Читать книгу Filósofos de paseo - Ramón del Castillo - Страница 8

Оглавление

i

Pensadores al aire libre

De Kant a Hegel

En el siglo xix los alemanes pintaron sus sueños, y en todos los casos les salieron hortalizas. A los franceses les bastó con pintar hortalizas, y el resultado fue un sueño.

T. W. Adorno1

Aún después del Romanticismo, los filósofos han seguido mucho más fascinados por el paisaje sublime que por cualquier otro tipo de escenario.2 Algunos trasnochados siguen encaramados por riscos y altas cumbres y dan la espalda a llanuras y valles. Otros insisten en que los bosques encierran algo misterioso, y desprecian las zonas verdes públicas, parques y jardines de toda clase típicos de las ciudades modernas, espacios estos que, sin embargo, fueron de gran interés para otras generaciones de filósofos sociales con más sensibilidad para la vida urbana, como la de Simmel. No importa lo que hayan dicho, da igual lo profundos o brillantes que hayan parecido: la mayor parte de los filósofos siguen aferrados a sus viejos referentes, a recuerdos fantasmales que reactivan continua y desesperadamente. En realidad, temen mezclarse con algunos científicos sociales por lo mismo que temen mezclarse con los escritores: porque se descubriría que son aburridos y poco imaginativos. La relación de la filosofía del siglo xx con la literatura, de hecho, ha sido muchas veces hipócrita. Se ha basado en el culto a algunos poetas, pero solo para levantar una defensa que les protegiera contra el resto de la literatura. Con las ciencias sociales, los filósofos han sido menos ambivalentes: simplemente las han despreciado o, en el mejor de los casos, las han ignorado. Pero vayamos a algo más concreto.

Solnit tiene toda la razón cuando dice que desde el siglo xix las crónicas de paseante sirvieron para ponerle límites a la libertad y no para instituirla,3 o sea, redujo el hecho de caminar a una exhibición de sentimientos moralizantes y eliminó lo más importante: todo lo imprevisible, lo inesperado, lo peligroso. El paseo debía ser algo edificante, una excursión segura en la que “nadie se pierde y vive de larvas y agua de lluvia en un bosque sin senderos, ni tiene sexo en una tumba con un extraño, ni tropieza con una batalla, ni tiene visiones de otro mundo”.4 Como dice Solnit, este tipo de paseantes formó “no un club de caminantes real”, sino un club de selectos varones que compartían experiencias especiales, muy diferentes –claro– a las que tenían personas de otras clases sociales y con otra educación, y a las mujeres de su clase que se quedaban confinadas en el hogar.5 Solnit rehace como nadie la historia del caminar recordando otras formas de pasear (incluida, claro, la de las propias mujeres) y no merece la pena repetir aquí lo que ella cuenta. Lo que sí se podría añadir es que la tradición del paseante pensante tan propenso al sermón filosófico y moral, a la que ella se refiere, fue heredada por muchos filósofos incluso después del Romanticismo, e incluso la llevaron más lejos, convirtiendo, por ejemplo, la meditación errante por bosques en un signo de autenticidad frente a una cultura mediocre o en un gesto de distinción frente a las nimiedades con las que se entretiene la mayoría. Para esta tradición del paseo al aire libre, lo insólito y desconcertante, lo inesperado y lo cómico importan muy poco frente a lo misterioso, lo trascendental y lo inefable. El paseo sigue siendo un pretexto para hacer gala de una inmensa profundidad y para disfrazar los aires de superioridad con ropajes campechanos. Estos filósofos no están en las nubes, se mueven a ras de tierra, pero miran hacia el suelo solo por condescendencia (y quizá para evitar tropezar con algo, pues el traspié para ellos supone una humillante caída desde las alturas y no un motivo de risa compartida). El filósofo de este tipo no puede llevarse sorpresas que lo coloquen en situaciones pedestres, chabacanas o ridículas. Como sus antecesores, sigue apartando de sí todo lo que pueda desconcentrarle, pues a solas, sin que nada ni nadie le moleste, logra conectar con algo que el resto de los mortales, distraídos por los lugares comunes, no llegan a alcanzar. Durante el paseo del filósofo no se grita ni se cuentan historias absurdas, no se juega ni se canta, no se defeca ni se producen accidentes, no salpica el barro ni se provocan heridas, ni se arman discusiones ni se recogen flores. El camino del pensar es puro y severo. No hay tiempo para bromas o desvíos; menos aún para el pícnic o la fiesta.

El silencio que buscan estos filósofos también es muy especial. Lo necesitan para auscultar las resonancias del Ser, pero no para relajarse hasta quedarse dormidos y descansar. Cuando dejan atrás los ruidos de coches y carreteras, el zumbido de las torres de electricidad y todo ese barullo que genera la civilización técnica, alcanzan un tipo de serenidad que les pone en contacto con algo que los montañeros, los senderistas, los botánicos, los geólogos, los biólogos y los guías turísticos no pueden captar.

Algunos filósofos de jardín en el fondo son parecidos, aunque su escenario es urbano y su prosa y su pose más modesta y doméstica. En los jardines ellos también pueden oír vibraciones especiales, un eco más delicado y menos sobrecogedor, el “ligero temblor del tiempo que el ruido y la urgencia […] ocultan de ordinario”, como dice Le Breton.6 Hay jardineros que dicen poder oír cómo crece la hierba, cómo se abren las flores o cómo fluye la savia por los tallos. Por lo visto, estos filósofos de jardín pueden oír cómo el tiempo dura, o sea, cómo fluye una temporalidad pura, ajena a cronómetros y relojes. Pero en los jardines de los filósofos tampoco habría griterío de niños, chillidos de juegos, discusiones entre indigentes, monólogos de vagabundos dementes, lamentos de alcohólicos, ambulancias que irrumpen en busca de heridos, llamadas de vendedores de droga, perros gruñendo y copulando, adolescentes drogados, ni estudiantes de trompeta practicando fuera de casa para que no los maten los vecinos. Los pájaros pueden formar parte de sus epifanías al aire libre, pero a condición de que aparezcan solos, no en grupos alborotadores, ni en grandes bandadas, para así convertir su presencia y su canto en enigmas o en símbolos (los hegelianos suelen esperar a que una misteriosa lechuza levante el vuelo con el crepúsculo, pero estos filósofos pueden conformarse con un pájaro cantor a mediodía).

Todos esos sonidos y muchos más –de nuevo– pueden ser la banda sonora de la sociología urbana o de la psicología social, o el típico paisaje sonoro de la psicogeografía, pero no suelen ser el fondo sonoro de la meditación y el cuidado de sí. El sonido de la vida común (que en realidad no tiene nada de común) no parece digno de atención filosófica; es sonido-basura, tan desdeñable como el espacio-basura, esas partes de los jardines y parques donde pasan cosas que no agradan a la vista ni al oído, y que rompen la armonía preestablecida por los diseñadores de los jardines y por los administradores públicos de la belleza al aire libre. Los grandes jardines bien cuidados (sobre todo los que están fuera de los núcleos urbanos) han atraído y aún hoy siguen atrayendo a neoepicúreos, neoestoicos y predicadores de la ética del cuidado, pero los jardines horteras de barrio, los parques destartalados, los huertos urbanos en barrios del extrarradio y los descampados donde brotan algunas flores insignificantes y sucias, esos no. Esos espacios verdes parecen destinados, de nuevo, a los geógrafos sociales o a los antropólogos urbanos que, por lo visto –eso dicen los filósofos–, solo saben catalogar espacios, pero no meditar sobre el paso del tiempo y la fugacidad de la vida.

Lo más curioso de todo es que el filósofo siempre logra controlar sus pasos con el cerebro. Es como si entre sus piernas y su cabeza no hubiera más órganos, como si fuera un cefalópodo. Pero ¿y si el cuerpo lo empujara a apartarse de los senderos y caminos que ha previsto seguir? Cuando se piensa en la relación de la filosofía con el caminar y con los espacios verdes el resultado no es alentador. Se diría que es otro ejemplo de la resistencia de la filosofía a mezclarse con las ciencias sociales y con los estudios culturales. Ha llovido mucho desde que Heidegger despreciara a los sociólogos y a los antropólogos, pero en muchos sentidos nada ha cambiado. Disfrazados con otros ropajes, aparentemente más tolerantes, los filósofos siguen mirando con recelo a quienes estudian la sociedad. No han parado de hablar de la era tecnológica y de la imposible reconciliación con la naturaleza en tono apocalíptico, de una forma abstracta y solemne, y cuando han recabado algunos datos de otras disciplinas solo lo han hecho para justificar grandes ideas que ya tenían, y no para cuestionar su forma de pensar. Su amor a la terminología rebuscada y a los mensajes de oráculo es más poderoso que su curiosidad. Buscan lo grandioso, el asombro, pero les incomodan el desconcierto y las sorpresas. No pueden vivir sin espíritu de seriedad. Si se dejaran llevar por los increíbles y numerosos datos que proporcionan muchas disciplinas y narrativas –ese es el problema– a veces no podrían contener la risa; tendrían que admitir que nadie en su sano juicio, por muy sabio que se crea, es capaz de cuadrar todas las piezas del problema, y aceptarían que la comprensión del estado de las cosas requiere muchas perspectivas simultáneas, que no casan entre sí y que no pueden sintetizarse en una gran visión. Se ha hablado mucho de las caminatas de los filósofos y de sus estancias en el campo (generalmente en cabañas), pero siempre se han magnificado sus experiencias y su forma de pasear. Como ahora veremos, muchos de sus sermones sobre el deambular humano y sobre la naturaleza resultan poco estimulantes.

Quizá los filósofos antiguos fueran más modestos, aunque no soy quién para opinar sobre los peripatéticos, ni sobre la relación entre caminar y filosofía en la Edad Media, por ejemplo sobre la relación entre las ideas y las piernas de santo Tomás (¿es cierto que caminó más de nueve mil millas durante sus viajes? Umberto Eco podría haber escrito una novela sobre ello, pero no un filósofo). No está claro si hay que darle tanta importancia al hecho de que a Hobbes se le ocurría todo mientras caminaba, especular sobre la relación entre la arquitectura metafísica de Leibniz y los jardines de Herrenhäuser, o pensar que la rutina de paseo de Kant tenía algo que ver con la estructura de su pensamiento.

Hemos oído esa historia en muchas clases de filosofía, pero nada sobre el comportamiento de Kant mientras paseaba. Nadie sacaba a relucir a su colega, Karl Gottlob Schelle, que acabó majara pero que tenía una filosofía muy sensata del paseo, sin aspavientos románticos ni excentricidades de visionarios. Tampoco se nos ha enseñado filosofía mostrando planos de ciudades o trazados de parques. Se supone que la geografía nos distraería de lo esencial del pensamiento, pero ¿quién ha demostrado que eso sea así? Recordemos algunas cosas sobre Kant y luego sobre Hegel que son realmente interesantes. Es imposible explicar las cosas mejor que Michael G. Lee en su The German “Mittelweg”. Garden Theory and Philosophy in the Time of Kant, de modo que no puedo más que empezar recomendando su trabajo. Está profusamente documentado y aclara muy bien cómo se introduce el estilo inglés de jardín en Alemania, así como la relación entre la estética de Kant y ciertos estilos de paisajismo. También permite colocar en contexto una figura conocida entre los estudiosos del paseo, Karl Gottlob Schelle, cuyo tratado El arte de pasear –lo recuerda Federico Silvestre en su estupenda edición– fue publicado en 1802 en Leipzig y dedicado a uno de los miembros de la realeza que hizo posible la construcción de Wortiz, el primer jardín de estilo inglés que se construyó en Alemania siguiendo la teoría de Christian Cay Lorenz Hirschfeld (1742-1792).7 Lo que llama la atención de esta historia es que un filólogo popularizara la filosofía de Kant hablando del paseo, cuando Kant, como es sabido, no fue precisamente un gran paseante, ni menos aún un viajante.

Según afirmó en La antropología desde un punto de vista pragmático, el puerto de Königsberg recibía tanto tráfico de lugares remotos y culturas diferentes que resultaba el enclave perfecto para ampliar el conocimiento sobre la humanidad y el mundo: “En una ciudad así, ese conocimiento se puede adquirir sin viajar”, proclamó. Por lo demás, Kant no entendió el acto de caminar como un método de descubrimiento: paseó, sí, a diario, pero de una forma que muchos juzgarían mecánica. Heine lo dice claramente. Es difícil escribir la historia de la vida de Kant, porque

no tuvo ni vida ni historia. Vivió una vida de solterón, mecánicamente ordenada y casi abstracta, en una tranquila y apartada callejuela de Königsberg, antigua ciudad próxima a la frontera nororiental de Alemania. No creo que el gran reloj de su catedral haya cumplido mejor su inmenso trabajo diario tan desapasionada y regularmente como lo hizo su paisano Kant: levantarse, tomar café, escribir, impartir clases, comer, pasear...; todo tenía su hora señalada y los vecinos sabían con exactitud que eran las tres y media cuando Kant, vestido con su gabán gris y el bastoncillo español en la mano, salía de la puerta de su casa y se iba de camino de la pequeña alameda de tilos que aún hoy se llama, en recuerdo suyo, el paseo del filósofo. Ocho veces lo recorría arriba y abajo en cualquier estación del año, y cuando hacía un tiempo desapacible o las nubes grises anunciaban lluvia, se veía a su criado, el viejo Lampe, siguiéndolo, temeroso y preocupado, con un enorme paraguas debajo del brazo, la viva estampa de la providencia.8

Tampoco deja de resultar llamativo que en El conflicto de las facultades Kant dijera que el propósito de caminar al aire libre es simplemente hacer que la atención pase de un objeto a otro, evitando así que quede fija en un objeto. Según los entendidos (Lee cita el trabajo de Hent de Vries sobre Kant), este modo de relajación y distracción es útil como ejercicio para que el pensamiento acabe más concentrado. Pese a estar asociado al ideal peripatético de los antiguos, “para él caminar no describe la naturaleza del pensamiento como tal”.9

Lee cree que Heydenreich comprendió mucho mejor que Kant el aspecto cinético de lo que Kant llamó pulcritud vaga (y que Derrida tradujo muy agudamente en La vérité en peinture como beauté errante [‘belleza errante’]). Como Heydenreich, Lee no concebía la belleza natural en relación a un punto de vista estático y apunta que el sistema de Kant “logra tener piernas, por así decir, gracias a la figura del paseante”.10 Al comprender la relación entre percepción y movilidad, la teoría del paisajista logra reflejar mucho mejor que la estética de Kant la evolución de los hábitos burgueses de percepción.11 El asunto suena sencillo, pero para comprenderlo mejor tendríamos que examinar a fondo muchas otras ideas de Kant sobre estética, cosa que no vamos a hacer aquí.12 Para nuestra historia es suficiente concentrarnos en la teoría del paseo de Schelle, un filósofo que prefería dar a la filosofía formatos más divulgativos y menos abstractos.

Lee recuerda que Kant manifestó ciertas reservas hacia este tipo de Popularphilosophie porque sus practicantes huían de grandes abstracciones, tan propias de la teoría estética, y preferían dedicar libros a actividades “mundanas” como pasear o viajar. El “filósofo paseante” y sus excursos sobre la vida común, pues, generan desconfianza entre el filósofo académico con afán sistemático. Schelle tuvo como profesor de estética a Heydenreich en Leipzig y aunque solo lo cita una vez (al final de su libro) está claro que las ideas sobre el Herumwandler (el paseante errabundo) en su tratado de paisajismo y diseño de jardines influyeron en su perspectiva sobre el arte del pasear, un arte que tiene como escenario la Naturaleza pero cuya naturaleza es esencialmente social. Schelle no viajó mucho, pero se documentó lo suficiente para hablar de muchas más cosas que de paseos por jardines de la época. Desde luego, cree que el jardín inglés es el más apto para lograr un equilibrio entre las dos dimensiones que tiene el paseo al aire libre, la natural y la social, el contacto con una naturaleza apacible y el trato cordial con los semejantes. Pero fuera del jardín también se puede cultivar ese arte que permite fusionar naturaleza y sociedad en un solo panorama que apela a una sensibilidad común. El paisaje, pues, se pasea y se disfruta, no en soledad ni entre desconocidos, sino en compañía de otros semejantes, en pequeños grupos de individuos libres. El paseo al aire libre es parte esencial, afirma Lee, del ideal bürgerlich de una sociedad unida por el “desinterés”, por una actitud no utilitaria hacia el mundo que orienta su disfrute de parajes naturales apacibles y de congéneres cultivados. El buen paseante, dirá Schelle, no es ni el exhibicionista social que se deja ver en el paseo público pero nunca va al campo, ni el sombrío y huidizo solitario “que siempre busca la oscuridad del bosque o del campo, con la esperanza de no encontrarse a nadie”. Esos dos tipos de paseantes sacan del paseo un beneficio muy limitado, dice Schelle. El paseo favorece un trato íntimo con las dos cosas: con un paisaje silvestre pero controlado y con individuos liberados de su rutina y espontáneos. Schelle insiste en que los paseos urbanos son suficientes para distraer la mente. Para lograrlo no hace falta ir al campo. Sin embargo, “las contingencias urbanas acaban por estrechar la mente”. En cambio, el paseo campestre siempre “libera de las mezquindades y estrecheces de las obligaciones urbanas”.13 Cuando se pasea por el campo a pie, pero sin fatigarse, la mente no solo se alivia de sus presiones, sino que se expande. Pero no es imprescindible ni recomendable andar en pos de lo sublime: “Para los paseos corrientes por el campo no se necesita de una naturaleza sublime. Esta exige una mayor actividad de la mente con tanta fuerza como el deseo constante de acercarse a ella. ¿A quién le gustaría estar siempre paseando entre prados alpinos?”.14 Es suficiente romper con la “costumbre que torna insípido el goce” y disfrutar una naturaleza magna, serena y sin ataduras, que no exija proezas para ser contemplada, ni despierte sentimientos confusos o sobrecogedores.

Este temperamento reconciliador de los filósofos de inspiración kantiana contrasta con el talante, mucho más distante, de filósofos posteriores que prefirieron los grandes jardines arquitectónicos y despreciaron los jardines ingleses; fue el caso de Hegel que, con suma ironía, aconsejaba no volver a visitar un parque en caso de haberse deleitado paseando por él. En el apartado sobre la Gartenbaukunst de la Estética (en la sección sobre los estilos de la arquitectura romántica) describe la terraza de Sanssouci en el Palacio del Loco de Federico el Grande en Postdam como un gran ejemplo de transfiguración arquitectónica del paisaje, de creación de una segunda naturaleza para el espíritu. La jardinería, en cambio, le parece algo más pictórico que arquitectónico. Afirma que un jardín y un parque deben ser “un entorno sereno, y un mero entorno que nada quiera valer para sí ni distraer al hombre de lo humano e interno”. Cualquier jardín o parque equipado con templetes, pagodas chinas, mezquitas turcas, chalés suizos, puentes, ermitas u otras extravagancias, añade, reclama para sí la atención, seduce pasajeramente y distrae el espíritu de la charla mientras se pasea. Es comprensible, entonces, que alabe los jardines del Tíbet, más allá de la Gran Muralla, o los de los persas (suntuosas salas para necesidades humanas), pero sobre todo los jardines franceses con “líneas intelectivas, orden, regularidad, y simetría”.15

A Hegel no le gustaba solo eliminar la ilusión naturalista de algunos jardines, sino que también disfrutó desnaturalizando la naturaleza entera. Su filosofía funciona así: todo lo que a los románticos les hacía elevarse, él lo devuelve a la más pura inmanencia. Todo lo que parecía sublime, él lo vuelve prosaico. El hombre está por encima de la naturaleza, como dice Bodei, pero no porque la desafíe con sus sueños de inmortalidad, sino porque la domina, la domestica y se aprovecha de ella manejando sus propias leyes, a través de la cultura y la técnica.16 El “Diario de travesía por los Alpes berneses” del joven Hegel contiene llamativas reflexiones al hilo de una travesía durante el verano de 1796 por distintos cantones (Berna, Wallis, UriUnterwald y Schwyz), pero no suele aparecer en las historias del caminar, muy probablemente porque desecha ese sentimiento de lo sublime que los románticos convirtieron en su marca distintiva. Como recuerda el editor español del escrito, José María Ripalda, hacer viajes a pie por entonces era bastante corriente, pero no tenían nada que ver con lo que hoy consideraríamos turístico. La explotación turística de la zona solo comenzaría, recuerda, a principios del siglo xix y aumentaría desde su segunda mitad con el desarrollo del alpinismo, aunque la primera ascensión al Mont Blanc tuvo lugar en 1786. Más aún, desde luego, después de la construcción de vías de acceso, de embalses hidroeléctricos y del espectacular retroceso de los glaciares. Cuando Hegel hizo su travesía por estos parajes, la grandeza y pureza de los glaciares aún debían sobrecoger. Pero aunque los glaciares conservaran su esplendor, Hegel no era fácilmente impresionable. Que su tono no sea ni irónico ni melancólico, sino analítico, quizá explica su ausencia en bellas historias del caminar que tratan de inspirar entusiasmo. “Hoy veíamos esos glaciares […] y su aspecto no tiene nada de particular”, dice sin rodeos. Ver grandes masas de hielo en pleno verano a un nivel en el que maduran cerezas, nueces y trigo puede resultar llamativo, añade, pero nada más.

Hacia abajo el hielo está muy sucio y a trechos completamente cubierto de barro; quien haya visto una carretera ancha, cuesta abajo, fangosa, cuando la nieve empieza a derretirse, puede hacerse una idea aproximada del aspecto que presenta la parte inferior del glaciar vista desde lejos, un panorama que no tiene nada ni de grandioso ni de agradable. (Más arriba el hielo se presenta en pirámides de un azul más puro y que en comparación con el sucio hielo de abajo se pueden llamar, si se quiere, bastante bellas).17

Antes de contemplar los glaciares, algunas observaciones sobre las altas cumbres también ejemplifican su tendencia a privar de solemnidad a la Naturaleza, comparándola con un producto humano, por ejemplo, cuando para explicar la sensación de altura frente a una cumbre saca a relucir el campanario de una iglesia.

A pesar de hallarse tan cerca de grandes masas montañosas de roca pelada con cumbres nevadas, y pese a contemplarlos en toda su extensión, desde el pie hasta la cima, no nos impresionaron en absoluto ni provocaron en nosotros el sentimiento de sublime grandeza que habíamos esperado. La perspectiva de una altura solo resulta impresionante cuando uno la ve desde abajo, al pie de un pared vertical –como cuando uno está al pie de la torre de una iglesia, y alza la vista hacia la altura; no, en cambio, cuando el ojo puede medirla a cierta distancia, o estando demasiado cerca, solo ve una pequeña parte de la montaña.18

Más tarde, después de cruzar el río Aar desde Meiringen siete veces (cuatro por puentes de madera y tres por puentes de piedra), Hegel acaba en medio de un páramo de piedra “deshabitado y triste” y sentencia, con pasmosa parquedad…

Ni la vista ni la imaginación encuentran en estas masas informes punto alguno en que aquella pueda descansar con agrado o esta encontrar ocupación y entretenimiento. Solo el mineralogista encuentra materia para aventurar precarias hipótesis sobre las revoluciones de estas montañas. La razón no encuentra en el pensamiento de la duración de estas montañas o en esa sublimidad que se les atribuye nada que le impresione y le imponga asombro y admiración. El espectáculo de estas masas eternamente muertas no me inspiró más que la imagen uniforme y a la larga monótona de que simplemente así es esto.19

No se puede decir más claro, pero por si acaso Hegel lo aclara aún más, solo que en clave teológica. Duda de que, en un entorno que acusa “cada vez más sensiblemente la maldición de una naturaleza sin calor ni fuerza”, el teólogo más convencido se atreva a atribuir a la naturaleza “el fin de serle útil a lo humano”, cuando para el joven Hegel lo objetivo es la crudeza con la que sus habitantes “tienen que afanarle duramente lo poco y mezquino que pueden utilizar de ella”. Por ejemplo, se podría arrancar un puñado de hierbas, pero a riesgo de ser aplastado bajo un desprendimiento, o por un alud que puede convertir rápidamente unas casas de piedra en ruinas.

En estos yermos inhóspitos la humanidad culta habría inventado quizá todas las teorías y las ciencias antes que la parte de la teología natural que demuestra al orgullo humano cómo la naturaleza lo ha dispuesto todo para su satisfacción y bienestar; un orgullo que caracteriza también nuestro tiempo, pues encuentra más satisfacción en creer que todo ha sido hecho para él por un Ser extraño, que en la conciencia de que propiamente es [el orgullo humano] quien ha impuesto estos fines a la naturaleza.20

Para Hegel lo relevante es exactamente eso: que los habitantes de esos parajes se sienten subordinados al poder de la naturaleza, y que eso les inspira una “serena aceptación” frente a sus devastadores arrebatos, sus terribles caprichos. Una tranquilidad que les permite transitar por caminos en los que los desprendimientos han causado muertos. Esa es probablemente, señala Hegel, la mayor diferencia entre la gente del campo y la de la ciudad. Los paisanos se muestran indiferentes, mientras que

la gente de ciudad, que por lo general solo ve contrariados sus propósitos por su propia incapacidad o por la mala voluntad de otros, y por lo tanto se irritan e impacientan si alguna vez llegan a sentir el poder de la naturaleza; en ese caso, necesitados de consuelo, lo encuentran por ejemplo en una charlatanería encargada de demostrarles que incluso ese infortunio ha sido para su bien, pues son incapaces de elevarse por encima de su propio provecho. Exigirles que renuncien a una indemnización equivaldría a privarles de su Dios.21

Este talante, desde luego, no cuadra bien con la moda bucólica que treinta años atrás había puesto en boga Rousseau, pero tampoco con la literatura de viajes que encandiló a los amantes de una naturaleza bondadosa. Hegel no se siente fascinado por una naturaleza espontánea e inefable, sino que se limita a dar cuenta de sus efectos. Lejos de mirar al cielo y fascinarse con las formaciones nubosas y tormentosas, se queja continuamente de la lluvia. Los pájaros gorjean a su alrededor, pero no les encuentra ningún encanto, pues es normal que los pájaros de parajes deshabitados tengan menos miedo. Lejos de entusiasmarse con la vida rural, la describe como un cronista distanciado y escéptico, y se centra en temas que para otros paseantes más elegantes resultarían demasiado prosaicos: el origen y comercio del vino (italiano y demasiado ácido, excepto en un hospital de capuchinos), las vaquerías, los cerdos, el jamón, las salchichas boloñesas (que se intercambian por mantequilla y miel suizas), el queso producido añadiendo cuajo ácido a la leche, el licor de genciana e incluso de una flor azul que Coleridge convertiría en símbolo de la esperanza, pero que a él solo le interesa como base de un destilado. Aunque Bodei no lo dice, Hegel también desromantiza las típicas idealizaciones de los habitantes de la montaña.22 “Contra lo que creen muchos viajeros ingenuos, que se han hecho de esta vida pastoril una imagen de inocencia y bondad generales”, dice, la costumbre de ofrecer a la venta productos, dejando el precio a la voluntad del viajero, “no se debe a la hospitalidad y desinterés, sino a que esos pastores, dejando el precio a la voluntad del viajero, esperan conseguir más de lo que vale su mercancía”. Por eso, si se les paga menos de lo que esperan, olvidarán que no sabían el precio y exigirán inmediatamente lo que vale, mientras que, si se paga un precio ajustado, lo aceptarán con mala cara y ya no se mostrarán agradecidos ni tan afables como parecían hasta ese momento.23

Caminar con el joven Hegel no debía de ser fácil. Aunque lo mismo era divertido. Hay quien disfruta denostando lo mismo que él: la emocionalidad desbordada, la subjetividad exaltada. La cuestión es si cuando se llega a la madurez, uno se convierte en el sentimental que no quiso o no supo ser de joven. En el caso de Hegel hubo coherencia, pues con el tiempo se diría que aumentó su desdén de juventud por lo sublime y su negativa a maravillarse ante fenómenos naturales. Parece que llegó a comparar el cielo, ese techo de estrellas que aplacaba las pasiones e inspiraba eternidad a los románticos, nada más y nada menos que con una erupción cutánea. Como señala Bodei en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Hegel sale al paso del chiste que Heine hizo en sus Confesiones a propósito de aquella afirmación sobre el firmamento celeste, y vuelve a la carga: el cielo le parece una piel cubierta de infinidad de excrecencias porque, dice, no le interesan cosas abstractas, sino concretas y, por tanto, prefiere “una animalidad que solo ofrezca gelatina al ejército de las estrellas”. Esa multiplicidad desplegada en una inmensidad, añade, puede resultar atractiva para la sensación, pero no para la razón. Para esta, en efecto, es tan poco admirable como la multiplicidad que se produce en un hormiguero o en un enjambre de moscas. Qué alentador.24

Se insiste en que Bentham, Stuart Mill y otros muchos pensadores fueron caminantes, pero sin dejar clara la relación de su pensamiento con su forma de pasear y con los espacios por los que se movieron. Los que tenían asma, como Locke, paseaban en el sur de Francia, en Burdeos, en las viñas de Pontac. Hume era amante de los salones de París y de la vida urbanita; no idealizó la vida rústica y concibió el jardín como otra expresión de la intimidad y la vida privada (recuérdese que Voltaire, su amigo, ironizó al final de Cándido con el jardín). El caso de Rousseau ocupa un lugar especial, y casi todo el mundo coincide en que sus desplazamientos marcaron su carácter y su obra.25 Sin embargo, se subraya mucho al Rousseau exultante que camina a solas, pleno de dicha y fervor, al Rousseau que creía curarse de las trampas y los artificios sociales como si fuera un primer hombre, inocente. No se recuerda tanto al otro Rousseau, el del final, cuyos paseos dejan de ser una expresión de libertad y “revelan un pánico persecutorio”, al Rousseau que “ya no camina hacia un futuro desconocido, sino que escapa de un pasado tormentoso y de un presente insoportable”.26 Esto no suele contarse: los pensadores son unos paranoicos, como todo hijo de vecino, y el paseo a veces les funciona simplemente como “un mecanismo de huida, una forma de evadirse de una sociedad con la que no logran entenderse y que, por tanto, acaban representando como esencialmente malévola”.27 Rousseau paseó, por encima de todo, para sentirse señor de sí mismo y no para llevarse sorpresas. Le desagradaron los imprevistos y aprovechó los detalles sobre los que se posaba su atención para dotarse de un halo y estatus especial (justamente el que –según él– no recibía de la sociedad).28

Hay una gran diferencia entre lo que les ocurre a los pensadores mientras caminan y lo que se les ocurre sobre el propio hecho de caminar. La mayoría de las veces el paseo y el paisaje han sido un medio y un decorado para inspirarse o concentrarse, pero no un estímulo para hacer digresiones, experimentar, jugar y distraerse. Muy frecuentemente el único objeto de observación de los pensadores de paseo es su propio pensamiento. Pasear por exteriores solo parece servirles para ahondar más en sus interiores.

Aunque luego, hay una tradición de filósofos ambulantes que podría inspirar otra forma más irónica de tomarse la tarea del pensar. Kierkegaard fue un caminante de ciudad, y pese a estar contrahecho se movió mucho y de buena gana. En una carta a Henriette Lund de 1848, le insta a que nunca pierda el deseo de caminar. Si uno se queda sentado acaba enfermando. Por eso él camina todos los días. Además, le dice, deambular es bueno porque así, moviéndose, es como se da con los mejores pensamientos y porque no existe ningún pensamiento tan abrumador que no se pueda dejar atrás andando. Para algunos expertos Kierkegaard podría ser el auténtico precursor del flâneur que surgiría en París mucho tiempo después,29 no solo por sus hábitos de observación urbana, sino por su ambivalente relación con la muchedumbre. Salir a la calle, sin duda, le ayudaba a luchar contra los temores y angustias que lo acosaban a solas, pero su relación con los vecinos era distante. Pasear era “una forma de estar entre la gente para un hombre que no podía estar con ella”.30 En las calles podía disfrutar de agradables encuentros casuales y de conversaciones pintorescas improvisadas, al mismo tiempo que el propio movimiento del andar le mantenía a distancia de los otros. “Era más que un espectador, pero menos que un participante”.31 El truco del paseante muchas veces ha sido ese: desaparece cuando las cosas se ponen demasiado íntimas o no son agradables. Visitar día a día un café, un jardín o un parque de ciudad tiene ese peligro: puede acabar creando lazos duraderos, para bien y para mal, o amigos y enemigos. De ahí que el imperativo de andar se use como pretexto para escapar de los círculos que puede crear la costumbre. El paseante a lo Kierkegaard requiere a los otros como música de fondo. El barullo de la calle, con todos sus detalles, es una distracción que le ayuda a relajar una tensión mental que le mataría si permaneciera sentado en su escritorio, pero nunca su verdadero objeto de atención.

Como otros filósofos, Kierkegaard nunca estuvo inmerso en la sociedad, pero tampoco tan alejado de ella como un ermitaño. El paseo le proporcionaba placer y diversión, y sobre todo cierta cura contra su propio aislamiento. Como dice Solnit, los filósofos excéntricos están en el mundo, pero no pertenecen a él, y se vuelcan en “caminar como un medio de modular su alienación, una alienación que constituía un fenómeno nuevo en la historia intelectual”32 y que duró muchísimo tiempo, podríamos añadir, por lo menos hasta la época del existencialismo. Aunque pasear le diera energía para escribir, moverse no le proporcionó a Kierkegaard la serenidad que anhelaba, ni le dio sentido a su vida desatinada, todavía más absurda cuando dejó de pasear por miedo a las mofas que sufría en público. Ese es el problema de tantos observadores de la vida social: se vuelven paranoicos cuando ellos mismos se convierten en objeto de la mirada pública, o sea, cuando el mirón se convierte en mirado. Puede que el estilo de Kierkegaard, disperso, digresivo, autobiográfico, fragmentario, etcétera, deba muchísimo a su actividad como paseante. Puede que el filósofo que camina sea más propenso a un pensamiento menos sistemático y más rapsódico, menos riguroso, pero más evocador. Quizá los pensadores caminantes sean los que acabaron tiñendo la filosofía con tonos literarios, para escándalo de muchos puristas. Quizá, como sugiere Coverley, la filosofía tradicional y el andar siempre hayan estado muy reñidos.

1 T. W. Adorno, Minima Moralia, J. Chamorro Mielke (trad.), Madrid, Taurus, 1987, p. 46.

2 Véase de nuevo el desfile de filósofos en: R. Bodei, Paisajes sublimes. El hombre ante la naturaleza salvaje, Madrid, Siruela, 2011.

3 Solnit, Wanderlust, op. cit., p. 184.

4 Ibíd., p. 180.

5 Ibíd., pp. 184-185.

6 Elogio del caminar, op. cit., p. 56. Véase también su libro El silencio, Madrid, Sequitur, 2009.

7 Véase “Recorridos y paseos de papel” de F. Silvestre, en K. G. Schel­le, El arte de pasear, Madrid, Díaz & Pons, 2013, pp. 179-180. Hirsch­feld publicó su teoría del arte del jardín en cinco volúmenes entre 1779 y 1785. El paisajismo Mittelweg fue desarrollado décadas después por filósofos de Leipzig que tradujeron las ideas de Hirschfeld a un lenguaje más kantiano; Heydennrecih (1764-1801) fue el más importante. Sobre la relación entre paisajismo y paseo Silvestre cita un trabajo de Linda Parshall: “Motion and Emotion in C. C. L. Hirschfeld’s Theory of Garden Art”, en M. Conan (ed.), Landscape and Design and the Experience of Motion, Washington D.C., Dumbarton Oaks Research, Library and Collection, 2002. Merece la pena otro trabajo previo de la misma autora: “C. C. L. Hirschefleds Concept of the Garden in the German Enlightement”, Journal of Garden History, n.º 13, 1993. Lee tiene en cuenta las ideas de Parschall, pero también las de numerosos estudios sobre la época. Es también mucho más histórico y exhaustivo que otro de Diane Morgan (Kant for Architects, Nueva York, Routledge, 2018) que puede resultar útil como introducción, pero que se va por las ramas y que, incomprensiblemente, ignora el propio estudio de Lee de 2013.

8 H. Heine, libro tercero de Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania, S. Ribka (trad.), Madrid, Akal, 2016, p. 196. Hay también una traducción previa de Manuel Sacristán que se reeditó acompañada de su excelente texto “Heine. La consciencia vencida” (Madrid, Taurus, 2025). También hay ediciones de Juan Carlos Velasco basadas en la versión (revisada) de Sacristán en Alianza, en 2008 y 2010.

9 Lee, The German “Mittelweg”. Garden Theory and Philosophy in the Time of Kant, Londres, Routledge, 2007, p. 262. Llamativamente, poco antes de decir esto, Kant se interesa por métodos que puedan compensar los estados de hipocondría y melancolía, afecciones típicas de la psique académica. Según pensadores de su época como Grohmann (1769-1847), hubo que esperar a Fichte para que el pensamiento y el movimiento se unieran. El método de Fichte es al de Kant, dijo Grohmann, lo que un hombre que estudia las leyes de su propio movimiento mientras se mueve y a través de su movimiento es a un hombre que desea comprender el movimiento y la velocidad abstrayéndose antes de las huellas que deja tras de sí (citado por Lee, ibíd., p. 216). Visto así, Fichte fue quien realmente se atrevió a comprender la acción pura de la razón, observando su ley original sin mediación, sin pasar a través de ningún camino medio (Mittelweg). Kant, en cambio, aun habría creído que el pensamiento puede volver sobre sus propios pasos y comprenderse sin tener en cuenta su propio movimiento. Hay que recordar que Mittelweg (‘camino medio’), el término que se aplica al jardín alemán de estilo inglés, es el mismo que Kant usó para describir su propio método.

10 Según Heydenreich, explica Lee, el paisaje se construye como una “sucesión de escenas”, pero como estas se experimentan sucesivamente, no hay disponible a la intuición una unidad que gobierne la composición como un todo. La totalidad solo se construye imaginativamente.

11 Entre ellos, que las publicaciones con ilustraciones de paisajes dejaran de ser grandes volúmenes para ser leídos en interiores y se convirtieran en pequeñas estampas de libritos que se portaban y leían a modo de guías durante los paseos (ibíd., p. 210).

12 Solo dos aclaraciones importantes: el ejemplo que Kant usó para explicar lo que era la belleza libre: la belleza de las flores, justamente porque se valora sobre su pura forma, independientemente de cualquier otro propósito o interés humano. Lo irónico, sin embargo, es el tipo de flor que Kant usó como ejemplo. No una flor silvestre, sino un tulipán, o sea, una de las flores más cultivadas y ligadas a tradiciones que hay. Irónicamente, la flor que elije Kant es una de las más elaboradas por el hombre, y una de las que más se asocia con el arte de la perfección. Kant dijo que la razón juzga la belleza natural de acuerdo a la analogía con el arte, pero en este caso el objeto natural es él mismo producto de un arte, es una forma orgánica altamente modificada, es otro artificio artístico. El tulipán no se parece fortuitamente al producto artístico, sino que su propia forma ya ha sido transformada para satisfacer el gusto estético. Encarna una belleza natural porque supera lo que la propia naturaleza puede producir por sí misma. La belleza natural, dice Lee, “solo puede ser constituida en su forma a través del cultivo, o sea, recurriendo a un suplemento ‘artificial’” (Lee, ibíd., p. 205). Las observaciones de Kant sobre la relación entre jardines y pintura pueden leerse en La crítica del juicio.

13 Schelle, El arte de pasear, op. cit., p. 48.

14 Ibíd., p. 49.

15 Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989, pp. 511-512. Evidentemente, Hegel detestaba la lógica naturalista del jardín inglés. El gran enemigo de Hegel también tenía que disentir con él en este punto y en el primer volumen de El mundo como voluntad y representación dijo que el jardinero ejerce menos control sobre los materiales que el que ejerce el arquitecto sobre los suyos y, por tanto, “la auténtica belleza de su arte es más obra de la propia Naturaleza que del artista”. Véase también la sección 33 del segundo volumen, dedicada a la belleza natural, donde habla de distintos tipos de jardines (franceses e ingleses) y su relación con la expresión de las ideas de la naturaleza y con la objetivación de una incognoscible voluntad de vida.

16 En Dominance and Affection Yi-Fu Tuan no menciona a Hegel, pero debería haberlo hecho, teniendo en cuenta que para Tuan el (mal) trato a la naturaleza y a las personas (por ejemplo, vendar los pies a las mujeres chinas) es signo de civilización, no de barbarie.

17 “Diario de travesía por los Alpes berneses” (agosto de 1796), en El joven Hegel. Ensayos y esbozos, Madrid, Fondo de Cultura Económica (FCE), 2014, p. 272.

18 Ibíd. Más adelante, cuando Hegel se aproxima a un glaciar, hace comentarios que parecerían obviedades a almas románticas, como que la única satisfacción de estar más cerca es que, aunque ya no se puede abarcar ni resulta alto (porque no se alza de golpe, sino poco a poco) al menos ha podido tocar y ver su hielo (ibíd., p. 273). En otro valle, posteriormente, todo le parece árido y triste, y vuelve a interesarle, sobre todo, el hecho de que la alta temperatura ambiental no deshiele el glaciar (ibíd.).

19 Ibíd., p. 278.

20 Ibíd.

21 Ibíd., p. 279.

22 Bodei, Paisajes sublimes, op. cit., pp. 76-77. Bodei hace bien en subrayar la gran atención que Hegel presta a las cascadas, aunque no explica del todo el porqué. Hegel se detiene ante saltos de agua tres veces, hasta donde sé. La primera afirma que “el vuelo fino, flexible, libre de la espuma tiene algo de cautivador”. Como no se contempla un “poder, una gran fuerza”, el pensamiento queda “liberado de la constricción, de la necesidad imperiosa de la naturaleza, y lo vivo, lejos de unificarse en una masa, se halla en constante disolución y dispersión, un eterno proceso y actividad, produciendo al contrario la imagen de un libre juego” (ibíd., p. 269). Pese a todo, Hegel no se toma la molestia de esperar a la noche para ver caer la mágica luz nocturna sobre la cascada, y reemprende el camino por la mañana antes de que el sol naciente cree el arcoíris. Ante otro salto, más adelante, las observaciones tienen que ver más con las ondas que forma el agua al caer que con la espuma, ondas que arrastran la mirada del espectador, pero sin que pueda fijar su movimiento, pues su imagen se desvanece continuamente, sustituida siempre por otra, o dicho de otra forma: la misma imagen se ve eternamente, a la vez que nunca es la misma (ibíd., p. 275). La tercera vez, ante un salto soberbio formado por el Aar, se fija más en el efecto brutal del agua al caer y se pregunta cómo pueden resistir los salientes de rocas semejante envite, para acabar exclamando: “¡No hay ocasión mejor para cobrar un concepto tan puro de la necesidad de la naturaleza que contemplar la furia eternamente inútil y eternamente continuada de la ola lanzada contra esas rocas!”, para luego añadir con parsimonia: “De todos modos se ve cómo se van redondeando poco a poco sus afiladas aristas” (ibíd., p. 277). En fin, observaciones bastante curiosas que deprimirían a un espíritu en busca de lirismo.

23 Ibíd., p. 271.

24 Si este libro hubiera podido ramificarse tanto como El jardín de los delirios, cosa que mi editora no estaba dispuesta a consentir, creo que habría incluido una crónica sobre los paseos de Heine. No aparece en las historias más populares sobre el caminar. Se vuelve una y otra vez a Wordsworth y a poetas y escritores ingleses, pero misteriosamente Heine suele estar ausente. Extraño, porque una de las cosas que hace a Heine incomparable e insuperable es que en las crónicas de sus paseos, excursiones y viajes mezcla todo tipo de géneros literarios y de dimensiones. Como dice Isabel G. Adánez, editora y traductora de Cuadros de viaje (Madrid, Gredos, 2003), en su estudio preliminar, los Reisebilder no son ni novelas de viaje ni relatos de aventuras, ni tampoco narran hechos y detalles como un reportaje. Además, mezclan prosa y verso, canciones populares y poemas líricos, realidad y ficción, crítica literaria, recuerdos autobiográficos, fantasías diurnas y digresiones históricas. Las experiencias que Heine tiene ante parajes naturales son, por lo demás, entusiastas y exaltadas, pero a la vez parodian el sublime romántico. Uno de mis pasajes favoritos es cuando en la cima de una montaña le impresionan los colosales riscos, pero la sensación se desvanece, porque, dice, su alma estaba sorprendida, pero no sobrecogida, y “aquellas imponentes masas de piedra fueron haciéndose más y más pequeñas ante mis ojos, y al final no parecían más que unas pocas ruinas insignificantes de un palacio gigante, ahora hecho añicos, en el que mi alma tal vez se habría sentido a gusto” (op. cit., p. 175). Otro momento que, creo, parece una parodia de Goethe es cuando dice que la mejor forma de clasificar plantas no es la morfológica, sino según el método de Teofrasto, o sea, por su olor, aunque él prefiere su propio sistema de clasificación, “según el cual divido todo entre lo que se come y lo que no se come” (ibíd., p. 98). Tengo que agradecer a la profesora Adánez no solo muchos datos sobre Heine, sino también que pusiera a mi disposición el extraordinario catálogo de la exposición Wanderlust. Von Caspar David Fiedrich bis Auguste Renoir, en la Nationalgalerie de Berlín en 2018, editado por la red de museos de Berlín y la editorial Hirmer. Además de la vasta colección de pinturas, el volumen incluye ocho textos muy interesantes y muchas referencias bibliográficas.

25 La actitud de Rousseau hacia los jardines se ha estudiado tomando como punto de partida Ermenonville (véanse todos los capítulos de El banco en el jardín de Jakob, o Jardinosofía de Santiago Beruete), pero también el jardín ideal que aparece en el Emilio (semejante al de Les Charmettes por donde paseó con madame de Warens). Sin embargo, el más intrigante es el de Julia, o La Nueva Eloísa, que lejos de ser natural requiere un enorme trabajo de mantenimiento y bastante artificiosidad. La dureza del trabajo manual no sale a relucir porque, como dice Solnit, los personajes de Rousseau suelen disfrutar de una comodidad no ostentosa pero siempre dependiente de un servicio de “empleados fantasma” (Solnit, op. cit., p. 39). Como Solnit probablemente sabe, el tema del género es importante para entender el uso que hace Rousseau de la imagen del jardín. Julia, recuérdese, no rompe su voto matrimonial, pero invita a su pretendiente al jardín y le dice que todo aquello ha sido obra suya, porque su marido le ha puesto el cargo de su entera dirección. Entonces Saint-Preux manifiesta sus dudas, pues no parece que le costara mucho lograr aquel tipo de jardín, excepto descuidarlo, pues a pesar de resultar encantador, está poco cultivado y asilvestrado. “No veo marcas de trabajo humano”, dice. Simplemente ha evitado ponerle barreras y la naturaleza sola ha hecho el resto. A lo que ella contesta que, ciertamente, la naturaleza ha hecho todo, pero siempre bajo su dirección. El jardín de Julia es, pues, como el deseo, salvaje y a la vez controlado bajo una autoridad invisible e irrepresentable: la de su marido. Véase el excelente análisis de Christine Roulston en el capítulo 3 de su libro Virtue, Gender, and the Authentic Self in Eighteenth-Century Fiction. Richardson, Rousseau and Laclos, Gainesville, University Press of Florida, 1998. Este tipo de análisis de género y jardín entronca con otras protagonistas de historias como la Charlotte en Las afinidades electivas de Goethe.

26 Merlin Coverley, The Art of Wandering. The Writer as Walker, Harpenden, Old Castle Books, 2012, p. 26. Le Breton subraya momentos en los que, paseando, Rousseau parece dejar atrás “todo lo que le recuerda la sujeción en que vive, desata su alma, y le infunde ánimos para escoger, combinar y apropiarse de todos los seres a su gusto y sin temores” (Elogio del caminar, op. cit., el subrayado es mío). Frédéric Gros también recuerda que cuando camina Rousseau cree “disponer de la naturaleza entera como su dueño” (Andar. Una filosofía, op. cit., p. 78, el subrayado es mío). En cambio, durante sus últimos paseos, entre mayo y junio de 1878, añade Gros, caminar ya no le sirve a Rousseau para nada, solo es una ocasión para el profundo desapego. Su única finalidad es andar por andar, sin mayores expectativas, pues ya poco tiene que ganar o perder.

27 Una de las grandes sorpresas de Rousseau como paseante fue que un gran danés se lo llevó por delante y se hirió al caer, pero volvió a casa solo y rechazó la ayuda de un médico, pues “la naturaleza es la que cura”. Véanse los comentarios sobre este incidente y sobre muchas otras anécdotas y costumbres de Rousseau (como no salir cuando llovía y no comer espárragos, también sobre su preferencia por los arroyos, en vez de por los ríos, sus olores florales predilectos y sus opiniones sobre el canto de los ruiseñores) en las notas de Bernardin de Saint-Pierre, en Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, Madrid, Alianza, 2008, pp. 211-238. Véanse también Cartas elementales sobre botánica (Madrid, Abada, 2005), donde se hace el entendido, pero en realidad sin llegar a aprender realmente botánica. Al final confesó que miraba las flores para así evitar pensar en las mujeres.

28 Véase la sección “Solo o acompañado”, en David Le Breton, Elogio del caminar, op. cit., pp. 39 y ss., donde se analizan varios ejemplos de la obsesión de los pensadores por mantenerse a distancia de otros seres. Para este tipo de maniáticos, la compañía humana durante los paseos es uno de los grandes estorbos para alcanzar un tipo de comunión con la naturaleza gracias a la cual logran sentirse soberanos de sus vidas

29 Solnit, op. cit., p. 296.

30 Ibíd., p. 47.

31 Ibíd.

32 Ibíd., p. 51.

Filósofos de paseo

Подняться наверх