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Las mujeres desaparecieron a la hora de la siesta. Mi hermana visitó a una vecina; mi madre y la abuela durmieron. Epifanio había almorzado abundantemente y con apetito notable. Nadie habló durante la comida. Las voces de la radio que mi madre había vuelto a encender amortiguaron los sonidos que Epifanio emitía al masticar. Comía con la misma dificultad con la que hablaba. Buena parte de los bocados quedaron sobre el mantel. Aun así, terminó lo que se le puso en el plato, hasta quedar satisfecho. Luego abandonó todo signo de presencia.

Sus ojos, no su mirada, se dirigían hacia un punto fijo, sobre la pared opuesta, donde colgaba un cuadro al óleo que mostraba un patio deshabitado y una calle en perspectiva, también desierta, que mi madre se obstinaba en conservar, a pesar del disgusto que a todos nos provocaba. Ella me confesó una vez que tampoco era de su gusto. ¿Por qué conservarlo, entonces? No hubo respuesta, pero nunca permitió que lo quitáramos de ese lugar. Su apego tal vez se debiera al pintor más que a la pintura. Imaginé que era el recuerdo de un amante. No sabíamos de la existencia de ninguno. Mi hermana daba por hecho que no habían existido. Yo no estaba tan seguro. Si bien había dedicado su tiempo a criarnos y a sostener la casa, estaba lejos de haber perdido sus encantos como mujer. Se arreglaba con esmero cada vez que salía a la calle. Aunque eran esporádicos, conservaba algunos momentos en los que nadie sabía muy bien dónde y con quién estaba. No, mi madre no era una beata. Tal vez nos ocultó sus amores como compensación a la exhibición que hacía su madre con los propios. Tal vez no tuvo uno con entidad suficiente como para presentarlo en familia. No me atrevía a preguntárselo. Con gusto hubiera hablado de estas cosas con mi hermana mayor, pero las complicaciones con el correo intermediado, hicieron que abandonara pronto la correspondencia.

—¿Usted qué opina?, Epifanio.

Mi voz había nacido ajena a mi voluntad, y la pregunta daba continuidad a mi pensamiento, que hasta entonces había sido secreto.

—¿Qué opino de qué? —respondió con toda claridad.

—Del cuadro… ¿qué le parece?

Pero ya no hubo respuesta. Entonces comencé a hablar como lo hacía la abuela: sin esperar nada del otro. Inventé una historia sobre el cuadro, sobre el pintor, sobre un romance que mi madre habría mantenido durante quince años, abortado repentinamente por la muerte. El novio de mi madre había sido víctima inocente de un tiroteo. Algo totalmente disparatado que me producía un placer hasta entonces desconocido. Mientras hablaba y agregaba detalles a la conversación, observaba los leves movimientos de Epifanio. Ligeramente torcido hacia un costado, con la boca entreabierta y los ojos perdidos en ningún objeto. Cada parpadeo, cada desplazamiento de sus dedos sobre el hule, cada oscilación de su cabello, eran para mí, una señal inequívoca de respuesta. No tenía dudas de que Epifanio me escuchaba y seguía con atención mis fantasías. Sus ojos se cerraban a intervalos cada vez más cortos, como si lo dominara el deseo de seguir despierto, pero una fatiga creciente se lo impidiera. El sueño, a fuerza de pequeños golpes, lo terminó noqueando. Enderecé su cuerpo sobre la silla, pero volvía a volcarse hacia un costado. Quise levantarlo como a un niño. Luego de varios intentos, conseguí que se incorporara, aunque no estoy seguro de que lo hiciera despierto. Llegamos al sofá con mucho esfuerzo. Consiguió recostarse. En un momento estuvo roncando; su cuerpo adquirió el peso de un búfalo. Mi mano izquierda quedó enlazada a su antebrazo; su mano derecha permanecía adherida a mi muñeca. Parecía haber ganado independencia respecto de su cuerpo. Éste estaba completamente relajado, vulnerable; aquélla, por el contrario, era una araña decidida a no perder a su presa bajo ninguna circunstancia. Señalaba una lucha por la supervivencia, como si su vida dependiese de mi muñeca, de la sujeción de mi muñeca. Era el gesto de un cazador desesperado. Pasaban los minutos y la tensión de sus dedos no mermaba. Alrededor de ellos, mi piel se volvió rojiza. Mi mano fue perdiendo movilidad hasta soltar por completo su antebrazo. También su piel, bajo mi mano, había cambiado de coloración. Era un órgano en transformación; lo ganaban las huellas que el tiempo, o lo que uno haga con él, van desperdigando por el cuerpo. El proceso de la vejez según el cual todo lo que la piel contiene parece disminuir hasta convertir a aquélla en una materia atestada de excedentes no estaba más que insinuado.

Le quité la boina, que había perdido su centro. Estaba calvo en la coronilla, pero tenía abundante cabellera sobre las orejas y en la parte posterior de la cabeza; algo más raleado, sobre la frente. También lo descalcé. Las uñas de los pies estaban limpias, en contraste con las de las manos. En los dos casos, prolijamente cortadas, lo que me hizo pensar que no llevaba mucho tiempo en la calle. Un cinturón color suela sujetaba su pantalón de gabardina, formando pliegues bajo la cintura. La camisa ocultaba una camiseta sin mangas. A esa hora la temperatura superaba los treinta grados. Sin embargo, no sudaba.

La siesta era costumbre universal en el barrio; un tiempo en el que casi todo dormía, pero con un sueño distinto al de las noches. Un sueño alerta, como el sueño de un animal. Unas horas pobladas de sonidos lejanos. El mejor momento del día para observar el mundo, la vitalidad del mundo, sin ser arrollado por su paso imperial. El grito impostado del vendedor de helados, el piar de un gorrión, el ronroneo de un motor diésel a lo lejos no eran sino señales de una vida en progreso, contra el sueño de los vecinos.

Con mi mano libre acaricié la frente de Epifanio. En tanto el movimiento de mis dedos se volvía constante y previsible, la presión de los suyos sobre mi muñeca se hacía cada vez más suave. Una merma tan paulatina que solo era posible percibirla gracias a la siesta del vecindario. Una progresión levísima, que se habría perdido en otro instante del día hasta mostrar, repentinamente, sus resultados. Allí estaban mi brazo izquierdo completamente libre y su brazo derecho integrado al cuerpo abandonado al descanso. Sentí el impulso de besar su frente y un torrentoso deseo de llorar; dos acciones que reprimí con esfuerzo para no tener que admitir que procedía como un loco. Acabé de ahogar ese pico inexplicable de angustia como lo hacía siempre: caminando. El sol había ganado el patio como un cáncer. Decidí salir a la calle atravesando las habitaciones. El comedor del fondo lindaba con el cuarto que había sido del tío Homero y que luego ocupó mi hermana mayor. Era amplio y el que mejor iluminación recibía. Conservaba algunos muebles que también habían sido propiedad de Homero, que luego heredó mi hermana y que ahora estaban sin dueño. La habitación no tenía dueño. Se había convertido en una especie de santuario; un lugar que no cumplía funciones y que nadie reclamaba para sí, cuando era evidente las ventajas que proponía respecto del confinamiento al que nos sometíamos en la parte delantera de la casa. Quien la ocupara, seguramente, estaría destinado a irse de la casa. No es que pensáramos en eso. Al menos, nunca fue tema de conversación. Por mi parte, jamás le dediqué un pensamiento de ese tipo. Sin embargo, poco después de ese verano, me instalé en el cuarto y no pasó mucho tiempo hasta que me fui del caserón de Ceretti para no volver. Mi madre limpiaba el cuarto deshabitado a diario, con el mismo cuidado que ponía en los otros. Más de una vez descubrí a la abuela lustrando el bronce del velador. A excepción de esos momentos, permanecía cerrado. Al atravesarlo, respiré la atmósfera insuficiente de los espacios sin ventilación. Una puerta interior comunicaba con otro cuarto, sin ventanas, donde había vivido durante los años de mi infancia, una mujer que ayudaba a la abuela y a mi madre con los gastos del alquiler. No sé qué tan mayor sería, pero fue la persona más vieja que había conocido hasta entonces. Sin familia, amigos, actividad, sin más gustos que el de escuchar la radio desde la mañana hasta la noche, Consuelo, el recuerdo de Consuelo, fue por muchos años la imagen de la vejez y le dio cuerpo a la angustia de envejecer que me invadía después de cada fracaso amoroso. Cuando murió yo debía de tener once o doce años. Todavía no había terminado la primaria, lo recuerdo porque fue al regresar de la escuela que encontré en el frente de casa una ambulancia. La puerta estaba abierta y al entrar al zaguán, dos hombres con guardapolvo venían en mi dirección; cargaban en una camilla el cuerpo de doña Consuelo. Debí retroceder para darles paso. También su cadáver fue el primero que vi en mi vida. La abuela debió de pagar los gastos del entierro, porque la recuerdo buscando dinero en su habitación, con la idea de resarcirse. El cuarto quedó intacto durante años, hasta que mi hermana mayor se fue del país y los muebles de su casa, después de algunas gestiones que imagino fatigosas, vinieron a parar allí. Los apilaron contra las paredes, los taparon con sábanas viejas y así quedaron hasta encontrar su final con el final de la casa.

La habitación tenía tres puertas. Una que daba al cuarto de Homero (por la cual acababa de pasar yo), una segunda más pequeña, pero igualmente alta, que rebatía sobre el patio, y una tercera que comunicaba con el comedor delantero. De manera que era posible atravesar la casa sin pasar por el patio. Al llegar al comedor por ese acceso, la puerta que lo unía al recibidor quedaba a la izquierda. Dando una especie de rodeo era posible alcanzar el zaguán y salir a la vereda.

El vidrio de la puerta estaba abierto. Me proponía caminar bajo la sombra de los plátanos, tal vez en dirección a la calle Mendoza, que era mi recorrido favorito cuando salía de casa para oxigenarme. Antes de que echara mano a las llaves, noté que había un auto estacionado, con las cuatro puertas abiertas, pero sin ocupantes a la vista. Retrocedí por el pasillo y me aposté detrás de las celosías de la ventana, en el comedor. Estaban cerradas, pero permitían mirar la calle a través de tres o cuatro listones faltantes. Recién entonces advertí que también la puerta de la casa del doctor estaba abierta. Me pareció ver la silueta de un hombre detrás de la araucaria que presidía el jardín. El doctor se llamaba Marcelo Amini. Era abogado, de unos sesenta años, vecino del barrio desde siempre. Aunque era poco sociable, en la cuadra todos hablaban bien de él, con esa suerte de admiración que por entonces solían inspirar las profesiones liberales. A más de un vecino le había desenredado un conflicto de papeles, sin cobrar un centavo, lo que engrosaba su prestigio. Por lo demás, nadie sabía mucho de él. Su mujer era más que reservada. No tenían hijos. Debían de hacer las compras en algún gran supermercado porque jamás me topé con ellos en el almacén o en la verdulería. Los viernes, a última hora de la tarde, se subían a su Dodge 1500 brilloso y regresaban la noche del domingo.

Dos hombres atravesaron el vano llevando a la rastra a la mujer del doctor. En medio del jardín, un tercer hombre se les sumó. El grupo subió al auto y de inmediato un cuarto hombre surgido de la nada, se sentó al volante y aceleró con frenesí. La puerta de la casa había quedado abierta.

Mi madre se despertó con el chirriar de las gomas. La puse al tanto de lo ocurrido.

—Ni pienses en cruzar —me dijo.

Lo habría hecho, a pesar de la orden, pero el miedo es hijo y madre de la obediencia. Me quedé observando el jardín del doctor. Mi madre tomó el teléfono. Buscó un número en la agenda y discó una y otra vez. Tal vez fueron seis o siete los intentos hasta que consiguió que la atendieran. Del otro lado de la línea alguien se resistía a pasar la llamada. Mi madre fue insistente, fastidiosa, dramática, imperativa, mendigante. Finalmente, consiguió hablar con el doctor.

Entretanto, alguien más estaba saliendo de su casa. Arrastraba una caja de cartón de gran tamaño y a simple vista pesada. Otro hombre, aparecido en la escena del lado de la calle Olazábal, se acercó en su ayuda. Se salieron de cuadro por el mismo costado y poco después se escuchó un nuevo chirrido de ruedas y vi pasar un auto a tanta velocidad que no pude distinguir ni el color ni el modelo.

El doctor no regresó al chalet de la calle Ceretti. Durante años creímos que mi madre le había salvado la vida. Después supimos que el mismo día, tal vez cuando se despedía de ella en el teléfono, otro grupo de tareas se lo llevó de su estudio, en Tribunales.

La rápida reacción de mi madre había resuelto las cosas hasta donde era posible resolverlas. Sin embargo, el malestar nacido del episodio, tenía en mi caso, varios ingredientes. Los más obvios tenían que ver con lo irreparable: el destino de la vecina y el de su marido; la idea de que lo mismo pudo haber ocurrido con mi hermana mayor y con todos nosotros; la idea de que aun podía ocurrir. Pero, así como mi madre había elegido localizar al doctor y dar aviso de inmediato, yo no había sabido qué hacer. Si el miedo era capaz de inmovilizarme aun estando detrás de un mirador de veinte centímetros de lado ¿qué no haría conmigo en otras circunstancias? La posibilidad de ser soldado de una guerra había levantado sospechas sobre mí; este nuevo episodio me confirmaba como un cobarde consumado. La espina me siguió molestando durante el resto del día. En rigor, de manera más esporádica, durante el resto de mi vida.

Acordamos con mi madre ocultar el episodio a la abuela. ¿Para qué preocuparla con cosas que no podían remediarse? Unas horas después, regresó mi hermana menor. Tenía una expresión extraña en el rostro. Me llevó hasta su cuarto y me confesó, entre tartamudeos, que había visto el secuestro desde la ventana del cuarto de su amiga, en la casa lindera. El pánico la convenció de que vendrían también a nuestra casa. Yo sabía que era posible, pero estaba convencido de que no ocurriría, y se lo dije.

—Nosotros no hicimos nada.

Me arrepentí. Mi hermana no respondió, pero algo en su rostro actuó como espejo de mi conciencia. Tal vez una ligera mueca de desprecio. Lo cierto es que comprendí lo que aquellas cuatro palabras escondían. Esa muchacha de secundaria, a quien juzgaba banal y un poco tonta, comprendía mejor que yo que la justicia no era parte del asunto. La regla según la cual los hechos son consecuencia de otros y responden a una cadena lógica, si operaba en este caso, era difícil de comprender. Si nosotros debíamos estar tranquilos por nuestra inocencia, ¿qué delitos había que atribuirle al doctor, a la esposa del doctor, a mi hermana mayor? ¿Qué pecado podía tener tal magnitud que mereciera un tratamiento así? ¿Qué clase de justicia era esa? ¿Qué era lo que no habíamos hecho? y ¿era meritorio no haber hecho nada?

Lo que mi hermana menor había conseguido con su silencio era ni más ni menos que el abrupto despertar al hecho de que en la calle Ceretti o en La Quiaca, vivíamos en un país rociado por la mierda; esquivarla era una prioridad.

Los días que siguieron a aquel día, Cecilia vivió tan solo para el miedo. Fue mi madre quien le armó una valija y le ordenó que se instalara en la casa de una hermana de la abuela, donde estuvo algo más de dos meses.

Lo que el cuerpo vale

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