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El paseo interminable
Desde que Nietzsche proclamara el fin de todo y el principio de no se sabe qué, los filósofos deambulan de aquí para allá espantados por los horrores de la civilización industrial y el fin de la Naturaleza. ¿Cómo reaccionó la filosofía cuando sus escenarios sublimes, sus grandiosos espacios, empezaron a ser explotados como campos de producción o degradados como destinos turísticos? Desde finales del siglo xix, los grandes filósofos presagian el fin del mundo, o al menos del mundo tal como ellos lo conocían, o como lo concebían. La civilización industrial cambió la faz de la tierra y la sociedad, transformando para siempre la relación entre el campo y las ciudades, la naturaleza y la cultura. La Gran Guerra revelará el poder mortífero del progreso y pondrá en crisis todos los fundamentos en los que parecía sustentarse la cultura occidental. Tiempo después, en las primeras décadas del siglo xx, una nueva generación buscará, ansiosa, nuevos referentes y valores que tampoco servirán para evitar la guerra total, el exterminio organizado y la devastación de la Naturaleza. De ahí en adelante, la filosofía deambulará de forma extraña, con sus viejas ilusiones, espejismos y fantasmas, incapaz de afrontar un mundo en el que la diferencia entre la historia y la naturaleza se borraría para siempre.
Este libro está dedicado a personajes que destinaron largas disquisiciones al futuro de la Humanidad y de la Naturaleza, pero en vez de glosar sus ideas, preferí recrear sus idas y venidas por los parajes que frecuentaron. No considero que los paisajes de su pensamiento sean accesorios. No son simples decorados de su vida ni elementos secundarios de sus visiones del mundo. Al contrario, esta crónica sobre los espacios por los que deambularon puede ayudar a entender mucho mejor algunas claves de su pensamiento.
Esta es una historia sobre filósofos de paseo, aunque al final no he podido evitar hablar de algunos escritores. Si no fuera porque he usado siempre la literatura como un tubo respiratorio nunca habría podido respirar en la pecera de la filosofía. Esta vez me ha pasado algo parecido, aunque luego veremos que hay más razones de peso que el ahogo personal para recurrir a la literatura. Buena parte de esta historia fue escrita antes de publicar el libro El jardín de los delirios, pero solo pudo ser finalizada después.1 Empecé a pensar en los paseos de los pensadores al aire libre hace mucho, inmediatamente después de leer Wanderlust de Rebbeca Solnit.2 En un momento de su gran crónica se menciona, como de pasada, un texto de Edmund Husserl sobre la experiencia del espacio3 y a continuación se empiezan a lanzar críticas a la filosofía francesa, que convirtió el nomadismo en su consigna. Me pareció que esa parte del libro simplificaba un poco la relación de la filosofía del siglo xx con el arte de caminar. ¿Por qué saltar de Husserl a Deleuze? ¿Por qué no dedicar más espacio a pensadores para los que mantenerse andando no era una simple rutina? Quizá Solnit los dejó al margen porque encontró más interesantes las divagaciones de literatos inventivos que las meditaciones de sesudos filósofos. Quizá la filosofía del siglo xx fue demasiado pesada y grave para formar parte de la literatura del caminar. Quizá el arte de caminar solo pueda inspirar un pensamiento ligero, pasajero. Quizá los filósofos solo fabrican discurso y los escritores son propensos al excurso; quizá se toman el paseo como instrucción y no como excursión. Quizá los filósofos solo vagan para meditar. Quizá les da miedo divagar.
Sea como sea, eché de menos a muchos filósofos en el libro de Solnit y pensé que merecería la pena internarse por los terrenos que ella dejó sin explorar. En su libro, es cierto, hablaba de Rousseau y de Kierkegaard, y de Benjamin, claro, pero ¿por qué Nietzsche era mencionado de pasada y Heidegger ignorado completamente? En realidad, no era la única experta que, en mi modesta opinión, dejaba fuera a personajes peculiares. En otros libros muy conocidos dedicados al caminar también encontré otros huecos, por ejemplo, en Andar. Una filosofía de Gros, que sí daba mucho más espacio a Nietzsche, pero que volvía a dejar a Heidegger fuera de escena. Incluso Melvin Coverley, en su excelente The Art of Wandering, no prestaba atención al ceremonioso modo en que Heidegger conectó el acto de caminar y el camino del pensar. Lo divertido de todo esto es que, una vez que empecé a examinar los andares de esos filósofos ausentes, acabé dándole vueltas a las excursiones de otros pensadores cuyos nombres no aparecen en esas crónicas: Hegel, Wittgenstein, Adorno. Me empezó a interesar por qué daban caminatas, vivían en cabañas, callejeaban o hacían turismo por los Alpes. Sentado en un jardín una tarde lluviosa recordé que la repulsión existencial que describió Sartre tenía lugar en un jardín, así que corrí a buscar La náusea en una estantería y al leerla otra vez descubrí un montón de detalles (en la novela y en la vida de Sartre) que no nos enseñaron a percibir cuando estudiamos filosofía.4 Para acabar de liarla, una vez que empecé a imaginar a pensadores al aire libre, moviéndose por jardines, bosques, parques, montañas, alamedas, barrios urbanos o pueblos pintorescos, se me vinieron a la cabeza muchas de sus ideas sobre sobre la naturaleza, la historia, la cultura, el campo, la ciudad, y sobre el propio acto de caminar, claro. ¿Por qué echan a andar los filósofos? ¿Qué descubren ahí afuera que no podrían haber descubierto en un interior? ¿Qué relación tiene su forma de moverse con su forma de pensar? Kant paseaba todos los días por el mismo sitio y de la misma manera. Pasear era una rutina beneficiosa para el ejercicio del pensamiento. Para Nietzsche, en cambio, caminar era una forma de salir de la rutina y de ese modo lograr pensar más intensa y lúcidamente. No paró de moverse por muchos lugares, aunque le gustaba repetir caminos. Curioso.
Pronto se me planteó una pregunta que Coverley o Solnit ya se hicieron en sus libros. Muchos personajes de la historia del caminar reflexionaron sobre el propio caminar, pero otros no lo hicieron tan explícitamente. Por ejemplo, la escritura de John Muir, recuerda Coverley, siempre está subordinada a la exploración y transmite un sentimiento de identificación con el mundo natural que no tiene paralelo en la literatura del caminar, pero que no es exactamente una literatura del caminar. Solnit dice lo mismo: A Muir le fascinaba la naturaleza, y su pasión por la botánica se satisfacía mejor a pie, pero no convertía el propio caminar en objeto de reflexión. No hay un límite bien definido entre la literatura del caminar y la escritura naturalista, dice Solnit. Los escritores sobre la naturaleza “tienden a hacer del caminar algo implícito, como un medio para sus encuentros con la Naturaleza que describen, pero rara vez como un tema en sí mismo”.5 En el caso de los filósofos, creo, no ocurre algo muy distinto. Todos los personajes de este libro están en movimiento, pero no todos ellos reflexionan del mismo modo sobre el movimiento, ni menos aún sobre su propio movimiento. También transitan por la Naturaleza, pero hablan de ella y de su relación con ella de muy distintas formas. Como los historiadores de escritores en movimiento, también agrupo a personajes de distintas épocas, solo que en este caso me centro en aquellos posteriores a la Primera Guerra Mundial. Hablo rápidamente de Kant, Schelle, Rousseau, Hegel, Kierkegaard y corro apresuradamente hacia Nietzsche, como si su propia marcha nos ayudara a precipitarnos al periodo que Eilenberger ha llamado recientemente “tiempo de magos”, pero que para nosotros no es mágico sino bastante absurdo. Supongo que mi enfoque resultará impertinente para algunos filósofos, y su crítica ya me la sé. Dirán que combino como si nada lo sociológico con lo histórico, lo biográfico con lo filosófico. Quienes creen que la filosofía está por encima de todo, sentirán que simplifico las ideas de sus vacas sagradas. Comprendo que les moleste esa mezcla. En realidad, los lleva incomodando desde hace cien años, dado que buena parte de la reputación de la propia filosofía se ha basado en afirmar (con tono solemne y autoritario) que el pensamiento de los grandes filósofos es tan profundo que puede separarse de su época y su sociedad.6 Nunca he entendido esta postura, la verdad: cuantas más cosas sabemos sobre el contexto de un pensamiento, mejor lo estamos valorando. El hecho de conectar las ideas de un pensador con su vida y milagros no les quita importancia a esas ideas.
Puede que, como dijo Solnit, el caminar inspire un estilo de escritura poco lineal y ordenado. Puede ser. ¿Le ocurre lo mismo a la teoría sobre el caminar? A veces sí y a veces no. En cualquier caso, que una narración o un ensayo no sean lineales no significa que las ideas se dispersen o se enreden las cosas. Mantener una dirección demasiado fija a veces nos acaba desviando de lo más importante, tanto paseando como pensando. Este libro tiene más dirección que el anterior, pero quien espere que le lleve hasta un destino definido, puede dejar ya de leerlo. A diferencia del anterior, tiene un ritmo mucho menos agitado y alucinado. No me salgo tanto del camino, ni me pierdo tanto en la maleza, ni me voy por tantas ramas. Mi discurso sigue teniendo más de digresión que de tratado sistemático o de concentrada meditación, pero procuro aportar datos para que esos rodeos no se confundan con ligeras divagaciones. Que nadie se engañe: el paseo que damos es interminable. Si el lector logra llegar al final del trayecto, seguirá dando vueltas. No pretendo transmitir un mensaje moralizador, ni menos aún un eslogan ético. Le Breton y otros predicadores del arte de caminar suelen subrayar el lado bonito del asunto, y hacen bien. A nadie le desagrada un buen paseo. El problema es que formulan sus ideas de tal manera que estas se convierten en otro producto del mercado de la felicidad, o en otra receta prescita por los éticos del saber vivir. Como dice Le Breton,
caminar es una apertura al mundo que invita a la humildad y al goce ávido del instante. Su ética del merodeo y la curiosidad hacen de él un instrumento ideal para la formación personal, el conocimiento del cuerpo y de todos los sentidos; […] la vulnerabilidad del caminante es una buena invitación a la prudencia y a la apertura del otro, más que a su conquista o a su desprecio, […] la experiencia del caminar descentra al yo y restituye el mundo, inscribiendo así de pleno al ser humano en unos límites que le recuerdan su fragilidad a la vez que su fuerza, […] moviliza permanentemente la tendencia del hombre por comprender, por encontrar su lugar en el seno del mundo, por interrogarse acerca de aquello que fundamenta su vínculo con los demás, […] caminar […] es un proceso de conocimiento de uno mismo y del otro, un cambio del escenario del conocimiento […]. Andar nos predispone para la metamorfosis de nuestra mirada sobre el mundo.7
No se puede estar más que de acuerdo con Le Breton. El problema es que solo se esté dispuesto a escuchar esas cosas. La ética de la vida cotidiana ha encontrado en el pasear un mercado tan rentable como la jardinería doméstica. En un mundo de mierda, todo el mundo se apresura en resultar edificante y transmitir buenos sentimientos, y la moda del caminar no se ha quedado atrás. El caminar “ofrece una bella imagen de la existencia, siempre inacabada”, dice Le Breton. ¿Bella? ¿Seguro? ¿Siempre? Quizá no. El caminar también puede revelar una imagen oscura de la existencia, más angustiada y desorientada. ¿Es que nunca caminamos por ansiedad, por aburrimiento o por pánico? Los tratados sobre el caminar siempre ensalzan el caminar tranquilo, la marcha serena y equilibrada, pero ¿es que nunca caminamos de forma alterada y errática? La marcha, agrega Le Breton, “es a veces infinita, sin otra dirección que el tiempo”; a menudo se camina “sin fin para no llegar a ninguna parte, para conjurar solo el paso del tiempo y su lento avance hacia la muerte que es, finalmente, el término de cualquier camino”.8 Es cierto, solo que cuando se insiste en este lado del caminar las cosas ya no cuadran tan fácilmente con la ética de la felicidad. Caminar no solo inspira humildad y solidaridad, también puede infundir temor y enmudecimiento. El andar no siempre nos devuelve a los otros, también nos puede separar de ellos para siempre, y llevarnos hasta la Nada. Podemos salir al exterior para huir del vacío interior, pero ¿y si ese gran exterior se revela como un Vacío mucho mayor? Según la nueva estética y ética del caminar, el paisaje debe sacarnos del sopor existencial, despertar nuestros sentidos, revitalizar nuestros deseos, reconectarnos con las energías del mundo. Mensaje edificante, como muchos otros, pero parcial: pasear también nos sumerge en algo mucho más serio; por ejemplo, en el tedio, que ahora, en nuestra sociedad del ocio, cada vez tiene peor aceptación. Por lo visto hay que llenar el tiempo como sea, no vaya a ser que se abra un vacío en nuestras vidas que luego no sepamos cómo llenar. En realidad, aburrirse sentado todavía es admisible. Pero aburrirse en movimiento parece un despropósito. Quizá es que hay distintos tipos de aburrimiento. En su “Elogio del aburrimiento” (una charla impartida en 1989 para jóvenes estudiantes), Joseph Brodsky dijo que el tedio no se remedia huyendo de la repetición, sino rodeándose más de ella. “Cuando os golpee el aburrimiento, id por él. Dejad que os inunde, sumergíos a fondo”. La razón por la que el aburrimiento requiere esa disposición, añadía, es que
representa al tiempo en toda su pureza, en todo su repetitivo, superfluo y monótono esplendor… el aburrimiento es vuestra ventana al tiempo, a esas características del tiempo que uno tiende a pasar por alto para no poner en peligro su equilibrio mental. Se trata, en definitiva, de una ventana a la infinitud del tiempo, o, lo que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él… Una vez abierta la ventana, no intentéis cerrarla: al contrario, abridla de par en par… El aburrimiento habla el lenguaje del tiempo… “Eres finito –dice el tiempo con la voz del aburrimiento– y cualquier cosa que hagas, desde mi punto de vista es vana”. […] Cuando esa ventana se abre uno se siente poca cosa. Si aceptamos la lección que nos revela el tiempo admitimos que somos “muy inferiores a él en trascendencia”. Sin embargo “lo superamos en sensibilidad… Somos intrascendentes porque somos finitos. Pero cuanto más finito es algo, más cargado viene de vida, de emociones, de goce, de miedos, de compasión, […] la anticipación de tal inanimada infinitud es la que explica la intensidad de los sentimientos humanos.9
Evidentemente, esta clase de aburrimiento puede surgir en espacios interiores (se abre la ventana de la infinitud), pero también se disfruta a la intemperie, en exteriores, al aire libre. ¿Y no es más intenso cuando se vive en movimiento? Mucha gente piensa que el paseo sirve para disipar la niebla del aburrimiento, esa especie de atmósfera que puede adueñarse de nuestra vida interior. Pero no es necesariamente así: el paseo sirve para internarse en esa niebla con indiferencia, sirve para asumir un tiempo sin objetivos, para estirar un tiempo sin medida y para habitar un espacio sin lugares concretos, como dice Lars Svendsen en Filosofía del tedio.10 Frédéric Gros también distingue en Andar. Una filosofía dos formas de aburrirse. La primera provoca agitación, ansiedad y un tipo de hiperactividad con la que se intenta llenar el tiempo desesperadamente. El segundo tipo, en cambio, tiene que ver con el movimiento monótono y no trata de llenar el vacío. La agitación es una estrategia fatal de huida; el movimiento repetido, en cambio, es una forma de aceptarlo. Aburrirse de andar, o andar hasta aburrirse, dígase como se quiera, no es cualquier forma de aburrirse.11 “Un gran número de filósofos y escritores confiesan su deuda con ciertas caminatas, excepcionales o regulares, en las que han dado libre curso a sus razonamientos”. De acuerdo; pero eso no quiere decir que deambularan tranquilos. Yo diría que los filósofos siempre han tenido bastante miedo a perderse. Descartes, recuerda Robert Pogue Harrison, utilizó la imagen del bosque y la de la ciudad para explicar su filosofía. En El discurso del método comparó una de sus máximas (la segunda: ser lo más resuelto y firme en sus acciones) con la actitud de un caminante que al perderse en el bosque no se queda quieto en un lugar, ni vaga de un lado a otro, sino que camina siempre en línea recta, hacia un lugar fijo, sin cambiar el rumbo. Aunque ese camino no le conduzca a donde quería, decía Descartes, al menos le llevará a un sitio mejor, la espesura del bosque.12 En la segunda parte de la famosa obra, justo después de ponerse al calor de la estufa, Descartes también confesaba toda su filosofía urbanística, criticando las intrincadas ciudades que no estaban diseñadas desde el principio con un plan geométrico, diseñado por un solo arquitecto. Las calles de las ciudades antiguas, enredadas y confusas, provocaban en él tanta inquietud como los bosques.13 Pogue Harrison llega a sugerir que esta “fobia del racionalismo al bosque” llega hasta Sartre y, como veremos, no le falta razón.
Frente a este deseo de control y ordenación, desde luego, habrá filósofos que perderán el miedo a perder el rumbo y que se tomarán la filosofía más como un errar o un devenir, en vez de como un sistema de orientación o de posición. Caminar, dice Le Breton, activa el filosofar, pues el viajero “se ve incitado a responder a una serie de cuestiones fundamentales que desde siempre ha perseguido a la condición humana: ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién es? Esas preguntas eternas del viajero que el sedentario apenas se hace”.14 Cierto, pero eso no significa que caminando no se den vueltas y más vueltas absurdas, o que uno no acabe más perdido que como empezó. Sería ingenuo creer que andar nos ayuda a dar con respuestas a esas preguntas, o que nuestro movimiento no puede acabar suscitando otras muchas preguntas más idiotas, pero no menos acuciantes. Tampoco está claro que los filósofos, supuestos expertos en esas preguntas, den menos vueltas que los demás. Las historias más populares sobre pensadores paseantes transmiten una visión idealizada de la filosofía, pero las cosas no han sido tan elegantes ni tan coherentes. Muchos de los filósofos que han buscado aire puro para la filosofía, no debieron respirarlo a fondo, porque si lo hubieran hecho no se habrían tomado tan en serio sus propias especulaciones, ni se habrían sentido superiores al resto de mortales.
Como veremos luego, hay quienes están convencidos de que la forma de pensar y de caminar de Heidegger es una de las más profundas posibles.15 No lo veo así. Me parece que es una de las maneras de entender nuestro habitar y pasear por el mundo que la filosofía debería dejar atrás de una vez para siempre, y no solo por su perversa relación con el nazismo, o por la simpatía que podamos sentir por pensadores judíos que tuvieron que salir corriendo de Alemania. El problema de Heidegger no es simplemente que sus admiradores transijan con sus errores políticos, sino que muchos de sus lectores (incluyendo arquitectos, urbanistas, artistas, etcétera) se dejen llevar por su grandilocuencia y difundan sus reaccionarias ideas sobre el enraizamiento, el apego al lugar, la habitabilidad del mundo y el destino de la Tierra. Dicho de otro modo: el problema de la filosofía no es que no se haya ejercido al aire libre (lo ha hecho a menudo), sino que no parece haberse aireado lo suficiente. El futuro del pensamiento no depende de algo tan sencillo como cruzar los valles de la mediocridad para adentrarse en los misteriosos bosques de la revelación. El mundo siempre ha estado lleno de caminantes y muchos de ellos parecen haber tenido experiencias únicas. Pero esto está dentro de lo normal. Lo que no es normal es que algunos filósofos estén convencidos de que solo cuando ellos se han internado en la espesura de este mundo se ha manifestado algo trascendeltal para la Humanidad.16
Otro asunto del que sorprendentemente no se habla mucho en los libros del caminar es el de los paseantes delirantes y dementes. Asociamos la figura del pensador andante a un individuo de carácter fuerte y pensamiento coherente. No se nos pasa por la mente que los filósofos puedan perder la cabeza o que a veces se les vaya un poco. Muchos admiradores de Nietzsche tienden a engrandecer excesivamente sus paseos y sus devaneos, temerosos de que sus disparates resten importancia a su legado. Los devotos de Wittgenstein también son reacios a admitir que su admirado genio tenía problemas para entender las conductas más tontas y comunes de la vida social.
En un tremendo relato de Thomas Bernhard, titulado “Andar”, los dementes paseantes no paran de dar vueltas a un tema: ¿Son “la ciencia del andar y la ciencia de pensar, en el fondo, una sola ciencia”? ¿Se puede deducir la forma de pensar de alguien observando su forma de andar? O al revés: ¿es posible saber de qué forma anda alguien examinando sus pensamientos? Los locos de este paseo no llegan a ningún final, ni caminando ni reflexionando, pero dan a entender que buscar la congruencia entre pensamiento y movimiento quizá no tenga el menor sentido. Si esa es su conclusión, entonces uno tendería a pensar que no están tan locos. El diálogo entre los paseantes es repetitivo, obsesivo como su propia marcha. Desandan lo ya pensado y se pierden continuamente. Pero no dejan de tener razón cuando cuestionan la congruencia entre razonar y andar. Como dice Oheler:
Habíamos pensado siempre que podíamos hacer del andar y pensar un solo proceso total, [pero] tengo que decir ahora que es imposible hacer del andar y pensar un solo proceso total… porque realmente no es posible andar durante bastante tiempo y pensar con la misma intensidad, unas veces andamos más intensamente, pero no pensamos tan intensamente cómo andamos, y luego pensamos intensamente y no andamos tan intensamente como pensamos, unas veces pensamos con una presencia de espíritu mucho mayor que cuando pensamos, pero no podemos pensar y andar con la misma presencia de espíritu… Si andamos más intensamente, nuestro pensamiento cede… si pensamos más intensamente, nuestro andar… No podemos decir que pensamos como andamos, lo mismo que no podemos decir que andamos como pensamos… Andar regularmente y [a la vez] pensar regularmente, ese arte es evidentemente el más difícil de todos y el que menos se puede dominar.17
Supongo que mi aproximación a esta historia de pensadores paseantes resultará algo paródica para mis colegas más serios. La gente de la filosofía suele pensar que lo divertido es lo contrario de lo serio, pero como dijo Chesterton lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino lo contrario de lo aburrido. Que un escritor decida contar las cosas con humor no significa que no sea sincero ni que no se tome en serio las cosas (que Swift fuera divertido contando historias, por ejemplo, no significa que no fuera seriamente pesimista).18 Chesterton también dijo que solo se puede bromear sobre cosas serias, graves y terribles, así que el hecho de que podamos reírnos de la filosofía es la mejor prueba de su seriedad. Uno no se puede reír más que de lo que le parece importante, y todas las parodias, decía, “han de suponer la comprensión súbita de que algo que se cree a sí mismo solemne, en el fondo no lo es tanto”. Eso explica que haya tantos chistes sobre la religión, o sobre la moral, o sobre representantes de la autoridad o de la razón (Chesterton pensaba en policías y científicos). Con la filosofía pasa algo parecido, más aún cuando sus máximos representantes están convencidos de que su autoridad está por encima de la de teólogos y científicos y actúan no como vigilantes sino como auténticos jueces supremos.
Según lo veo yo, adoptar un tono jocoso al hablar de filósofos tampoco es una simple estrategia comercial para llegar a más lectores, sino una manera respetuosa de llegar a lectores inteligentes (grupo entre el que, se supone, habría que incluir al propio gremio filosófico). Cuando subrayo el lado chistoso de las andanzas de filósofos, no le estoy quitando hierro a sus pensamientos, al revés. La falacia de no tomarse en serio el humor, decía también Chesterton, es muy común entre los hombres de tipo clerical, pero desgraciadamente yo diría que esa falacia ha sido aún más común entre filósofos. La gente clerical suele reírse de muchas cosas y no solo porque la Biblia esté llena de bromas. Los filósofos, en cambio, mantienen mucho más la compostura, a excepción de algunos pensadores disparatados, como Nietzsche y Kierkegaard. Bromear sobre algo, insistía Chesterton “no es tomarlo en vano. Es, por el contrario, tomarlo y usarlo para un fin extraordinariamente bueno. Usar una cosa en vano significa usarla inútilmente. Pero una broma puede ser sumamente útil; puede contener todo el sentido del mundo, por no hablar de todo el sentido celestial, de una situación”.19 Las bromas no bloquean el debate y la investigación, al contrario, “la solemnidad es lo que está bloqueando el camino”. Son, efectivamente, los llamados métodos serios con su propia “importancia” y su “juicio” “los que bloquean el camino por todas partes”.20
Aunque en El jardín de los delirios parecía empeñado en destruir ilusiones, mis mejores lectores no me confundieron con un amargado. En esta nueva entrega todavía tiene menos sentido plantearse la cuestión del pesimismo o el optimismo. Que el libro acabe con la muerte de un paseante no debe hacer pensar que los filósofos solo sabemos meditar sobre la muerte. Para nada. Sea como sea, los lectores juzgarán si prefieren un libro como este o una loa al caminar.
Y con esto vuelvo al principio. Dije que este era un libro sobre filósofos, pero que no podía evitar incluir algún capítulo sobre escritores. ¿Por qué? Si acabo hablando de un escritor chalado suizo y de un escritor británico polémico no es porque crea que solo haya que hablar de ellos. No: se podría hablar de muchos otros. Las crónicas sobre el caminar están llenas de referencias a Rimbaud, Thoreau, Hazlitt, Stevenson, Woolf…21 Si me limito a dos escritores es porque me ayudan a pensar mejor los asuntos que se nos plantean siguiendo los pasos a algunos filósofos y también porque en las historias populares sobre el caminar apenas se habla de ellos. Solnit no solo se olvidó de algunos filósofos andarines, también del inigualable Robert Walser, ese delirante paseante que se convertirá en referente de la estética de la desaparición. Coverley sí lo sacó a relucir, cierto, pero de pasada y sin desvelar todo su terrible mensaje. El otro escritor que analizo es John Fowles, que no se asocia con las crónicas del caminar, pero uno de sus libros incluye uno de los paseos más inquietantes que conozco, y cuyas reflexiones sobre la literatura no se pueden entender sin pensar en bosques y jardines. Ya hablé de él en la segunda parte de El jardín de los delirios, pero ahora es cuando dejo mucho más claro por qué El árbol es un libro que me dejó en el sitio.
Sigo sin contestar del todo la pregunta, ya lo sé. ¿Por qué escritores, además de filósofos? Lo dije al principio, entre líneas. ¿Es compatible el caminar con una mentalidad filosófica? Parece que sí. Ha habido filósofos que parecen demostrarlo, pero ¿prueba eso que sus excursiones lograran abrir sus cabezas lo suficiente? ¿Lograron verdaderamente que sus pasos por este mundo cambiaran el paso a su pensamiento? Quizá sí, quizá no.
1 A diferencia de El jardín de los delirios, este nuevo libro que Turner también se ha atrevido publicar no tiene que ver con los debates actuales del paisajismo, el urbanismo o la ecología, sino con el mundo en el que, para bien y para mal, he pasado más tiempo profesionalmente, el de la filosofía. En El jardín de los delirios (Madrid, Turner, 2019) examiné el libro de Cooper, A Philosophy of Gardens (2006), donde defiende una ética del jardín que no me parece coherente, sobre todo cuando trata de combinar el amor por la vida ordinaria con la filosofía heideggeriana del habitar. Véase el capítulo “Jardines de este mundo”, en El jardín de los delirios, op. cit., pp. 171-179.
2 Sobre el paralelismo entre formas de escribir y formas de caminar, no podemos dejar de referirnos a un texto de Hazlitt (“Mi primer encuentro con los poetas”), que oyó recitar poemas a Coleridge y a Wordsworth en 1879. “El estilo de Coleridge es más pleno, animado y ameno; el de Wordsworth más equilibrado, uniforme e interiorizado. Osaría decir que uno es más dramático, y el otro más lírico. Coleridge me comentó que le gusta componer mientras pasea por un terreno accidentado o se abre paso a través del ramaje enmarañado de algún bosquecillo de matojos; mientras que Wordsworth, siempre que ha podido, ha escrito mientras paseaba arriba y abajo por un camino recto de gravilla o en algún lugar donde la continuidad de sus versos no pudiese tropezar con ninguna interrupción colateral”. Este texto lo cita Seamus Heaney en De la emoción a las palabras (Barcelona, Anagrama, 1996, pp. 71-72). Heaney explica no solo cómo los versos fueron estimulados por “las monótonas idas y venidas del paseo, puesto que cada trecho actuaba como la longitud de un verso”. También se pregunta si Hazlitt tenía razón cuando decía que el balanceo del cuerpo del poeta, el “bamboleo, el caminar cansino” fomentaba el vaivén de la voz. Tengo que agradecer a Alberto Santamaría que me descubriera este texto.
3 Solnit menciona la versión inglesa: “The World of the Living Present and the Constitution of the Sorrounding World External to the Organism”. Este manuscrito de 1931 se publicó con un prólogo de Alfred Schütz en 1946, y es iluminador leerlo junto con otros dos trabajos: “Foundational Investigations of the Phenomenological Origin of the Spatiality of Nature” y “Notes on the Constitution of the Space”. Aquí no voy a analizar lo que Husserl dice sobre el caminar en estos análisis fenomenológicos, sencillamente porque nos ocuparía demasiado espacio hacer comprensibles sus intrincados pensamientos. Solnit dice algo importante, aunque tampoco lo desarrolla: la fenomenología describió la relación con el espacio como vivencia cualitativa de un sujeto, incluyendo su experiencia corporal. Lo que Solnit no añade es que al cabo del tiempo –esto lo recuerda Jameson– el énfasis de la fenomenología en una experiencia auténtica del espacio fue criticado por una sociología para la que solo hay cuerpo social, para la que no existe un cuerpo humano dado como tal, sino todo un “espectro de experiencias sociales del cuerpo”, una entera “variedad de normas corporales” producidas por distintas formaciones sociales históricas. Visto así, el “retorno” a una visión más “natural” del cuerpo en el espacio que defendía la fenomenología fue tachado no solo de nostálgico, sino de ideológico (“La arquitectura y la crítica de la ideología”, en Fredric Jameson, Las ideologías de la teoría, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014, pp. 416 y ss.).
4 Después de recordar esto, me encontré con varias referencias al jardín de La náusea y me alegré mucho. Primero porque sentí que no estaba desvariando solo: las ideas de otros autores confirmaban mi impresión; y segundo, porque todos esos autores dejaban pendientes cuestiones que merecían ser exploradas, no solo sobre Sartre. Una de ellas es Forests. The Shadow of Civilization, de Robert Pogue Harrison (Chicago, Chicago University Press, 1992), que conecta el episodio de La náusea en el jardín con el tema más general de la fobia racionalista a los bosques, o incluso la aversión a lo natural. Los otros dos libros que mencionan a Sartre son el estupendo Philosophy in the Garden de Damon Young (Melbourne, Melbourne University Press, 2012) y, de modo más breve, pero también interesante, La pereza. Pasión por la indiferencia, de Sergio Benvenuto (Madrid, Machado Libros, 2014, pp. 141 y ss.).
5 Solnit, Wanderlust. Una historia del caminar, Madrid, Capitán Swing, 2015, pp. 119, 127.
6 Me he pasado la vida recomendando libros sobre filósofos que algunos de mis colegas consideran meramente sociológicos, pero nunca me han dado una explicación convincente de qué entienden por meramente. Me pasó con el libro de Pierre Bourdieu sobre Heidegger (La ontología política de Martin Heidegger, traducido en Paidós [Barcelona, 1991]) que fue ignorado en España, pero que es sumamente iluminador justamente porque Bourdieu no hizo lo que se supone que haría un sociólogo vulgar. Pasó algo parecido con libros menos elaborados pero interesantes como Locura filosofal, de Nigel Rodgers y Mel Thompson (originalmente titulado Philosophers Behaving Badly, que debería haberse traducido por ‘Filósofos metiendo la pata’, o simplemente como ‘Filósofos cagándola’). Era un libro escrito por un historiador (que había estudiado a Hitler y Churchill) y un freelance que publicaba libros divulgativos de filosofía. La filosofía profesional también se lo puso fácil para ignorarlo. Es más fácil calificar otros libros de simples que aprovechar los debates tan interesantes que propician.
7 Le Breton, Elogio del caminar, Madrid, Siruela, 2011, pp. 62-64.
8 Ibíd., p. 59. Otros libros de Le Breton, como Desaparecer de sí (Madrid, Siruela, 2017), no se relacionan tan a menudo con las historias del caminar, pero son tan interesantes o más que el que dedica propiamente a este. Véanse, si no, las secciones para paseantes fugitivos. Sobre fugas y escapes acaba de salir uno bastante útil de Antonio Pau, Manual de escapología. Teoría y práctica de la huida del mundo (Madrid, Trotta, 2019).
9 “Elogio del aburrimiento”, en Brodsky, Del dolor y la razón, Barcelona, Destino, 2000, pp. 115-116.
10 Lars F. H. Svendsen, Filosofía del tedio, Carmen Montes Cano (trad.), Barcelona, Tusquets, 2006, p. 150.
11 “Repetición”, en Andar. Una filosofía (Madrid, Taurus, 2014, pp. 217 y ss.). Gros da a este capítulo final de su gran libro un tono demasiado trascendente, e incluso religioso, que respetamos pero del que nosotros prescindimos.
12 Tercera parte del Discurso del método, Madrid, Alianza, 2011.
13 Descartes, además, creía que no era viable demoler las viejas ciudades para crear otras mejores; proponía cambiarse de lugar y empezar de nuevo, sin tratar de edificar sobre cimientos viejos. También es significativo que Descartes comparara su exilio en Holanda con un retiro solitario al más remoto de los desiertos (ibíd.).
14 Elogio del caminar, op. cit., p. 68.
15 Luego volveremos sobre esto, pero dejaré ya claro que esta forma de ver el aburrimiento es distinta a la que atrae a los filósofos existencialistas. Como recuerda Svendsen, “Heidegger cree que el tedio puede superarse y ahí radica, precisamente, su error: que permanece en el ámbito de la lógica de la transgresión. Comprende que el tedio remite al deber que tenemos en relación con el modo en que vivimos nuestras vidas, pero cree que este deber solo puede resolverse con la superación de todo este modo de vida”. Svendsen, en cambio, cree que “dicho deber lo es con la vida que vivimos aquí y ahora. Se trata de un deber para con lo concreto, no para con el ser. Y tal deber implica asimismo la aceptación del tedio, más que la ambición de superarlo” (Filosofía del tedio, op. cit., p. 169). El tedio vital, pues, no es un paso para una existencia más auténtica, ni “conduce a ningún tipo de comprensión total del ‘sentido del ser’, aunque sí puede ofrecernos alguna que otra indicación sobre cómo vivimos de hecho […]. No nos conduce, como cree Heidegger a un gran sentido oculto. Cierto que nace de la falta de sentido, pero tal vacío no garantiza que exista nada capaz de llenarlo. Desde el punto de vista de Heidegger el tedio mismo adquiere sentido porque, con tal de que sea lo suficientemente profundo, provocará un cambio hacia un modo de existencia, hacia otro tiempo. […] Pero tal como muestra Beckett, el Instante está permanentemente diferido. El instante, el Sentido mismo de la vida, se presenta solo en forma negativa en el aspecto de la carencia, y los instantes particulares, los que surgen en el amor, en el arte, en la embriaguez, jamás perduran. […] Pese a todo, la ausencia del gran Sentido puede velar la existencia de otros sentidos […]. Una fuente común del tedio es el hecho de que nos empeñemos en usar la mayúscula allí donde deberíamos contentarnos con las minúsculas. Aunque no se nos otorgue el Sentido, no deja de haber un sentido; y también tedio. El tedio ha de aceptarse como un hecho insoslayable, como la fuerza de la gravedad de la propia vida. No es una solución grandiosa, pero es que el problema del tedio tampoco tiene solución” (ibíd., p. 199).
16 En Philosophy in the Garden, Damon Young hace por la salud de la filosofía mucho más que tantas voluminosas monografías dedicadas a pensadores y jardines. Aunque tenga toques de ironía, el enfoque de Young es mucho más respetuoso con la filosofía que el mío, quizá porque yo he sufrido más tiempo y más de cerca los excesos de los filósofos. También es muy interesante porque no habla solo de filósofos y los mezcla sin contemplaciones con escritores: cuenta por qué Marcel Proust tenía un bonsái al lado de su cama, qué le pasaba a Jane Austen con los albaricoques o por qué Orwell se desgañitaba en su jardín. Young es un filósofo australiano que colabora con The School of Life, esa curiosa empresa de filosofía para la vida cotidiana que el ingenioso Alain de Botton fundó en 2008 en Londres después de triunfar con sus propios libros. De los manuales que ha producido su escuela he analizado dos, el dedicado a cómo aburrirse mejor y el dedicado a cómo estar cerca de la naturaleza. No son libros que los filósofos profesionales se dignen a leer, pero aportan información muy relevante sobre el mercado de la filosofía popular (el lema o logo de The School of Life es “Developing emotional intelligence”). Young ha dado charlas para la escuela en los jardines de Fenton House y ha escrito para ella How to Think about Exercise, pero su libro sobre pensamiento y jardines no forma parte de esta colección. Otro trabajo que ha publicado también es interesante: Distraction. A Philosopher’s Guide to Being Free (en español, El lado B de la distracción, Ciudad de México, Ediciones B México, 2011).
17 “Andar”, en Thomas Bernhard, Relatos (M. Saénz [trad.], Madrid, Alianza, 1987, pp. 263-264). Poco antes los paseantes decían que no debemos pensar por qué andamos porque entonces ya no nos sería posible andar. Demasiada reflexión paraliza la acción, nos lleva a la detención y finalmente a la Nada (tema típicamente wittgensteiniano, todo sea dicho). En otro momento llegan a otra conclusión: si pensamos mucho cómo andamos, quizá no nos paremos, pero desde luego “andaremos de una forma muy distinta a la que en realidad andamos y nuestra forma de andar no se podrá juzgar en absoluto, lo mismo que no debemos preguntarnos cómo pensamos, porque entonces, como no se tratará ya de nuestro pensamiento, no podremos ya juzgar cómo pensamos” (ibíd., p. 264). Todo el relato está lleno de argumentos mal planteados pero típicos de algunos filósofos. En el relato también mencionan a Ferdinand Ebner, toda una ironía, porque Bernhard recrea justamente la imposibilidad del pensamiento dialógico.
18 Herejes, versión de Juanjo Estrella, Madrid, El Cobre Ediciones, 2007, p. 181. Hay otra versión en la editorial Acantilado, de Stella Mastrangelo, también de 2007, que traduce funny por ‘cómico’ (p. 161).
19 Ibíd., p. 167.
20 Ibíd.
21 Sobre literaturas del caminar, véase la sección dedicada a “Pasear, derivar, delirar”, en El jardín de los delirios. Si este libro hubiera sido más grande habría incluido más material sobre narraciones que tampoco suelen desfilar por las historias más populares del caminar, por ejemplo, Trilogía del vagabundo del noruego Knut Hamsun o Los tres senderos hacia el lago, de la austriaca Ingeborg Bachmann. Otra vez será.