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[5 de mayo]

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Ya mañana salgo para París. En los cinco días que hace que no escribo, he hecho lo que puede hacer un viajero desocupado y curioso. En primer lugar, he encontrado al Dr. Decroly y he visitado sus dos escuelas: la de Vossegat, para niños anormales y la del Ermitage para normales. Son admirables las escuelas esas, tan al aire libre, tan educadoras de la iniciativa; en fin, tan activas.

La señorita Nuri Lladó, catalana muy simpática, me condujo en la escuela de Vossegat; la otra me fue mostrada por la directora Mademoiselle Amaïde, autora de varios libros de pedagogía, y por una señorita Ibarbourou, uruguaya, que está en gira de estudio por estos mundos.

Todo muy bien, menos la ausencia absoluta de enseñanza religiosa en estas escuelas. No dejo de preguntar sobre el particular con gran tino y me contestan con naturalidad, que si el padre del niño lo desea, puede enviar un sacerdote o un profesor a enseñar la religión que le sea más de gusto. Para nosotros, católicos de tuerca y tornillo, es duro ver que no se inicie a aquellos niñitos, desde sus primeros pasos en el camino de la ciencia, en los bellos y sagrados preceptos de nuestra santa religión. El Dr. Decroly me recibió con la amable familiaridad del verdadero sabio y me invitó a comer a su casa o al menos a que tomara el té. Dios me libre de semejantes enredos. Me excusé como pude con mil pretextos y al fin tuve que quedar en que le avisaría. Le avisé que no, por una tarjeta en que me despedía.

He hecho muchas excursiones a los alrededores de la ciudad. La más interesante es la que hicimos al castillo de veraneo del rey. Tiene toda la magnificencia de la mansión de un rey y los alrededores son de una belleza incomparable: como siempre, inmensos bosques, jardines, estanques, estatuas. Frente a la puerta principal del castillo y como a cuatro cuadras, en un montículo, hay un monumento, estilo mixto (gótico y romano) a manera de quiosco que tiene en su centro la estatua monumental de Leopoldo I, primer rey de Bélgica (porque Bélgica, como nación independiente no existe sino desde 1830). Será bien decir que el actual rey es sobrino nieto del primer Leopoldo; y que este (Leopoldo) es tenido en la memoria de los belgas como Federico el Grande para la de los alemanes. Leopoldo II, hijo del anterior, fue magnífico y se empeñó en dotar a Bruselas de monumentos artísticos. Lo mejor que vimos fue el pabellón chino y la torre japonesa a su lado, verdaderas maravillas que imitan la construcción y el decorado del lejano oriente. Allí los muebles de laca y de marfil, allí la porcelana artísticamente decorada, allí las mesas y las sillas de finísimas maderas, talladas a mano, increíbles filigranas de arte y paciencia, con repujados de oro, marfil y nácar. Cree uno estar en la mansión de un rico mandarín.

De regreso entramos al cementerio, bellísima imitación del de Génova, según nos dicen. Es muy hermoso, en efecto, pero lo que allí llama la atención es la gran galería de los maestros en la guerra de manera heroica, con sencillas y uniformes lápidas, el retrato del soldado y una sentida inscripción. Casi todos voluntarios de catorce a veinte años. A la entrada está la tumba del soldado desconocido francés, bonito monumento lleno de altos relieves en piedra que figuran hombres agonizantes, viudas llorando y niños desconsolados. La tumba del soldado desconocido belga está en el interior de la ciudad, cerca al palacio real y tiene en el centro un pebetero que arde constantemente, y que quiere significar eterna memoria.

Otro día fuimos a ver el museo colonial. Un tranvía nos llevó a catorce kilómetros de distancia y apenas estábamos en las afueras de la ciudad. El museo tiene todos los productos tropicales del Congo, muy semejantes a los nuestros: animales embalsamados, flores, frutos, armas, vestidos, cerámica, etc. Nos llamaron la atención especialmente unos colmillos de elefante como de cuatro varas de largo, y gruesos como estantillos. Solo diré de más que la vida es verdaderamente barata: el desayuno, compuesto de café, mantequilla y pan, las cantidades que uno quiera, le cuesta 3,50 (10 centavos próximamente), y así lo demás. La correría de doce horas en auto, 175 ($5,25).

Hoy hicimos la gran excursión. Salimos a las 9 a.m. en un autocarro de turismo y visitamos, entre otras menos importantes, las ciudades antiquísimas de Gante, Brujas, Ypres y Ostende. En Gante, la catedral donde fue bautizado Carlos V, llena de recuerdos, donde vimos el cuadro más antiguo de los que pintó Van Dick; el Castillo de los Condes de Flandes, y las viejas y estrechísimas callejas. En Brujas, la misma vejez, con sus casas de piedra llena de la lama de los siglos: en sus almacenes se exhiben los bordados finísimos, especialidad de la vieja ciudad desde tiempos inmemoriales. Cuando recorría las callecitas más tortuosas y vetustas, me salió una gitana a decirle la buena ventura. Tal vez sea esta la última bruja, la que aún autoriza el nombre de la ciudad. De Brujas a Ostende, formando como un semicírculo irregular que toca en Ypres y en Nieuport, se extiende el campo de batalla, es decir, el frente donde fue más encarnizada la lucha en la gran guerra. Causa escalofrío ver, en una extensión de unos cien kilómetros, a un lado y a otro los cementerios extensísimos de alemanes y aliados; los monumentos merodean; las trincheras, aún con sus muros de sacos de arena ya vueltos piedra; los pequeños torreones para emplazamiento de los cañones monstruos; castillos hechos ruinas todavía; la catedral de Ypres, destruida hasta los cimientos, mostrando solo unos muros abrumados que se desmoronan, y en los que se ven todavía estatuas de santos en nichos agrietados y ruinosos, y en fin, los bosques vueltos hilachas y todo lo que puede indicar el refinamiento de la barbarie que poseyó a estos hombres.

Ostende es un bello puerto, pero solo muestra su esplendor en el verano, pues es la playa elegante de Bélgica. En el resto del año es como una tienda cerrada. A las nueve de la noche regresamos a Bruselas, después de haber recorrido en las doce horas cuatrocientos dos kilómetros. Mañana, a las nueve y un minuto saldremos para París. Me merece alguna mención el guía que nos acompañó a todas partes: es un muchacho simpático y parece honrado; fue a la guerra como voluntario, a los 16 ½ años y pronto una granada que le estalló en la mano cuando iba a arrojarla, le llevó tres dedos, le quebró la clavícula y el brazo por dos partes, y la pierna izquierda. Nos cuenta que le sacaron de la caja del cuerpo treinta y dos pedazos de metal y que aún le quedaron otros, los más pequeños. Está imposibilitado para todo trabajo lucrativo y se tiene que ganar la vida sirviendo de guía a los viajeros, cosa cansona y que produce poco. Es una de las mil y mil víctimas de la feroz tragedia cuyos restos hemos visto por doquier.

Memorias de viaje (1929)

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