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[La vida de a bordo]

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Ahora que estoy completamente desocupado y que tengo aún 6 días de mar, procuraré consignar aquí algo de la vida que me llevo en este barco, grande como un distrito.

Al embarcar en Puerto Colombia, nos agrupó el mayordomo a 8 en una mesa, lo que desde luego nos agradó. Exceptuando a un italiano, todos somos colombianos, y todos desconocidos para mí, si exceptuamos a O. Manuel. Hoy ya la llevamos como si todos nos conociéramos desde niños; estamos muy contentos en nuestra mesa y congeniamos muy bien. Somos: Gabriel López, de Medellín, chisparoso y chancero, que todo se lo sabe y que domina la reunión con sus dichos crudos y graciosos; un italiano llamado Alfredo Squarcetta, profesor de música, amable y sonriente, que lee de continuo un romanzo: “Un cuore ferito”; Apolunio Granados, de Zipaquirá, hombre débil de salud, culto y agradable, que va siempre embalado en abrigos y bufandas; Antonio Robayo, también zipaquireño, serio y con esa cultura petulante de la altiplanicie: tiene un aire muy marcado de calavera aburrido; Bernardo García, bogotano, alharacoso, amigo de decir chistes y de figura infantil; Carlos Perdomo, de Girardot, muchacho serio y tratable, de aindiada figura; O. Manuel, y yo.

Nos hemos instalado al frente de esa mesa y comenzamos a ser servidos. La carta (15 o 20 platos) no dice nada: está en alemán y aunque la traducción se pone al frente, ¿qué puede uno entender donde dice “filetes a la Bismark” o “pechuga a la Kumiffmonanchifft con cervelas”? Todas las cosas saben a apio. Yo no puedo ver ni pintado el apio desde que me curaron con esa esencia unos cólicos que tenía cebados y para quitarme los cuales me daban aguardiente. Al principio le hice fuerza, pero me fue estragando de manera que hoy ya todo me huele, en el magnífico comedor, al maldito apio.

A veces dice en la carta: “Buey a la…”, cualquier cosa, y pido buey. Buey y papas son mi alimento. Todo lo demás tiene apio o le ponen el 50% de vinagre, hasta a las compotas. El café es malo, pero mi vicio desmedido por esta infusión me hace encharcarme el estómago del brebaje que me presentaron como tal. A pesar, pues, de la veintena de platos, indudablemente elegantes y ricos, mi paladar montañero y mi estómago selvático, sufren y echan de menos las simples mazamorras antioqueñas, los fríjoles, las doradas arepas, las carnitas al natural que me sirven en mi casa.

El criado que nos sirve, hombre gordo y con tipo de cónsul, habla algo de español; para indicar que una cosa es buena por lo fina o por lo agradable, usa un término aprendido tal vez en la Argentina: “Stá macanuto”. Y nosotros llamamos al criado Macanudo, aunque sabemos que se llama Federico. Nos cuenta que en la guerra sirvió como soldado en un submarino y que pasó año y medio sin saltar a tierra y casi sin verla. Es gracioso oírlo expresarse en español: quiere suprimir vocales y meter la k donde no cabe. En P. Cabello lo invitamos a saltar a tierra para dar una parranda. “No tenko platas”, contestó. “Yo tenko”, le dije, y nos acompañó. A pesar de nuestras platas y de que hacíamos nosotros los gastos, siempre se veía este hombre como el jefe de la cuadrilla.

Mal lo voy pasando en el comer, pero estoy contento en el viaje. El camarote, pequeño y coquetón, tiene todas las comodidades: cama (la mejor y más blanda que han pisado mis espaldas), agua corriente, lavabo, espejo de medio cuerpo, luz eléctrica, ventilador, timbre, armario, perchas, calefacción artificial, escritorio, ventana y un cuadro. Una magnífica biblioteca está contigua al salón de fumar, hay mesas de juego donde me paso los días enteros jugando dominó con un viejo que dice ser francés pero que revela su ser de judío en su nariz de lora, en sus ojos tristes y en los zarpazos con que se apodera de las moneditas cuando me gana. Se llama Elie Simón, es ateo, mujeriego, corrompido y avaro.

Salvo el comienzo de mareo del primer día y de la indisposición al dejar a Trinidad, he estado sano y me divierto como puedo. El domingo de Pascua tuvimos desayuno especial y sorpresas. Casi todos los días hay orquesta en el almuerzo y aseguro que no he oído nunca música más bien ejecutada; generalmente tocan los trozos más salientes de algunas óperas. Cada dos noches hay cine. Con frecuencia se baila, y el sábado hubo baile de máscaras con todo y reina. A estas parrandas no voy nunca; me chocan hasta en tierra. Todos los días, a las doce, aparece, sobre un mapa que está en sitio visible, una banderita que señala el punto donde estamos en el océano, y en un cartelito la longitud, la latitud y las millas recorridas durante las últimas 24 horas. Generalmente pasa de 120 leguas (hoy hicimos 133 por haber ya entrado el barco en el Golffs Treen o corriente del Golfo, que ayuda a la nave).

Poco antes de aparecer el aviso de las millas, un sirviente recoge una cantarilla o apuesta muy simpática: todo el que quiera señala un número de 0 a 9 y apuesta un marco a que el número de millas recorrido termina en el que señaló. El criado recibe los diez marcos y si el barco anduvo, por ejemplo 339 millas, el dueño del 9 gana la puesta, que es el total menos un marco que cobra el criado.

Como vamos de occidente a oriente, todos los días hay que recomponer el reloj, pues vamos perdiendo unos 15 o 20 minutos diariamente, unas siete horas en todo el viaje.

Con dificultad me he acostumbrado a ver un avisito que hay en la parte superior del lavabo, dice: “El salvavidas se halla debajo de la cabecera de la cama, formando parte del colchón”. Me horripiló el tal avisito porque yo siempre he leído con susto esos avisos que en carreteras y ferrocarriles dicen: “Peligro”, “despacio”, “cuidado”, etc. Y aunque salta a la vista que aquellos anuncian peligro y estos seguridad, es también cierto que aquellos hablan a la persona que está segura y tiene probabilidades de perderse, mientras que estas hablan para el tiempo en que la persona está perdida y tiene una pequeña probabilidad de salvarse. Le diré embustero al novicio que no haya sentido miedo en presencia del avisito.

El frío nos está entrando de plano; ya han cerrado las ventanas con fuertes cristales y pocos son los pasajeros que van a la cubierta. Y lo peor es que vamos muy atrás aún.

Memorias de viaje (1929)

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