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EN LA GUERRA NO HAY MANZANAS

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Abandonó una de las ventanas que daban al supuesto jardín (un surtidor sin usar hacía por lo menos una década, un palo de grosella, el árbol pipón y algunas trinitarias y cayenas recostada a algo que debió ser columna, no eran suficientes para darle ese nombre) y decidió hacer una incursión prohibida a la alacena del comedor donde escondían el pan, pero cuando su mirada topó el bodegón colgado en la pared no pudo reprimirse y, mostrando al enemigo su posición al descubierto, preguntó:

—Abuela, ¿por qué no me das manzanas?

Fue un violento regreso a la realidad para ella, que en ese momento odiaba al primer ministro inglés porque se opuso al matrimonio de Wallis con el Rey. Y precisamente, cuando ahora, cuando los amantes lograban escaparse de la oscuridad pública para ir a bañarse en las playas de Yugoslavia, aparecía esta pregunta impertinente y mil veces respondida.

Cerró la revista Para ti, y, con un tono de voz en el que la rabia se deslizaba, respondió:

—¿Cuántas veces te lo he dicho? Estamos en guerra, y en la guerra no hay manzanas. ¿Acaso hablo en inglés?

Volvió Eduardo de Windsor a tomar las manos de Wallis Simpson, pero y ano era lo mismo, se había puesto furiosa por la interrupción, y esa no era la mejor forma para leer una historia de amor.

Benjamín comprendió que había cometido un grave error; ahora quedaría bajo la mirada permanente de la abuela por su estúpida pregunta.

La verdad es que las cosas se le presentaban muy confusas. Al principio, la guerra fue la aparición del dirigible. Lento, como un cigarrillo enorme, casi silencioso, apareció un viernes sobre ña bahía. Todos corrieron a la playa, y le dieron una interpretación distinta al hecho. Por último, prevaleció la explicación del tío Nicolás: “Busca submarinos nazis. Sale del Canal de Panamá y llega hasta el Cabo de la Vela”. Era una explicación tan geográfica que no discutieron más.

Desde entonces todos los viernes se modificaba el paisaje con la presencia de un dirigible sobrevolando la bahía, ante la total indiferencia del público.

Después fueron las reuniones por la noche para oír la radio. Empezaban con el tañido de una campana. Las noticias hablaban de alemanes que avanzaban y franceses que retrocedían. Siempre venía Gastón y Olga, los franceses dueños del Hotel Entre nous. Al principio era formidable, y Benjamín esperaba con impaciencia la llegada de la noche con el inmenso plato compuesto por “delikatessen” de la abuela, los chistes de Gastón y el rumor sobre la última excentricidad de Deborah. “Sale en bata de baño hasta la playa, pasa delante del Palacio Arzobispal, generalmente cuando monseñor Joaquín está rezando el breviario; usa un vestido de baño de dos piezas, se besa en público con el teniente”. Pero todo cambió cuando madame Olga empezó a llorar por las noticias, y se desmayó en una ocasión. ¡Eso era demasiado! No protestó ni le hizo ningún comentario a la abuela; después de todo, Gastón era formidable, a pesar de haberlo puesto en ridículo el día que repitió su comentario de que el pito de la fábrica de licores sonaba mejor que la campana del Big Ben

Lo que sí permaneció incomprensible, guerra o no guerra, fue lo de Benedetto. Solo era pronunciar su nombre para el tío Nicolás hiciera un guiño y una especie de ruido con su boca que podría tomarse como obsceno. Pero el dueño del único cine del pueblo y de la mejor tienda era alguien de importancia, porque al preguntarle la abuela quién era, contestaba con una amenaza de muenda si lo veía hablándole alguna vez. Mayor fue el misterio cuando, indagado Gastón, dijo que era alguien entre barroco y chévere, palabra que ayudaron a envolver el misterio en un enigma.

Por eso, el día que la abuela lo mandó a comprar un carretel de hilo, no sin antes hacerle la expresa advertencia de no estarse más tiempo del estrictamente necesario y de no –“óyeme bien, te lo prohíbo, eh?”- meterle conversación, salió el nuevo Magallanes hasta la esquina. Detrás del mostrador se agitaba el monstruo: hombre de edad mediana, robusto y de cara amable, con la camisa de flores más bella que hubiera visto en esta tierra de uniformidad –donde el pantaloncito de caqui y la camisa blanca eran de rigor- y un embriagador perfume emanando de su cuerpo; fue otra ruptura de moldes para alguien con una abuela que había dicho en el monte Sinaí: “Los hombres solo deben oler a ron, tabaco y pólvora”.

Posiblemente, la contemplación era un silencio mudo, porque Benedetto tuvo que preguntarle varias veces qué quería. Llegó hasta él el “pero, ¿es que el ratoncito Pérez te ha comido la lengua?”, que dio origen a la risa con grandes aspavientos de un grupo de muchachos que tomaban cerveza en un rincón.

Desde ese instante, la curiosidad se convirtió en odio, pese a las arrancamuelas que le encimó por la compra. Por eso no tuvo ningún reparo en mentir y decirle al tío Nicolás que sí, que era el italiano quien le había enseñado el saludo nazi, cuando este lo encontró ensayándolo frente al espejo. Nunca pensó que la cosa haría tanto ruido, pero su tío, iracundo, lo agarró de la oreja y a rastras lo llevó hasta la esquina, no sin que antes un montón de gente se le sumara a lo que ya era un principio de manifestación. En ese instante Benedetto pegaba un afiche donde Bette Davis sonreía sardónicamente en su papel de Jezabel y, al mismo tiempo, con la pierda impedía a una gallina el acceso al salón de cine.

Algunas vez pensó, años después, que nunca había visto una cara tan de sorpresa como la de Benedetto en ese instante. Lo que no le impidió, y con su mejor acento, preguntar qué cosa había hecho el “ragazzo” para arrastrarle así y allí. Pero no era el momento de las explicaciones sino de la victoria. Y cuando el tío le asentó un golpe gritando “¡fascista inmundo, corruptor!”, el gentío formó de inmediato un “ring” humano y movible.

Una cosa es gritar y otra hacer. Mal la hubiera pasado el tío si no llega Gastón a separarlos, ante la protesta de la gente. Todo concluyó en un ojo amoratado, el triunfo de las fuerzas del mal sobre las del bien, el desprestigio de nuestra raza crisol, en la que se funden las otras, y las burlas que le hacía Gastón al maltrecho tío.

Al día siguiente, después de un cuchicheo con la abuela y un comentario de “no seas canalla”, salió el tío, cosa curiosa, con el vestido y el bastón que habían permanecido ocultos en la cómoda –monumento permanente al viaje a Bruselas. Porque “nosotros también estuvimos en Europa. Usted sabe, ¿no?-. Así ataviado, la estatua viviente encaminó sus pasos a la alcaldía.

Esa misma tarde, cuando veía azul y crepuscular, a través de las gafas oscuras de mi tío, el rostro hondamente caviloso de una lagartija, pasó raudo un camión atestado de soldados. Su carrea, que veía llegar el retrasado viento, fue detenida por el feroz grito de la abuela: “¡No pierdas el tiempo, hay que hace tareas!” El desmedido afán por mi éxito en la escuela era solo un pretexto para que no supiera lo que ocurría. No hubo nada que hacer, y después, ante la tienda y el cine cerrados, encontré un mutismo total en la abuela y un rictus nervioso en el rostro del tío. Solo Gastón dijo unas frases enigmáticas, como “Fusagasugá” y “Campo de concentración”.

El misterio nunca fue revelado. En algún momento llegó feliz y jacarandoso el tío, con un par de llaves enormes, que no eran las de San Pedro ni las del paraíso, pero que para los efectos eran lo mismo. Las llaves indicaban que el tío era, ahora, el nuevo propietario del cine Rex.

***

Al principio Gastón dudaba sobre sus conocimientos en historia, pero al final tuvo que reconocer el exceso de imaginación de Benjamin. Con solo dejarla hablar, una larga estela de personajes se hacía presente. Los tres mosqueteros mataban al fundador de la ciudad en una pelea de espadas que sospechosamente se parecía a la última película de Errol Flynn, Aquí fue, y para confirmar su historia señalaba los escalones del castillo derruido frente al mar. “¿Se enredó en su capa?”, pedía aclaración Gastón, quien ya se había decidido a navegar en el proceloso mar del escepticismo y concluía que con este niño era inútil hablar de la decadencia del la mentira.

Para la abuela, sin embargo, todo esto revestía características de drama. “Se la pasa en el cine y leyendo, con la vista tan mal que tiene”. Un rotundo “Verboteen” a todas esas actividades fue instaurado. En cualquier momento, un auto de fe quemó la docenas de “Pif paf” y “Penecas” en el patio mientras Benjamín se sobrecogía de impotencia y rabia.

La lucha en la clandestinidad arreció. La abuela hubiera perecido de una embolia cerebral si hubiera visto al niño por las noches revoloteando por los techos, en una secuencia que ya envidiaría Lon Chaney en El Jorobado de Nuestra Señora de París, antes de llegar al gallinero del teatro. Pasó después a la ofensiva, y la represalia hizo desaparecer la revista Para ti con las fotos del matrimonio de Eduardo y Wallis. Su mutismo fue la respuesta a la pregunta ritual: “¿Pero alguien ha visto esa revista?”

Mientras tanto, en su refugio del castillo, Benjamín descubría que la brecha generacional existía y que el mundo de los adultos no le rozaba. “¿Es una historia de amor la que produce tanto alboroto a la abuela y a la madame Olga?” Bajo la piedra saliente que da al acantilado guardaba las joyas de la corona.

No importaba que el arcón fuera simplemente una cajita de acerco en cuya tapa se leía: “Caja de Ahorros”. Al abrirla salían monedas antiguas, francos nuevos, algunas medallas con la cara de Petain, que Gastón botó a un chiquero y que él recogió sigilosamente, fotos de Oliver y Hardy, un pedazo de pipa con la cara de Popeye, algunos suplementos dominicales de La Prensa y el máximo tesoro (hay que desdoblarlo con cuidado para que no se dañe), “¡un cartel de El Ángel Azul!” La pregunta vino del tío Nicolás. “Bueno, ¿y el afiche que tenía en el escaparate?”. Silencio absoluto, acompañado de una mirada cómplice de Gastón. Es que Marlene, a pesar del tiempo, la distancia y la exótica geografía, todavía hace estragos. Benjamín encontró, mientras la contemplaba, esa sensación deliciosa de frotarse hasta que irrumpe el abandono, confundido con el mejor arrebol o con el romper de la ola sobre la gran piedra del Este.

Su pasión se atemperó con el escozor del ojo izquierdo. Los graves doctores decidieron que la operación era impostergable. Y ahora allí estaba, enfundado e indefenso, con el olor del éter invadiéndolo todo y esa ácida y fría punta metálica oprimiéndole el ojo. Las estrellitas rojizas dan paso al desfile interminable de los monjes azules con capuchas que cubren sus rostros de fuego. Cuando vuelve en sí todo está negro. La abuela, cariñosamente le quita las manos de la venda.

—No te toques, no debe hacerlo. Quédate quieto para que puedas curarte.

Hay una reconciliación total y la abuela complace todos sus deseos. Pasan horas silenciosas acompañadas de su presencia solicita. Aprende a diferenciar los distintos chasquidos orgánicos de los muebles y disfruta con el golpear de un pequeño cucarrón en el vidrio de la ventana.

A veces interrumpía el silencio con acento consentido:

—Abuela, léeme otra vez el cuento “El príncipe feliz”

El día que Deborah se acercó a besarlo, sintió la misma vibración que en sus tardes de Marlene. Por eso no le importó que los otros visitantes lo trataran de montuno mientras permanecía sumergido con la cabeza debajo de la almohada. Solo regresó cuando el perfume de Deborah se fue con el olor de su deseo.

La convalecencia le permitió visitar de nuevo el refugio, donde todo le resultaba más pleno. La tibieza de la arena, los colores del crepúsculo, la suave brisa del atardecer. Cualquier tarde castellana, cuando las alas del ángel de la noche borraban las últimas horas del día, pasó arrastrado por la corriente un inmenso piano de cola. Giró para llamar la atención de una lancha de cabotaje que se hallaba en las cercanías, pero obtuvo como respuesta el cordial saludo de los pasajeros. Esa noche, mientras escuchaban las noticias de la BBC, narró lo sucedido, pero nadie le creyó; solo el comentario de Gastón fatigó para siempre los surcos de su memoria:

—A lo mejor es el piano del Titanic.

Ofendido, decidió guardar inviolables sus impresiones crepusculares. Por eso no dijo nada cuando el periscopio le permitió identificar al submarino nazi. Únicamente cuando la alerta se hizo general comentó su presencia. El tío Nicolás volvió a ser la sibila del lugar. Cuando se le preguntó por una explicación racional a la presencia en el contorno de un submarino, afirmó dogmático:

—Cosas de esos degenerados, deben estar buscando marihuana para Göering.

Cualquier tarde gris, Benjamín contempló la llegada de la dama de negro con su inmenso sombrero y un largo velo cubriéndole el rostro. Decidió que su presencia sería su más profundo secreto y siguió, casi sin respirar, todos los actos de la bella desconocida. Ella, la única, lanzó unas piedrecitas al mar mientras exclamaba con voz grave: “¡oh, qué mar tan marítimo!”. Aunque no pudo distinguirla con precisión, supo era Greta Garbo.

Los años pasaron reiterativo e iguales. El dirigible era una presencia infaltable los viernes. En el hogar, el armisticio logrado con la abuela estaba al borde de la ruptura, y en el puerto los cabestrantes enrollados manifestaban la ausencia de los embarques. En las calles, la gente iba y venía comentando “Guadalcanal”. En la radio, las primeros compases de la Quinta sinfonía de Beethoven indicaban los triunfos, cada vez más frecuentes de los aliados. En la puerta del cine, el tío Nicolás coloco un inmenso cartel con San Jorge parado sobre el cadáver del vampiro nazi y haciendo frente al pulpo japonés.

Para Benjamín, sin embargo, nada de esto tenía importancia. Su última ansiedad era esperar la presencia de Deborah por el camellón cada atardecer. Para su total desaliento, nunca andaba sola. Con frecuencia paseaba tomada de la mano con las Amador y tarareando la última canción de moda. De tanto oírlas, Benjamín aprendió a diferenciar Temptation de Stormy Weather y a cantar en español Solamente una vez y Vereda tropical.

A veces, la acompañaban algunos gringos del Prado. Y así Benjamín conoció los celos antes que el amor. Deborah alimentaba su pasión: cuando la ansiedad de su mirada se hacía ostensible, se separaba del grupo, y, dándole un beso, le decía:

—Cuando cumplas los veintiuno hablamos, buen mozo.

Al fin se impuso la cordura y Benjamín terminó mandándole esquelas a Rina, la hija de Lino, un italiano garibaldino, y Chola, una princesa guajira.

Aquella tarde esperaba impaciente al fondo del jardín de las monjas mientras releía la carta: “Te espero a la seis cerca de la puerta de escape”. Pero la felicidad es esquiva y no puede conformarse con la breve caricia y el leve beso que le da Rina antes de reunirse con sus compañeras, guardianas cercabas de la moral. Después, lo de siempre, el que menos ama impones sus condiciones. Rina exige: nada de encuentros, solo el puente telefónico y la esquela diaria y prolija.

El desastre fue total cuando el tío Nicolás puso en duda la fidelidad exigida:

—Yo no sé qué es lo que pasa, pero me parece que el hijo de turco te está haciendo el cajón.

La frase lo enfermó. Llamó por teléfono y un “sí, quiero que me aclares algo, léeme la última carta que te envié, tenemos que discutirla” lo obligó a correr las cinco cuadras que los separaban. Y allí, baldón eterno para la memoria, pegado a los barrotes de la ventana perdió la fe en el género humano cuando contempló cómo la moderna Mesalina le leía melifluamente la carta pedida. Mientras, imagen indeleble, el usurpador Solimán la arrullaba entre sus protervos brazos.

Corrió toda la noche por la playa. El cielo era una sábana de doradas llamaradas que se extendían borrosamente, nublada la vista por las lágrimas. El albo lo encontró al pie del castillo, donde veía estallar la luz, con matices violáceos, sobre la bahía, y sorprendido dolorosamente por los cohetes que rompieron con luces de color y alegría su soledad y su distancia.

Emprendió lentamente el regreso. Al llegar al camellón encontró una multitud que cantaba y reía. Por un altoparlante la emisora transmitía el porro del momento:

Ya le guerra se acabó. Ya por fin llegó la paz.

Ya el Japón se rindió con dos bombas nada más.

Tropezó con Gastón, quien al verlo lo abrazó feliz mientras exclamaba:

—¡Ganamos la guerra! ¡Ganamos la guerra!

Una manifestación encabezada por el tío Nicolás se dirigió al hotel donde madame Olga izó las banderas colombiana y francesa. La gente rugió “alons sanfán de la patri, le yur de gluar está arrivé…” Gastón, a su lado, comentó:

—¡Qué pronunciación!, ¡qué galos!

Lo que era solo un guion en el horizonte se convirtió en un pequeño aeroplano que sobrevoló el camellón. Gran confusión en la multitud. Los más precavidos corrieron a esconderse, mientras que los optimistas sacaron los pañuelos y vitorearon. El aparato empezó a dar círculos y escribió con humo: “Tome píldoras de vida del Doctor Ross”; después, con largas subidas y hondos descensos, trazó varias “V” de la victoria.

Siguió la fiesta con el ruido ensordecedor de los cohetes. Los gringos salieron de su reducto en el Prado, dando vueltas al camellón en sus automóviles, mientras con las bocinas tocaban el tá-tá de la victoria. En algún momento, la emoción hizo que se mezclaran democráticamente con los nativos, y llegaron, en su exceso de confraternidad, a tomar whisky a pico de botella.

—Ver para creer —dijo Gastón—. Ojalá se les peguen unas cuantas amebas.

Cuando en el horizonte se dibujó la silueta de un barco, todos corrieron a la playa en una alegría rayana en el paroxismo. De repente, un presentimiento los enmudeció un segundo antes de que se produjera el estallido, el profundo torbellino y el intenso oleaje. El estupor pobló todas las miradas. “¿Una mina?”, “¿Un submarino nazi?”.

—¡Miren!, gritó Benjamín, cuando las primeras manzanas empezaron a llegar cerca de la playa.

Con alegre carcajada se zambulló y recogió una. Le dio un mordisco hondo para disfrutar del placer largamente diferido. El sabor pulposo y fresco le embriagó todos los sentidos. Respiró hondo, y en ese instante tuvo conciencia plena del momento vivido. “Sí –pensó-, definitivamente, la guerra ha terminado”.

Una espinita penetró en su pensamiento, revelándole que también había terminado su infancia.

1976

Tres para una mesa

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