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[París]

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Si me consideré incapaz de describir pueblecitos como Bruselas y Hamburgo (y hasta Berlín), ¿qué podrá hacer que diga algo de París? Pero, como acabo de llegar, no es raro estar perfectamente atontado. Inmediatamente puse mis maletas en el cuarto me lancé a la calle. Anduve una cuadra llena de la multitud y desemboqué en el boulevard Montmartre. Allí, espantado, vi más o menos lo que es París: por las aceras va la gente en apretado grupo; y eso que son aceras tan anchas como las calles de nuestros pueblos. En la calle los autos forman un verdadero río, o más bien dos, en direcciones contrarias, a lado y lado. Un agente de tránsito dirige la circulación: es de ver cómo, al levantar el bolillo hacia una calle, los autos y coches que venían se detienen en la bocacalle y se forma una tapia apretada de unas o dos cuadras; luego les da paso el agente y se desbordan con el gran ruido de bocinas y ruedas; entonces, los de la calle perpendicular a esta están detenidos y forman otra tapia hasta que se descongestiona la otra calle. Después he sabido que si uno tiene afán de ir a alguna parte, no se puede ir en auto, debido a las demoras: es necesario irse a pie o tomar el Metro que luego trataré de describir. Desde luego he declarado que es más fácil ser presidente de Colombia que policía de tráfico en el boulevard.

Sigo boulevard arriba y encuentro que este se divide en dos: el de Haussmann y Los Italianos; tomo el de Los Italianos y dentro de poco estoy en Los Capuchinos; me encuentro de manos a boca, nada menos que con la Gran Ópera; sigo el boulevard y cambia de nombre: Magdalena se llama ya, y siguiendo mi errante paseo me meto de sopetón en la gran Iglesia de la Magdalena: miro a todas partes; nombres muy conocidos: “Rue Royal”, “Boulevard Malesherbes”. Atraído por toda esta grandeza y confiando en mi facilidad para orientarme, me meto a todas pares, por larguísimas calles, donde sigo leyendo nombres vistos en novelas: Calle de S. Honoré, 4 de septiembre, Rívoli, etc. Después de una gira de dos horas vuelvo sin dificultad al hotel. Salimos a comer en cualquier parte; en un café, leo: “Cocina española”, y me zampo. ¡Qué alegría! Un criado se presenta y nos ve el forro suramericano. Sin preguntar quiénes somos pronuncia en buen castellano: “¿Qué gustarían los señores?”. “Que nos muestre la carta, traducida”, le digo yo. Poco falta para que le dé un abrazo al mozo. Traduce y explica: “Arroz a la mayonesa”, “Costilla de becerro”, “Caldo rico”, “Frisolitos blancos y verdes”… Aunque es de Zaragoza, el mozo este tiene toda la cultura francesa. No tengo apetito y él me lo abre con su conferencia sobre las excelencias de los platos; encargamos mayonesa, chorizos, caldo, etc. Pedro (así se llama el criado) trae de todo. “Amigo Pedro, pienso yo, recemos tus parroquianos mientras estemos en París, porque tú nos das la comida traducida al español. Así sabe mejor”.

Hoy, con un plano de París en la mano, he extendido mi radio de operaciones. Subí los grandes bulevares y eché por la Rue Royal; alcancé a divisar una altísima columna y al acercarme creo que está en una enorme plaza: es el obelisco; de modo que estoy en la Concordia. Curioseándolo, miro el plano y me oriento: a la derecha, los Campos Elíseos; a la izquierda las Fullerías. Me decido por tomar a la derecha y voy viendo: el Gran Palacio, el Pequeño Palacio, las lujosas residencias de los ricos, hasta que llego al Arco del Triunfo. Allí, en medio de ostentosas decoraciones, los nombres de las batallas ganadas por Napoleón en todas partes, y en el pasaje, en todo el centro, una gran lápida en el suelo con un pebetero ardiendo y con esta inscripción: “Aquí yace un soldado francés, muerto por la Patria”. Como ya es tarde, vuelvo al hotel y después de reposar un poco voy a ver lo que me tiene Pedro para almorzar. Todo bueno. Además todos los comensales del restaurante hablan español y estoy como en familia. A mi lado se sienta un joven que devora todo con apetito feroz. Pide la cuenta a una camarera bonita pero que no entiende el español, quien lo mira sonriente. Entonces el joven saca un billete de cien francos y dice: “¡Olé tu mare! A ver si entiendes el lenguaje de la peseta y dejas de mirarme con esos ojos que me tienen como palomino atontado”, y por ahí sigue enjaretando galanteos y gracias que yo le celebro. Es un andaluz perfecto y nos divierte a todos un rato con su pintoresco lenguaje. “¿Cómo quieren que pague en gabacho una mardita sea cena de arroz a la valenciana?”, agrega el chulo con donaire, mirando a todo mundo.

En la tarde he paseado más: he ido al almacén del Louvre, el más grande de París, pero no he entrado; conocí el Sena y divisé de lejos la Torre Eiffel. He formado el propósito de no emprender visitas a museos, monumentos, teatros, etc. sin formarme antes una idea en globo de París y de la manera de andar en él. Así, pasaré la semana vagando.

Memorias de viaje (1929)

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