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[19 de abril]Hamburgo

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Hace cinco días que estoy en Hamburgo, el puerto más importante del norte y tal vez de Europa continental. Mi admiración ha pasado los límites al ver tanta belleza. Pero no levantaré mucho el tono, porque en todo mi viaje veré ciudades más grandes y más hermosas, de manera que no debo gastar en estas mi escaso caudal de palabras laudatorias. Fiel a mi propósito, relataré sencillamente lo que he hecho y lo que he visto, con la parquedad con que lo he visto y hecho.

Desde las 3 p.m. del día 13, las aguas en que navegábamos comenzaron a ponerse de un color café sucio, así como tabaco, indicio de que hasta allí penetraba la corriente del Elba. A poco vimos costa y en seguida la pequeña y simpática población de Cuxhaven, situada a la derecha de la entrada al río y puerto antiguo, en los tiempos en que los grandes barcos no subían el Elba. Principiamos a subir el río, y el paisaje es encantador. Ese no es un río; es una calle donde las embarcaciones de todos los tamaños y clases se cruzan, se alcanzan, se quedan atrás, igual que automóviles en una calle concurrida. Bastará para darse idea del movimiento, la estadística que formé: más o menos nos encontramos un barco cada minuto y ¡gastamos cuatro horas! Y veo que aún me quedo corto en el cálculo. La llegada a Hamburgo, de noche (eran las 10) es un espectáculo sorprendente: los barcos que se cruzan, las torres y edificios de las orillas, las luces que dan a algunos edificios el aspecto de ascuas gigantescas al rojo blanco, los andamiajes de los potentes guías, las deslizaderas de los grandes astilleros. Claro que nada entiendo y lo miro todo como el salvaje en fiestas de pirotecnia. Y no otra cosa soy en este mar de cosas desconocidas. El barco atraca del lado opuesto de la ciudad propiamente dicha. Como la navegación de los grandes buques no permite puentes en gran número, tendremos que ir a la ciudad dando un rodeo, en automóviles de la compañía. Mejor. Pienso qué haré en la estación central con mis maletas y con O. Manuel casi ciego, cuando, al querer salir ya, sigo entre el tumulto de gentes del puerto que han entrado, que dicen: “¿El señor Vélez?”. Asombrado miro y encuentro un joven bien parecido y puesto con elegancia que pregunta al mayordomo. Me adelanto para saber de qué se trata. Es que un amigo de Barranquilla que allá dejamos y que reside aquí ordinariamente ha escrito a sus consocios que nos reciban bien. Es un hallazgo, y entre frases de cumplido hacemos el camino de la estación, donde nos dan los equipajes. Aunque traemos dirección para una pensión donde se habla español, tememos ir a buscarla a esas horas (las 12 de la noche) y nos instalamos en un lujoso hotel que está cerca y donde la sola cama cuesta dos pesos (ocho marcos) por noche. Es sorprendente el confort del hotel, pero al día siguiente, en vista de que nadie habla español ni francés en el hotel, nos vamos a la pensión donde la señora Stahl, la dueña, habla bastante bien el español, aunque hace siempre unas construcciones muy graciosas. Tiene algo de catarro y al día siguiente me dijo: “Esta noche no sano”. Nos hemos instalado muy bien. Nuestro cuarto tiene de todo, hasta teléfono particular, que maldita la falta que nos hace. La cama es lujosa, con colchones de pluma y de muelles; las cobijas siempre enfundadas en alemanisco y encima mullido edredón que acaricia; lavabos de mármol con agua fría y caliente, baño de pozuelo, seis focos de luz, tocador, estufa de calefacción, armario de espejo, dos mesas, tres espejos (uno de cuerpo entero), etc., etc.

Hamburgo, situado sobre el Elba, está atravesado por el río Alster, que tiene en su curso, dentro de la ciudad, dos lagos hermosísimos. Uno se llama Alster interior y está rodeado de soberbios edificios. El Alster exterior es mucho más grande y en él navegan barcos de buen tamaño, goleticas, barcas, botes, etc. y está rodeado de lindas avenidas. El comercio es complicadísimo. A mí me pareció que lo conocía ya el segundo día y luego vi el plano de la ciudad y me convencí de que no he visto la centésima parte.

Los taxis pasan por millares y los choferes son habilísimos; lo llevan a uno a una velocidad extrema por entre este gentío sin que tengan el menor accidente. La red de tranvía es interesante. Cada línea tiene un número y hoy el visto el 119. Van los carros acoplados de 3 en 3 y siempre repletos. Yo resolví montarme en un tranvía a ver hasta dónde me llevaba y a la hora y media aún iba andando: estaba en Altona, a varias leguas de Hamburgo y siempre atravesando calles con altos edificios. Nosotros vivimos en las inmediaciones del Alster exterior, como a una cuadra, y muy cerca de la estación central de ferrocarriles (unas 15 cuadras). Desde nuestra llegada emprendimos la busca de un médico, ayudados por el amigo que nos salió a la estación del barco. Fuimos el lunes a la clínica de enfermedades tropicales y allí, el especialista Dr. P. Miihlens examinó a O. Manuel y le dio el certificado de que tenía el organismo completamente sano, salvo una catarata en el ojo derecho y un estrabismo de nacimiento en el izquierdo. El oculista consultado luego declara que puede extirpar la catarata hoy, pero que bien puede demorarse tres o cuatro años. Hemos resuelto dejar la operación para cuando estemos en tierra de cristianos, es decir, donde hablan siquiera francés. Resolvemos quedarnos aquí la semana y yo consigo, con los corresponsales, muy atentos, de Guinffnstein Angel, permisos y autorizaciones para ver escuelas oficiales y parcelares. Un empleado que ha estado en Medellín y habla muy bien español, me acompaña. No encuentro mucho bueno ni nuevo en lo oficial. Veo una casa particular de menores, interesante por su historia, que no importa consignar aquí, sin otra importancia, y recibo una autorización para ver las escuelas de Berlín. El resto del tiempo lo pasamos vagando de lo bueno por todas partes, viendo los lindos restaurantes de Alster. Pero mi compañero es flojo de pies y quiere a todo trance ir en automóvil; no hay quien le haga ver que para conocer una ciudad, es el auto el peor de los medios.

El domingo, al siguiente día de nuestra llegada, comencé a realizar mi deseo acariciado tanto tiempo: el de ir por una ciudad desconocida, solo, con tiempo ilimitado y sin saber para dónde ni a qué voy. Dejé a O. Manuel en el hotel y me interné en la ciudad por unas calles muy limpias, muy anchas y formadas por negros edificios llenos de comercio. De pronto oí sonar campanas y como el caballo cuando le suenan maíz, paré la oreja y me fui derechito a donde me pareció que tocaban. Encontré una catedral gótica de verdadero estilo y me colé a oír misa. Me sorprendió ver al cura (que estaba leyendo quizá el evangelio) con un vestido como con cuello de encaje blanco. No veía los trastos de decir misa y tampoco se leía en latín sino en alemán. Por toda imagen, un Cristo en el altar mayor; la gente devotísima. Me estuve un rato a ver en qué paraba todo ello hasta que caí en la cuenta de que me había metido en una iglesia protestante y me escurrí bonitamente después de haber curioseado algo.

Pero no me quedaba yo sin levantar una iglesia católica y una de estas mañanas me fui a una que queda cerca de la pensión. Mi alegría fue grandísima al ver el sacerdote con ornamentos católicos diciendo la Santa Comunión a los fieles que llenaban la iglesia a pesar de ser día de semana. Al lado de la iglesia hay una escuela católica para niños pobres muy concurrida y manejada por hermanas de no sé qué comunidad. Una de ellas me dio datos sobre la escuela, valiéndose del francés, y quedé invitado para presenciar un día de estos la enseñanza.

A pesar de que Hamburgo no tiene mucho monumento antiguo, he visto cosas muy interesantes. En edificios merecen mención el Ayuntamiento, la Bolsa, la catedral de Santa Catalina, la Iglesia de San Miguel y la de Santa María (católica esta última). Los monumentos principales que he visto, son: la estatua de Bismarck, toda de piedra con un alto pedestal también de piedra y que mide casi media cuadra de altura. La estatua es monumental, pues la sola cabeza mide en redondo cinco metros; la estatua ecuestre de Guillermo Primero, de bronce, en uniforme de gran pasada, frente al Ayuntamiento; esta también es de tamaño colosal; la estatua de Lutero, la de Schiller, las que hay en el Ayuntamiento en nichos sobre las partes altas de los muros exteriores y que representan a todos los reyes de Alemania desde los merovingios, la de Carlomagno, fundador de la ciudad y multitud de monumentos alegóricos de la guerra, de la paz, del comercio, la navegación, la industria, etc. Se me quedaba en el tintero el monumento muy hermoso que hay en el centro con la estatua del alcalde, Johannes Peterson. No sé que haría el tal alcalde ni cuándo vivió, ni quién era y lo peor es que no quiero saberlo. Todas estas estatuas están exornadas por leones, por vírgenes llorando, por laureles, mirtos, etc. Apenas hace menos de una semana que llegué a Europa y ya tengo más de 150 postales. Si no dejo el vicio de comprarlas, para eso me alcanzarán los fondos.

Memorias de viaje (1929)

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