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[22 de abril]

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Hoy hemos pasado un día admirable. Nos fuimos a las doce y media a una excursión a la vecina ciudad de Potsdam, residencia apacible de los reyes de Prusia desde Federico Guillermo. Es una de las iglesias mismas de los sepulcros de este rey y de su hijo, Federico el Grande, sencillas e imponentes.

Seguimos a los palacios y por primera vez en mi vida veo la magnificencia no imaginada de una residencia imperial. No la describo, imposible; quedaría palidísima mi pobre descripción. Dos son los palacios. El llamado Sanssouci, sobre una colinita, y el palacio nuevo en la hondonada. La profusión de estatuas y alegorías en pórticos, plazas, torres, invernaderos, escalinatas y bosques es aplanadora; en una torrecita lateral llego a contar hasta veinte. En su mayor parte de mármol; las otras de bronce o de piedra; todas perfectamente desnudas.

Los estanques circundados de estatuas mitológicas, los senderitos llenos de monumentos y los jardines con pilas artísticas. Visto el palacio viejo, pasamos al nuevo, distante algunas cuadras por entre pintorescos pinares. Se entra primero a una plaza de unas dos cuadras, cerrada en semicírculo por una balaustrada de mármol y unas docenas de estatuas también de mármol; la fachada principal tiene, en alta cúpula una alegoría: las tres gracias, desnudas, sostienen la corona de Prusia, tamaña como una habitación común. Como este palacio lo construyó Federico el Grande después de una guerra victoriosa con varias naciones, nos dice el guía, que su intención fue dar trabajo al pueblo y mostrar al mundo que aún le sobraba dinero para hacer más guerras. Era Federico irónico y altanero, y en las tres gracias que sostienen su corona representó nada menos que las soberanas de Rusia, Austria y Francia; alguno le objetó que cómo las ponía desnudas y contestó: “¿Cómo quiere usted que gaste mi dinero en ropas para los enemigos en vez de gastarlo en mis amados soldados?”. Nos pusieron unas pantuflas de felpa y así recorrimos 58 salas, todas interesantes. Qué profusión de cuadros tan magnífica: mitología, historia judía, historia alemana. En todos predomina el desnudo. Son cuadros de grandes maestros, especialmente de Watteau. Hermoso el comedor, el despacho del rey, el salón de fiestas (como una iglesia); pero el que me dejó fascinado fue el salón de las fiestas de navidad, todo cuajado de conchas las más lindas. Las paredes y el cielorraso están perfectamente forrados en conchas primorosas, algunas con su perla todavía en el fondo; de piedras preciosas en bruto: topacios como cascajos de dos kilos, lapislázuli, etc. Las mesas de pórfido con incrustaciones de nácar y de cobre, biombos trabajados por las princesas reales, arañas monumentales de cristal de roca. No había soñado tanta magnificencia. Al frente del palacio hay un jardincito que fue el preferido de la Kaiserina, esposa del último Káiser; en el fondo hay un templete redondo donde quiso ella ser sepultada y allí está.

Pero me faltan dos cosas: el molino histórico, situado al pie de las verjas de Sanssouci. La historia está fresca: cuando Federico el Grande construyó el palacio, no contó con que el ruido del molino lo molestaría y solo vino a notarlo cuando habitó la suntuosa residencia. Fatigado por el ruido dio orden de que cesara y el molinero se negó a pasar el molino; el rey le propuso compra, porque en su magnanimidad no quería expropiarlo, y el campesino, picado, no quiso vendérselo a ningún precio; ya disgustado el rey, ordenó la expropiación, y el campesino se quejó a la municipalidad de Potsdam, que falló el pleito en favor del rey. Dicen que allí fue cuando el campesino dijo la famosa frase que ha pasado a la historia: “Aún hay jueces en Berlín”. Apeló a los jueces de Berlín y estos fallaron en favor del campesino, quien siguió trabajando en su molino, y el rey se acostumbró al ruido. Por orden del rey, el molino se conservó y hoy Alemania lo tiene como una joya que dice de la libertad que ha habido siempre en la nación para poseer propiedades.

Es la segunda una hermosa nevada que me tocó. Comenzó a caer antes de entrar al palacio y duró casi todo el día, de manera que nos cayó casi toda encima y parecíamos unos álamos andando por los jardines. Me divertí con el espectáculo, tan nuevo para mí. Gocé viendo caer esas a manera de maripositas blancas, del tamaño de un afrecho y en cantidad tan copiosa como una nube de langostas. Fue de los gustos más grandes y más inesperados que he tenido, pues ya llevamos un mes de primavera. Al regreso vimos muchas residencias de nobles antiguas. Recorrimos una calle que partiendo del palacio del Káiser en el centro de Berlín, va a los lugares donde se hacían las maniobras militares. Es una línea recta y tiene treinta y dos kilómetros. En su curso, ya dentro de la ciudad, hay un parque, el Tiergarten que tiene una legua de largo y casi el mismo ancho. Su nombre significa jardín de los animales y está cuajado de estatuas. Por la mañana he visto la avenida “Unter den linden” (Bajo los tilos), que está separada del Tiergarten por la puerta de Brandeburgo, que es algo así como el Arco del Triunfo de Berlín. Sobre dicha puerta está la Cuadriga, imponente grupo de caballos guiados por un Marte, todo en bronce, que se llevó Napoleón a París como trofeo y que luego, en 1815 recuperó el Gral. Blücher, sin que los franceses la hubieran aún desempacado (en treinta y seis cajas). La avenida es muy ancha y tiene una ruta central, que en tiempo del imperio solo pisaban los carruajes del Káiser. En el extremo está el palacio imperial en un lado y la catedral en otro y a lo largo la Universidad, el palacio del Kromprins, el edificio de la Guardia, las principales embajadas, los hoteles más lujosos y muchas cosas más de importancia histórica y artística. Pero lo sorprendente está en una de las avenidas del Tiergarten, la llamada Siegesallee, que tiene las estatuas, en mármol blanco, de todos los soberanos de Alemania desde antes de Carlomagno. Están alineados a lado y lado de la avenida y tienen detrás, cada una, a derecha y a izquierda, dos bustos de graves personajes, quizá ministros, muchos con mitras. Cada monumento está limitado por detrás por un semicírculo de balaustrada de mármol. Al extremo norte de la avenida está el monumento a la victoria, tan alto como una catedral, y siguiendo encuéntrase la estatua de Roon, organizador del ejército alemán; a la izquierda, la de Moltke y a la derecha el soberbio edificio del Reistacf (congreso). Frente a este edificio está la estatua de Bismarck, en bronce y rodeada de cuatro alegorías en el mismo metal y que representan todas a un gigante: matando un león, forjando una espada, escribiendo un libro y protegiendo no sé qué industrias; todo ello símbolos de la grandeza de esta nación y de su odio secular a Francia. Veré algo del inmenso Berlín que se extiende por todas partes en proporciones gigantescas, con suntuosos edificios, con sus elegantísimos teatros, sus restaurantes lujosos, etc. pero todo sin una importancia muy capital para mí. Lo último grande que quizá vea el martes, será el famoso almacén llamado Wertheim que tiene dieciocho mil dependientes y donde venden desde un diamante hasta un chorizo y una hoja de cal. Entonces saldrá para la “Vieja Colonia”.

No quiero terminar esta croniquita sin recordar atrás dos humoradas del gran Federico. Como el palacio que visité primero se llama Sanssouci, que significa en francés algo así como sin cuidados, sin preocupaciones, alguien felicitó al rey porque había hecho un retiro tranquilo y él respondió que como el nombre del palacio estaba en la fachada, quería decir que fuera podían todos estar sin cuidados ya que su rey estaba adentro devorándolas todas. La otra, que me hizo mucha gracia, fue que, como él protegió a Voltaire, le destinó una habitación en el palacio nuevo y se la decoró a su gusto. La habitación, que yo vi muy detenidamente, tiene mil dibujos de animales grotescos: loros, monos, ardillas, zorras, etc. los cuales el rey explicó al viejo renegado, traduciéndoselos por hablador, feo, inquieto, malicioso, etc.

Memorias de viaje (1929)

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