Читать книгу Memorias de viaje (1929) - Raúl Vélez González - Страница 29
[13 de abril]
ОглавлениеAyer al amanecer me asomé a la ventanilla y vi la tierra a pocos pasos. Estamos en Holanda y la inmensa campiña se ve hasta muy lejos. Como estamos quietos, yo creo que hemos llegado a Ámsterdam y me preparo a salir, pero arriba me dicen que estamos apenas a la entrada del canal, en un pueblecito pesquero que no está en el mapa y cuyo nombre me dicen y es como Anailla o cosa parecida. Pueblecito, digo, y tiene casas de muchos pisos, fábricas, iglesias, de todo y grande. Allí entra al barco el práctico que ha de conducirlo a lo largo del canal. Es un viejo piloto que sabe cuál es el puntito por donde se puede pasar, en aquel caño de tres cuadras de ancho y unas tres millas de largo. Embarcamos el canal y me faltan ojos para mirarlo todo. Desde la cubierta contemplo el paisaje. Es el típico paisaje holandés sin que falten ni el molino de viento, ni la pila de heno de forma cónica, ni la granja con su establo, ni el campo partido en ajedrez, ni el pequeño y elegante cálete, ni el pescador serio y grave que en pequeña barquita viene, fumando su pipa, por una de las derivaciones del canal. Aquí y allá el canal se ramifica y las ramificaciones se extienden rectas hasta donde no alcanza la vista. Trenes pasan veloces al lado de nuestra ruta, atravesando los canales secundarios por sólidos puentes. Chimeneas por todas partes, muchas casas en el campo, carreteras que se cruzan con los canales y con otras carreteras bordeadas de álamos, y que forman una red complicadísima que la mancha del buque no me deja desenredar, y más adelante otra red y más granjas y más barquitos y más canales.
Por fin la ciudad: hemos llegado y otra vez me dispongo a salir; pero no: el muelle está en el centro. Llegaremos dentro de una hora. Más se complican los canales. ¿Cuál entra? ¿Cuál sale? ¿Aquel vuelve al caño principal encerrando una isla? No lo sé. Me desoriento de tal manera que no veo cuando el vapor da la vuelta y quedamos otra vez mirando hacia el mar. Pero como noto que, (para delante o para atrás) vamos viendo otra vez las mismas cosas que vi hace poco, pregunto a un alemán: “¿Y por qué nos devolvemos?”. “Porque no me ta la kana”, me contesta con su vozarrón brusco y ronco. Me ofende esta rudeza y volteo para manifestarle al grosero mi enojo, pero hallo que está sonriente y cortés, muy satisfecho de la contestación. Quiso decirme que el barco prefería arrimar más bien a este que a otro puerto y fue la manera que encontró para su explicación. Atracamos, se pone el puente, son las nueve, salto a tierra y una brisa me hiela perfectamente los huesos, me vence. Y yo sin abrigo y con interiores y medias de hilo. Mis pies no tocan el suelo, o mejor dicho, no tengo pies; estoy apoyado en una multitud de agujas que se me clavan hasta el cerebro. Llamamos un chofer, que por fortuna sabe francés y le digo que nos lleve volando hasta donde haya un almacén de ropas. Por el camino me explica todo amablemente: me muestra la estación central, la oficina de correos, la bolsa, el palacio real. Al frente hay un lujoso almacén. Entramos en él. Hablo en español y los dependientes se sonríen y se miran como si oyeran algo muy raro; hablo francés y uno parece entender algo. Le hago señas al mismo tiempo que le pregunto por un sobretodo. Cortés y diligente me conduce a un cuartito que resulta, sin yo esperarlo, ser un ascensor, que me lleva, todo asustado, a un piso muy alto donde encuentro un gran salón todo lleno de sobretodos y de espejos. Los empleados de arriba hablan francés y me siento como en mi casa. En este y otros departamentos del mismo piso me proveo de sobretodo, unos guantes tapizados por dentro con lana, medias y ropa interior también de lana y un chaleco de lo mismo con mangas. Me cuesta 110 florines (en holandés suena kulth el nombre de esta moneda). Son como 28 dólares. Voy a pagar a lo campesino y no me reciben; quiero tomar mi mercancía y no me la entregan, y cuando digo que no necesito más me bajan del piso de donde salí y en la caja, cerca de la puerta, me entregan el paquete y la cuenta. Salimos y como el chofer quedó citado para las 12, está ahí. Lo hacemos dar vueltas y aquí sí que acabo de desorientarme en este laberinto de canales, puentes que se abren para dar paso a grandes trasatlánticos, trenes que pasan por encima de nuestra calle con fragor infernal, calles de limpieza increíble, llenas de edificios monumentales y todo lo que no puedo ver. Volvemos al barco como quien vuelve a su casa después de compras, almorzamos, salimos otra vez a dar vueltas, regresamos y a las 10 de la noche emprendemos la marcha otra vez hacia el mar del Norte. He pisado por primera vez tierra europea; he visto el paisaje holandés; he visto la primera ciudad, pues hasta hoy nada sabía de lo que es ciudad (esta tiene 800.000 habitantes). Solo me quedé sin ver las vacas, porque todavía el frío no las deja salir de los establos. Este canal que hemos recorrido casi parte a Holanda en dos pedazos, pues le falta poco para llegar hasta el golfo de Zuiderzee2 y gracias a él es Ámsterdam un puerto, quedando como queda en el interior del territorio.
Entre las maravillas que vi en él debe contarse como principal un puente giratorio que dio su cuarto de vuelta para que pasara nuestro buque, sobre una fuerte torre de hierro y de cemento. Por encima de este puente pasan cuatro líneas de ferrocarril y una carretera; y ver la facilidad con que giró, como el fiel de una balanza.
Cuando me duermo estamos aún en el canal y hemos amanecido en alta mar, o al menos la bruma no deja ver costa por ninguna parte. Ayer hizo una tarde buena, sin frío, de primavera efectiva. Porque me dicen que, aunque ya llevamos un mes de primavera, el frío del invierno se ha prolongado en este año de manera excepcional.
He visto nieve en las orillas del canal. La temperatura de ayer en la mañana debió de estar casi en cero. Hoy no se aguanta el frío, y a pesar de mis abrigos no me atrevo a dejar la estufa de mi camarote que me da la impresión de estar en mi cuarto de Medellín. Esta noche, temprano, llegaremos a Hamburgo. Uno de los sirvientes dice: “Allí sí hace frío. Aquí todavía muy kalorg”.