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PRÓLOGO

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David Roll Vélez

(con la orientación de Ramiro Vélez Ochoa)

Cuando la Editorial EAFIT publicó un libro de viajes de mi autoría en el año 2003 (Crónicas de un indiano viajero), no pude evitar mencionar en los agradecimientos de la noche del lanzamiento que mis dos abuelos también habían sido trotamundos, y que desafortunadamente no teníamos memorias de sus recorridos por diversas partes del planeta.

Pero justamente estas crónicas de viaje de mi abuelo, Raúl Vélez González, surgieron de unos cuadernos que heredó de él uno de mis tíos maternos, Ramiro Vélez Ochoa. Luego de la muerte de su papá, a una edad muy temprana aún, los guardó con devoción por décadas, como una reliquia que debía darle en algún momento a la siguiente generación, y conservarlas en la familia.

Durante la copa de vino de esa noche del lanzamiento del libro de viajes, mi tío me mencionó la existencia de tales memorias, escritas más de setenta años atrás, y lo hizo frente a la directora de la Editorial EAFIT de aquella época, quien expresó que podía ser interesante analizar su publicación. Fue una sorpresa para mí porque no tenía idea de que existieran esos cuadernos, aunque sí sabía de los viajes y de la importancia que estos tuvieron en la vida de mi abuelo, a quien desafortunadamente no conocí.

Al día siguiente del evento, mi tío Ramiro, que por entonces ya estaba planeando su retiro por edad de su profesión de médico siquiatra, y quería definir el sucesor de las memorias familiares, me invitó a su casa y me entregó solemnemente los cuadernos, con una carta en la que expresaba su voluntad de que me hiciera cargo de ellos, como el “historiador de la familia”. Así decía la nota.

A partir de ese momento me dediqué a leer los manuscritos con gran deleite y contraté a alguien para que los transcribiera, de modo que pudieran disfrutarlos también otros miembros de la familia, por la dificultad que hay hoy en día de leer lo que llamábamos en mi infancia “letra pegada”.

No sé bien si alguien los leyó completa o parcialmente de entre los descendientes del abuelo Raúl, fuera de sus dos hijos varones. Pero curiosamente el texto llamó mucho la atención de una filóloga de la familia, que no era descendiente del abuelo Raúl y ni siquiera colombiana, mi esposa, Lina Oliveira da Silva, quien desde el primer momento se mostró fascinada con la lectura de las crónicas.

De nacionalidad brasileña, pero dedicada a la corrección de textos, la traducción y la enseñanza de su lengua materna y del español, y doctora en Filología, se puso en la labor de leer minuciosamente los originales, hacer observaciones y conseguir toda la correspondencia de mi abuelo que pudiera ayudarnos a entender más sobre él y sus viajes.

Con el tiempo, la relectura de las crónicas de viajes y de las cartas se nos convirtió en una reconstrucción de la vida de alguien a quien no pudimos conocer por haber fallecido en 1958, pero que se nos fue haciendo cercano, hasta el punto de sentirlo en el grupo de familiares con los que sí habíamos compartido aunque ya no estuvieran con nosotros.

Yo estaba fascinado con las crónicas, pero personalmente no me identifiqué en principio con mi abuelo, aunque percibí que mi esposa parecía estar usando los manuscritos y las cartas para hacer una lectura cifrada de mi personalidad. Al final terminó convenciéndome de varias coincidencias, más allá de que yo también elegí ser profesor como actividad principal de mi vida o la importancia que le dio él a su viaje y yo a los míos, especialmente si están relacionados con historia o libros.

No puedo negar que esto me animó a seguir buscando la publicación de ese manuscrito. Por supuesto, parte del atractivo por las crónicas se debía a las similitudes que encontrábamos ella y yo entre la vida del abuelo Raúl, dedicada a la familia, la lectura, la docencia y los viajes, y nuestras propias decisiones personales en ese mismo sentido. Pero realmente se trataba más de una fascinación por el personaje, su manera de vivir, la forma sencilla, humorística y erudita al mismo tiempo de contar las cosas.

Una vez que aparecieron las memorias y pasó la novedad del asunto entre los familiares, estas permanecieron por varios años como un tesoro privado para disfrute solo de los tres o cuatro miembros de la familia que habíamos mostrado más interés en ellas. Luego, como nadie disputó la posesión de las mismas por nuestra parte, se fue olvidando que las teníamos y poco se habló más del asunto.

Pero justamente investigando la vida de mi abuelo, preguntando a mi tío Ramiro, descubrimos que había sido rector de la Universidad de Cartagena por un periodo corto antes del viaje que dio lugar a las memorias. Visité entonces esa ciudad para entrevistarme con el rector del momento y coordinar con la universidad la elaboración, como homenaje a él, de un retrato en óleo basado en una vieja fotografía, pintura que ahora está en la galería de los antiguos rectores de la universidad.

En medio de los trámites de este reconocimiento póstumo, pude saber de textos escritos por él en esa época de su rectorado, impresiones sobre todo de la dura huelga de estudiantes que había enfrentado su antecesor, y que durante su periodo al parecer logró negociarse parcialmente. Por supuesto, se trataba de un convencido católico y seguidor del Partido Conservador a principios de siglo pasado, y en sus declaraciones culpaba a los padres de los estudiantes de la desproporcionada huelga, por no haber educado en valores a sus hijos, en lugar de verla, sin ser falsa su afirmación, como lo que parecía que era realmente, un síntoma más de una sociedad aún decimonónica tratando de acomodarse a la modernidad.

En ese ir y venir para la elaboración del óleo, fue surgiendo la idea de publicar por parte de la editorial de esa universidad unos trozos de las memorias, comparándolas con relatos propios míos de viajes y de mis tíos, ya publicados o inéditos, de modo que se notara como veían dos miembros de la misma familia ciudades como París o Madrid, con sesenta o más años de diferencia.

El libro fue publicado en Cartagena, donde tuvo buena acogida, pero también fueron positivos los comentarios en la prensa de Medellín, y ello motivó la sugerencia de que se publicaran más adelante no solo fragmentos escogidos de esa memorias, como se había hecho, sino el texto completo, tal cual lo había escrito el abuelo Raúl, y en una editorial antioqueña, y ese es el libro que usted tiene en sus manos. Pero el proceso no fue tan inmediato como hubiéramos querido.

Al principio estuve ocupado en otras publicaciones propias, y un tanto desanimado por dos intentos fallidos que se hicieron con entidades públicas locales de Medellín para intentar la publicación de las memorias en seriales de autores antioqueños inéditos. Fuimos dejándolas entonces como una herencia que le transmitiríamos a la siguiente generación, y empezamos a mostrarlas a nuestra hija mayor para que fuera ella quien las publicara más adelante.

De los tres hijos de mi abuelo, el sacerdote, mi mamá y el médico, solo este último insistía en que buscáramos la publicación de las crónicas completas. Sin embargo, hace un par de años mi mamá me dijo que le gustaría mucho que yo encontrara la manera de que la historia de ese viaje, del cual tanto oyó hablar a su papá en la infancia, fuera publicada íntegramente y en Medellín, y resurgió entonces mi interés en lograrlo.

Por esa época yo ya era profesor de la Universidad Nacional de Bogotá, pero también ocasionalmente profesor externo del programa Saberes de Vida de la Universidad EAFIT, en Medellín, y mantenía cierta relación con esta universidad, aunque ya no tanto con la Editorial. Así, cuando se hizo un gran evento con motivo de la celebración de los 15 años de este programa, dedicado a dar posgrados de calidad a personas mayores, fui invitado amablemente por la directora, María Victoria Manjarrez, y aproveché el viaje a Medellín para presentar el texto en esta universidad.

Decidí asistir al evento con mi tío Ramiro, llevando dos ejemplares del libro ya publicado y dos copias de las memorias completas, también un tanto por sugerencia de María Victoria, quien al conocer los textos conceptuó que si se los enseñaba al rector y a la directora de la Editorial seguramente, ella creía, habría posibilidades de volver a hablar de su publicación.

En ese contexto de celebración entregamos tanto al rector como a la directora de la Editoral la propuesta de publicación y los dos textos que llevábamos, el publicado y el inédito, como un acto simbólico de un último esfuerzo por dejar a los antioqueños ese trocito de realidad paisa que no conocían, aunque sin demasiadas esperanzas, por los pasados intentos frustrados en la Gobernación y la Alcaldía.

Pero meses más tarde recibimos muy gratamente la noticia de que constituía un material adecuado para la Colección Rescates y que sería publicado. El hecho de que fuera EAFIT y Medellín era la mejor parte la noticia, por los antecedentes mencionados, por la fama de la Editorial y por la posibilidad de que más colombianos, y, sobre todo, muchos antioqueños, pudieran tener acceso al texto, y esta vez íntegro.

Por supuesto lo anunciamos a la familia y nos pusimos a diseñar con la Editorial cuál sería la estrategia para esta versión definitiva de las crónicas, habida cuenta del gran prestigio que había adquirido la Editorial y la necesidad de no equivocarnos en la propuesta final del texto, luego de tanto esfuerzo y paciencia.

En un principio se consideró la posibilidad de que las memorias estuvieran acompañadas de comentarios de contexto histórico sobre los lugares descritos, elaborados por los descendientes del abuelo Raúl que también se hubieran dedicado a los viajes, y se planeó en ese sentido un esquema parecido al del primer texto ya publicado, pero mucho más completo, casi todo a mi cargo.

La idea era que la siguiente generación, sus dos hijos varones por lo menos, que igualmente fueron profesores en sus áreas de trabajo, y que habían vivido en Europa y la conocían mucho, escribieran en el libro algunos comentarios, comparaciones o aclaraciones. Ellos habían viajado incluso con más intensidad que su padre por ese continente y por muchos otros lugares, y se pensó que hicieran algunos pequeños aportes como en la publicación previa.

Igualmente se sugirió que quien escribe este prólogo hiciera otro tanto, teniendo en cuenta que había publicado libros y crónicas de viaje, pero sobre todo porque pude vivir como viajero todos los recorridos de las memorias, e incluso había vuelto a muchos de ellos con el texto en mano repetidamente o por una vez más, por lo menos.

El hecho de que hubiera superado con mucho los destinos visitados incluso por la segunda generación de viajeros de la familia, los tíos, así como la circunstancia de que ellos habían hecho lo propio respecto de su padre, hacía atractiva la propuesta editorial planteada en un principio de esta manera, y me pareció un reto arduo, pero atractivo.

Más interesante aún resultó la sugerencia de algunos amigos, conocedores del texto, de que la cuarta generación, mi hija, Sara Roll Oliveira, de dieciocho años por entonces, escribiera varios textos complementarios en tono de blog de viajeros posmodernos, por haber participado además ya como coautora en un par de escritos de viajes conmigo, publicados en El Tiempo.

Esta propuesta se basaba en el hecho de que ella tenía el record familiar de que, antes de cumplir dieciocho años, ya podía hablar y escribir con entera naturalidad en tres lenguas europeas, y que había viajado por toda América y parte de Europa y hasta África, sin ser hija ni de diplomático ni de millonario.

Tratándose además ya de una ciudadana con nacionalidad europea que vive en España, estudiando en la universidad que primero se fundó en ese país (hace ochocientos años), y que es a la vez la segunda más antigua de Europa, la de Salamanca, para nosotros era como el personaje que cierra el ciclo familiar de acercamiento a ese continente y al mundo.

Al final, sin embargo, se decidió editorialmente y de manera acertada dejar esta propuesta colectiva familiar para una publicación posterior, y regalar al lector las crónicas de viaje de mi abuelo en un esquema totalmente limpio de aditamentos, aclaraciones o actualizaciones, al estilo propio de la Colección Rescates, y ese fue el modelo seguido que entregamos al lector.

A pesar de ello quedó claro, en ese proceso de decisiones editoriales, que el lector de las crónicas iba a querer saber cómo esas memorias llegaron a convertirse en objeto de interés para su publicación y salir del ámbito familiar para el cual originariamente fueron escritas. Ese es el motivo por el cual en esta presentación nos hayamos extendido en seguirle la huella al texto desde los cuadernos originales hasta el momento de su presentación íntegra en este libro, porque es parte también de las crónicas mismas.

Pero mucho más interesante aún resulta el poder relatar en estas notas introductorias las respuestas a lo que seguramente el lector se preguntará, como hice yo al leer las crónicas, ¿quién era Raúl Vélez y por qué se obsesionó por viajar, escribir y sobre todo hablar de sus viajes como algo tan vital para su existencia?

En especial, hay una cuestión que me obsesionó también a mí por un tiempo, y respecto de lo cual pude obtener algunas respuestas, investigando aquí y en España sobre los ancestros de mi abuelo: ¿habría algún antecedente familiar que explique por qué las cuatro últimas generaciones, comenzando por el abuelo Raúl, se han dedicado tan insistentemente a viajar?

La primera acción para responder a estas preguntas sobre mi abuelo Raúl fue, por supuesto, entrevistar largamente a sus tres hijos, con edades por entonces cercanas a los ochenta años, y a cualquier otro familiar coetáneo de él que lo hubiera conocido y estuviera dispuesto a contarme lo que supieran.

Desde niño recordaba que mi mamá, Teresita, me llevaba a visitar a una hermana de su papá Raúl, que en pleno barrio residencial de Calasanz tenía un gallinero en la terraza de su casa, y que me regalaba dulces y libros con cualquier excusa. Cuando ella murió, seguimos visitando a sus dos hijas solteras, Laura y Alicia, a quienes cariñosamente todo el mundo llamaba “las muchachas”. Hasta el sol de hoy he mantenido la costumbre de “hacer visita” a la casa de las primas, y aunque una de ellas ya falleció, sigo diciendo que estuve donde “las muchachas” y todos entienden de inmediato a quien me refiero.

Con el tiempo fue siendo claro para mí cómo, además de la motivación de cuidar a su mamá, las muchachas optaron por este estilo de vida, de ser independientes y estar en el mercado laboral con éxito, para lograr una libertad que casi ninguna otra mujer en su medio y época pudo tener. Lo usaron sobre todo para vivir tranquilas, rodeadas de perros pequineses, que te ensordecían al llegar, pero también para viajar hasta cuando tuvieron salud, llegando incluso a la mismísima China, en una época en que pocos se aventuraban a ello. Una vez incluso fui su guía en Madrid y soportaron íntegramente el plan de un día recorriendo la parte vieja de la ciudad a pie, tour al que desde el siglo pasado someto a mis amigos cuando llegan por primera vez a España y coincido con ellos en la capital.

Por supuesto, el diálogo fue cambiando con los años. Por ejemplo, la sobreviviente Alicia, quien tiene una pequeña estatua de Laureano Gómez en su escritorio como si fuera un santo más, discutió conmigo un tiempo sobre política. Nunca entendió por qué yo había decidido ser seguidor del Partido Liberal luego de que terminé de escribir mi trabajo de tesis doctoral sobre la política colombiana en el siglo XX, pero con el tiempo me entendió y en adelante nos reímos del asunto.

Ya pensando en el libro, le pregunté directamente si había alguna razón por la que a mi abuelo le gustaran los viajes, y la respuesta fue inmediata: “Lo llevaba en la sangre”. Me causó gracia la respuesta porque el anterior libro de viajes con algunos fragmentos de las memorias de mi abuelo llevaba ese título, El viaje está en la sangre.1

El nombre lo había puesto mi hija Sara, por entonces de diez años, quien también había propuesto la portada, consistente en un tubo de ensayo con una muestra de sangre, un barco y un avión, comparando así las diferentes formas de desplazamiento de las crónicas contenidas en el libro, las de mi abuelo y las mías. Y el ilustrador aceptó la idea y la plasmó en la portada.

Al principio, de todos modos, no entendí muy bien a qué se refería Alicia con esa frase del viaje en la sangre porque tenía entendido que mi abuelo había sido el primero en salir del país desde que nuestros ancestros llegaran de España en la época de la Colonia, en un barco procedente de Sevilla. Pero todo quedó claro cuando miramos un mapa viejo que otro familiar tenía de Antioquia, en el que las montañas estaban muy bien dibujadas. Entendí al ver aquel pañuelo arrugado de accidentes geográficos antioqueños que la pulsión por viajar de este lado de la familia encontraba su expresión en la medida de las posibilidades. Mi bisabuelo, el papá del abuelo Raúl, había sido un arriero toda su vida y murió en ejercicio de ese oficio.

A pesar de ser un buen padre de familia, insistía Alicia, el trabajo de su abuelo, mi bisabuelo, hacía que la mayor parte del tiempo “tuviera” que estar viajando. No se trataba de viajes internacionales, como los de las siguientes generaciones de viajeros de la familia “midiendo el mundo”, pero sí de interminables desplazamientos desde Bolívar, Antioquia, a lo que, a partir de 1947, sería el departamento del Chocó.

Como es bien sabido, esta región habitada mayoritariamente por indígenas y descendientes de esclavos africanos ha sido rica en metales preciosos, especialmente oro. El trabajo del bisabuelo era desplazarse con un par de mulas desde su natal Bolívar, municipio antioqueño luego rebautizado Ciudad Bolívar, que era limítrofe con el Chocó, para comprar ese oro y venderlo a su regreso. Las mulas por supuesto no iban sin carga en el camino de ida, así que el negocio en el fondo era la venta de cachivaches para los mineros, y seguramente la mayoría de las veces se trataba de un simple trueque. De hecho, mi abuelo alcanzó a nacer en el pueblo de Negua en el Chocó, a raíz de esos desplazamientos de la familia entre los dos departamentos.

De este modo, y sin ser rico con el negocio, pero tampoco subordinado de nadie, sostenía bien a su esposa y a sus tres hijos en Bolívar, dos varones, mi abuelo Raúl y su hermano Conrado, y una mujer, Mercedes, la madre de “las muchachas”. Pero sobre todo, dice doña Alicia, además de ganar los ingresos para vivir, con ese modo de vida mi bisabuelo le daba gusto a una poderosa necesidad que existía entre nuestros ancestros desde generaciones atrás, la de estar en permanente desplazamiento, sin renunciar por eso a la creación de un núcleo familiar estable.

Pero la fatalidad se abatió sobre ellos, contaban las “muchachas” muy compungidas, como si se tratase de un hecho reciente, cuando un día el bisabuelo no regresó más de una de sus correrías, y semanas después se supo que había sido asesinado por forajidos en El Carmen de Atrato para despojarlo del cargamento de oro que traía de regreso. En una época en la que no existían los seguros de vida con la difusión de hoy y teniendo en cuenta que la mayoría de esos comerciantes compraban una casa y luego vivían al día, la familia quedó en la pobreza relativa, y la pobre bisabuela debió criar a sus dos hijos y a su hija trabajando en la costura.

Hasta hoy se especula que el bisabuelo logró esconder en un lugar secreto parte de sus ganancias y me consta que en la finca familiar se han derribado algunas casas con la excusa de buscar un entierro, pero sospecho que con esa finalidad. Si algo se encontró, o si existe algún tipo de mapa, lo cierto es que al día de hoy nada más se sabe del asunto.

Mercedes, la única mujer de entre los tres hijos, como era costumbre permaneció con la viuda hasta que ella misma se casó, mientras sus dos hermanos tomaban caminos muy diferentes entre ellos. Conrado, el único hermano varón de mi abuelo, permaneció en Bolívar y se dedicó por entero a criar a su enorme familia a partir del cultivo del café, y a llevar una vida fervorosa de misa diaria y rosario vespertino. Esta religiosidad la transmitió a sus muchos hijos e hijas, varios de los cuales tomaron hábitos como sacerdotes o monjas.

Mi abuelo Raúl también tuvo una finca por mucho tiempo y se ufanaba de cultivar el mejor café del mundo. Usando el juego de premisas de que siendo el de Antioquia el mejor café de Colombia y este el mejor del planeta, y el de Bolívar el mejor de Antioquia, y el suyo el que mejor pagaban en la cooperativa, decía que él tenía el récord sin duda alguna de producir el mejor café del mundo. Algunos dicen que hablaba en serio y otros que era una broma, pero la inferencia tiene sentido.

A pesar de que una parte de sus ingresos provenían de esta finca, la mayor parte de su vida fue realmente profesor, tanto en Bolívar como en Santo Domingo, pero sobre todo en Medellín. Fue profesor en el Liceo de la Universidad de Antioquia y en la Normal de Varones de Medellín, en la que fue rector, y en la Universidad de Cartagena, de la que fue rector también por un breve tiempo.

A pesar de no vivir tanto tiempo en Bolívar, pues se fue muy pronto y solo regresaba de vacaciones, salvo un año sabático que se tomó en su pequeña finca cafetera, el abuelo aún es parte de la historia de la ciudad. En un viaje que hice para conocer bien la vieja propiedad familiar de mi abuelo, que solo había visto en un par de visitas rápidas a familiares durante mi infancia, tuve la suerte de poder entrevistar a un casi nonagenario primo de Don Raúl, hijo de Conrado, y me confirmó tal cuestión. Don Julio Vélez Uribe era su nombre, y fue gracias a que me encontré con su hija Esperanza, debido a la publicación de otro de mis libros de viajes en la Universidad del Rosario (Guerra Fría Cenizas Calientes. Reportajes a un mundo en cambio, 2007), que pude lograr el acercamiento a la familia, perdido desde décadas atrás. Desde entonces he mantenido contacto ocasional con el enorme combo de primos y amistad especial con varios de ellos, y a todos en parte dedico también este prólogo, ya que el libro es herencia de toda la familia Vélez.

Don Julio Vélez Uribe, hijo de Conrado y sobrino de don Raúl, me contó cómo era el ambiente por esos tiempos, y de qué forma era visto mi abuelo como una especie de orador oriental, fuente inagotable de historias. Especialmente por la excentricidad de haber viajado por el Viejo Continente y Oriente Próximo casi un año completo y hablar de ello elocuentemente a sus familiares, amigos y alumnos, me contó, era conocido como “el que fue a Europa”. Don Julio me habló de su tío Raúl como una persona tan excesivamente culta que de alguna manera el tiempo que estuvo en Bolívar vivía más bien solitario y enfrascado en sus libros, pero que con sus relatos de historia deslumbraba a todo el pueblo y atraía público en cualquier tertulia cuando bajaba de la finca.

Siendo muy católico, le habían contado que durante los sermones del padre durante la misa dominical salía discretamente al atrio, como queriendo decir que no compartía el radicalismo conservador de ese entonces de los miembros de la iglesia en esos pueblos azules de arriba abajo. Es extraño, porque era tan conservador que daba instrucciones a sus hijos de solo votar cuatro años a partir del Frente Nacional para no tener que votar por un liberal (como consta en una carta que conservo). De todos modos nunca perdonó, me contaron mis tíos, que Laureano Gómez hubiera hecho destituir al humilde líder antioqueño, el también conservador presidente Marco Fidel Suárez. Habiendo sido autónomo como se ve en sus ideas conservadoras, prefería más bien enfrascarse en relatos históricos, sobre todo relacionados con sus viajes, que estar hablando de política.

Esta imagen, de un contador de historias que lograba mantener la atención de personas de diferentes niveles de saber con sus relatos, es persistente entre todos los que me han hablado de él. Mi tío Julio Vélez Ochoa, su hijo sacerdote, me explicó hace poco que incluso sus alumnos le ponían la trampa de hablar de viajes para que él se olvidara de la lección del día y volara con todos hacia Europa. Esto me llamó la atención, porque el autor de Las cenizas de Ángela, Frank Mcourt, quien ganó el premio Pulitzer con esa novela, reconoció en su autobiografía que tal cosa hacían sus estudiantes de bachillerato respecto de su “triste infancia en Irlanda”.

Don Julio Vélez Uribe, quien falleció pocos años después de la entrevista, me señaló desde la montaña de su finca (una parte de la cual fue antes propiedad de mi abuelo Raúl), la escuela de primaria que habían puesto en su nombre como homenaje, por el recuerdo grato que habían dejado sus enseñanzas. No pude dejar de estremecerme pensando en cómo logró mi abuelo salir de allí y lanzarse a recorrer el mundo. Esto dicho en términos del contexto en el que vivía, porque hay que aclarar que tampoco se trató de una epopeya. En efecto, mi abuelo no fue ningún aventurero, como si lo fue mi abuelo paterno, quien salió del Líbano a los diecisiete años y llegó a Colombia caminando desde Buenos Aires. Mi abuelo materno, por el contrario, fue un hombre extremadamente paciente con su fascinación por el mundo, pues supo combinar, como lo hicimos los que le heredamos la pasión por viajar, esta debilidad humana con una vida normal, tanto en lo familiar como en lo profesional.

También su hijo Ramiro Vélez Ochoa, el menor, tuvo la paciencia de esperar hasta que pudo estudiar siquiatría en Barcelona, desde donde recorrió España y parte de Europa con un Simca viejo que se compró desde el comienzo, y fue uno de los familiares que me hizo agua la boca contándome de esa España tan deleitada por mi abuelo Raúl en su viaje. Su hablar pausado y rico en recursos lingüísticos, oportunos, humorísticos muchos, y a veces acompañados de fantasías típicas de viajero, todo ello de alguna manera heredado del abuelo, alucinaron mi infancia de fantasías viajeras aparentemente imposibles de lograr, pero que pude cumplir con creces cuando cumplí dieciocho años y empecé a ser trotamundos como todos ellos.

De hecho, mi otro tío materno, el padre Julio, fue aún más viajero que mi abuelo y mi tío Ramiro juntos, pues con una pequeña herencia en metálico que su padre le dejó, invertida en un buen momento de la economía, y su magro sueldo de cura párroco, logró viajar por el mundo entero hasta cuando cumplió ochenta años y decidió retirarse y también dejar de viajar. Fue él quien me animó a vivir en Europa como estudiante para poder viajar sobre todo, y me incitó a instalarme en una metrópoli como Madrid en lugar de la periferia: “Uno no se va a Europa a encerrarse en una ciudad universitaria a estudiar únicamente”, me dijo en tono profético. Y yo obedecí, no eran los tiempos del low cost para viajar por treinta euros de cualquier lugar a otro de Europa, y había que estar estratégicamente situado.

Con este sacerdote de casi noventa años ahora, con el que hago tertulias eternas de viajes desde los catorce años, fue con quien aprendí el truco de vivir de manera frugal y viajar con poco presupuesto, lo que me ha permitido visitar casi todos los países y lugares importantes del mundo. Él más que nadie sabe que mis trescientos viajes a ciento cuarenta países los he hecho solo con mi sueldo de profesor, y algunas “cuñitas”, como llamamos en Antioquia a los trabajos extras que nos salen ocasionalmente a los asalariados, y que usamos para esos lujos.

Don Raúl, por el contrario, toda su juventud y principio de la vida adulta estuvo planeando el viaje que realizó por Europa y alrededores, y que es el que cuenta en estas memorias. Pero solo pudo lograrlo a los treinta y cinco años, luego de haber sido profesor mucho tiempo y poco después de haber ejercido como rector de una universidad pública en Cartagena.

Sus ingresos los completaba con la venta de café de esa pequeña propiedad que conservó en Bolívar y que vendió ya muy entrado en la edad adulta. Por eso dice en estas crónicas que se “bautizó” en el mar a los treinta y seis años, al comienzo del viaje, cuando pudo concretar su ilusión de juventud. Además, no viajó más, luego de este gran periplo aquí relatado, fuera del país, salvo cuando acompañó a mi abuela a Nueva York para su tratamiento contra el cáncer de pulmón, con el mismo doctor de Evita Perón, y desafortunadamente con el mismo resultado.

El abuelo fue muy paciente en su espera del gran viaje, pero su novia, mi abuela, doña Antonia Ochoa, a quien no conocí tampoco por lo dicho, fue una auténtica Penélope. Lo esperó largos años a que lograra organizar este viaje soñado, y confió en que cumpliría su palabra de casarse con ella al regreso del mismo, como en efecto sucedió. Tal cual lo prometió, mi abuelo Raúl se dedicó el resto de la vida a ella, a sus hijos, a sus estudiantes, y por supuesto a la lectura, que era su otra gran debilidad. No dejo de pensar que si él hubiera vivido en estos tiempos de viajes aéreos transoceánicos y desplazamientos low cost, y quizá con el apoyo inicial de una familia en mejor situación financiera, como fue mi caso y el de mis tíos, podría haber hecho compatibles esas ocupaciones con la pasión viajera por el resto de su vida.

Hay que recordar, sin embargo, como el lector podrá comprobarlo unas páginas más adelante, que el abuelo Raúl escribió estas memorias de viaje no en honor de mi abuela, que era su novia por entonces y lo esperó, sino pensando en su mamá. Se nota en sus palabras la devoción filial que sentía por ella, lo que es comprensible habiendo sido capaz de criar a tres hijos ella sola tras la muerte del bisabuelo en sus viajes transmontanos.

Creo que su intención inicial era no leerlas a nadie más y utilizarlas también como un recordatorio para sí mismo de esos meses inolvidables, porque hace la advertencia a su madre en el texto de que por favor no decida cerrar el cuaderno cuando menciona su visita a un restaurante de bailarinas famosas, “Les Folies”, diciéndole que no describirá nada más sobre el tema para evitar su censura. Justamente como estaba pensado en ser leído por su mamá, este texto está desprovisto de esa retórica varonil casi barroca utilizada en esos tiempos en nuestra tierra, y por eso creí que lo hacía cercano al lector del siglo XXI y que merecía su publicación.

Con una escritura agradable y humorística, sin ser avaro ni recargado con las descripciones, considero que mi abuelo en cierta forma, con este estilo, pudo haber sido sin saberlo el autor del primer blog de viajes en Colombia conocido. Con su pequeño cuaderno de profesor, convertido en diario de a bordo, para su mamá y el recuerdo personal, sin duda marcó un ritmo dialéctico bien parecido al de los actuales blogeros de viajes que inundan internet con sus relatos, pero más fino en el estilo, por supuesto.

Debo aclarar que la decisión de publicar íntegro este diario de viajes, que inicialmente el mismo autor no lo vio como un texto para enviar a una editorial ni lo escribió para eso, se debe a que tenemos conocimiento en la familia de que en algún momento mi abuelo sí manifestó que quería publicarlo. Lo cierto es que lo fue posponiendo, como nos suele pasar a todos los viajeros empedernidos con nuestros propios escritos sobre esos temas, y es un honor para nosotros poder cumplir ese deseo como un homenaje a su memoria.

Además de ello, nos ha parecido a nuestra familia, y a la Editorial EAFIT, que es interesante mostrar a los colombianos, y especialmente a los antioqueños, cómo un profesor de principios del siglo pasado de nuestra tierra veía el mundo a través de sus conocimientos de historia y de un único viaje al Viejo Continente.

La gracia de este texto es su sencillez, su falta de pretensión, pero sobre todo esa prosa fluida y descomplicada, y al mismo tiempo elegante, precisa y suficiente. El hecho de que con ella quiso transmitir a su mamá las experiencias del viaje que lo separaba de ella por un tiempo largo, es parte del encanto. En el mundo actual, cuando enviamos a nuestros hijos a estudiar al otro lado del mundo sin tener aún mayoría de edad, nos extraña esa actitud, pero refleja cómo se pensaba y sentía entonces en nuestra tierra colombiana y particularmente en Antioquia.

En efecto, este libro contiene unas sencillas memorias de viaje, y no es la portentosa obra Hace tiempos de Tomás Carrasquilla, en la que nos dibuja al detalle aquellas épocas. Sin embargo, también nos da pistas interesantes de cómo pensaban nuestros abuelos y bisabuelos, y nos ayudan a descifrarnos a nosotros mismos. Por ejemplo, la escena de mi abuelo preguntando al director de un colegio en París sobre la clase de religión, nos ayuda a comprender lo importante que era el tema en esa época en Medellín. Y la mayor prueba fue que a la respuesta del profesor francés, laicizado tras un siglo de revueltas, sobre cuál religión se debía enseñar habiendo varias, el abuelo contestó rotundamente “pues: La Religión”.

Hay multitud de escenas que merecen comentario o actualización en las memorias, pero esto haría esta presentación tan extensa como el libro, así que, para concluir elijo una de ellas que tiene su gracia, porque explica en parte esa gran pregunta sobre la tradición viajera de la familia. Don Raúl tenía investigaciones genealógicas sobre los Vélez, las cuales continuó el tío Ramiro, quien me las entregó a mí junto con las memorias. En ella se afirmaba que el primer ancestro de apellido Vélez en venir a Antioquia y sembrar el apellido había sido el capitán Juan Vélez de Ribero, proveniente de un pueblo llamado Cabezón de la Sal, en el norte de España.

En estas memorias se cuenta cómo mi abuelo fue a dicho pueblo, entrevistó al párroco y trató de desentrañar algo sobre el viaje de ese primer familiar, y hasta intentó buscar los archivos de la fe de bautismo de nuestro ancestro, sin lograrlo. Años después de la publicación resumida de las memorias de ese viaje que se hizo en Cartagena, viajé a este pueblo, situado entre Oviedo y Santander, busqué a los Vélez que aún hay y me entrevisté con algunos, recopilé historias, e intenté terminar esa tarea de búsqueda del primer viajero de la familia, ochenta años después del intento del abuelo. Y en efecto, incluso ya sé dónde está oficialmente esa fe de bautismo del indiano Vélez, nuestro ancestro, aunque será labor de mi hija ir a tomarle la foto al viejo documento, ya para una próxima publicación, o de su hermano menor, mi hijo André.

Para más coincidencias, hablé con el párroco del pueblo, muy anciano y ya jubilado, quien recordaba al viejo sacerdote con el que se entrevistó mi abuelo, porque dijo haberle recibido la parroquia a él, siendo la diferencia de edad de los dos muy grande. Y quiso la casualidad también que este sacerdote hubiera dedicado su vida a estudiar la historia de su pueblo, y hasta había publicado de su propio bolsillo varios libros sobre ello, lo que resultó fascinante en mi búsqueda de información sobre los ancestros.

Él afirmaba que los Vélez éramos descendientes de los cantabros prehistóricos y de poblaciones que nunca terminaron de asentarse definitivamente en ningún lugar por diversos motivos. Me dijo que cuando por fin tenían cierta estabilidad en una zona esas familias de todos modos emigraban al poco tiempo hacia diferentes partes del mundo, como hizo el capitán Juan Vélez de Ribero, primero a Sevilla y luego a lo que es hoy Antioquia. Si bien esto parece explicar esta pulsión familiar del movimiento geográfico de don Juan Vélez, y de sus descendientes seguramente arrieros hasta mi propio bisabuelo, así como de los que de ahí en adelante en la familia nos obsesionamos con los viajes, puede haber otra razón que le dé cuerpo a la cuestión.

Como explica Enrique Serrano en su reciente libro, Colombia: historia de un olvido, muchos españoles vinieron a América y especialmente a lo que hoy es Colombia y, sobre todo, Antioquia, a buscar oportunidades que como descendientes de judíos no podían tener por no ser cristianos viejos, y construyeron con la arriería un mundo nuevo, pacífico, semisecreto y al mismo tiempo interconectado. Yo me identifico con esta teoría y veo en mi abuelo hipercatólico la huella de esa sangre semítica que llevó al pueblo judío a recorrer el mundo a fuer de exilios y empresas fundacionales, toda vez que Vélez es un apellido para algunos claramente Sefarad, o sea, perteneciente a los judíos que huyeron hacía España en el siglo I, tras la destrucción de su templo en Jerusalén por parte de los romanos.

Cualquiera que pueda ser la verdad de por qué mi abuelo le dio tanta importancia a un sencillo viaje de ocho meses por el Viejo Continente, o de por qué sus ancestros y descendientes valoraban y valoramos los viajes de un modo en exceso superlativo, lo cierto es que este texto personal se libró del olvido y es un nuevo libro de la colección justamente llamada Rescates, para el deleite del lector antioqueño y colombiano.

Disfrute el lector de este doble viaje, geográfico y en el tiempo, que nos habla del Viejo Mundo, pero también de quienes en el fondo somos y seguiremos siendo los antioqueños, a través del sencillo diario de anotaciones de mi abuelo, el profesor Raúl, hecho durante su recorrido por Europa y Medio Oriente, en 1929.

Memorias de viaje (1929)

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