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Salí a la calle a despejar el olor a amenaza que el caserón había comenzado a despedir. Caminé en dirección a Olazábal por esquivar la carbonería. En la respiración de la avenida no había indicios de haber ocurrido nada infrecuente. Poca gente, muchos autos, algún colectivo. Al llegar a la esquina de Burela ya había decidido pasar frente a la comisaría. Tampoco allí había movimientos extraños. Las mismas barricadas, la misma fortificación y la misma guardia intimidatoria. Caminé a paso firme, espiando la garita y las sombras detrás de las vallas, sin girar la cabeza, sin otro movimiento que el de los ojos y sin conciencia de la tensión sobre los hombros. Al tomar Altolaguirre, los brazos se dejaron caer y volví a respirar. A mitad de cuadra, mi pensamiento había perdido foco y tal vez navegaba por el libro de pases de Racing y luego, sin que pudiera completarse la idea, saltaba al problema de las certificaciones en la obra, y luego dibujaba el rostro de Hilario López, el albañil santiagueño que me entregaba su quincena para evitar bebérsela el primer domingo, en unas horas. Tal vez allí me detuve un instante: debo de haber pensado que mi ausencia en la obra lo había dejado sin dinero. Debo de haber pensado que sus hermanos cubrirían la falta con un poco de asado; o que acaso conservara alguna moneda del día anterior, suficiente para comprar cien gramos de fiambre. Como haya sido el discurrir de mis ideas en esas cuadras, nunca llegó a instalarse nada, ni siquiera un ligero sentimiento de culpa por lo de Hilario. Tan solo divagaciones que se proponían afirmar que la vida continuaba y se parecía a sí misma, a pesar del doctor y su señora, de mi madre en el teléfono, del terror de Cecilia, del extravío de Epifanio.

Regresé por el lado de Mendoza. Desde la esquina de la carbonería (esta vez no pude evitarla) observé la casa del doctor: no había movimientos. Crucé la vereda para observar mi propia casa y comprobar su quietud. Giré las llaves a toda velocidad, y atravesé el zaguán como si una enorme mano intentara tomarme por la espalda. El pasillo, ahora, también tenía un cuerpo autónomo. El miedo cambia de formas en la medida en que crecemos, pero no nos abandona. ¿Qué secretos escondería ese lugar de la casa? ¿Miedo de entrar?, ¿de salir?, ¿de atravesar una zona en la que no se está en un lado ni en otro?

A esa hora, el patio de la casa ofrecía algo de sombra, aunque el reflejo del sol sobre la pared medianera irradiaba lenguas de fuego invisibles. Sentí el ardor sobre la piel. En el comedor, la temperatura disminuía de manera abrupta. Podía sentirse el lugar, por unos instantes, como una suerte de oasis. Después de unos minutos, sin embargo, el calor volvía a reinar sobre el cuerpo y sobre el ánimo. Nada de esto podía sorprenderme. Lo novedoso fue encontrar un clima relajado, como de tertulia. Apenas un rato antes, habíamos sido testigos de un secuestro y el hecho no parecía haber dejado huellas en la casa. A excepción de Cecilia, todos parecían de buen ánimo. Mi abuela hablaba, Epifanio escuchaba con un esbozo de sonrisa en la boca y mi madre cebaba mate y participaba de la conversación. Transpiraban en abundancia. Quise incluirme en la mateada, pero el primer sorbo me convirtió en un tizón. Me serví un vaso de agua fría y me senté a la mesa.

La abuela se desplazaba sobre los temas más intrascendentes, con extremo cuidado de no abusar de ninguno. Tenía la extraña habilidad de no aburrir. Su conversación daba giros inesperados, utilizaba voces que parecían no pertenecer a su registro o a su acervo, regulaba la velocidad de las palabras, de manera que sus monólogos pasaban de la morosidad al vértigo en un instante. Si, como ocurría ahora, se demoraba en estos recursos, era señal de que estaba buscando un centro. Un carozo del que conocía todos sus contornos, sabores y fragancias. Podía tratarse de un diamante o de una daga, pero lo que tenía para decir no dejaría impasibles a sus oyentes.

—Esta es una familia con mayoría de mujeres, como ya se habrá dado cuenta. Por eso se extraña tanto a Homero. El hombre es muy necesario en una casa. Desde que Homero se fue, el pobre Dante está sobrepasado de tareas. Dar brea a los techos, destapar las rejillas, reparar un enchufe… en fin. Qué puedo explicarle yo a usted, que bien sabe de qué le hablo.

Nuestro invitado era su oyente pasivo, una excusa que la abuela utilizaba para hablar a los demás, así como las referencias a la escasez de hombres en la casa querían decir otra cosa. Le hablaba a mi madre. ¿Consejo? ¿Reclamo? ¿Reproche? ¿Alguno de sus semitonos? ¿Alguna combinación que no alcanzaba a comprender? Era frecuente que la abuela destacara el hecho de que mi madre no tenía ni había tenido un hombre a su lado, algo que a ésta la irritaba hasta la violencia y que había ocasionado más de un distanciamiento entre las mujeres. No era raro que dejaran de dirigirse la palabra por unos días. Para la abuela, un hombre en la casa era un hombre para mi madre. Años atrás, tal vez, había sido también, un padre para sus nietos. Fue gracias a esas alusiones de mi abuela (cuando tuve edad suficiente para comprenderlas) que empecé a pensar que carecer de padre podía ser un problema. Nunca fue tema de conversación con mis hermanas, de lo que infería que para ellas no tenía importancia.

La crispación que el asunto provocaba me ponía alerta y me obligaba a desmenuzar el discurso de la abuela. Algo en él me revolvía las vísceras. Algo que tenía que ver conmigo, no con mi madre. Tal vez ese pequeño y pobre lugar que me confinaba a las tareas de mantenimiento de la casa. Esa mínima mentira según la cual yo me veía sobrecargado de trabajo. Mentira que se agrandaba al lado de esa otra que exhibía a mi tío como un hombre hecho y derecho que nos había abandonado. Homero se había ido de la casa antes de que yo naciera. También hería mi orgullo que la abuela no mencionara mi participación económica en los gastos de la familia, que a esa altura representaba la mayor parte de los ingresos.

La abuela debió de notar ese mar de fondo, porque dio un volantazo inesperado a la conversación. Comenzó a hablar de nuestros nombres. Le explicó a un Epifanio que parecía revivir en la medida en que el sol perdía verticalidad que, así como el abuelo había elegido nombres griegos para sus hijos, mi madre había elegido romanos para los suyos. Se extendió en detalles sobre cada nombre.

—Cecilia es de origen latino ¿lo sabía? —y en voz más baja— Quiere decir ciega.

Con el volumen de su voz casi extinguido, agregó: pobrecita.

Luego se refirió a Lilia, mi hermana mayor. Un nombre también latino cuyo significado era lirio.

—Y fíjese que es delgada como las hojas de los lirios blancos.

Cuando me llegó el turno, explicó que el origen de mi nombre era en realidad alemán, pero que después de Alighieri, quién podría identificar a Dante con es horrible idioma lleno de asperezas.

—¿Ha notado usted que el alemán es un idioma que parece destruirse a sí mismo?

—No comprendo el alemán —respondió Epifanio.

—Yo tampoco —dijo la abuela, tal vez refiriéndose no solamente a la sintaxis y al léxico —Pero escucharlo es suficiente para notar que se trata de un idioma que no se deja hablar, que se resiste, que lucha por ocultarse y que deja maltrechos a los hablantes…

—¿No ha visto cómo termina un alemán sus discursos?... Absolutamente extenuado —y comenzó a reír. Luego agregó:

—Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita.

—¿Advierte las diferencias?

Epifanio hizo un ligero gesto de afirmación con la cabeza o tal vez apenas con los párpados.

Lo sorprendente, cuando proviene de la misma fuente una y otra vez, acaba por extinguir sus efectos, hasta convertirlos en algo corriente, esperable. En el caso de la abuela, su capacidad para generar sorpresa entre nosotros era inagotable. Su fórmula (si es que puede hablarse de una fórmula para lo sorprendente) era la dosificación. Claro que se trataba de un don, una sabiduría natural para saber cuándo enseñar aquello que nunca había enseñado. ¿Conocimientos de italiano? ¿Lectura de los clásicos? La abuela leía con fruición las novelas de Sven Hassel y de Herman Wouk. La apasionaban las historias bélicas. Años después, recuerdo haberle llevado al sanatorio un libro recién aparecido de Gironella: Los hombres lloran solos. Lo recibió con gusto, pero ya había perdido el interés por la lectura. En la breve biblioteca de la casa, eran de ella: Charlas de café, Rimas y leyendas, La isla de los pingüinos, y una edición del Quijote, en un tomo, con las ilustraciones de Doré, que tenía las guardas rotas y nadie se atrevía a tocar. No recuerdo otros libros. También leía Para Ti, Radiolandia (que prefería sobre Antena o TV Guía) y los domingos, el enorme mamotreto de La Prensa, lo que había causado no pocas discusiones con mi hermana mayor.

El idioma de su padre era el alemán. Esto explicaba su experiencia como oyente (conocía apenas un puñado de palabras sueltas; era incapaz de elaborar una frase) y, acaso, aunque de un modo misterioso para mí, también su desprecio. Ese hombre debió de recitarle los versos de Dante cuando era niña. Podía verla sentada sobre las piernas del suizo, deslumbrada por el sonido de las palabras cuyo significado desconocía. Podía ver la admiración de la niña por su padre, para quien el alemán y el italiano eran una parte de su cuerpo y el castellano, un áspero y resistente vehículo de comunicación con su familia. Esa pequeña, bajo estado de fascinación, debió de haber grabado sobre la piedra de la memoria aquellos versos misteriosos. Algo torrencial había en ellos, porque ese atardecer de febrero, Cecilia, que no había podido controlar el pánico, que había estado ausente desde el momento en que fue testigo del secuestro, volvió momentáneamente a la vida, para pedirle a la abuela que repitiera esas palabras.

—Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita. / Ahi quanto a dir qual era è cosa dura / esta selva selvaggia e aspra e forte / che nel pensier rinova la paura!

Tiempo después hice amistad con un guitarrista que había traído de Brasil un pequeño mono como mascota. Cuando mi amigo trabajaba con el instrumento, el animal se recostaba sobre el brazo del sillón, volcaba los ojos hacia atrás, luego cerraba los párpados y parecía sumergirse en el sueño; sin embargo, ni bien el sonido de las cuerdas se aplacaba, se ponía de pie y volvía a sus cosas, que no eran sino trepar de un mueble a otro, en el intento insuficiente de combatir el frío de Buenos Aires. Ver la escena era, para mí, recordar a Cecilia enredada en la dulzura de los versos de Dante. Con frecuencia la imaginé revolviendo en su memoria esas palabras, tal vez buscando en un diccionario su significado, recitando en voz alta para sus pequeños hijos. A diferencia de aquel simio, mi hermana no retornó al combate con el frío, o en todo caso, el frío con el que combatía en esa tarde calurosa era el frío del pavor.

Lo que el cuerpo vale

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