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UN GRAN ÁRBOL, MUCHAS RAMAS
Antes de que tuviera conocimiento de la existencia del yoga, ya me había interesado vivamente (seguramente estimulado en esta dirección por mi madre y por mis propios «instintos» de autoperfeccionamiento) por las vertientes místicas y espirituales que mostraban vías hacia un estado diferente, mucho más sabio y sosegado, de la consciencia. También habían caído en mis manos algunas obras de superación personal y autodesarrollo, de autores franceses, que mi padre tenía en su biblioteca. Dadas mis inquietudes y desvelos anímicos, aspiraba ya a la conquista de un estado de armonía interior y me aferraba a todas aquellas enseñanzas u orientaciones que pudieran ayudarme a comprender (o al menos a intentarlo) el que se me antojaba un sinsentido de la vida y me sumía en una irreprimible melancolía.
En aquellos años tan lejanos me asaltaban, como serpientes que me mordieran por dentro, sentimientos muy hondos de soledad que me ponían cara a cara con el atroz e insondable misterio de la vida y me despertaban infinidad de interrogantes ante los que mi mente enmudecía. Supe que, de acuerdo con el yoga, hay un estado superior de consciencia o, mejor sería decir, un más allá de la consciencia que se llama samadhi y que es el objetivo básico de los yoguis. Me fascinaba ese estado, seguramente porque yo estaba justo en las antípodas del mismo, ya que el samadhi representa sosiego inefable, bienaventuranza, consciencia de unidad, libertad interior, mente unificada, reconocimiento de la propia naturaleza real y expansión. Soñaba en ese estado y lo deseaba, intuyéndolo desde mi confusión mental y mi fragmentación psíquica. Pude encontrar referencias al samadhi en algunas obras publicadas en francés. Ni siquiera me había aproximado a la falda de la montaña y ya estaba soñando con la cima.
El samadhi es la experiencia del trance yóguico o éxtasis, una vivencia profundísima de cosmicidad que transforma radicalmente a la persona que lo experimenta. El camino gradual del yoga va acercándonos a esa experiencia reveladora e iluminadora. Sólo algunos la disfrutarán, pero todos podemos irnos acercando a ella y así obtener notables beneficios psicosomáticos. En el samadhi, la mente se absorbe en su fuente, el Ser. Es el culmen del viaje introspectivo, aunque también hay diferentes clases y grados de samadhi. En el samadhi, el yo se sumerge en lo Absoluto. Una experiencia así es indescriptible, pero podemos sospechar que reporta un grado enorme de dicha y es también como una «implosión» que provoca un tipo muy especial y supralógico de consciencia. Durante el samadhi incluso se producen cambios fisiológicos muy notables y llamativos. Me dejó perplejo saber que Ramakrishna penetraba en ese estado durante días y que sus discípulos querían sacarle de él, preocupados porque pudiera morir en el mismo. Durante el samadhi, el principio cósmico de la persona se disocia de la sustancia primordial o materia (todos los procesos psicofísicos) y se reintegra en el potencial cósmico; de lo más burdo a lo más sutil, reinvirtiendo la persona el proceso de la creación. Con una mente tan joven no podía dejar de darle vueltas a ese estado, que imaginaba como una liberación de la penumbra interior y la insatisfacción vital, y que concebía como el núcleo del sentido de la vida. Ése es un estado de gran pureza y sólo se consigue a través de la práctica asidua de la meditación, la pureza de intenciones y de vida y la mutación de la consciencia. Es una situación de máximo equilibrio, donde la persona se instala en su naturaleza real sin dejarse afectar por las «olas» de los fenómenos externos o las propias variaciones anímicas. Así, el epicentro de la calma se halla en la tempestad; el espacio de quietud, en el tornado.
Muchas prácticas del yoga tienden a lograr esa unificación tan especial de la consciencia que hace que ella misma se «deflagre» para dar paso a otro tipo de consciencia. Los yoguis denominan a ese estado —pronto lo supe— supraconsciencia o mente supramundana. El samadhi representa una abstracción mental tan profunda que ninguna descripción de este estado resulta apropiada: sólo sirve la experiencia. Representa la absoluta libertad interior, la emancipación y liberación que convierte a la persona en una liberada-viviente; es decir, la que está en el mundo pero no es del mundo. La figura del liberado-viviente, o jivanmukta, me atrajo poderosamente desde que empezara a bucear en el caudal de conocimientos del yoga. Este formidable estado de consciencia le permite a la persona desvincularse de todo lo fenoménico, desligarse incluso a voluntad de sus procesos psicofísicos y darse un «baño» de lo cósmico. Sólo el ejercicio constante conduce a esos estados tan poderosos y reveladores de abstracción mental, que intenta provocar la introspección apoyada en los procedimientos de concentración y meditación, y todo ello «arropado» por la intención pura y la verdadera ética.
En la senda hacia la supraconsciencia, todos los yoguis insisten en los obstáculos que irán presentándose, como el entendimiento incorrecto, la pereza, la negligencia, el desequilibrio psicosomático, la dispersión mental, el apego y tantos otros, los cuales habrá que ir contrarrestando mediante la intensa motivación, el esfuerzo consciente, la práctica asidua, el desapego, la armonía psicofísica y la disciplina de mente, palabra y obra. A través de la triple disciplina (ética, mental y de despliegue del entendimiento correcto o sabiduría) el yogui se va aproximando a la experiencia samádhica. Sin embargo, no podemos mirar tan lejos y no ver lo que hay cerca, por lo que trataba de reeducarme a mí mismo para ser más reflexivo y no extraviarme en expectativas. Lo esencial era practicar sin ansiar los resultados. El yoga me decía que tenía que aprender a conectar con el proceso cósmico que a todos nos alienta y que era necesario reorientar las energías y fuerzas vitales, pero no reprimirlas o mutilarlas. Hay que ir aprendiendo de uno mismo y tratar de explorar, examinar y tomar conciencia de los instrumentos que nos configuran y la fuerza vital que los anima. A esa fuerza vital el yoga la llama el prana, y en años sucesivos yo tendría que ir aprendiendo mucho sobre ella, especialmente sobre cómo activarla y equilibrarla. El prana tiene un papel esencial en el yoga, sobre todo en los yogas de la energía, como el hatha-yoga y el kundalini-yoga. Esta energía es el principio de la vida y está muy conectada con la mente, por lo que pronto me sería muy familiar la instrucción del yoga que nos indica que la mente es el jinete y la respiración es el caballo. En mis primeros años de contacto con el yoga me fui haciendo con algunos libros de pranayama, o técnicas de control respiratorio, y empecé a ejecutar los ejercicios básicos de perfeccionamiento del aparato respiratorio. La respiración consciente es una de las claves del yoga y una herramienta más para ejercitar el control sobre las emociones y los estados de ánimo. La interrelación entre los estados mentales y la respiración es muy estrecha, y a cada estado mental le corresponde un modo de respirar, como a cada manera de respirar le corresponde un estado mental.
El yogui trabaja con paciente minuciosidad sobre sí mismo. Se ejercita en reintegrar sus potencias internas para hacer que tomen la dirección hacia la libertad suprema de la mente y del espíritu. Para ello sondea conscientemente su corporeidad, sus sensaciones, sus emociones, sus pensamientos y sus reacciones. Aprende a pensar y a dejar de pensar, y para ir facilitando el intenso sadhana (ejercitación yóguica) recurre a una alimentación más pura, a actitudes más equilibradas y a emociones más saludables. Todo es, en última instancia, energía, desde los impulsos sexuales hasta los estados mentales o emocionales más sublimes. Cuando las energías se fragmentan y dispersan, la persona pierde su buen tono vital y se deja abatir fácilmente o experimenta accesos de irritabilidad o sensación de agitación y angustia. Yo conocía —muy bien y de primera mano— todos esos estados displacenteros de la psique. Mi energía debía de estar en condiciones más que precarias y, desde luego, mi ficticio y frágil equilibrio se venía fácilmente abajo. Por tanto, si algo me urgía era saber un poco cómo actualizar y reorientar mis energías vitales. El prana no sólo es el primer aliento y la respiración, sino también la fuerza sutil que hace posible todos los procesos psicofísicos y se encarga hasta de la función aparentemente más nimia de la fisiología. Todos los seres humanos disponemos de mucho prana o vitalidad, pero lo dispersamos, o lo bloqueamos, o no sabemos acumularlo, o lo desperdiciamos de tal modo que se produce la «anergia», o falta de energía, y la depresión. Pero todas las técnicas del yoga, desde las más somáticas hasta las más espirituales, son instrumentos para activar, armonizar y equilibrar las fuerzas vitales y sentirnos más plenos y equilibrados.
Era yo un hervidero de temores y aprensiones cuando comencé con los preliminares del yoga; además, en esos años atravesaba crisis muy vigorosas de hipocondría y estaba obsesionado con la idea de la muerte, que me producía pavor.Tenía, pues, que cuidar no sólo mi equilibrio y mi salud físicos sino, sobre todo, los psíquicos. Era una persona psíquicamente muy hábil, con innumerables síntomas displacenteros y que me producían mucho desasosiego. En cierto modo me ponía en manos de las enseñanzas del yoga y confiaba en que su práctica pudiera activar algunas de mis potencialidades dormidas y procurarme energías extras para ir reequilibrando mi herida psicología e ir entonando mi ánimo. Lo peor es que en los primeros años de contacto con el yoga no contaba con ningún mentor que pudiera orientarme y, de modo un poco personal, guiarme en la práctica. Los estudios escolares no me despertaban el menor interés, y en cuanto me era posible, en la misma clase, me dedicaba a profundizar en los textos de yoga que iba adquiriendo. Como estudiante, yo era una verdadera calamidad. Detestaba visceralmente casi todas las asignaturas y nunca había simpatizado con las clases de gimnasia, pues esa cultura del cuerpo, desprovista de toda implicación anímica,me resultaba sumamente tediosa y superficial.
El yoga fue el precursor de la ciencia psicosomática. El yogui debe conocer experiencialmente su cuerpo y su mente y trabajar sobre ellos para armonizarlos. La coordinación del cuerpo y de la mente debe equilibrarse. Los yoguis de antaño ya sabían hasta qué punto cuerpo y mente se corresponden y lo que afecta a uno afecta al otro. Innumerables trastornos aparentemente somáticos son de origen psicógeno, del mismo modo que estados de ánimo que parecen el resultado de causas psíquicas pueden deberse a alteraciones y desequilibrios hormonales. Uno de los más fenomenales descubrimientos del yoga fue el de la aplicación de la consciencia a todo trabajo sobre sí mismo y a toda actividad vital. La consciencia es una función sumamente valorada en el yoga y es como un diamante en bruto que hay que pulir con paciencia y esmero. Es la función que nos permite percibir y percibirnos, darnos cuenta, percatarnos. En la mayoría de las personas funciona de un modo muy superficial, intermitente y pobre, pero la consciencia puede ampliarse, elevarse y desarrollarse en alto grado. Todo aquello que se haga conscientemente adquiere otra calidad y otra cualidad. No es lo mismo la respiración mecánica que la consciente, ni comer maquinalmente que con plena consciencia, ni llevar a cabo una actividad como un autómata o con plena atención. Los yoguis descubrieron que la aplicación de la consciencia a cualquier pensamiento, palabra o acto acumula energía, y que ésta se puede reorientar hacia la apertura de la mente y la expansión de la consciencia misma. Pero estar consciente e irse día a día haciendo más consciente requiere —como pronto descubrí— un esfuerzo considerable, y todos somos tan mecánicos que incluso se nos olvida estar más atentos y perceptivos. Mis primeros ejercicios de concentración los ejecuté sobre un punto negro dibujado en una cartulina blanca, una chincheta o la llama de una vela. La mente se me escapaba de continuo, pero una y otra vez tenía que empeñarme en agarrarla y tratar de ir absorbiéndola en el soporte de la concentración. Por las noches, en el silencio de mi dormitorio, me dedicaba a estas prácticas comprobando que, como decían los textos yóguicos, la mente es muy difícil de gobernar y hay que ir reeducándola con mucho tesón. Aunque yo no era un joven particularmente enfermizo, no se puede decir que experimentase plenitud física y menos aún psíquica; era sumamente obeso (llegué a pesar 95 kilos, cuando mi peso habitual es de 68 a 70) y a menudo sufría una insuperable astenia que seguramente era de origen psíquico, o sea, más bien lo que se denomina psicoastenia. Esa falta de energía era, sin duda, una «compensación» o rebote a mi desorbitada ansiedad y vehemencia. Tenía, pues, que aprender a canalizar esa energía de la agitación. El yoga dice que hay tres tipos de caracteres: el tamásico o indolente; el rajásico o vehemente, y el sáttvico o puro y equilibrado. La mente humana alterna —con mayor o menor predominio de tamas o rajas— la indolencia o apatía y la ansiedad o desasosiego, y el practicante, mediante la ejercitación, tiene que ir logrando una mente más equilibrada y serena. A ello cooperan todas las técnicas de las diferentes ramas del yoga, así como la alimentación pura y las actitudes mentales correctas.
Yo me veía obligado a cuidar mucho mi sistema nervioso, cuyo equilibrio era más que precario, pues era muy afectable y emocionalmente muy hábil. De niño, mi nerviosismo llegó a ser exasperante y fue creciendo, con un carácter temeroso y a la vez hostil y rebelde. Era un yo muy escindido que tendría que ir consolidando con las prácticas yóguicas a lo largo de muchos años. Levantar mi fragmentada psicología y «reedificarla» iba a ser una labor bien difícil, pero, debo confesarlo sin ambages, tuve la fortuna de encontrar el yoga, pues de otro modo no sé qué hubiera sido a la larga de mi salud psíquica ni, consecuentemente, de la psicosomática.
El cuerpo es siempre un reflejo de las reacciones emocionales, y si las emociones son nocivas, terminan por dinamitar el propio organismo. La conexión entre estados de ánimo y glándulas las conoció muy bien el yoga desde sus primeras épocas. El ser humano es un universo en miniatura o microuniverso y debe respetar unas leyes para evitar desestructurarse o enfermar. Muchos trastornos nos los provocamos nosotros mismos por falta de entendimiento y por comportamientos nocivos de todo tipo. El pensamiento tiene un gran poder constructivo, pero también destructivo; es un buen amigo y un terrible enemigo. Hay que ir aprendiendo a vigilar los pensamientos y saber manejarse con ellos. A veces habrá que ignorarlos; otras, suprimirlos en cuanto aparezcan, si ello es posible; y otras, observarlos con la más absoluta indiferencia; pero uno de los métodos más antiguos y solventes del yoga es combatir los pensamientos negativos mediante el cultivo de los positivos, pues, de la misma manera que la oscuridad no es más que ausencia de luz, muchos pensamientos de avaricia y odio sólo son ausencia de sentimientos de generosidad y compasión. Ningún pensamiento se pierde, dice el yoga. Cada pensamiento se activa en nuestro subconsciente o brota de él, es decir, de las huellas o impregnaciones que hay en el mismo, y vuelve a dejar una huella, positiva o negativa, constructiva o destructiva, en la masa inconsciente. Por eso hay que cuidar de modo especial los pensamientos, que pueden ser como flechas envenenadas que se clava uno a sí mismo. Como dijo Buda, uno mismo se hace el bien y uno mismo se hace el mal. Pronto leí que el yoga es «el control de los pensamientos en la mente». No hay técnica de yoga que no exija que la mente se involucre, como no la hay que no vaya sosegando el contenido mental.
Cuando seguí indagando, y ya practicando yoga, comencé a darme cuenta de aspectos importantes sobre mí mismo: me alimentaba francamente mal, respiraba muy deficitariamente, psíquicamente siempre estaba alterado y físicamente no era lo que se dice el prototipo de un atleta equilibrado; mi carácter dejaba mucho que desear y mis relaciones con los demás eran torpes y conflictivas, cuando no de mórbida dependencia; mi mente era un hervidero de ideas descontroladas y muchas veces tintadas por el miedo, la aprensión y la amargura. Vistas así las cosas, si a alguien le urgía, al parecer, la práctica de un sistema como el yoga era a mí. Había muchas cosas que depurar en mi organización psicosomática, tantas que no sabía ni por dónde empezar, y daba palos de ciego practicando técnicas de un yoga y de otro, pero sin ningún sistema apropiado. Coqueteaba con unas y otras técnicas y a veces sentía una irresistible pasión por las técnicas del hatha-yoga y otras por las del mantra-yoga o el tantra-yoga, pero no terminaba de seguir una disciplina que garantizase resultados ciertos, ni siquiera un poco concretos. Estaba convencido, eso sí, de los efectos integradores y terapéuticos de las técnicas del yoga, porque cuando practicaba con alguna asiduidad me sentía más pleno, a pesar de que no estaba ni de lejos bien dotado ni para la práctica del yoga físico (era muy poco flexible físicamente) ni para la del yoga mental (mi propia ansiedad era un freno para la práctica). Por ello, a veces sentía mucha impotencia y hasta desolación, y entonces tendía más a indagar intelectualmente en las enseñanzas del yoga que a practicarlas, como el que lee con fruición los prospectos de un medicamento pero raramente lo toma. Me fascinaban los logros de los yoguis y muchas de sus proezas (poder dominar los latidos de su corazón o los movimientos de sus intestinos); también me impresionaba la historia de yoguis muy longevos y de otros que eran capaces de permanecer impasibles ante el dolor físico. Me proponía a mí mismo programas que no solía llevar a cabo, pero me encantaba hablar con mi madre sobre las posibilidades del yoga y la capacidad del ser humano para desarrollar su consciencia y obtener la verdadera paz interior.
Para el yoga, la persona es un ser en evolución y el exasperante desarrollo lento de la consciencia puede acelerarse con el trabajo interior. Sólo el liberado-viviente ha completado su evolución y ha ganado el conocimiento supramundano que le hace interiormente libre. El yoga debe conducirse a la vida cotidiana, aunque también hay personas que optan por el eremitismo o la vida en una comunidad espiritual o ashrams. En todo ser humano hay, potencialmente, un impulso hacia la salud total y el mejoramiento. A veces lo importante es abrir el camino a las fuerzas de reintegración, evitando frenos y escollos, como si se liberase una caña de bambú de nudos para que fluya libremente el aire. Muchas de nuestras energías están cortocircuitadas y no fluyen armónicamente, lo que crea desórdenes de todo tipo. Los principios orgánicos más vitales, que los yoguis denominan dhatus y que son la flema, la linfa y el aire, permanecen descompensados demasiado a menudo y crean desequilibrios psicosomáticos. Los conductos de energía no están lo suficientemente despejados y purificados y ésta tiende a bloquearse, alterando el cuerpo y la mente. Las fuerzas vitales no operan con la efectividad que deberían hacerlo, pues más o menos conscientemente las estamos saboteando, a veces con carácter grave e irreparable.
En cuanto tomé contacto con el yoga, me puse al corriente de la importancia que este sistema da a la quietud. No es de extrañar, pues del sosiego surge la claridad mental y la visión correcta, y de la visión correcta, el proceder adecuado, la sabiduría y la compasión. Todas las técnicas de los diversos yogas otorgan equilibrio y quietud; también las técnicas psicofisiológicas del hatha-yoga, aunque la meditación es, por excelencia, el método de mayor alcance, pese a ser también lento y requerir un esfuerzo consciente, asiduidad y paciencia. Comencé a tratar de detener mi cuerpo para así también ir estabilizando la mente, y encontré muchas dificultades dada mi habitual agitación y ansiedad. Era una proeza poder mantenerme quieto durante unos minutos, y esa quietud sólo era posible en el cuerpo, porque la mente, como dicen los yoguis, era un mono saltando de rama en rama.
La meditación comienza con el cuerpo. La instrucción reza: «Sin postura, impostura». El hecho de colocarse bien yóguicamente, y sin perder la atención, ya es meditación. El cuerpo plantea problemas durante la meditación porque no está lo suficientemente equilibrado (incluso en el sistema endocrino) y es rígido y estámuy bloqueado. Sólo la práctica paciente nos permite dominar la posición corporal para la meditación. Cuanto más armónico se encuentre el sistema orgánico, más nos ayudará éste durante la práctica de la meditación. El sistema nervioso bien armonizado y sosegado es una ayuda indiscutible en la práctica de la meditación, del mismo modo que cuando está alterado se convierte en un obstáculo.
A medida que investigaba en el gran corpus de enseñanzas del yoga, mi perplejidad aumentaba al comprobar el impresionante número de conocimientos y técnicas para el aprendizaje psicosomático. Pero no había ni un solo yogui o mentor serio que no insistiera en la necesidad de realizar el esfuerzo por uno mismo. Buda declaraba: «Los grandes señalan la Ruta, pero uno mismo tiene que recorrerla». Uno es el artífice de su mente y heredaremos la mente que vayamos haciendo día a día. Pero nunca hay que mostrarse excesivamente exigente con uno mismo, ni mucho menos autocoactivo. El dominio de la mente es aún más difícil y laborioso que el del cuerpo, puesto que la llama de la atención es al principio débil y vacilante. La suspensión de los pensamientos, o su contención, exige un aprendizaje perseverante y lento, pero es la manera de que la consciencia, desprovista de modificaciones, se vuelva hacia su origen y se funda con el ser interior o la naturaleza real. Entonces, aunque sea por unos segundos, la mente se sumerge en su fuente y el ego se desvanece. Es una experiencia transformadora de primer orden y que el yoga valora excepcionalmente porque la persona se sume en el proceso cósmico que la anima, más allá de «yo soy esto o aquello». Pronto me di cuenta, por mi propia experiencia, de que las técnicas de control respiratorio eran una valiosa herramienta para contener los pensamientos y vaciar la mente de ideaciones incontroladas. Los yoguis hindúes hacen una clara diferencia entre el ego y el atmán o ser. El ego vela y el atmán se esconde detrás de las actividades egocéntricas. Uno es el yo ficticio, y el otro, el yo real. El yoga es un vehículo para desplazarse, asimismo, del yo ficticio al yo real, de la máscara de la personalidad a la esencia. De hecho, la mente individual no es más que un «trazo» o pulsión de una mente total, como el tornillo forma parte del trasatlántico o la ola del océano. El ego es ofuscación, avidez y aversión. Un ego exacerbado es una tragedia propia y ajena; el yogui debe aprender a mitigar la fuerza del ego y a controlarlo.
La mente del ser humano es un desastre si no se reeduca. La mía era una verdadera calamidad. Me daba cuenta de hasta qué punto era enojosamente agitada; pero más en lo profundo, en la psique, también había en mí mucha confusión y desgarramiento. Es raro que la mente del individuo se aquiete; a veces lo hace espontáneamente, como el león enjaulado que acaba extenuado de ir de un lado a otro de la jaula y finalmente se deja caer exhausto en el suelo unos minutos. Después vuelve a sus continuados vagabundeos y los automatismos anegan la consciencia, robándole brillo y libertad. El entendimiento es velado por las reacciones, interpretaciones e imaginaciones incontroladas. Así no puede haber comprensión clara y profunda y la persona está sometida a los torbellinos de su mente; uno de los propósitos y razones de ser del yoga es, por supuesto, enseñarnos a calmar la mente y detener esos torbellinos que frustran el discernimiento purificado.
Todo aprendizaje yóguico implica a la mente. Desde la adolescencia había demostrado un gran interés por el descubrimiento de ese misterio tan enorme llamado mente. Ese interés siempre se ha mantenido vivo y me ha conducido a indagar tanto en las antiguas psicologías de Oriente como en las de Occidente, con lo que he explorado muy a fondo el psicoanálisis y las psicologías transpersonales, si bien no he encontrado nunca corrientes de psicología tan profundas y sagaces como las del yoga y el budismo theravada o de viejo cuño.
Tímida y desconcertadamente al principio, comencé a hollar la larga senda del yoga, que se convertiría en mi propia senda, en la que encontraría todo tipo de escollos pero también de aliados, y que a lo largo de mi existencia me proporcionaría una dirección hacia la armonía y me suministraría instrumentos para trabajar sobre mi propio laboratorio psicosomático y tratar de ir conociéndolo de primera mano y equilibrarlo. Entonces todo el trabajo estaba por hacer, y hoy en día, más de cuatro décadas después de haber descubierto el yoga, este trabajo sigue cada vez más en activo, porque es una labor para toda la vida que reporta un sentido y un propósito, procura cohesión anímica y despierta en uno la renovada confianza en las potencias de crecimiento y evolución del ser humano que a tal empresa se aboca.
Se me abría un campo vastísimo donde todo estaba por investigar y practicar. Comenzaba a caminar por esta senda hacia la plenitud con dos impedimentos graves innegables: mi propio cuerpo, obeso, rígido y cuyos procesos y elementos estaban considerablemente descompensados, y mi fragmentada, doliente e inarmónica psicología. Pero también esos impedimentos representaban a la vez el acicate y el aliciente de querer recuperar el mayor equilibrio psicosomático posible y reorganizar saludablemente mi maltrecha psique. Todo estaba, pues, por hacer. Comencé a leer cuantos libros podía encontrar, los cuales iban configurando una consistente y variada biblioteca sobre estos temas, sin poder sospechar que un día, años después, desfallecido, en un intento casi desesperado por abandonar la búsqueda, destruiría todos esos volúmenes deseando poner fin a las pesquisas espirituales. Pero eso sería años después, tras haber comenzado a ensayar en el laboratorio de mi cuerpo y de mi mente.
Lo que pudiera entregarme el sadhana (ejercitación yóguica) lo desconocía, pero merecía la pena cualquier esfuerzo si ello hacía posible la experiencia de la alegría interna: esa que, al decir de los yoguis, no está supeditada a ningún factor exterior y brota de la propia naturaleza real.
Hubo etapas a lo largo de mi vida en las que no supe valorar lo suficiente o incluso menosprecié injustificadamente los métodos del yoga psicofísico (hatha-yoga) al compararlos con el alcance de los de otros yogas, sin darme cuenta entonces de que el yoga psicofísico es un yoga completo en sí mismo, aunque deba ser complementado preferiblemente con la práctica de la meditación e incluso reforzado con la ejercitación de las técnicas de otros yogas. No hay en el mundo, ni lo ha habido jamás, un método de cultura psicosomática tan perfecto y preciso como lo es el propuesto por el yoga psicofísico; un método que, además, viene experimentándose desde los tiempos más remotos. Este perfecto sistema de trabajo sobre la corporeidad se ocupa tanto del cuerpo propiamente dicho como de la fuerza vital y del órgano psicomental. Nos exhorta también a equilibrar la alimentación, la respiración, el descanso, el sueño y las actitudes mentales, y pone especial énfasis en la necesidad de aplicar la consciencia plena a toda técnica que se ejecute, pues así la consciencia se desarrolla y desencadena un poder profiláctico y terapéutico. Aunque nadie, por supuesto, está libre de desórdenes orgánicos y la enfermedad antes o después se presenta, el hatha-yogui —esto es, el practicante de hatha-yoga— trata de evitar aquellos desórdenes que en muchas personas se producen por actuar de manera inadecuada y por no prestar la suficiente atención a la armonía del cuerpo y de la mente. Se aprecia la salud, pero sin obsesiones, tan sólo como medio para poder trabajar más diligentemente en la realización de uno mismo.
Hay fuerzas en el propio cuerpo que tienden al equilibrio y que, si se las permite fluir libre y armónicamente, reequilibran todas las potencias psicosomáticas y hacen el cuerpo más resistente, y la mente, más sosegada. El hatha-yogui cuida mucho las relaciones entre el cuerpo y la mente y todas las técnicas del hatha-yoga exigen la firme aplicación de la consciencia. En la medida en que se aplica la consciencia a la ejecución de las técnicas se incrementa el beneficio de los ejercicios, por un lado, y se activa y eleva la consciencia misma, por el otro. La consciencia tiene un gran poder transformador e incluso terapéutico, cosa que descubrió el yoga ya en sus orígenes. Mediante el trabajo sobre la consciencia a través de la corporeidad, el yogui va ganando terreno a lo inconsciente y a los automatismos psicosomáticos. La consciencia se unifica y todas las técnicas de control psicosomático del hatha-yoga ganan así en eficacia. Hasta que llegó el yoga a Occidente, a los occidentales jamás se les había informado de la existencia de unos métodos de cultura psicofísica que no sólo implican el cuerpo y sus funciones, sino también, y de manera muy especial, la consciencia. Así, la ejercitación que propone el hatha-yoga es absolutamente integral y alcanza al cuerpo, las energías, la mente y las emociones. Hoy por hoy considero que el hatha-yoga es una vía del yoga de excepcional importancia y proporciona un enorme beneficio psicosomático, además de otorgar sosiego y armonía, equilibrar todos los principios vitales y unificar la consciencia. Mientras disponemos de un cuerpo, ¿por qué no aprovecharlo para ponerlo al servicio de la realización de uno mismo, el autoconocimiento y el desarrollo interior? A través de los ejercicios del hatha-yoga —si se efectúan con la precisión y la atención requeridas— se incrementa en grado sumo la concentración y se va disipando la dispersión mental tan habitual en casi todas las personas. No sólo se aprende a respirar y se consigue un cuerpo flexible y resistente, sino que se va logrando una consciencia más intensa y aplicada en el aquí y el ahora, que gana en perceptividad y se desencadenan potencias profilácticas, terapéuticas y recuperadoras. Si a todo ello se suma el trabajo sobre la mente y la psique, la persona está consiguiendo atenderse magníficamente a sí misma y prepararse para ser más cooperante con todas las criaturas.
He querido transmitir una vez más las enseñanzas y los métodos del yoga basándome en mi experiencia personal, porque todos podemos perfeccionar nuestros instrumentos vitales (cuerpomente-fuerza vital) y desarrollar así una más dichosa, plena y lúcida consciencia de vida y consciencia de ser.
Me había abrazado al gran árbol del yoga. Me hacía sentir más seguro y abrigar esperanzas muy sólidas para poder transformarme y así cooperar, como podemos hacerlo todos, en la mutación de la consciencia del planeta. Puede parecer un poco pretenciosa esta afirmación, pero, si la analizamos en profundidad y seriamente, no lo es, pues la mejor contribución que puede hacerse al mundo es perfeccionar la propia mente, acelerar la evolución de la consciencia y recuperar lo que los antiguos sabios de Oriente denominaban «el noble arte de vivir». Si el mundo es la mente, uno se da cuenta de en qué medida es sumamente importante cuidar y ordenar ésta y mejorar la calidad de vida psíquica. Somos microuniversos innumerables que conformamos el macrouniverso, y si cada microuniverso elevara su nivel de consciencia, cambiaría la faz del mundo.
Ese colosal árbol milenario que es el yoga cuenta con numerosas ramas que a su vez contienen innumerables frutos. Las ramas son las distintas modalidades del yoga, y los frutos, las técnicas y los métodos que nos ofrecen y que se han verificado y experimentado a lo largo de cientos de años.
El yoga es originario de la India, al igual que otras grandes técnicas de autorrealización como el budismo, el vedanta, el samkhya y el tantra. En el yoga hay mística, filosofía, metafísica, medicina natural, ciencia psicosomática y, sobre todo, un extraordinario conjunto de técnicas para el mejoramiento integral del ser humano; técnicas tanto psicofísicas como mentales, energéticas y espirituales. El yoga es principalmente un método específico de autodesarrollo y, como tal, ha sido incorporado a gran número de sistemas filosófico-religiosos. A lo largo de su historia ha habido corrientes teístas y otras agnósticas, pero en cualquier caso siempre se apela a la inteligencia primordial de la persona y al descubrimiento de su naturaleza innata. La clave del éxito, como en otras disciplinas, está en la práctica asidua, sostenida mediante un esfuerzo bien equilibrado que nacerá de la motivación intensa por hallar paz interior, bienestar psicosomático y autodesarrollo.
El yoga, al ser básicamente sadhana (método, ejercicio, entrenamiento, desarrollo), requiere energía bien encauzada y un esfuerzo firme pero no desmesurado. Sólo mediante la energía puesta sabiamente en acción podremos ir llevando a cabo las técnicas del yoga y transformando la mente, y superar los obstáculos que habrán de presentarse en el camino y conseguir convertir la mente indócil en mente dócil. Todas las técnicas del yoga van ayudándonos a disipar la agitación mental, buena parte de la cual está causada por la ignorancia u ofuscación de la mente y por las tendencias subyacentes nocivas, tales como la avidez, el odio y el entendimiento incorrecto.
La disciplina y la práctica asidua van consiguiendo despertar un tipo de conocimiento tan transformador como liberador. El conocimiento ordinario es insuficiente, y así podemos leer en el KularnavaTantra:
Ciego a la verdad de su interior, el necio se pierde en los textos como un estúpido pastor que busca al macho cabrío en el pozo cuando ya ha vuelto al redil.
El conocimiento verbal no basta para disipar la ignorancia del mundo, igual que la oscuridad no puede desvanecerse sólo por el hecho de hablar de una lámpara.
La práctica del yoga reeduca en grado sumo la voluntad. Mediante el esfuerzo adecuado vamos superando la pereza y la apatía, que son dos obstáculos, y no menores, en la senda hacia la autorrealización. Mediante la práctica y el esfuerzo bien encaminado, el practicante consigue más capacidad de concentración, que le será de gran ayuda en el proceso transformativo. Santideva declaraba: «Para vencer todos los obstáculos me entregaré a la concentración, sacando la mente de todos los senderos equivocados y encauzándola constantemente hacia el objetivo».
Todas las modalidades de yoga activan la capacidad de concentración y contribuyen a enseñarle al practicante a poner la mente bajo control.
Todos los grandes maestros insisten en la necesidad del esfuerzo. Buda exhortaba: «¡Levantaos! ¡Incorporaos! ¡Preparad sin desmayo vuestra paz mental!».
En ese precioso texto que es el Dhammapada podemos leer: «Quien no se esfuerza cuando llega el momento de hacerlo; quien, aunque joven y fuerte, es perezoso, aquel cuyos pensamientos son descuidados y ociosos, no ganará la sabiduría que lleva al sendero».
Otro texto muy esencial, el Anguttara Nikaya, nos señala: «No conozco nada tan poderoso como el esfuerzo para evitar que nos invadan la pereza y la apatía cuando aún no se han insinuado en nosotros; o, si ya están en nosotros, para desembarazarnos de ellas. Quien se esfuerza intensamente, impide la aparición de la apatía y la pereza, y si ya aparecieron, las destruye».
Pero el esfuerzo al que apunta el yoga no es el desmesurado o autocoactivo. Es un esfuerzo bien medido, consistente y asiduo, pero no ascético o desorbitado, en absoluto, y se pone el ejemplo de la nieve que, aunque muy porosa y ligera, al caer incesantemente sobre la rama de un árbol termina por quebrarla. Es el esfuerzo el que va persuadiendo a la consciencia para que mute y ofrezca todos sus valiosos potenciales.
Las técnicas de todos los yogas desencadenan atención consciente, concentración, sosiego, ecuanimidad y lucidez. Ya nos encargaremos más adelante de analizar estos factores de autodesarrollo. La atención, intensificada por la práctica asidua, es de enorme utilidad para la vida en general, tanto para desenvolvernos en nuestro universo interior como en la vida ordinaria, pues favorece la comprensión profunda. Era Satideva quien enfatizaba: «Si la atención monta la guardia a las puertas de la mente, la clara comprensión se unirá a ella, y una vez que llegue nunca se irá».
La práctica de las técnicas de todos los yogas exige concentración. La mente debe siempre involucrarse en las mismas y así iremos consiguiendo que las energías dispersas de la mente se vayan unificando y vayamos logrando una visión más correcta, transformadora y liberadora. Si el ser humano ordinario no logra captar el modo final de ser de las cosas, es por falta de entendimiento correcto y visión penetrativa, lo que produce servidumbre y agitación. No es tarea fácil ir disipando la ignorancia de la mente, pues ya nos previene el Dhyanabindu Upanishad: «Alta como una montaña, larga como mil leguas, la ignorancia acumulada durante la vida sólo puede ser destruida a través de la práctica de la meditación; no hay otro medio posible».
La meditación, la genuina ética y el desarrollo de la sabiduría van liberando la mente de toda traba y engaño y le permiten ver la última realidad.
De acuerdo con el yoga, hay muchos factores que impiden la dicha interior, pero uno de ellos es la agitación que deriva de la ignorancia. Uno de los textos más fundamentales del hinduismo (obra predilecta de Mahatma Gandhi), el Bhagavad Gita, nos señala:
Cuando la mente ha sido calmada, el yogui alcanza la suprema felicidad del alma que se ha unido al Absoluto, felicidad exenta de imperfecciones o de pasiones.
Al estar libre de la mancha de la pasión y al practicar el yoga, el yogui alcanza la felicidad en su unión con el Absoluto, felicidad que es inigualable.
La persona que está en el yoga, que ve el Yo en todos los seres y todos los seres en el Yo, posee visión pura.
Al irse activando la consciencia, el yogui va disipando los lastres del subconsciente y va reorganizando su vida anímica. Todas las modalidades del yoga, con sus numerosas técnicas, trabajan sobre la consciencia para activarla y que del desarrollo de ésta se deriven una visión clara, un proceder correcto, un bienestar interno, una afectividad saludable y un pensamiento armónico y bien encauzado. Se van obteniendo grados más elevados de la consciencia y finalmente se sobrepasa la consciencia ordinaria y se consigue una consciencia de orden superior, siempre conectada con la claridad, la ecuanimidad y el recto proceder. El Ashtavakra dice: «Autogobernado, libre de máculas, siempre cabal, así eres tú en la impasible felicidad interior. De insondable inteligencia, sin agitaciones, imperturbable, tal eres tú. Debes para ello tener tu mente dirigida a la Conciencia».
Del mismo modo que la escultura ya está potencialmente en el bloque de mármol pero hay que esculpirla, el ser humano es potencialmente la Conciencia Suprema, pero tiene que trabajar mucho sobre sí mismo para convertir su mente nesciente en mente de sabiduría e iluminación.
El yoga es vía y es método; es objetivo y es medio. Ha sobrevivido y cada día se practica más porque es un amplísimo caudal de técnicas para el autodesarrollo y la autorrealización, aplicable tanto por personas creyentes como agnósticas y de cualquier condición o edad. Así, ha fluido por todas las épocas, y en sus milenarios procedimientos encontramos las enseñanzasmás fiables para poder seguir la senda de la autovigilancia que conduce al descubrimiento de uno mismo, que lleva a la transformación y a la autorrealización.
Las diferentes modalidades de yoga nos enseñan a enfrentar el sufrimiento inevitable con ecuanimidad, paciencia y ánimo imperturbable, así como a aniquilar el sufrimiento inútil que surge de la mente inmadura y que provoca tanto sufrimiento también a otras criaturas.
El yogui se propone no sólo un conocimiento de sí mismo superficial o de la periferia, sino el conocimiento último de sí mismo, es decir, la percepción de su naturaleza real, que es aquella que se esconde tras los ropajes o vestimentas que son el cuerpo, el cuerpo energético, la mente y las emociones. Apunta a su núcleo ontológico y aprovecha su tránsito vital para poder establecerse en su verdadera identidad. Por todo ello, en el Kaushitaki Upanishad se nos dice:
No has de desear conocer la voz; has de desear conocer al que habla. No has de desear conocer el olor; has de desear conocer al que huele. No has de desear conocer la forma; has de desear conocer al que conoce la forma. No has de desear conocer el sonido; has de desear conocer al que oye. No has de desear conocer el sabor del alimento; has de desear conocer al conocedor del sabor del alimento. No has de desear conocer la acción; has de desear conocer al que actúa. No has de desear conocer el placer y el dolor; has de desear conocer al conocedor del placer y del dolor. No has de desear conocer la felicidad, el deleite y la procreación; has de desear conocer al conocedor de la felicidad, del deleite y de la procreación. No has de desear conocer la marcha;has de desear conocer al que marcha. No has de desear conocer la mente; has de desear conocer al que piensa.
El verdadero autoconocimiento, en su grado más profundo, se convierte en realización de uno mismo, ya que al conocernos de verdad nos percatamos de que estamos más allá de los «ropajes» y nos establecemos en nuestra naturaleza real. Nos unimos (yoga: «unión, uncir») con la esencia que nunca hemos dejado de ser y nos situamos en el proceso cósmico que recrea nuestras envolturas psicosomáticas. Aquel que consuma la unión con su naturaleza real y se instala en ella con carácter definitivo es conocido en el yoga como un liberado-viviente (jivanmukta) y desde entonces está en el mundo sin estar en él y ha encontrado la completa libertad interior, poniendo término así a todos los condicionamientos internos y liberando la mente de sus ataduras. El KularnavaTantra especifica: «El que permanece ecuánime tanto en la censura como en la alabanza, en el frío como en el calor, entre amigos o enemigos, es el maestro del yoga y carece tanto de exaltación como de depresión. El yogui, conocedor de la Verdad Suprema, reside en el cuerpo como un viajero, sin deseos, siempre contento, con visión de igualdad, dueño de los sentidos».
LOS CONDICIONAMIENTOS Y LOS OBSTÁCULOS
Se acercó un discípulo al mentor espiritual y le preguntó:
—Maestro, ¿soy libre?
El maestro repuso:
—Eres libre… desde tus condicionamientos.
Y mientras no nos libremos de esos condicionamientos, en realidad no somos libres. Todas las modalidades de yoga, con sus técnicas y enseñanzas, nos ayudan a liberarnos de esos condicionamientos, y sólo cuando logremos esto hallaremos una emancipación interior real y paz mental, pues de otro modo seguiremos supeditados a la insatisfacción, lamelancolía, la ansiedad, la ofuscación y la desdicha.
Hay condicionamientos evolutivos (propios de la especie) y condicionamientos psicológicos dados por el historial psíquico de la persona. Unos y otros roban la libertad interior y determinan las acciones mentales, verbales y corporales.
Los yoguis han denominado samskaras a los condicionamientos, término que podría traducirse por impregnaciones o latencias del subconsciente. Con sus hilos muy poderosos condicionan las conductas de la persona y la someten a servidumbre, además de limitarla y crearlemucha zozobra. Estos condicionamientos son como huellas en lo profundo de la mente, crean caos y confusión y configuran todo el denominado «parloteo» mental, o sea, la agitación y fragmentación de lamente. Son fuente de desorden y ofuscaciónmentales. Le impiden a la persona conocer y establecerse en su propia naturaleza, y de tal modo la conducen a identificarse con sus «ropajes» psicosomáticos que la someten a esclavitud y producen un fenómeno de grave distorsión mental que los hindúes llaman maya, y que consiste en tomar lo real por irreal y lo irreal por real, lastrando toda posible evolución de la consciencia.
Tanto el yoga como las más antiguas y originales enseñanzas budistas (las theravadin) han investigado en profundidad sobre estos condicionamientos de la mente, pues para lograr su liberación total es necesario aniquilarlos, lo que no es tarea fácil; pero si al menos los vamos debilitando seremos mucho más libres, nos sentiremos mejor y superaremos muchos estados aflictivos de la mente.
El yoga surgió fundamentalmente como un método para, por un lado, sosegar la mente, y, por otro, para desencadenar estados superiores de consciencia mediante los cuales el practicante puede establecerse en su naturaleza real. Posteriormente también se consideró como ciencia integral de la salud y método de dominio psicosomático. No es gratuito que la mente esté tan agitada, pues los movimientos de su superficie están causados por las tendencias subyacentes o condicionamientos subliminales. Los siete yogas o modalidades yóguicas que iremos abordando en esta obra pretenden la calma mental y la conquista de una conscienciamuy desarrollada que permita percibir más allá de lo aparente. Esa percepción es tanto reveladora como transformadora, y va surgiendo en la medida en que se van superando las tendencias condicionantes. Así, el Yoga Vasishtha nos dice: «La débil luz de la razón se ve eclipsada por las sombrías nubes de las pasiones y codicias. ¿Cómo puedo, pues, distinguir lo justo de lo falso?».
Y este mismo texto, uno de los más importantes y preciosos del yoga, nos indica con contundencia por qué no hay sosiego al decir: «Nuestros deseos y nuestras aversiones son dos monos que viven en el árbol de nuestro corazón; mientras lo sacudan y lo zarandeen con sus brincos y sobresaltos, no puede haber reposo».
Sólo en la medida en que el practicante va consiguiendo debilitar sus tendencias nocivas subyacentes y liberándose de los frenos e impedimentos de la mente, va logrando progresar espiritualmente y desarrollar la comprensión profunda, a la vez que su mente se va transformando y va siguiendo la senda verdadera de la emancipación interior.
Las tendencias innatas y nocivas de la mente, bien conocidas por todos los yoguis de la antigüedad y en las que tanto investigó también Buda, son la ofuscación, la avidez y el odio. Estas tendencias engendran otras muchas igualmente perniciosas. Tales tendencias condicionan los pensamientos, las palabras y los actos, y pervierten la conducta humana. Tienen un enorme poder sobre el individuo y hay que trabajar muy seriamente para irse liberando de ellas. Crean estados aflictivos en la mente y comportamientos perjudiciales hacia uno mismo y hacia los demás. Nada bueno ha surgido jamás de estas tendencias nocivas, que han cubierto el planeta de horrores y todo tipo de injusticias, puesto que el mundo es la mente.
En el Anguttara Nikaya se nos señala: «Arrebatados por el apego, el odio y la ofuscación, los hombres, perdido el gobierno de la propia mente, se hacen daño a sí mismos o hacen daño a los demás, o se hacen daño a sí mismos y a los demás, sufriendo toda clase de dolores y aflicciones».
Y también: «Cuando los actos no son inspirados por la avidez, el odio y la ofuscación, cuando no hay en ellos nada de avidez, odio ni ofuscación, entonces no queda nada por madurar, y los actos no tienen raíces y son como árboles truncados, que no pueden ya volver a brotar ni a crecer en el futuro».
A veces, las tendencias perniciosas son tan profundas que cuesta mucho tiempo irlas eliminando, pues han dejado surcos en lo más hondo de la psique. Pero en el ser humano, por fortuna, también hay tendencias innatas beneficiosas tales como la generosidad, el amor y la lucidez, que son las opuestas (y, por tanto, los válidos antídotos) de las perniciosas. La práctica de las diferentes modalidades del yoga va debilitando las tendencias perniciosas y estimulando las constructivas y beneficiosas. Uno mismo tiene que aportarse el bien a sí mismo, y de sí mismo alejar el mal. Por un lado, es necesario practicar las técnicas del yoga, y, por otro, mantener una actitud meditativa o yóguica en la vida diaria, basada en la atención y en la ecuanimidad. Cuanto más vigilante esté, más podrá esforzarse por despojarse de estados mentales nocivos e ir suscitando y promoviendo los estados mentales beneficiosos. El Majjhima Nikaya especifica: «Porque es por los sentidos no vigilados por donde penetran la codicia, la aflicción y todo lo que es malo y perjudicial. Por ello, el practicante se ejercita en dominar los sentidos, los gobierna y vigila bien. Practicando así el noble dominio de las facultades, experimenta íntimamente una felicidad sin turbación».
La avidez comporta codicia, apego, aferramiento, afán de posesión, envidia, celos y avaricia en general. Por su parte, al odio se asocian el aborrecimiento, la hostilidad, la agresividad, el afán de venganza, la rabia, la malevolencia y la crueldad. La ofuscación se traduce en confusión, torpeza, atolondramiento, estupidez, ausencia de entendimiento correcto, visión perturbada y, por tanto, en proceder incorrecto. En mayor o menor grado, estas tendencias inherentes prevalecen en la mente humana. Deben ser combatidas mediante la práctica del yoga y la meditación, la reflexión lúcida y el desarrollo de sus opuestos: la generosidad, el amor y la lucidez.