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[29 de marzo]

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Hoy hemos tenido el día más agradable de toda la travesía que llevamos. Como ayer, al despertar, divisé tierra, fue que llegamos en la noche a la Guaira, puerto avanzado de Caracas. El mayordomo nos anuncia que tenemos tiempo hasta las 4 p. m. Hay diez horas libres y resolvemos emplearlas en un viaje a Caracas, distante 7 y ½ leguas. Contratamos un auto por 70 bolívares para ir, ver lo que queramos de la ciudad y regresar; somos 7 compañeros y el auto nos contiene con holgura. Emprendemos el ascenso de la cordillera, trasponiendo la cual está Caracas. La carretera tendrá muy pocas como iguales. Mejores y más atrevidas, es difícil encontrarlas. Subimos, pues, en poco más de una hora desde la orilla del mar hasta la cima de la montaña, cruzando vertiginosos abismos, trepando pendientes al desarrollo de atrevidas curvas que en elegantes caracoles van coronando la montaña. El mar va apareciendo cada vez más lejano; allá en lo hondo se divisa como un bosquecito cuyo límite lejano tuviera neblina. Llegados a la ciudad, recorremos las principales calles y nos dirigimos a la casa donde nació el Libertador. Un atento guardador de la casa, nos la muestra toda: allí la cama donde nació Bolívar, allá muchos de sus vestidos, su hamaca, su poncho peruano, una chinela de casa (la otra está en poder de una familia bogotana), etc. Nos quedamos atónitos ante tanto recuerdo histórico; tomamos fotografías, dejamos el autógrafo en el libro que hay al efecto, y salimos en dirección al Panteón Nacional. Sería obra de mucho espacio, hablar con detenimiento de este lugar. Es un templo, recubierto por dentro de mármol jaspeado y blanco; en el gran nicho central está la estatua del Libertador y al pie la urna que guarda sus restos; mil alegorías, inscripciones, coronas, diademas de oro con piedras preciosas, rodean el monumento.

A la derecha, Sucre, el más grande de los hombres de América, y a la izquierda Miranda, que tiene a los pies una urna entreabierta y una sentida inscripción que lamenta no poseer los restos del ilustre cuanto desgraciado precursor. Cuando estoy embelesado viendo estos monumentos, miro al suelo para contemplar las grandes baldosas que forman el pavimento, y quedo azorado al ver que cada una de esas losas cubre el sepulcro de algún héroe. Al frente de la estatua de Sucre estoy, y mis pies pisan el nombre de Páez; miro a mi derecha: Nariño; sigo mirando a mi alrededor: Torres, Salom, ¡Arismendi!, Infante, Rondón… Todas las losas cubren sepulcros venerados y me aparto temeroso de abrasarme los pies por profanar con ellos lo que queda en el mundo, de esos semidioses. Nuestro guía es una niñita de 7 años, simpática y bonita, a quien doy un bolívar y una caricia.

—Pero me da mucho, señor– me dice la chica mirando asombrada la peseta.

Quisiera decirle que la emoción que me proporciona vale más que mil monedas, le dedico algún halago y doy por terminada la visita, no sin dejar también allí la firma, en el álbum del Panteón. Regresamos a la Guaira y aún tenemos tiempo de visitar el famoso balneario de Macuto, montado a la europea y distante una legua. Pero yo ya no siento nada viendo paisajes porque mi cerebro está remarcando historia. Volvemos a la Guaira y a las 4 nos hacemos a la mar. Mañana, según parece, estaremos en Trinidad.

Memorias de viaje (1929)

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