguro que yo fuese a representar lo mismo para él, ni ninguna otra cosa. Para alejar el malestar que esa incertidumbre me instalaba, me dije que necesitaba de mi ayuda y decidí concentrarme en ella, como una enfermera lo hace con los cuidados de sus pacientes.

Mi hermana se había vestido con un pantalón corto y una musculosa. No llevaba corpiño (podía verse el relieve de sus pezones a través del algodón); una costumbre que había heredado de la abuela y de mi madre, y que para entonces ya había dejado de ser natural para mí y se había convertido en una señal vergonzosa de la familia. Aunque el invitado estaba tan lejos de un estímulo sexual como de cualquier otra cosa, traté de interponerme entre sus ojos y el paso de mi hermana. Ella cruzó el recibidor, totalmente ajena, desinteresada. Llevaba una radio portátil y escuchaba La Vida y el Canto a todo volumen. Yo odiaba la voz de Héctor Larrea, pero en mi casa era omnipresente, lo que agregaba un motivo para el rechazo. Las tres generaciones de mujeres lo escuchaban o, más bien, lo tenían como tema de fondo. Reinaba todas las mañanas, con su séquito de locutoras acotorradas, en el cuarto del frente, en el comedor del fondo, en la cocina. El empleo en la obra me obligaba a salir temprano de casa y me había evitado el malestar de la radio. Ya había olvidado el barullo de mi casa, durante la semana.

—Apagá esa cosa —le dije, más como una súplica que como una orden.

—¿Por qué? —me respondió, sin detenerse— ¿Vos podés traer a un tipo y yo no puedo traer una voz?

Para llegar hasta el comedor del fondo había que atravesar el patio. A esa hora, el sol caía casi vertical y convertía el trayecto en una fugaz pesadilla. Consideré que trasladar a nuestro invitado sería lento y trabajoso. Me equivoqué. Iba quedando claro que aquello que afectaba su salud no era de orden físico. Se movía con la fluidez esperable para un hombre de su edad. En el comedor había un diván, sobreviviente de nuestros juegos de infancia. Poco tiempo antes hubo que reparar el entramado de madera y con mis primeros ingresos compré un colchón nuevo con intenciones de convertir el comedor en mi nueva habitación, algo que no llegué a realizar porque el sitio era demasiado transitado; soñaba con una privacidad que nunca logré, a pesar de la enorme superficie de la casa. Construida a principios del siglo, ocupaba todo un lote de más de ocho metros de ancho y unos treinta de fondo. Conocía bien las medidas porque en el cuarto año de la secundaria, cuando decidí estudiar construcciones, me poseyó la fiebre de los relevamientos; a donde fuera, iba muñido de una cinta métrica, un lápiz mecánico y un anotador tamaño esquela. La obsesión por graficar formas y proporciones comenzó a desarrollarse en esa casa en la que nos habíamos criado y de la que, por momentos, creí que nunca me iría. En el frente, había dos cuartos desproporcionadamente grandes; en uno dormían mi madre, mi abuela y mi hermana menor. En el otro, se desplegaba una mesa de comedor para ocho personas, una cama de una plaza, sin cabecera ni pie, bajo la ventana, un bargueño de roble con tapa de granito rojizo y otra cama en la que dormía yo. Para llegar al cuarto de las mujeres había que atravesar esta especie de dormitorio comedor; era una sala confinada, un lugar que podía no ser visitado nunca. De hecho, desde que mi hermana mayor se había ido, yo no recordaba haber entrado allí. Aun viviendo en esa casa, el dormitorio de las mujeres era para mí, solamente un recuerdo. El ancho del terreno terminaba de ser ocupado con la puerta de entrada que daba al zaguán de los ecos. A continuación, el recibidor con su mampara de vidrios coloridos. Llamábamos «adelante» a toda esta zona de la casa. Dormíamos en ella y la transitábamos para entrar y salir, pero donde realmente vivíamos era en el sector del fondo. Tal vez por ese motivo la sugerencia de la abuela me pareció adecuada: el lugar para el visitante debía estar allí donde estuviera el centro de la escena familiar.

Le enseñé al hombre el diván que le había destinado. Como respuesta emitió una serie de sonidos a los que no pude asignar ningún significado; sin embargo, estaba claro que manifestaban alguna forma de protesta.

—No se quedará a dormir —dijo la abuela.

Contra su afirmación, yo estaba seguro de que el hombre no tenía un lugar adonde ir. Aun así, le preguntamos por su casa y su familia. Le pedimos una dirección, un teléfono, un nombre. La abuela oficiaba de traductora; creo que era más lo que inventaba o deducía que lo que realmente entendía. Mi hermana se mantuvo en silencio. Mi madre era la más entusiasta con el interrogatorio. Se resistía a la idea de tener un huésped. No conseguimos más que algunos nombres: Marina, Esteban, Generosa, Pontevedra. Los apunté en un papel que conservé conmigo durante años. Cuando el hombre volvió a perderse en su mirada muerta, la abuela y mi madre quisieron discutir el tema de los nombres, pero no se los permití. Para ellas, mi invitado desaparecía junto con su silencio; para mí, en cambio, la presencia de su cuerpo era señal inequívoca de que él estaba con nosotros, completo, o, en todo caso, todo lo completo que podía estar. Como las mujeres insistían, las obligué a salir del comedor, donde el hombre quedó solo con mi hermana, quien tampoco estaba del todo presente, según se vean las cosas.

En el recibidor, la abuela comenzó a desplegar su novela. El hombre era gallego, de Pontevedra. Generosa no podía ser sino el nombre de su mujer. ¿Quién daría hoy un nombre así a una hija? Marina y Esteban eran los nombres de los dos hijos que había afirmado tener. Mi madre la interrumpió, recuperó o intentó recuperar su autoridad:

—Hay que llevarlo a la comisaría.

—Hay que averiguar un poco más —replicó la abuela.

—De acá no se va —dije con una firmeza que dejó mudas a las mujeres.

Durante muchos años, después de aquel día de febrero, traté de encontrar un sentido al grado de determinación que me poseyó, a la convicción sin fisuras de que ese hombre debía quedarse en casa, como si se tratara más de un objeto encontrado, que de un hombre con historia y pertenencia. Tenía la explicación a mano: yo estaba buscando el padre que no tuve, aunque se tratara de un hombre con edad suficiente para ser mi abuelo; aunque se tratara de un hombre que había perdido buena parte de sus lazos con la vida. La argumentación era consistente y, en la medida en que los años me convertían en un hombre adulto, iba adquiriendo distintas formas y producía distintos movimientos internos, de mayor o menor amplitud, como las ondulaciones que produce una piedra al caer en el agua. Yo no sabía que la vida, a veces, demora añares en iluminar los hechos desde otro ángulo; no sabía que los hilos que nos unen con las cosas pueden mantenerse ocultos tanto tiempo. No conocía las verdaderas dimensiones del azar y de la ignorancia a la que estamos sometidos.

Mi madre, rendida pero ofuscada, tomó el changuito de las compras y se fue a la calle. Mi abuela me sonreía con cierta complicidad que no supe comprender ni pretendí indagar. Cuando volvimos al comedor, el hombre había regresado a la vida y parecía interesado en la tarea de mi hermana, que consistía en enrollar la cinta de un casete con un lápiz atravesado en el eje del carrete. El período de vacaciones estaba infectado de actividades como esa.

En la radio anunciaban refriegas en la frontera entre China y Vietnam. Las amenazas de guerra con Chile, durante el año anterior, me habían dejado especialmente sensible sobre los temas bélicos y se me dio por pensar si los muchachos asiáticos sentirían el mismo temor de ser llamados para la batalla. Las posibilidades de ser convocado por las Fuerzas Armadas, en mi caso, eran algo remotas, ya que mi clase pertenecía a la reserva y yo, que había sido eximido del servicio, no tenía ninguna instrucción militar. Sin embargo, durante el año anterior, me había ganado el pánico. Temía el estallido de una guerra, pero con mayor intensidad temía ser convocado para participar en ella. Había llegado a planificar un viaje a Uruguay. Prolongaba mis insomnios imaginándome una vida en Montevideo: me veía en una pensión, sin más propiedades que las que caben en un bolso de mano. Curiosamente, ese muchacho solo y pobre, desertor, documentado a medias, en una ciudad desconocida, exhalaba, de manera discontinua, volutas de un humo heroico. La fantasía me daba el oxígeno que el miedo me robaba, pero además poblaba el aire con el perfume del deseo que empezaba a descubrir: el de abandonar la casa de Ceretti y comenzar mi propia vida.

Corrido por las redes que las dictaduras seguramente tenían tejidas más allá de las fronteras, me veía en Brasil; luego en España. Abría de este modo la primera hoja de un cuaderno nuevo. Alentaba la libertad de elegir las palabras con que escribirlo, pero también la ingenua sensación de que esa libertad solo podía conducir a la perfección, a una especie de pureza del camino. Borrón y cuenta nueva; resultado sin resto, número entero.

Los planes no avanzaron ni mucho ni poco. Fue más rápida la gestión del Cardenal Samoré que mi capacidad de acción. Celebré el acuerdo que firmaron los militares el diciembre anterior, pero me quedó mal sabor. El sedimento de una tensión doble cuyo resultado era el mismo.

Argumentaba en contra de esa guerra entre tiranos y facinerosos. Con mayores dudas, argumentaba en contra de toda guerra. Por debajo de esas argumentaciones, trabajaban, como termitas, las doce letras de una sentencia que no dejaba de repetirme: sos un cobarde. Por momentos me sobreponía a la sospecha de que el miedo construía aquellos razonamientos. Pero en ese caso, ¿qué me impedía entonces irme del país? Sos un cobarde.

¿Serían los muchachos asiáticos tan cobardes como yo?

La abuela se sentó a la mesa, dispuesta a aprovechar el momento de resurrección de nuestro invitado. Yo me senté en el taburete, frente al tablero de dibujo y abrí un rollo con la copia de un plano de la obra, sobre el cual iba tomando notas. Me proponía crear un clima de rutina en la casa, como si el invitado ya no lo fuera; como si la aparición de un extraño hubiese ocurrido mil años atrás y ese día fuese un día más en la vida de la familia.

La voz de la abuela se sumaba a la de la radio; el resultado era una maraña de sonidos sin sentido. Decidí entregarme a ella como quien se entrega a una música de fondo; como lo hacía cada vez que debía dibujar por las noches. Entonces elegía una música que, sin llegar a molestarme, no tuviera tampoco el suficiente poder para encantarme, de modo que me permitiera concentrarme sobre el dibujo y a la vez crear la ilusión de estar acompañado.

El escalímetro se desplazaba sobre el papel, sin resultados. Las líneas del dibujo no transmitían ningún mensaje; no llegaban a convertirse en muros, columnas, conductos de ventilación, artefactos sanitarios o aberturas. La irrupción del desconocido había inyectado una dosis poderosa de sentido por descubrir; era un hachazo sobre la rutina de la familia y de la casa. Me demoré en el intento un buen tiempo, hasta que la abuela comenzó a gritar, en una competencia feroz con las locutoras. Entonces abandoné el taburete y apagué la radio. Mi hermana levantó la vista, pero no protestó. La abuela agradeció con un gesto y continuó con su relato.

—Homero es el menor… ingeniero ¿ya se lo dije? Desde muy chico supo que sería ingeniero. Su padre lo supo antes. Cuando Homero tenía dos o tres años, una noche me dijo: el pibe será ingeniero. ¿Cómo sabés?, le pregunté, pero él no me contestó. Germán tenía esas cosas. Hacía profecías. No me lo creerá, pero casi siempre se cumplían. Era como un don que tenía. Un día anunció el terremoto de San Juan. ¿Lo recuerda? Fue en el año cuarenta y cuatro, si la memoria no me falla. Una semana antes me dijo que estaba por ocurrir algo terrible, algo que habría de matar a mucha gente. ¿Usted no cree que existe gente con esos dones? Por mi parte, si no fuera porque dormí con uno de ellos, no lo creería. Bueno, el asunto es que cuando Homero tenía cinco años le regalamos un mecano, y ahí se le despertó la vocación. Al principio armaba autos y camiones, pero poco después empezó a construir casas y edificios. Hasta un hospital llegó a hacer. El hospital de San Antonio, lo llamaba. Germán le pintó un cartel con esmalte de uñas. «Hospital General de Agudos». No queríamos que lo desarmara. Lo tuvimos unos meses exhibido sobre el bargueño. Pero el pibe se moría por hacer algo nuevo. Una tarde que lo dejé solo en casa, por un ratito nomás, lo desarmó por completo. Cuando estuve de regreso, el hospital había desaparecido. Se empeñaba en construir un estadio. Nunca lo consiguió porque le faltaban piezas. Germán le daba ideas: una estación de ferrocarril, un vagón de tren, una locomotora. Homero no tomaba las sugerencias; nunca fue muy obediente. Tenía quince o dieciséis años cuando su padre le dijo, una noche: tenés que dedicarte a hacer caminos. Para entonces, Germán ya sufría de arterioesclerosis, como usted —dijo la abuela con desparpajo— y se le daba por la poesía. No es que escribiera, no. Tenía momentos en que parecía poseído por el lirismo, ¿está bien esa palabra? —me preguntó la abuela. Yo asentí con un gesto—. Tenés que dedicarte a los caminos para que la gente pueda ir y venir… Recuerdo que Homero lo miraba sin comprender, lo escuchaba en silencio. Elegir el lugar donde plantar bandera, sin ninguna limitación. Para eso sirven los caminos, decía el pobre Germán. Y para ovillar y desovillar, para ovillar y desovillar… No sé cuántas cosas más dijo esa noche. Cuando empezaba a conversar en ese estado, yo me perdía pronto y dejaba de escucharlo. Lo cierto es que debieron de ser las palabras apropiadas porque Homero se convirtió, con el tiempo, en ingeniero vial. Bueno, casi. No pudo terminar la carrera. Se puso de novio y usted sabe, a esa edad… ella quedó embarazada… ya puede imaginarlo. De todos modos, se ve que en Suiza valoran los conocimientos, más que los títulos.

Yo no sabía qué era exactamente lo que mi tío Homero hacía en Suiza. Poco tiempo antes había pasado sus vacaciones en Buenos Aires. Como yo estaba a punto de terminar la escuela técnica, me interesé por su trabajo. Era hosco, pobre de palabra, casi antipático. Aun así, me atreví a interrogarlo. De sus respuestas no se desprendía nada del todo delineado. Tuve que inferir que trabajaba para una constructora vinculada al estado; que había tenido distintos destinos dentro del país y que no siempre su trabajo estuvo ligado a obras viales. Albergué la sospecha de que no era más que un sobrestante. De esa experiencia me quedó una impresión desagradable. Desde entonces, Suiza y mi tío Homero se fundieron en una misma cosa parca, sin vitalidad, sin brillo, sin ningún atractivo. Desterré para siempre la idea de que mi tío pudiera facilitarme mi ingreso a la profesión.

Desde la puerta del comedor, pude ver a mi madre entrando con dificultad en el recibidor; arrastraba el changuito repleto de alimentos. Atravesé el patio a paso rápido, para ayudarla. Volvió a sugerirme la idea de que llevara a nuestro hombre a la comisaría y diera el asunto por concluido. Su voz había perdido poder de convicción, como si ya no estuviera tan segura de sus ideas. Desde que mi hermana mayor había tenido que irse del país, tratábamos de evitar cualquier trato con la policía. Imaginábamos que un trámite simple o una conversación cualquiera, podía traernos consecuencias desagradables. No sabíamos muy bien cuáles, pero las sospechábamos peligrosas. No hablábamos de ello. Era un tema que evitábamos incluso al precio de incómodos silencios. Aun así, todos sabíamos que no estábamos dispuestos a pisar una comisaría ni siquiera para solicitar un certificado de domicilio.

Para abortar intentos futuros, le dije a mi madre que, si ella quería llevarlo, yo no se lo impediría. No respondió. Mudó su malestar a la cocina, donde dispuso el contenido del changuito sobre el hule de la mesa y se puso a cocinar.

—Nuestro invitado se llama Epifanio.

La abuela estaba exultante, como quien se entera de que acaba de ganar un premio mayor. Más que el resultado de un golpe de suerte, su alegría provenía de un éxito meritorio. El trabajo que la abuela mejor había hecho durante toda su vida, desplegar su simpatía, daba sus frutos una vez más. Si bien esos encantos, con el tiempo, podían convertirse en una invasiva ocupación de los espacios, en un primer momento, resultaban arrolladoramente seductores.

La abuela estaba tan feliz que parecía haber sido la responsable del nombre. Era un acto de bautismo, más que un descubrimiento.

Tanto mi hermana como yo quisimos asegurarnos. No había dudas: Epifanio respondía al nombre de Epifanio. Consideré el hecho como un avance importante. Después de un nombre podía aparecer un apellido y eso abriría las puertas de la guía telefónica o algunas otras, lo que nunca ocurrió. Sin embargo, la importancia de conocer su nombre no era de orden práctico, sino simbólico. En su momento no supe explicármelo, pero el simple paso del anonimato al nombre, acomodó las piezas de otro modo. Mi madre fue la última en llamarlo por su nombre. Tal vez atardecía cuando la escuché llamarlo. Entonces tuve la sensación de que ya formaba parte de la familia y de que no se iría de casa.

Lo que el cuerpo vale

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